ANSIEDAD COLECTIVA
Vivimos en un mundo convulso y nuestra sociedad es reflejo de ello, como nos recordaba recientemente Daniel Innerarity en su libro Política para perplejos (2018), en el cual alude a esa “ansiedad colectiva” consecuencia de un mundo que se intuye cada vez más incierto e inseguro. Esta ansiedad tiene un fuerte impacto en nuestras vidas y en nuestras sociedades tanto en cuanto, como señala dicho autor, “desmonta los sueños e ilusiones por un futuro mejor”, y se halla motivada por diversos factores tales como las condiciones laborales cada vez más inciertas y precarias, el desconcierto que producen los cambios causados por la globalización o las dificultades para distinguir entre información veraz y rumorología.
A todos los temas anteriores habría que añadir la amenaza del terrorismo y sus zarpazos, tan imprevisibles como desgarradores, en un ámbito de actuación que no tiene fronteras. Es por ello que resulta especialmente clarificador el impacto causado por el fenómeno terrorista y la gestión preventiva que se pueda hacer del mismo. Tal es así que este genera, inevitablemente, desconfianza y temor, lo cual nos sumerge en una peligrosa espiral ya que, “la vigilancia incrementa la sospecha y, a su vez, la sospecha impulsa a aumentar la vigilancia”. Es entonces cuando se corre el riesgo de caer en una sospecha generalizada y ello comporta toda una serie de efectos negativos ya que, “borra la diferencia entre la racionalidad y pánico, entre anticipación razonable y ansiedad fuera de control”. Y así las cosas, es cuando debe prevalecer la serenidad pues, como señala Innerarity, ésta “es lo más revolucionario ante este círculo infernal” de desconfianzas, bien sean estas motivadas por parte de los gobernantes o por la ciudadanía, algo que se debería tener siempre muy presente a la hora de afrontar los efectos de las acciones terroristas, dejando siempre de lado actitudes viscerales y pasionales carentes de la serenidad necesaria para hacerles frente: en este sentido, nos viene inevitablemente a la memoria lo sucedido tras los atentados del 11 de marzo de 2004 y su nefasta gestión por parte del Gobierno de José María Aznar.
Y es que, ciertamente, vivimos en “sociedades exasperadas”, en las que se multiplican “los movimientos de rechazo, rabia o miedo” como lo evidencian la creciente aversión hacia la clase política, con frecuencia tan arrogante como distante de los problemas reales de la ciudadanía.
A esta situación añadimos que asistimos, impotentes, a todo un profundo y radical cambio de nuestras formas de vida lo cual hace que reaccionemos con irritación ante ellas, de formas diversas y a la vez antagónicas, bien apoyando los movimientos de los indignados, o lo que es más peligroso, alentando el auge de las ideas y grupos afines a la extrema derecha.
Así las cosas, el malestar se extiende y se magnifica tanto por los medios de comunicación como por las redes sociales, y la percepción que de ello se deriva nos confirma la idea de que vivimos en una “sociedad irascible”. Ante esta evidencia, Innerarity no considera este hecho como un factor negativo puesto que reivindica “la grandeza de la cólera política”, de esa “voluntad de rechazar lo inaceptable y su insaciable exigencia de justicia, contra la falta de atención que la sociedad de los dominantes presta a los perjudicados”. Pero, acto seguido nos advierte de que no todas las indignaciones son iguales, dado que hay variedad de iras colectivas, desde las que son negativas tanto en cuanto enarbolan las negras banderas de la homofobia o el racismo, hasta otras que defienden los ideales de la lucha contra las desigualdades y la justicia social. Por ello, Innerarity advierte: “Hay que distinguir en todo momento entre la indignación frente a la injusticia y las cóleras reactivas que se interesan en designar a los culpables mientras fallan estrepitosamente cuando se trata de construir una responsabilidad colectiva”. En este cúmulo de indignaciones, más interesadas en denunciar que en construir, es cuando se plantea el problema de “cómo conseguir que la indignación no se reduzca a una agitación improductiva y de lugar a transformaciones efectivas de nuestras sociedades”, Estas reflexiones nos traen a la memoria el entusiasmo por la aparición del Movimiento 15-M y posteriormente de Podemos, pone sobre la mesa una cuestión que da sentido a esta nueva forma de entender la política y la necesidad de “convertir esa amalgama plural de irritaciones en proyectos transformadores reales” para así “dar cauce y coherencia a esas expresiones de rabia” y, por último, “configurar un espacio público de calidad donde todo ello se discuta, pondere y sintetice”, un proyecto político que, como los hechos posteriores han demostrado, no he respondido plenamente a las expectativas que suscitó en su origen, además de por errores propios, también por la implacable actitud hostil de los partidos nostálgicos del viejo bipartidismo.
Estamos en una fase de nuestra historia en la que parece que todas las certezas en que creíamos o confiábamos se han desvanecido, en que tenemos la sensación de que en política cualquier cosa puede suceder, “que lo improbable y lo previsible ya no lo son tanto”: y si no, quién nos iba a decir hace un tiempo que el Brexit iba a triunfar en el Reino Unido, que un personaje como Donald Trump iba a llegar a la Casa Blanca o que el auge creciente de la ultraderecha iba a amenazar la línea de flotación de nuestras sociedades y valores democráticos. Por ello, Innerarity concluye, a modo de reto, con una potente reflexión: “Necesitamos urgentemente nuevos conceptos para entender las transformaciones de la democracia contemporánea y no sucumbir en medio de la incertidumbre que provoca su desarrollo imprevisible”. Tal vez así, la ansiedad que nos ahoga y la indignación que ello nos causa tenga un efecto positivo para nosotros como ciudadanos y para la sociedad que ansiamos transformar en sentido progresista y regida por los valores de la justicia social.
José Ramón Villanueva Herrero
(publicado en: El Periódico de Aragón, 23 diciembre 2019)
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