HAMBRE DE TIERRAS
Una de las consecuencias derivadas de la crisis global iniciada en 2008 que desató la voracidad insaciable de este neoliberalismo rampante ha tenido efectos perversos en el ámbito del panorama agrario mundial. Así lo denunciaba Paolo de Castro en su libro Hambre de tierras (2012) en el que se indicaba cómo algunos Estados, diversos fondos soberanos y bastantes fondos de inversión e incluso fondos de pensiones, estaban adquiriendo miles de hectáreas en diversos países con criterios meramente especulativos, pensando que una demanda creciente de alimentos generaría altos precios y una rentabilidad notable y segura para sus inversiones. Esto es lo que ha dado en llamarse “acaparamiento de tierras” (land grabbing, en inglés), entendiendo por ello la adquisición de grandes extensiones de tierras, la cual habría sido aprobada sin consultar con la población local y sin la participación de ésta.
Estas adquisiciones tienen lugar, fundamentalmente, en países del Tercer Mundo donde algunos gobiernos las vendían o alquilaban a multinacionales o fondos de inversión durante décadas y a un precio irrisorio. A modo de ejemplo, en 2008, una multinacional de Corea del Sur cerró un acuerdo con el Gobierno de Madagascar para la utilización exclusiva y a coste cero de 1,3 millones de hectáreas, esto es, la mitad de la superficie cultivable del país, con objeto de producir maíz y aceite de palma durante 99 años. Aunque finalmente dicho acuerdo no se hizo efectivo, puso en evidencia la intención de algunos países de aplicar lo que se conoce como “neocolonialismo agrícola” cuyo objetivo es asegurarse suministros estables y seguros a un coste reducido. Otros casos significativos en este proceso de acaparamiento de tierras se producen en países como Laos, Filipinas, Birmania, Vietnam o Camboya, donde el 70% de las adquisiciones de grandes extensiones agrarias son realizadas por corporaciones empresariales, incluso por fondos de pensiones, que se disputan la madera de los bosque y amplias superficies para la producción de cultivos energéticos (biocombustibles), de azúcar o de caucho natural.
Todos estos hechos ponen en evidencia que la producción de alimentos y otros productos derivados de estas explotaciones agrarias extensivas se han convertido en un factor geoestratégico. De este modo, cuando se analiza el comercio alimentario mundial, no sólo se tiene en cuenta en términos políticos, aludiendo a las naciones dominan el mercado, sino también en el ámbito económico-comercial, es decir, qué empresas transnacionales son las que dominan el comercio agroalimentario. Tal es así que en el informe del Samsung Economic Research Institute de 2011, ya se hacía mención a que “es cuestión de interés nacional invertir en el incremento de la oferta alimentaria y en la constitución de canales de aprovisionamiento en el extranjero controlados directamente por el Gobierno surcoreano”.
El acaparamiento de tierras tiene también un componente de inmoralidad, de falta de ética, tanto en cuanto supone que, en muchas ocasiones, estas adquisiciones crean enclaves de monocultivos, de productos agrícolas destinados exclusivamente a la exportación, productos que se cultivan en países donde parte de su población pasa hambre, población que no podrá acceder a ellos y que en consecuencia seguirá siendo víctima de una “inseguridad alimentaria” que, en situaciones extremas, puede poner en riesgo sus vidas.
Además de lo dicho, esta “hambre de tierras” con las pretensiones indicadas se convierte, también, en un drama para las poblaciones de las zonas afectadas, pero también pueden resultar un pésimo negocio para los gobiernos, multinacionales o fondos de inversión que las acaparan: es que el egoísmo insaciable de éstos últimos genera, en la mayor parte de los casos, la oposición y tensión con la población local, produce repercusiones negativas en términos de reputación para sus promotores y, a todo ello hay que añadir la necesidad de este “neocolonialismo agrícola” de asegurar la producción por medio de medidas de seguridad que, a veces, rozan la “militarización” privada del territorio.
Esta desmedida “hambre de tierras” supone un gran desafío para un mundo cada vez más globalizado y, también, para la creciente amenaza que supone tanto el cambio climático como la gestión (racional) de los recursos (limitados) naturales. En consecuencia, para evitar estos riesgos, Paolo de Castro considera que debería ser “condición esencial” el hacer una evaluación del impacto social y medioambiental previo a la aprobación de los Gobiernos afectados por estas inversiones: recordemos las brutales deforestaciones que se están produciendo en Indonesia como consecuencia de la expansión de los cultivos de aceite de palma. De este modo, resulta vital buscar un adecuado equilibrio entre la producción agraria y el mantenimiento de los ecosistemas y, para ello es preciso, como apuntan los agraristas conscientes, aumentar los niveles de conocimiento de la gestión eficiente de los recursos, en lo que se conoce con el concepto de “identificación sostenible de la producción”.
A modo de conclusión, para quienes han seguido la sugerencia de Mark Twain de “comprad tierra, ya no fabrican más”, hay que recordarles que, en estos tiempos de globalización económica, lo importante no es la cantidad de suelo que se adquiere (o acapara), sino cómo se usa éste, qué destino se le da, así como los criterios de respeto medioambiental y ética social que los impulsan. Nos va en ello buena parte de la sostenibilidad de nuestro maltratado planeta Tierra.
José Ramón Villanueva Herrero
(publicado en: El Periódico de Aragón, 2 junio 2018)
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