UN PACIFISTA LLAMADO EINSTEIN
El 16 de abril de 1955, hace ahora 61 años, Albert Einstein, el más importante y popular científico de nuestro tiempo, sufría un aneurisma de aorta del cual fallecería dos días después. La memoria de Einstein, al cual dediqué un reciente artículo sobre su emotiva visita a Zaragoza en marzo de 1923, además de por su inteligencia fuera de lo común, resulta destacable desde otros muchos puntos de vista. Por ello, hoy quisiera recordar sus ideales pacifistas en medio de los convulsos años que jalonaron su vida.
Nacido en 1879 en Ulm, en tiempos del II Imperio Alemán en el seno de una familia judía asimilada, nunca aceptó el agresivo militarismo germano de tan funestas consecuencias en la historia reciente de Europa. De hecho, tras el estallido de la I Guerra Mundial en 1914, Einstein, por aquel entonces militante del Partido Democrático Alemán (DDP), ya dejó patente su antimilitarismo.
Años después, durante el período de entreguerras en el cual la débil República alemana de Weimar se vio acosada por el imparable auge del nazismo, se fueron reafirmando estas ideas en el pensamiento del eminente científico que había obtenido el Premio Nobel de Física en 1921. De este modo, en su célebre discurso pronunciado en el Congreso de Estudiantes Alemanes para el Desarme de 1930, abogó de forma decidida por la supresión en todos los países del servicio militar obligatorio al cual consideraba como “el síntoma más vergonzoso de la falta de dignidad personal que padece hoy la humanidad”. Además, se mostró partidario del desarme total a la vez que instaba a los jóvenes alemanes a impulsar un pacifismo “que ataque activamente el armamentismo de los Estados”. En consecuencia, frente al auge de los fascismos, el antimilitarismo de Einstein le hace denostar los ejércitos a los que define “el peor engendro que haya salido del espíritu de las masas” y como “una mancha de la civilización”, los cuales deberían desaparecer para garantizar la paz mundial.
En su lucha contra el militarismo y las guerras, ya desde los años 30 destacará la responsabilidad moral de los científicos en el desarrollo de “instrumentos militares de destrucción masiva”, razón por la cual propuso la fundación de una Sociedad de Responsabilidad Social en la Ciencia. Además, en aquellos agitados años del período de entreguerras y de fascismos emergentes, el consolidar la paz mundial requería, según Einstein, la participación activa de la ciudadanía, “una responsabilidad moral que ningún hombre consciente puede dejar de lado”, a la vez que nos recordaba que “el sistema democrático y la conciencia activa de los ciudadanos deben de frenar los interesas de los grupos industriales armamentísticos”, algo fundamental pues, como recientemente recordaba el Papa Francisco, poder frenar a quienes de forma perversa, activan los conflictos bélicos para lucrarse por medio de las industrias y los intereses armamentísticos.
En 1932 Einstein participó en la Conferencia para el Desarme en la cual criticó duramente la ineficacia de la Sociedad de Naciones, algo que quedaría patente poco después tras el estallido de nuestra guerra civil en 1936, a la vez que proponía limitar la soberanía de los Estados para que éstos se sometieran a las resoluciones de un Tribunal Internacional de Arbitraje y defendía, una vez más, el desarme ya que sin él “no habrá verdadera paz” advirtiendo que la continuación de la carrera armamentística “conducirá sin duda a nuevas catástrofes” y, ciertamente, así fue.
Convertido Hitler en canciller de Alemania en 1933, Einstein, judío y antifascista, que calificaba al nazismo de “enfermedad psíquica de las masas”, decide abandonar su país natal y se exilia en los EE.UU. A su vez, la rearmada Alemania nazi caminaba a paso firme hacia una nueva contienda de magnitudes planetarias: la II Guerra Mundial. Avistando la tormenta, Einstein, en agosto de 1939, firmó la famosa carta dirigida al presidente Roosevelt instándole a incrementar las investigaciones del llamado Proyecto Manhattan en el que trabajaban ya, entre otros científicos Robert Oppenheimer y Enrico Fermi, para que los EE.UU. lograsen la bomba atómica antes de que lo hicieran los nazis. Ello hizo que Einstein, pacifista convencido y admirador de Ghandi al que definió como “el mayor genio político de nuestra historia”, tuvo que hacer frente a un profundo dilema moral y, aun siendo consciente del “horrendo peligro” que el arma nuclear significaba, reconoció que no le quedó otra salida pues la posibilidad de que los nazis, a los que consideraba como “enemigos de la humanidad”, lograsen la bomba atómica antes con el Proyecto Uranio en el que trabajaban los científicos hitlerianos Otto Hahn y Lis Meitner, le empujó a dar el paso alegando el peligro cierto de que, como le escribió a Roosevelt, dada la mentalidad de los nazis, de disponer éstos de la bomba, “habrían consumado la destrucción y la esclavitud del resto del mundo”. Es por ello que Einstein ha sido considerado “el padre de la bomba atómica”, proyecto que culminaría con el lanzamiento de sendos artefactos nucleares sobre Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945.
Esta decisión pesó siempre sobre su conciencia y, tras la derrota de los fascismos, el mundo entró en una nueva y convulsa etapa: la Guerra Fría entre EE.UU. y la URSS con la amenaza nuclear entre las dos superpotencias como telón de fondo, algo que podía significar el riesgo cierto de la destrucción de nuestro planeta. Einstein, consciente de ello, en 1955, el año de su fallecimiento, impulsó el conocido como Manifiesto Russell-Einstein que instaba a los científicos a comprometerse en la desaparición de las armas nucleares. A modo de legado, la utopía pacifista de Einstein la resumía el célebre científico con estas palabras: “¡Ojalá que la conciencia y el buen sentido de los pueblos despierte, para llegar a un estadio de la civilización en la cual la guerra pase a ser sólo una inconcebible locura de los antepasados!”. Una utopía que sigue siendo un reto para la Humanidad.
José Ramón Villanueva Herrero
(publicado en: El Periódico de Aragón, 16 abril 2016)
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