AfD: UN VIRUS PARA LA DEMOCRACIA ALEMANA
En 2015 un millón de refugiados llegaron a Alemania y, entonces, la canciller Angela Merkel, a diferencia de lo que hacen habitualmente otros políticos derechistas, impulsó una generosa política de acogida pues consideró que hacerlo era un deber moral, por encima de intereses políticos partidarios. Por ello, en el legado de la “era Merkel”, de los 16 años en que ocupó la Cancillería germana, siempre quedará su valentía a la hora de responder con generosidad al desafío que, como señalaba Josep Cuní, supuso “el mayor desplazamiento de refugiados vivido hasta entonces a los que concedió asilo”.
Pero aquella buena acogida bien pronto quedó oscurecida por la actitud de los grupos reaccionarios que enarbolaron de forma demagógica en sus mensajes políticos el rechazo a los inmigrantes, lo cual ha propiciado el creciente auge electoral de Alternativa por Alemania (AfD), o mejor sería decir “Alternativa contra Alemania” por su intento de socavar los valores democráticos del Estado germano mediante mensajes de innegable signo neonazi.
De entrada, digamos que AfD surgió en el año 2013 y fue, a partir de la crisis de los refugiados de 2015 cuando empezó a abrirse brecha electoral en la sociedad alemana. Tal es así que Andreas Lichert, uno de sus dirigentes, con descarado cinismo, llegó a afirmar que “la inmigración no siempre es algo malo, cuando se trata de traernos electores”, máxime cuando, lamentablemente, atentados islamistas como el ocurrido en Solingen, son demagógicamente instrumentalizados por AfD.
Como señala Géraldine Schwartz en su libro Amnésicos (2019) otro factor ha propiciado el auge de AfD: “la instrumentalización del miedo de los ciudadanos, con pérdida de referencias en un mundo cada vez más globalizado”, razón por la cual AfD ha conseguido “estimular los miedos difusos de los ciudadanos, canalizarlos hacia chivos expiatorios; transmitir una visión maniquea del mundo; producir en el electorado una sensación de pertenencia a una comunidad exclusiva”, consignas éstas habituales en los grupos neofascistas europeos de los cuales AfD es un elemento relevante.
A su vez, cuando AfD emplea la palabra “libertad” contamina de raíz el significado de la misma pues, como recordaba Melanie Arnann en su ensayo Angustia por Alemania, los seguidores de AfD “cultivan una relación paradójica con la libertad, porque, en realidad, son liberticidas, intolerantes y autoritarios”. Tampoco aceptan la realidad multicultural de nuestras sociedades o los derechos de las minorías y, también los de las mujeres. En este sentido, recuerdan el rechazo de Adolfo Hitler a la emancipación de la mujer, concepto éste que el dirigente nazi consideraba como “una palabra inventada por el intelecto judío”.
La peligrosa irrupción de todas estas ideas reaccionarias se debe a que el poso del nazismo sociológico ha prevalecido oculto en el seno de la sociedad alemana y ahora emerge con fuerza. Ello en parte es debido a que, tras la derrota del III Reich en 1945, el proceso de desnazificación, en el caso de la antigua República Federal Alemana (RFA), no fue tan intenso como debiera. Al acabar la guerra, el entonces comandante en jefe de las fuerzas aliadas, el general Dwight D. Eisenhower, manifestó que se necesitarían al menos 50 años de “reeducación intensiva para formar a los alemanes en unos principios democráticos”. Pero, pese a esta advertencia para acabar de forma definitiva con el virus hitleriano, la realidad es que la desnazificación acabó prematuramente. El canciller Konrad Adenauer, mediante la Ley de Amnistía de 1949 pretendió “amnistiar a su pueblo por sus crímenes pasados durante el nazismo a condición de que rompiese claramente con el nacional-socialismo y aceptara los principios democráticos” de la RFA pero, la realidad posterior demostró que hubo una impunidad total hacia muchos criminales nazis. Poco después, una nueva ley de 1951 permitió que miles de funcionarios del antiguo III Reich fueran readmitidos en la Administración de la RFA. Finalmente, la Ley de Amnistía de 1954, como recordaba Géraldine Schwartz, “acabó por enterrar la desnazificación al introducir el atenuante de la “obediencia en estado de urgencia” y, de este modo, “la leyenda según la cual era imposible desobedecer una orden criminal sin arriesgar la vida había conseguido un estatuto oficial”. Ante todos estos hechos, la entonces República Democrática Alemana (RDA) criticaba con razón la permanencia de antiguos nazis en puestos de responsabilidad de la RFA y, por ello, en el informe Criminales nazis y de la guerra en la Alemania Occidental de 1965, daba un total de 1.800 nombres de políticos de la RFA con un negro pasado hitleriano.
Por todo lo dicho, en la década de los años 50 se produjo en la RFA una rehabilitación de buena parte de lo que supuso el nazismo y, no sólo en la política, también en la enseñanza. En este último aspecto, baste recordar que, en los libros de texto la historia se detenía en la República de Weimar obviando así el período hitleriano (1933-1945), o que se dictaron en Alemania 16.000 penas de muerte por Tribunales de Justicia como legitimadores de la violencia nazi, así como que en las enciclopedias fuese imposible encontrar conceptos como “campos de concentración” o “SS”. No fue hasta el año 2005 en que los ministerios e instituciones públicas alemanas pidieron a “historiadores independientes” que investigaran el papel de éstas durante el período nazi y es que, como recordaba G. Schwartz, “sin los trabajos de memoria, se acaba revitalizando el fascismo”.
Y pese a ello, la amenaza sigue ahí: baste con observar los previsibles buenos resultados que se auguran para la AfD en las elecciones regionales a celebrar el próximo 1 de septiembre en Sajonia y Turingia y que, en este último lander, auguran para Björn Höcke, el líder más radical de AfD, un apoyo electoral del 30% de los votos, un dato más que preocupante para la democracia alemana.
José Ramón Villanueva Herrero
(publicado en: El Periódico de Aragón, 31 agosto 2024)
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