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Kiryat Hadassa: el blog de José Ramón Villanueva Herrero

Política internacional

DESTRUCCIÓN MUTUAMENTE GARANTIZADA

DESTRUCCIÓN MUTUAMENTE GARANTIZADA

 

    En estos días en que asistimos con preocupacion al desarrollo de la guerra en Ucrania, cuando el temor a un posible desastre nuclear en la central nuclear de Zaporiyia es un riesgo real, se cumplen 60 años de la crisis de los misiles de Cuba de 1962, momento en el cual se estuvo al borde de un enfrentamiento nuclear entre los EE.UU. y la URSS, riesgo al que se calificó como  “Destrucción mutuamente garantizada” (MAD, sus siglas en inglés).

    El origen de la crisis comenzó en abril de 1962 cuando el líder soviético Nikita Jruschov decidió aumentar el apoyo militar de la URSS al gobierno de Fidel Castro en Cuba. Dicho apoyo, según señala el historiador Tony Judt en su libro Sobre el olvidado siglo XX, ascendía, en su fase final,  a unos 50.000 militares soviéticos, los cuales estaban organizados en 5 regimientos con misiles nucleares, 4 regimientos motorizados, 2 batallones de tanques, un escuadrón de cazas MiG-21, 42 bombarderos ligeros IL-28, 2 regimientos provistos de misiles crucero, 12 unidades antiaéreas SA-2  con 144 lanzacohetes y un escaudrón de 11 submarinos, 7 de ellos equipados con misiles nucleares.

    Jruschov decidió rearmar a la Cuba castrista con objeto de proteger a su entontes su único aliado en el continente americano, dar una imagen creíble de la URSS como “adalidad del progreso y de la revolución” y, también, en expresión del líder soviético,  para “arrojar un puerco espín a los pantalones del Tío Sam” .

    Así las cosas, el 29 de agosto un avión de reconocimiento norteamericano U-2 localizó el emplazamiento de los misiles SA-2 y, ante esta noticia, el presidente Kennedy advirtió a la URSS que admitiría misiles defensivos tierra-aire en Cuba pero que no aceptaría la instalación en la isla de misiles ofensivos dirigidos hacia los EE.UU. Por entonces, Kennedy desconocía que ya se habían desplegado en la isla 36 misiles de alcance medio SS-4 y 24 misiles de alcance intermedio SS-5 con cabezas nucleares, los cuales podían alcanzar cualquier objetivo en los EE.UU. Aunque Jruschov negó esta evidencia, el 14 de octubre un avión U-2 localizaba 3 bases de misiles en construcción para el lanzamiento de los SS-4, razón por la cual Kennedy se sintió engañado y éste fue el momento en que estalló la crisis de los misiles dado que la URSS había desoído las advertencias de no instalar misiles ofensivos en Cuba.

     En consecuencia, el 22 de octubre Kennedy anuncia el bloqueo naval de Cuba. Por su parte, en pleno ardor belicista, la Junta de Jefes del Estado Mayor de los EE.UU. se mostró partidaria de dar una respuesta “más extrema”  al desafío soviético cual era lanzar sobre la isla bombardeos en alfombra contra las bases militares como paso previo a la invasión de la isla, ya que dertminados miembros de la cúpula militar americana dudaban de las capacidades del joven presidente Kennedy para hacer frente al desafío de la URSS.

     Los hechos posteriores demostraron que la decisión del bloqueo fue la opción más correcta, dado que daba tiempo a ambas partes para reconsiderar la situación. Además, Kennedy redujo el área de bloqueo de 800 a 500 millas para dar a los soviéticos “más tiempo para reflexionar y hacer volver a sus barcos”. Finalmente, tras dos semanas de tensión y con el riesgo de que cualquier fatal error hubiese desencadenado el conflicto nuclear, Jruschov ordenó regresar a los barcos  que llevaban misiles a Cuba y, como señala Tony Judt fue Jruschov  “quien desactivó y resolvió la crisis cubana y la historia debe reconocérselo”. A cambio, Jruschov pidió a Kennedy que levantase el bloqueo y que Cuba no fuera atacada. Además, el líder soviético manifestó su intención de retirar los misiles ofensivos de Cuba a cambio de que la OTAN retirase de Turquía los que apuntaban a la URSS.

    Pero en Washington había otra crisis: la pugna entre Kennedy y los militares belicistas pues éstos, aún después de que Jruschov aceptase las condiciones del presidente americano, todavía eran partidarios de ataques aéreos, inmediatos, a gran escala y de una invasión, razón por la cual Tony Judt alude a que “el desprecio de los militares por el joven presidente es palpable y las observaciones del general Le May rayan la insolencia”. En cambio, frente a la opción belicista, Kennedy fue muy bien aconsejado por los diplomáticos  profesionales, especialmente por Llewellyn Thomson (ex-embajador en Moscú) y por Robert McNamara (Secretario de Defensa), que también desaconsejó los bombardeos porque estaba convencido de que la crisis debía resolverse por la vía política y nunca por la militar.

    Finalmente, el 20 de noviembre, EE.UU. levantó el bloqueo tras la retirada de los bombarderos IL-28 y, para abril de 1963, la OTAN ya había retirado de Turquía los misiles ofensivos, tal y como había demandado la URSS.

    Esa es la lección que hoy, 60 años después, nos ofrece el recuerdo de la crisis de los misiles de Cuba, cuando se estuvo al borde del desastre nuclear,  y la advertencia permanente de lo peligroso que resulta para la Humanidad el que determinados líderes políticos, como es el caso de Vladimir Putin, tengan la tentación de pulsar el botón nuclear.

 

    José Ramón Villanueva Herrero

   (publicado en : El Periódico de Aragón, 20 octubre 2022)

 

 

 

 

LA GUERRA QUE NOS CAMBIÓ

LA GUERRA QUE NOS CAMBIÓ

 

     Resulta indudable que, tras el estallido de la guerra de Ucrania aquel fatídico día 24 de febrero, como consecuencia de la brutal agresión de Rusia alentada por los delirios expansionistas de Vladimir Putin, ya nada es igual en el panorama político internacional, con consecuencias imprevisibles sobre la economía y la geopolítico mundial, y también en nuestra actitud ciudadana ante el conflicto.

     Emocionalmente, resulta lógica la solidaridad con la parte agredida (Ucrania) y el rechazo hacia la parte agresora (Rusia), así como la solidaridad con el pueblo ucraniano y el rechazo hacia la implacable capacidad destructiva y la brutalidad de las tropas invasoras enviadas por Moscú y que ha quedado patente en actuaciones criminales como las ocurridas en Bucha o en Izium.

    Esta lucha desigual no sólo se libra en los frentes de combate, sino también en la pugna entre la información veraz de las causas y desarrollo de la contienda frente a la desinformación intencionada con fines propagandísticos. En este sentido, Putin, empecinado en negar el derecho de Ucrania a ser un país independiente y democrático, ha trufado sus alegatos de mentiras flagrantes como que las tropas pretenden “desnazificar” la Ucrania de Volodomir Zelenski, el cual, por cierto, es judío, o que su “operación militar especial” era un ataque preventivo ante una supuesta y, absolutamente irreal, agresión que programaba la OTAN contra Rusia.

   Es evidente que los rusos, recordando la fácil anexión de Crimea en 2014, subestimaron la capacidad de resistencia ucraniana, la valentía y el coraje de un pueblo que lucha por su independencia y libertad, la firmeza de su presidente Zelenski y ello demuestra  que, al tomar la decisión de atacar a Ucrania, Putin vivía fuera de la realidad, pues Ucrania no es Afganistán, donde la catastrófica retirada occidental se produjo en gran medida por la ausencia de las autoridades de Kabul y la nula voluntad de lucha del ejército afgano.

    Considero que la UE ha tenido una implicación correcta en un conflicto, en una guerra en la cual el agredido, Ucrania, merece ser apoyado. No sería comprensible ni aceptable repetir lo ocurrido en el caso de la Guerra de España de 1936-1939 en la cual el gobierno legítimo de la Segunda República quedó abandonado por parte de las democracias occidentales con la actuación hipócrita del Comité de No Intervención frente a la brutal agresión de que estaba siendo objeto, no sólo por parte de los rebeldes franquistas, sino también por el decisivo apoyo que le brindaron la Alemania nazi y la Italia fascista.

    Es probable que esta guerra la gane Putin dada la abismal diferencia de medios militares con que cuenta frente a los que, pese al apoyo occidental, dispone Ucrania. No obstante, también parece obvio que el futuro viable para Ucrania debe pasar porque el país tenga un status de nación neutral y, sin duda, esta es la mejor opción para garantizar su existencia frente a las ambiciones anexionistas rusas, pese a las previsibles pérdidas territoriales que el desenlace del conflicto le suponga. Pero, como señalaba el historiador Niall Ferguson, es muy complicado saber cuáles serán estas pérdidas territoriales, pues no se conoce hasta dónde llegarán los rusos con su aplastante superioridad. Lo que sí está claro es que el objetivo de Putin es el de hacerse con todo el territorio ucraniano posible hasta que las sanciones internacionales hagan mella sensible en la economía rusa (y en los bolsillos de los oligarcas que, hoy por hoy, apoyan al régimen autocrático de Putin). Y, en este sentido, resulta difícil dibujar un escenario futuro de paz en la región.

    Dicho esto, hay que olvidar de forma definitiva cualquier propósito de integrar a Ucrania en la OTAN, idea sólo serviría de coartada justificativa por parte de Putin para atacar a Ucrania, incrementando el terremoto geopolítico causado por dicho conflicto en el continente europeo.

   Tras el final de la guerra, según Niall Ferguson, se configurará un Nuevo Orden Mundial ya que estamos en plena Segunda Guerra Fría, tal y como ya lo calificó años atrás el presidente chino Xi Jinping y, desde el punto de vista geopolítico, se conecta con otros escenarios de la anterior Guerra Fría, la que concluyó en 1991, como lo son el Oriente Medio y el Lejano Oriente, convertido este último en el principal foco de confrontación entre EE.UU. y China. De este modo, junto al realineamiento de Suecia y Finlandia en las filas de la OTAN, en esta ocasión habrá que estar muy pendiente de los pasos que lleve a cabo Pekín en el mapa geoestratégico mundial, en el cual es muy probable que el gigante asiático se convierta en su principal actor y Rusia pase a ser su socio menor. Y, así las cosas, el emergente poder de China planteará, más pronto que tarde, el espinoso tema de la anexión de Taiwan. Y, cuando esta situación se produzca, Pekín contará con el respaldo de Rusia, cobrándose de este modo su apoyo tácito a Moscú en la actual guerra de Ucrania. Veremos.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 28 septiembre 2022)

 

 

 

FRACTURAS DEMOCRÁTICAS

FRACTURAS DEMOCRÁTICAS

 

    Los politólogos de la Universidad de Harvad Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, preocupados por la deriva de Estados Unidos tras la llegada al poder de Donald Trump en 2016, han estudiado en profundidad los fallos de los sistemas democráticos, especialmente en dos períodos concretos : “la muy sombría Europa de la década de 1930”, período que coincide con el auge de los fascismos, así como en la represiva Latinoamérica de la década de 1970”. Fruto de este análisis fue el libro Cómo mueren las democracias (2018), esclarecedor análisis de los procesos de involución antidemocrática a los cuales estamos asistiendo en estos  años en diversos países.

     De entrada, dichos autores nos advierten que, frente a aquellas pasadas épocas de golpes de Estado y de dictaduras flagrantes (y sangrantes), en la actualidad existe otra manera de hacer quebrar una democracia, un medio menos dramático pero igual de destructivo. Las democracias pueden fracasar a manos no ya de generales sublevados, sino de líderes electos, de presidentes o primeros ministros, que subvierten el proceso mismo que los condujo al poder [...] las democracias se erosionan lentamente, en pasos apenas apreciables”. Y es cierto, puesto que desde el final de la Guerra Fría,  estas quiebras democráticas no las han provocado militares, sino los propios gobiernos electos, y ponen ejemplos : Venezuela, Georgia, Hungría, Nicaragüa, Perú, Filipinas, Polonia, Rusia, Sri Lanka o Turquía, razón por la cual Levitsky y Ziblatt son contundentes al afirmar que en la actualidad, el retroceso democrático empieza en las urnas”,  tal y como queda patente en lo ocurrido en los países citados.

    Por ello, hay que estar alerta ante determinadas medidas gubernamentales que subvierten la democracia, a pesar de su imagen de  legalidad”  ya que son aprobadas por el poder legislativo y se venden como formas de  mejorar la democracia alegando que, con ello se combate la corrupción o se pretende sanear el proceso electoral. Y esto ocurre en una aparente normalidad democrática” dado que estas medidas se publican en la prensa (aunque ésta se halle sobornada o al servicio del poder) y la ciudadanía sigue teniendo la sensación de que vive en democracia. Por esto último, advierten de que la paradoja trágica de la senda electoral hacia el autoritarismo” es que los asesinos de la democracia, para liqudarla,  lo hacen de una manera gradual y sutil. En ello siguen el ejemplo de Mussolini que, con su habitual bravuconería verbal, decía que, para acumular poder, que es el primer paso para la fascistización de una sociedad, “lo mejor es hacerlo como quien despluma un pollo, pluma por pluma, de manera que cada uno de los graznidos se perciba aislado respecto de los demás y el proceso entero sea tan silencioso como sea posible”.

    Este proceso de involución, en ocasiones imperceptible, tiene fases que pasan desde el intento de controlar los tribunales de justicia, a la compra o descrédito de sus adversarios políticos, hasta llegar a cambiar las reglas del juego político para que los autócratas puedan afianzarse (y perpetuarse) en el poder, para lo cual no dudan en reformar la Constitución o cambiar el sistema electoral tal y como han hecho, entre otros, Vladimir Putin en Rusia o Viktor Orbán en Hungría.

    Así las cosas, una de las grandes ironías de por qué mueren las democracias es que la defensa en sí misma de la democracia suele esgrimirse por los potenciales autócratas como pretexto para subvertirla. Y, para ello, se escudan en contextos de crisis económica, desastres naturales o amenazas a la seguridad, ya que, como señalan dichos autores, la combinación de un autócrata en potencia y una grave crisis puede, por ende, ser letal para la democracia”  dado que una crisis representa  una oportunidad de empezar a desmantelar los mecanismos de control incómodos y, en ocasiones, amenazantes inherentes a la política democrática”.

     Para evitar esta amenaza, existen dos normas básicas no escritas que garantizan el control y el equilibrio de los sistemas democráticos : en primer lugar, la tolerancia mutua, esto es, el acuerdo de los partidos rivales a aceptarse como adversarios legítimos” evitando estériles enfentamientos  sectarios y, en segundo lugar, la contención”, entendiendo por tal la idea de que los políticos deber moderarse a la hora de su labor institucional para que el ensañamiento y el enfrentamiento visceral no socave los cimientos de la democracia de la cual deben ser garantes.

   A modo de conclusión, Levitsky y Ziblatt lanzan una advertencia : Aislar a los extremistas populistas exige valentía. Pero cuando el temor, el oportunismo ó un error de cálculo conducen a los partidos establecidos a incorporar a extremistas en el sistema general, la democracia se pone en peligro”. Una advertencia de la cual deberían tomar buena nota en el Partido Popular cuando lleva a cabo connivencias y ententes políticos con el extremismo reaccionario de Vox como forma de alcanzar el poder, pues ello, ciertamente,  puede fracturar nuestra democracia.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en : El Periódico de Aragón, 6 septiembre 2022)

 

TOTALITARIOS

TOTALITARIOS

 

    Fue la filósofa Hannah Arendt quien estudió en profundidad el problema del mal que, en el ámbito político asociaba al concepto de “totalitarismo”, término bajo el cual unió el análisis del nazismo y del estalinismo soviético, sobre todo en los rasgos psicológicos y morales que a ambos les son comunes tales como el dominio y el terror que ejercen sobre los ciudadanos. Su libro El origen del totalitarismo (1951) es revelador en este sentido.

    Pese al antagonismo ideológico entre el nazismo y el estalinismo, ambos regímenes totalitarios coinciden, como recordaba Mónica Marcela Guatibonza, en pretender la absoluta obediencia y adoctrinamiento de la ciudadanía, y son el resultado de la deshumanización representada por la ausencia de pensamiento crítico y reflexión. Por su parte, el historiador Tony Judt abunda en esta misma idea al señalar que, pese a sus diferencias, tanto Hitler como Stalin “hablaban el mismo lenguaje, el de la violencia”, razón por la cual “despreciaban los ideales jeffersianos del gobierno popular, el debate razonado, la libertad de expresión, el sistema judicial independiente y las elecciones libres” dado que ambos “aplastaban a sus enemigos sin piedad”.

   En este contexto, Hannah Arendt acuñó el concepto de “banalidad del mal”, entendiendo por tal cuando la persona pierde toda capacidad de pensar y reflexionar sobre los actos a los que se enfrenta, cuando los seres humanos aceptan de forma irreflexiva cualquier criterio, por inhumano que éste sea. Ahí está el ejemplo de la obediencia ciega exigida tanto por el nazismo como por el estalinismo y que condujo a las páginas más trágicas de nuestra historia reciente: el Holocausto (en hebreo, “Shoah”) y las purgas y gulags estalinistas.

    Hannah Arendt introdujo también el concepto de “mal radical”, lo cual supone la perversidad en su máxima expresión, un horror indecible que no puede ser perdonado, y que ella personalizaba en la figura de Adolf Eichmann, el criminal nazi que fue uno de los principales organizadores de la Solución Final que supuso el asesinato de 6 millones de judíos durante la II Guerra Mundial y que Arendt definió, obviando a Hitler y a Stalin, como “el criminal más grande del siglo XX”. Pese a ello, no lo veía como un monstruo o un demonio, sino, y es ahí lo preocupante, como un simple burócrata del régimen nazi que cometió actos objetivamente monstruosos sin motivaciones malignas específicas y lo que es peor, sin sentir ningún remordimiento por ello, tal y como quedó patente tras su captura, juicio, condena y ejecución por parte del Estado de Israel, proceso que Arendt recogió en su obra Eichmann en Jerusalem (1963).  La idea central que destaca  Arendt en este libro es la absoluta “incapacidad de Eichmann para acercarse a una conciencia moral reflexiva” por su participación en la Shoah y que llevó a la muerte de millones de hombres, mujeres y niños, su apariencia “normal” durante el juicio, sin ningún tipo de sentimiento de culpa o responsabilidad moral, al igual que ocurrió, por otra parte, con buena parte de la población alemana, que optó por seguir al partido nazi aceptando sus crímenes, ignorando el genocidio que se estaba cometiendo en aras a delirantes e inhumanas teorías que exaltaban la superioridad racial aria.

    El proceso Eichmann, además de su función pedagógica para alertar a las jóvenes generaciones sobre las fatales consecuencias del totalitarismo nazi, sirvió para que Hannah Arendt plantease cuestiones fundamentales sobre la memoria y la justicia en el mundo de la posguerra.

    Ante todo, y así lo refleja Arendt en sus escritos, resulta clave la necesidad de que la ciudadanía tenga, tengamos, una cultura crítica que nos permita desarrollar una acción política responsable como antídoto contra cualquier tipo de totalitarismo. Y en este sentido es fundamental el papel de los sistemas educativos para formar ciudadanos libres, conscientes y con sentido crítico que los inmunice ante el virus del totalitarismo en sus distintas versiones, el mismo que está rebrotando en nuestro civilizado Occidente de la mano de los neofascismos, al igual que ocurre en el mundo musulmán con el fundamentalismo islamista radical o en las dictaduras de distinto signo existentes en diversos países, incluida la de la todopoderosa China.

    A modo de conclusión, Tony Judt nos recordaba que “vivimos en una crisis política cuya magnitud aún no conocemos completamente y debemos actuar (con ideas y con actos) para minimizar el riesgo de repetir las experiencias del pasado”, esto es, las ocurridas, y sufridas durante el pasado y convulso siglo XX como consecuencia de las derivas políticas totalitarias.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 2 agosto 2022)

 

 

 

 

UNA NUEVA (Y MÁS DEMOCRÁTICA) POLÍTICA MUNDIAL

UNA NUEVA (Y MÁS DEMOCRÁTICA) POLÍTICA MUNDIAL

 

     Vivimos en un mundo convulso en el que los problemas han adquirido dimensiones internacionales: economía globalizada, movimientos migratorios, cambio climático o amenazas terroristas. A todo ello hay que añadir el riesgo de lo que Benjamín Barber ha llamado “el choque de civilizaciones”, autor que distingue dos modelos arquetípicos y contrapuestos que, de forma significativa denomina “cultura Mc World” y “cultura Jihad”. Así, mientras la “cultura Mc World” representa el materialismo capitalista y consumista que aspira a mercados globales y a la estandarización de gustos y estilos de vida, la “cultura Jihad” agrupa a los movimientos religiosos, nacionalistas y culturales, que, como señala Antoni Comín i Oliveres, “reaccionando defensivamente ante el huracán occidentalizador, se recluyen en el integrismo”. De todo ello el fundamentalismo islámico sería un ejemplo, pero no el único, puesto que Barber incluye bajo esta denominación a los grupos contrarios a la globalización capitalista y a los movimientos nacionalistas que defienden sus respectivos particularismos identitarios. Ambos modelos se combaten y retroalimentan y, como señala con acierto Barber, tan peligroso resulta para nuestros valores democráticos y los derechos de la ciudadanía el integrismo fraccionador como el globalismo capitalista ya que, “el uno mina el Estado para buscar comunidades particulares más pequeñas, mientras que el otro lo socava para promover espacios económicos más grandes”.

     Ante esta situación, no hay otro camino que el diálogo tenaz, el respeto sincero, la convivencia pacífica y el apoyo solidario entre culturas, pueblos y naciones. Y para lograrlo, varios serían los instrumentos. En primer lugar, la ONU, que debe convertirse en el eje central de esta nueva política mundial, con una autoridad moral y un liderazgo efectivo.  Pero, para ello la ONU debe de acometer con urgencia una profunda reforma interior que le permita disponer de un mayor poder para así hacer frente a los grandes retos de la humanidad (económicos, políticos, sociales o medioambientales) impulsado resoluciones de obligado cumplimiento. También debe democratizar su funcionamiento interno: no resulta admisible la existencia del derecho de veto por parte de algunos países, ni que la Asamblea General no aplique el voto ponderado en relación a la población de cada Estado, evitando así que el voto de países pequeños como Andorra tenga el mismo peso que otros superpoblados, como, por ejemplo, la India.

    Otro campo de actuación sería la democratización, superando intereses económicos egoístas, de organismos tales como el FMI, la OMC o el Banco Mundial, así como potenciar aquellos otros que promocionan derechos sociales y culturales (OMS, OIT, UNESCO) o socioeconómicos (FAO). No menos importante resulta potenciar el Tribunal Penal Internacional (TPI) con capacidad de actuar, incluso, contra la voluntad de sus estados miembros (recordemos que EE.UU., Rusia y China no acatan sus sentencias).

    En segundo lugar, la nueva política mundial debería ser potenciada desde las distintas federaciones regionales existentes, tanto económicas como políticas, para permitir un mayor equilibrio geopolítico. Con arreglo a factores de tipo cultural y religioso, Samuel Huntington señala 9 civilizaciones diferenciadas (occidental, ruso-eslava, islámica, budista, china, hindú, latinoamericana, africana y japonesa). El mismo Huntington nos recuerda que, actualmente, en este “mundo de civilizaciones”. no existe ninguna en condiciones de ejercer un liderazgo planetario, esto es, de imponerse a los demás de manera estable. Por ello, frente a pasadas hegemonías imperiales (o imperialistas), el futuro debe basarse en un liderazgo ético compartido entre todas las culturas que conforman la Humanidad. De hecho, algunos políticos han planteado la creación de un nuevo G-8, cuya legitimidad radicaría en representar un liderazgo regional compartido y que, por esta razón, debería de estar integrado por EE.UU., la Unión Europea, Rusia, China, India, América Latina (Mercosur), la Unión Africana y la ASEAN, la federación de países del Sudeste Asiático. A su vez, en un futuro próximo debería surgir un Parlamento Mundial como legítimo foro de diálogo entre las distintas federaciones regionales.

    Frente al espectro del choque de civilizaciones, hay que construir la utopía de un futuro que aspira al desarrollo integral y universal para toda la Humanidad. Por ello, el reto es trabajar desde todos los ámbitos descritos por el noble ideal de lograr la justicia económica, la libertad y la paz entre todas las personas, pueblos, naciones y culturas. La utopía es posible, pero requiere de nuestro esfuerzo individual y colectivo. El futuro de la Humanidad lo merece.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 9 mayo 2022)

 

 

ALIANZAS FATÍDICAS

ALIANZAS FATÍDICAS

 

     Los politólogos de la Universidad de Harvard Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en su libro tCómo mueren las democracias (2018) analizan en profundidad el riesgo que, para el modelo democrático, supone la convergencia de intereses entre las derechas democráticas y la extrema derecha autoritaria y filofascista, entente que califican como una “alianza fatídica”.

    De entrada, consideran “un error fatídico” cuando la clase política convencional entrega “voluntariamente las llaves del poder a un autócrata en ciernes”, tal y como la historia nos demuestra que ocurrió en los casos de Mussolini, Hitler, y también de Fujimori o Chaves en fechas más recientes. Este hecho, motivado por la deriva de las derechas democráticas al inhibirse de su responsabilidad en la defensa de los valores y los sistemas democráticos, suele ser el primer paso hacia la autocracia. Se produce entonces una “abdicación colectiva” que permite la transferencia de la autoridad a un líder que amenaza la democracia, y que suele estar provocada por la creencia errónea en que los políticos del sistema pueden controlar a los extremsitas, junto a una “connivencia ideológica”, esto es, cuando el programa de los autoritarios se solapa con el de las derechas políticas del sistema, hasta el punto de que esa abdicación “resulte deseable, o al menos, preferible a las alternativas”.

     Estas “alianzas fatídicas” entre la derecha parlamentaria y los grupos emergentes de extrema derecha, que frecuentemente se producen en tiempos de crisis económica y descontento social, suponen un auténtico “pacto del diablo”. Basándose en el trabajo del Juan Linz La quiebra de las democracias (1978), los citados Levitsky y Ziblatt señalan  cuatro indicadores–clave que nos alertan sobre comportamientos autoritarios: el rechazo, de palabra o mediante acciones de las reglas democráticas ; la negación de la legitimidad de sus oponentes políticos, a los que descalifican como subversivos, antipatriotas o de ser una amenaza para la nación; el tolerar o alentar la violencia y, por último, la voluntad de restringir las libertades civiles de sus opositores, incluidos los medios de comunicación. En conclusión, nos advierten que, “un político que cumple siquiera uno de estos criterios es causa de preocupación” y, por ello, la ciudadanía y los partidos democráticos “deben reaccionar de inmediato con objeto de mantener a los políticos autoritarios al margen del poder”.

    Así las cosas, resulta fundamental que los partidos aíslen  a las fuerzas extremistas que socavan nuestras democracias, una actitud que Nancy Bermeo denomina “distanciamiento” y que los partidos democráticos deben practicar de diversas formas tales como mantener a los líderes potencialmente autoritarios fuera de las listas electorales, “escardar de raíz” a los elementos extremistas existentes en las bases del partido y, sobre todo, como enfatizan los autores citados, “eludir toda alianza con partidos o candidatos antidemocráticos y evitar así la tentación de ganar votos o de formar gobierno”, esto es, lo que conocemos como un “cordón sanitario” o mejor sería decir “cordón democrático”, adoptando medidas para aislar a los extremistas, en lugar de legitimarlos. Y, cuando éstos se conviertan en serios contrincantes electorales, los partidos democráticos deben asumir la necesidad de forjar un “frente común” para derrotar a los autoritarios, ya que “un frente democrático unido puede impedir que un extremista acceda al poder, cosa que, a su vez, puede comportar salvar la democracia” y, consecuentemente, lo principal es defender las instituciones, “aunque ello implique aunar temporalmente fuerzas con los adversarios más acérrimos”. Y de ello tenemos ejemplos recientes: en las elecciones presidenciales de Austria de 2016 el conservador Partido Popular (ÖVP) apoyó a Alexander Van der Bellen, el candidato de izquierdas del Partido Verde, para evitar la victoria de Norbert Hofer, un radical de extrema derecha del FPÖ y, en las recientes elecciones presidenciales de Francia de 2022, todos los partidos democráticos han pedido el voto para Emmanuel Macron para evitar que la ultraderechista Marine Le Pen alcanzara el poder. En ambos casos, políticos de derechas, y también de izquierdas, dieron su apoyo a rivales ideológicos, aún a riesgo de, como señalaban Levitsky y Ziblatt, haber “enojado a gran parte de las bases de sus partidos, pero redireccionando el electorado en número suficiente como para frenar el acceso de extremistas al poder”. Y es que, como dijo Stefan Schmuckenschlager, del católico Partido Popular Austríaco (ÖVP), “a veces hay que dejar de lado la política del poder para hacer lo correcto”.

   Viendo estos ejemplos, y situándonos en el caso de España, con el creciente entendimiento entre el PP y el radicalismo derechista de Vox, tengo serias dudas de que situaciones similares como las citadas fueran posibles para frenar el riesgo cierto de involución democrática que amenaza nuestro horizonte político.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 27 abril 2022)

 

 

LA ADVERTENCIA DE MADELEINE ALBRIGHT

LA ADVERTENCIA DE MADELEINE ALBRIGHT

 

    El pasado 23 de marzo de 2022 fallecía la destacada política norteamericana Madeleine Albright. Nacida en Praga, en el seno de una familia judía (su nombre originario era Marie Jana Korbelová), la cual tuvo que huir de su Checoslovaquia natal cuando su país fue invadido por los nazis el 15 de marzo de 1939. Tras un periplo por Hungría, Yugoslavia y Grecia, se estableció, junto a su familia en Londres, en concreto, en el barrio de Notting Hill. Eran los años de la II Guerra Mundial y, en sus recuerdos de infancia, siempre estuvieron presentes los bombardeos lanzados por la Luftwaffe alemana sobre la capital británica en donde su padre, Josef Körbel, trabajaba en la radio al servicio del Gobierno Checo en el exilio.

     Durante el Holocausto, la parte de su familia que quedó en Checoslovaquia, fue víctima de la barbarie nazi, cobrándose la vida de tres de sus abuelos, así como la de “muchos de nuestros tíos, tías y primos”, tal y como ella recordaría más tarde. Con especial emoción aludía al asesinato de su abuela materna Ruzena Speiglova.

     Concluida la Guerra Mundial con la derrota de las potencias fascistas, regresó a Checoslovaquia en 1945, pero, tras la llegada al poder de los comunistas estalinistas y el asesinato del ministro Jan Masaryk, su familia se exilió de nuevo, esta vez en Estados Unidos (1949), donde residiría a partir de entonces y cuya ciudadanía adquirió.

     Su brillante carrera intelectual, iniciada en la Universidad de Columbia, donde se doctoró en 1975 con una tesis sobre “La Primavera de Praga”, continuaría con su trayectoria política en las filas del Partido Demócrata en la cual, ostentó, durante más de 30 años, la vicepresidencia del Instituto Nacional Demócrata para Asuntos Internacionales (NDI). Su amplio conocimiento sobre la política internacional la convertiría en la primera mujer que ocupó la Secretaría de Estado norteamericana entre 1997-2001 bajo la presidencia de Bill Clinton.

      Especialmente revelador fue su libro Fascismo. Una advertencia (2018), escrito junto a Bill Woodward, en el cual alertaba a las sociedades democráticas sobre los riesgos del totalitarismo, fuera este de signo fascista o estalinista. En el mismo, y haciendo mención al título, provocador y alarmante a un tiempo de su libro, decía,

     “Algunas personas consideran alarmista este libro y hasta su subtítulo. Bien, puede que sea así, pero lo que no podemos es no ser conscientes del asalto a los valores democráticos que se está produciendo en muchos países del mundo y que está dividiendo también a Estados Unidos".

     Ante el futuro, hay que evitar la tentación de “cerrar los ojos”, pues se trata de una advertencia que no nos atrevemos a pasar por alto”.

    Ahora que martillean nuestras retinas y nuestras conciencias, la crueldad y el ensañamiento de la invasión rusa de Ucrania propiciada por el delirio belicista de Vladimir Putin, recordemos lo que sobre el autócrata de Moscú, nieto del cocinero de Stalin, decía Albright en dicho libro y al que definía como “bajo, cetrino y tan frío que casi parece un reptil”.

     Albright destacaba la deriva autoritaria de Putin desde su acceso a la presidencia de la Federación Rusa en el año 2000. De hecho, aludía a cómo se ha escudado en la debacle sufrido en los años posteriores a la desaparición de la URSS, “para desacreditar las instituciones democráticas” y, por ello, no duda en afirmar que “Putin no es un fascista en toda regla porque no le hace ninguna falta”. Y es que, su poder se sustenta en un sistema político viciado, con un simulacro de partidos de oposición, unas elecciones más que cuestionables en su transparencia, unos medios de comunicación controlados por el Kremlin y una sociedad civil que, “cuando no está domesticada, se la descalifica diciendo que es una marioneta manejada por extranjeros”, acusación que se lanza contra cualquier disidente político con  la autocracia de Putin, como recientemente hemos podido comprobar en el caso de Alekséi Navalny. De este modo, la acumulación de poder de Putin, la ha ido logrando a base de retirárselo a los gobernadores provinciales, a la Asamblea Legislativa (Duma), a los tribunales de justicia, al sector privado y a la prensa: así ha ido construyendo lo que él denomina “el Estado Vertical”, cuyo rostro más agresivo y amenazante ha evidenciado en la criminal agresión a un estado soberano cual es Ucrania.

    Valgan estas reflexiones sobre la amenaza que supone Putin, al que el disidente Vladimir Kará Murzá define como “el estalinista posmoderno”, para la paz y las relaciones internacionales, tal y como ya intuyó Madeleine Albright, para recordar la memoria de la política norteamericana recientemente fallecida que nos alertó de la amenaza de los fascismos, de todo signo, que ensombrecen nuestro futuro, advertencia que cada vez resulta más premonitoria.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 11 de abril de 2022)

 

EL ESTADO NECESARIO

EL ESTADO NECESARIO

 

     El historiador Tony Judt señalaba como una de las características del pasado siglo XX “el auge y posterior caída del Estado”, bien fuera ésta en su versión del Estado de Bienestar o bien en los otrora fuertes estados de signo totalitario, tanto en su versión fascista como estalinista. Y es cierto, puesto que, en la actualidad, como afirmaba Judt, “el discurso público estándar”, pretende reducir drásticamente el papel del Estado, presentándolo como “fuente de ineficacia económica e intromisión social que convenía excluir de los asuntos de los ciudadanos siempre que fuera posible”.

     A esta situación se ha llegado como consecuencia de la irrupción imparable de los supuestos dogmas neoliberales, los mismos que propagan el mantra perverso de que hay que reducir los impuestos progresivos convirtiéndolos en impuestos indirectos y regresivos, aquellos que gravan más las compras que la riqueza, lo cual ha reducido proporcionalmente la capacidad económica de los Estados limitando así su necesaria función de impulsar políticas de justicia redistributiva. De igual modo, en estas fechas se ha puesto en cuestión la labor de los Estados en una materia tan sensible como es la salud pública por parte de delirantes actitudes negacionistas ante la pandemia del covid-19 y las campañas de vacunación de la ciudadanía, alegando una “intromisión” estatal en las libertades individuales, una actitud ésta tan reaccionaria como inaceptable.

    Lejos queda aquella imagen del Estado como “un organismo poderoso, con una variedad de recursos a su disposición y con autonomía suficiente para conseguir nuevos recursos en caso de necesidad”. Pero, como señalaba Jesús Rodríguez Barrio, después de varias décadas de políticas neoliberales, con sus sucesivas rebajas de impuestos, con la liquidación de buena parte de la propiedad pública y la externalización de los servicios públicos, se ha colocado al Estado en una situación cada vez más marginal dentro de la actividad económica en nuestro mundo globalizado. Así quedó patente tras el estallido de la crisis financiera de 2008 en la que se evidenció que, para hacerle frente, los Estados carecían de empresas públicas potentes y de que sus ingresos fiscales eran insuficientes para acometer programas de inversión ambiciosos. Y, así las cosas, unos Estados reducidos por las políticas neoliberales a la “impotencia fiscal”, tuvieron que hacer frente a los efectos de la crisis más profunda desde la Segunda Guerra Mundial y, en algunos casos, debieron de hacerlo privados de buena parte de sus instrumentos de política económica. Y, sin embargo, en estas circunstancias, se llegó a la hipocresía de que, como recordaba Jesús Rodríguez Barrio, “hasta los neoliberales más extremos exigieron la intervención de los bancos centrales y los gobiernos para salvar el sistema financiero mundial”.

   Contra estas actitudes, resulta necesario reivindicar la labor del Estado, entendiendo por tal el Estado de bienestar de signo socialdemócrata. Así, según Nicholas Barr, el Estado “es un dispositivo de eficiencia contra los fallos del mercado”, a lo que Judt añade, además que éste es “una forma prudente de atajar los riesgos sociales y políticos que entraña una desigualdad [social] excesiva”. De hecho, observando las consecuencias de la revolución neoliberal aplicada por Margaret Thatcher en Gran Bretaña, Tony Judt se reafirmaba en la idea de que “sólo un Estado es capaz de proporcionar los servicios y condiciones a través de las cuales sus ciudadanos pueden aspirar a una vida buena y plena”, algo que el mercado, y menos el mercado global, nunca sería capaz de lograr.

     Por todo ello, resulta necesario reivindicar el papel y la vigencia del Estado como “institución intermedia” pues, dado que las fuerzas económicas son internacionales, la única institución que puede interponerse eficazmente entre estas fuerzas y los ciudadanos, es el Estado nacional. Y más aún, dado que “el libre flujo de capital amenaza la autoridad soberana de los estados democráticos, resulta necesario reforzarlos para, en opinión de Judt, “no rendirnos al canto de sirena de los mercados internacionales, la sociedad global o las comunidades trasnacionales”. Es por ello que tenía razón cuando Cicerón decía que “el buen ciudadano es aquel que no puede tolerar en su patria un poder que pretenda hacerse superior a las leyes”.

    El Estado necesario debe hacer una defensa cerrada de las políticas sociales para legitimarse en este incierto siglo XXI. De hecho, el Estado de bienestar impulsó las reformas sociales de la posguerra en Europa en buena medida como barrera para impedir el descontento social alentado en los años de entreguerras por los partidos totalitarios de uno u otro signo. Y, por ello, a modo de advertencia hay que recordar que el actual desmantelamiento parcial del Estado de bienestar y de las reformas y avances a él inherentes, no está exento de riesgos y uno de ellos es el aumento de las desigualdades sociales y el deterioro de las condiciones de vida de los sectores y colectivos más vulnerables pues, como muy bien sabían los reformadores sociales del s. XIX, si la “cuestión social” no se aborda, no por ello desaparece, sino que ésta busca respuestas más radicales y desestabilizadoras.

    A modo de conclusión, y aun siendo conscientes de que, ante las actuales crisis globales, bien sean estas económicas, financieras, humanitarias o sanitarias, no valen soluciones exclusivamente nacionales, no por ello el papel del Estado deja de ser necesario, pero siempre y cuando sea capaz de aportar a sus ciudadanos unas condiciones de vida razonables que ofrezcan un futuro de bienestar (servicios públicos amplios, fiscalidad progresiva, pensiones dignas) que lo legitimen, pues ciertamente, en nuestro mundo globalizado, un Estado defensor de políticas sociales y de la justicia redistributiva, resulta más necesario que nunca.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 28 marzo 2022)