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Kiryat Hadassa: el blog de José Ramón Villanueva Herrero

Política-España

¿QUÉ HACEMOS CON LAS NACIONES?

¿QUÉ HACEMOS CON LAS NACIONES?

 

He tomado el título de este artículo de un apartado del interesante libro de Daniel Inneratity titulado Política para perplejos (2018) en el cual analiza la cuestión del debate nacionalista, de tan candente actualidad y en el que plantea ideas y cuestiones que bien merecen una reflexión.

     En primer lugar, y sin duda teniendo en mente la cuestión catalana como telón de fondo, nos advierte de diversas actitudes que hacen que estos problemas puedan convertirse en irresolubles y que, por ello, habría que evitar, tales como que éste tema caiga en manos de “quienes los definen de manera tosca y simplificada”, tal y como evidencian las actitudes de la derecha más radicalmente españolista o los sectores más exaltados del independentismo catalán); que el problema se reduzca a cuestiones de “legalidad” y “orden público”; cuando “aparece una idea de legalidad que invita a los jueces a hacerse cargo del asunto”, así como cuando la cuestión se plantea como un enfrentamiento entre un “nosotros” y un “contra ellos”, momento en el cual “se ha eliminado cualquier atisbo de pluralidad”.

     Ante esta problemática Innerarity es rotundo al afirmar que “no tiene la solución al problema territorial del Estado español”, para, acto seguido, dejar constancia de que “las descripciones dominantes son de una simpleza tal que no debemos sorprendernos de que todo se atasque después”. Ante este simplismo, que obvia la complejidad política del problema territorial, tanto en España como en cualquier otro territorio en que existan demandas de nacionalismos periféricos, se impone, por pura lógica, la necesidad de pactos negociados entre las partes en litigio ya que  “lo de las naciones es un verdadero dilema y no tiene solución lógica sino pragmática, es decir, una síntesis pactada para favorecer la convivencia, porque la alternativa es la imposición de unos sobre otros, el conflicto abierto en sus diversas formas”.

    Llegados a este punto, Innerarity demanda una actitud favorable al diálogo y la negociación ya que “debe haber procedimientos para renovar o modificar el pacto que constituye nuestra convivencia política” y es que, descartada por inútil la política de imposiciones de una parte sobre otra, “la única salida democrática es el pacto”. En consecuencia, asumiendo la voluntad (y necesidad) del espíritu pactista tras el cual parece intuirse el eco del pensamiento de Francesc Pi y Margall, lo que Innerarity llama “eje de la confrontación” pasaría de ser entre unos nacionalistas frente a otros, a entre quienes quieren soluciones pactadas frente a los que prefieren la imposición y, por ello, los términos del problema, siempre con la imagen de Cataluña en  perspectiva, ya no sería tanto “elegir entre una nación u otra”, sino “entre el encuentro y la confrontación”, actitudes estas últimas que cuentan con partidarios en ambos bandos. Además, la necesidad del pacto resulta evidente cuando en un mismo territorio “conviven sentimientos de identificación nacional diferentes” y entonces el problema prioritario a resolver no es tanto quién logrará la mayoría social (o electoral) sino cómo garantizar la convivencia para lo cual, como advierte oportunamente a los nacionalistas de ambas orillas, “el criterio mayoritario es de escasa utilidad”. A partir de la voluntad de diálogo y negociación, el pacto se hace imprescindible para encauzar cuestiones claves, vitales para garantizar la convivencia democrática en aspectos tales como el modo de distribuir el poder, qué fórmula de convivencia es la más apropiada, qué niveles competenciales sirven mejor a los intereses públicos o cómo dar cauce a la voluntad mayoritaria sin dañar los derechos de quienes son minoría.

   Y, así las cosas, acto seguido aborda un tema de profundo calado político y emocional cual es la cuestión de la soberanía nacional ya que, en su opinión, “eso de que la soberanía nacional no se discute es un error” en el cual, como apunta, “están sospechosamente de acuerdo los más radicales de todas las naciones”. Y, frente a una visión sacrosanta y monolítica de este concepto, apuesta de forma decidida y valiente por las “soberanías compartidas” argumentando, como la realidad de los hechos demuestran, que las “soberanías exclusivas” son cada vez más una excepción en nuestro mundo globalizado donde son habituales las “ciudadanías múltiples” y ahí tenemos el ejemplo de la Unión Europea, donde se aúnan el sentimiento nacional de cada uno de los países miembros con el de la soberanía compartida que implica el sentirnos, también, ciudadanos europeos.

   Consecuentemente, resulta indispensable “explorar y reformular obligaciones y derechos de manera constructiva”, de lo cual deberían tomar buena nota nuestros dirigentes políticos tales como: ser conscientes de asumir autolimitaciones mutuas en algunos de sus planteamientos maximalistas, entender que el derecho a decidir viene acompañado del deber de pactar y, sobre todo, asumir también lo que él llama “binomio no imponer/no impedir”, por lo que un Estado se compromete a posibilitar todo aquello que haya sido previamente pactado. Es por ello que hay que buscar soluciones “tan imaginativas como dolorosas” y, de este modo propone “hacer un referéndum en toda España preguntando por el derecho de autodeterminación de los catalanes” ya que, como afirma acto seguido, “una pregunta de este tipo da una parte de razón a todos: se acepta que sobre Cataluña puedan decidir todos los españoles, pero se rompe el dogma de que la soberanía española sea incuestionable”.

   Las propuestas de Innerarity demuestran que siempre es “mejor el pacto que la victoria”, máxime cuando se trata de cuestiones básicas de nuestra convivencia y más teniendo en cuenta que los partidarios de una y otra posición “no son abrumadores ni despreciables” en número, tal y como queda patente en Cataluña, donde la ciudadanía se halla fragmentada prácticamente por la mitad entre los partidarios del procés independentista y quienes se identifican con el actual marco constitucional y estatutario. En este sentido, José Andrés Torres Mora afirmaba que lo razonable a la hora de construir un marco de convivencia en una sociedad plural “no es acordar una votación, sino votar un acuerdo”. Y, por todo ello, Innerarity interpela una vez más a los políticos frentistas al recordarles que “contentarse con una victoria cuando podríamos tener un pacto demuestra muy poca ambición política” pero, claro, para eso necesitamos políticos con talla de estadistas y… ¿los tenemos?.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 30 enero 2021)

 

 

EN TORNO AL AUTÉNTICO PATRIOTISMO

EN TORNO AL AUTÉNTICO PATRIOTISMO

 

     En estos últimos años en los que las derechas españolistas, aprovechando la tensa situación generada por el conflicto catalán primero, la llegada al poder ejecutivo del gobierno progresista de coalición PSOE-Unidas Podemos en enero de 2020, así como las enormes dificultades generadas para el Gobierno de Pedro Sánchez a la hora de gestionar la devastadora crisis generada a todos los niveles por la Covid19  como telón de fondo, están intentando  monopolizar el sentimiento patriótico de una manera excluyente y como ariete frente a sus adversarios políticos. Es por todo ello que, una vez más, estamos asistiendo a un airear de banderas y voceríos patrioteros que a nada conducen excepto a crispar hasta extremos inaceptables la convivencia cívica y a cuestionar los valores sobre los que se sustenta nuestra democracia.

    He vuelto a releer estos días el libro del añorado político vasco Mario Onaindía Natxiondo (1948-2003) titulado La construcción de la nación española. Republicanismo y nacionalismo en la Ilustración (2002) puesto que en él se nos ofrecen algunas claves, de plena actualidad, para distinguir el verdadero significado de ambos conceptos, tan manidos como instrumentalizados, como son los de “patriotismo” y “nacionalismo”.

    Tal y como nos señala José María Portillo en el Prólogo de dicha obra, Onaindía  nos propone una relectura inédita del período de la Ilustración y por ello nos sumerge de lleno en el s. XVIII y, analizando el pensamiento que subyacía tras ella, “se trata de proponer que la nación puede entenderse como república de personas, de sus libertades y sus derechos, sin reválidas de raza, lengua o historia”[1], algo de lo que deberían de tomar buena nota los exclusivismos nacionalistas, como estamos saturados de comprobar tras el conflicto generado por el “procés” en Cataluña,  bien sean éstos de signo españolista o el que defienden tras las esteladas secesionistas catalanas.

    De entrada, la obra de Onaindía, que es una ampliación de su tesis doctoral titulada La tragedia de la Ilustración española, nos recordaba que la idea de “patria” procede del latín “terra patria”, término que constituye “uno de los conceptos fundamentales de la tradición republicana”, concepto éste que, nos advierte, será tomado por el nacionalismo para otorgarle un sentido muy distinto, ya que aunque el lenguaje corriente considera sinónimos “amor a la patria”, “lealtad a la nación”, “patriotismo” y “nacionalismo”, éstos deben de diferenciarse ya que,

“para los patriotas de inspiración republicana, el valor principal es la República y la forma libre que ésta permite, en cambio, los nacionalistas consideran que los valores primordiales son la unidad espiritual y cultural del pueblo, dejando en segundo término u olvidando totalmente la lealtad hacia las instituciones que garantizan las libertades”[2].

    En consecuencia, esto supone la existencia de actitudes personales bien distintas en ambos casos ya que, como vuelve a señalar Onaindía,

“El patriotismo trata de producir un tipo de ciudadano libre que tiene su esfera de seguridad garantizada por las leyes y por tanto trata de defenderlas porque constituyen una barrera que salvaguarda la seguridad individual, de forma que se establece un equilibrio entre los individuos de la sociedad y los miembros de la comunidad. La cohesión social que busca todo género de nacionalismo, en cambio, genera un individuo que trata de fundirse con la comunidad, de manera acrítica y renunciando a su esfera de autonomía individual”[3].

    Consecuentemente, como recordaba Onaindía, “una buena República” entendiendo por ello la aspiración al bien común, a la “res pública” romana, “no necesita unidad cultural, moral o religiosa; exige otro tipo de unidad, la unidad política, sustentada por el nexo con la idea de República, que consiste en la defensa de la ley, que garantiza la libertad”[4]. De este modo, el concepto de “patria” sería sinónimo de “república” (res pública) y esta, de “bien común”.

    En esta misma línea, Cicerón, en su Tratado de las leyes, ya diferenciaba entre la atracción que se siente hacia la tierra nativa, por ejemplo, la que mueve a Ulises a volver a su añorada Ítaca, del sentimiento que experimenta el ciudadano hacia su patria, entendida ésta como las instituciones que garantizan su libertad, haya nacido o no en ella. Es por ello que, por encima de bandera o símbolos, como señalaba Milton, la patria sería el lugar en donde una persona se siente libre. Esa misma idea de asociar el concepto de “patria” y de “libertad” lo hallamos también en Diderot, para quien “el patriotismo es el afecto que el pueblo siente por su patria”, entendida ésta no como la tierra natal, sino como una comunidad de hombres libres que viven juntos por el bien común.

    En fechas más recientes, estos mismos planteamientos son los que articulan el llamado “patriotismo constitucional” de Jünger Habermas, esto es, el considerar la patria no como el lugar de nacimiento, sino allí donde el ciudadano goza de libertad, allí donde existen unas instituciones y un marco legal que la garantizan. Ello excluye, de facto, todo tipo de patrioterismo propio de mentes e ideologías reaccionarias o abiertamente fascistas, tan proclives a apropiarse en exclusiva del concepto de “patria”, eso sí, vaciándolo de todos los valores de libertad, justicia y convivencia pacífica en la diversidad que le son propios al auténtico ideal patriótico.

     Por todo lo dicho, Onaindía recordaba que, a la altura del s. XVIII, que es el ámbito de estudio de su obra, existía un concepto de “republicanismo”, de defensa de la “res pública”, mucho antes de que surgieran los partidos con esta denominación ideológica. Es por ello que el “republicanismo” del cual habla Onaindía quedaría claramente de manifiesto en su estudio sobre el teatro de la Ilustración dado que en el mismo aparecen ideas tales como la libertad, el amor a la patria, la resistencia a la tiranía o la limitación del poder real. Consecuentemente, en el s. XVIII, el concepto de “república” se asociaba al de un auténtico patriotismo y no tanto con una forma concreta de gobierno como ocurriría posteriormente, y por ello se exalta la defensa del valor de la libertad, de la ausencia de dominación, o el amor a la patria, la cual, insistimos de nuevo en ello, no significaba el lugar de nacimiento sino donde una persona vive en libertad gracias a la ley que se la garantiza.

     De este modo, Onaindía contrapone dos conceptos: el de “patriotismo republicano” que concibe a la nación como un espacio de libertades, de amparo y seguridad de derechos y de participación ciudadana en la política, con el de “nacionalismo”, entendiendo éste como “exaltación estatal de la raza, la lengua y la historia”, esta última siempre concebida (y mitificada) a la medida de intereses políticos concretos. Es por ello, que esta pugna entre el verdadero significado del patriotismo frente al nacionalismo excluyente, le hacía decir a Onaindía, en relación al por aquellos años del sangrante conflicto de convivencia y terrorismo que padecía por aquel entonces la sociedad vasca que,

“el problema de Euskadi no es el enfrentamiento entre dos naciones, vascos y españoles, sino entre dos ideas, de nación o nacionalidad… […]… Para una, la nacionalista, Euskadi y España resultan incompatibles, al igual que el euskera y el castellano o las traineras y los toros. Para otra, en cambio, en la medida que la patria es la ley, la lealtad hacia el Estatuto y el desarrollo de todas sus potencialidades se puede compaginar con la lealtad a la Constitución española y, por supuesto, con el proyecto de construcción europea y la pluralidad”.

    Como vemos, si cambiamos Euskadi por Cataluña, esta misma confrontación resulta evidente que se refleja de nuevo, y por desgracia, en el conflicto secesionista generado desde el independentismo catalán y que ha sido avivado por las torpezas y falta de respuestas imaginativas por parte del Gobierno Central, fundamentalmente, durante el período del Gobierno del Partido Popular.

    Nunca podrá ser un auténtico patriota quien pretenda imponer su supuesto “patriotismo” a costa de derrotar verbal, política o incluso militarmente a una parte del colectivo social de su propia nación. Por ello resulta rechazable y peligrosos ese patriotismo ultramontano y reaccionario de quienes enarbolan banderas del pasado, que se sienten herederos de quienes pretendieron edificar “su España” matando españoles, una reflexión que resulta especialmente oportuna traer a colación en estos días en que se han conocido mensajes de diversos militares en la reserva que tienen a gala su anacrónico patriotismo, aunque para ello preciso fuera fusilar a 26 millones de españoles, a 26 millones de compatriotas, con lo cual vuelven a dar tristemente la razón a Antonio Machado cuando aludía con pesar a cómo recorría las tierras de España “la sombra errante de Caín”, cuya expresión gráfica la plasmó, más de un siglo antes, Francisco de Goya en su grabado “A garrotazos”, ejemplo dramático y flagrante, del endémico cainismo hispano.

    Tampoco responde a un auténtico espíritu patriótico abierto e integrador la posición de quienes reafirman la identidad monolítica de España a costa de negar la aportación a nuestra secular historia colectiva de las comunidades musulmanas o judías a las que la cultura hispánica tanto debe, así como a las que tampoco aceptan los valores positivos derivados de la inmigración y de la riqueza que ello supone para nuestra sociedad, cada vez más multicultural y multiétnica. Consecuentemente, resultan rechazables las alusiones nostálgicas a “Covadonga” o a la “Reconquista de España”, evocaciones de un innegable sesgo reaccionario, sin olvidar tampoco  los brotes xenófobos que, con ocasión de la llegada desesperada de inmigrantes a las costas españolas huyendo de la miseria o de las guerras que azotan a sus países, que son alentados de forma demagógica por partidos reaccionarios, como es el caso de Vox, algo fuera de lugar en el marco del necesario patriotismo constitucional y democrático que precisa nuestra sociedad.

   Los que nos sentimos hastiados por el permanente enfrentamiento entre el nacionalismo españolista, siempre incapaz de comprender la realidad plurinacional de España, y el nacionalismo catalanista, insolidario y excluyente, seguimos pensando que no hay más camino ni solución que el diálogo permanente, un diálogo que debe mantenerse, contra viento y marea, hasta que se alumbre una solución democrática pactada y aceptable, con concesiones por ambas partes, que sea asumible por la mayoría de la ciudadanía, tanto en Cataluña, como en el resto de España. Es difícil, pero tiene que ser posible y, para ello, un buen gesto sería el empezar amnistiando a los políticos actualmente en prisión como consecuencia de su actuación, ciertamente ilegal, durante los sucesos del proceso independentista ocurridos en el año 2017. Y es que la democracia, como el verdadero patriotismo, siempre tiene una dosis de generosidad y tolerancia que la dignifica frente a sus adversarios, esos patrioteros de diverso signo, que siempre están atrapados en las redes del rencor y la intolerancia.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: Nueva Tribuna, 19 enero 2021)

 

 

 



[1] PORTILLO, José María, en el Prólogo de ONAINDÍA, Mario, La construcción de la nación española. Republicanismo y nacionalismo en la Ilustración, Barcelona, Ediciones B, 2002, p. 11.

[2] ONAINDÍA, Mario, La construcción de la nación española. Republicanismo y nacionalismo en la Ilustración, Barcelona, Ediciones B, 2002, p. 101.

[3] Ibídem, pp. 101-102.

[4] Ibídem, p. 102.

 

20 AÑOS SIN ERNEST LLUCH

20 AÑOS SIN ERNEST LLUCH

 

     El 21 de noviembre de 2000 era asesinado por la banda criminal ETA Ernest Lluch i Martín, uno de los políticos más destacado del socialismo democrático y, por extensión de nuestra democracia. Por ello, hoy, recordando su memoria, quisiera hacerme eco de algunos de los testimonios que, en torno a su figura se recogen en el libro Ernest Lluch. El esfuerzo por construir un país, editado por la Generalitat de Catalunya en 2007.

     De entrada, digamos que Lluch estuvo involucrado desde su juventud en la lucha antifranquista desde postulados socialistas y catalanistas, lo cual le supuso varias detenciones y su expulsión como docente de la Universidad de Barcelona en 1966.

   Fue sin duda un político peculiar, atípico, siempre dialogante, defensor del federalismo, de la España plural, que también fue uno de los artífices de la integración en 1977 del socialismo catalán, “con una fórmula federativa original”, como dijo Enrique Barón, en las siglas históricas del PSOE. Su actitud tolerante y abierta le hizo defender, frente a los partidarios del “frentismo”, la necesidad de colaboración entre el nacionalismo democrático vasco para que, como recordaba Odón Elorza, por ser esta una “vía que facilitara la búsqueda de acuerdos de largo alcance” mediante los cuales lograr el doble objetivo de profundizar el autogobierno vasco y, también, para garantizar un futuro de convivencia en libertad y sin amenazas. Es por ello que, junto a Herrero de Miñón, fue el autor del libro Derechos históricos y constitucionalismo útil con propuestas concretas para abordar el conflicto vasco. Ello implicaba, entonces como ahora, una lectura abierta y flexible de la Constitución, para pensar primero y lograr después, una adecuada vertebración de nuestra España plural. En consecuencia, defendió, frente a incomprensiones varias, también en las filas del PSOE, el desarrollar la Disposición Adicional Primera de la Constitución que permitiera un Pacto de Estado sobre un marco jurídico político nuevo que contara con el mayor consenso posible en Euskadi.  A buen seguro, tal vez de tenerlo ahora entre nosotros, Lluch pondría toda su lucidez política e intelectual para abordar la actual maraña del procès catalán actual y plantear, como ya hizo con Euskadi, propuestas para llegar a esos “acuerdos de largo alcance”, para un “acuerdo inclusivo” de Cataluña en España. Por todo ello, Lluìs Foix dijo de él que era “un gran patriota catalán, un español que conocía las dificultades para mantener una relación normal con España”

     Pero como político valiente y progresista que era, asumió un decidido compromiso en favor de lograr la paz en las tierras vascas a las que tanto amaba. Y es que, como recordaba Lluìs Bassat, Lluch “nos enseñó que la paz se construye con los enemigos, no con los amigos que están para disfrutar” y, por esta razón, tenía claro que había que hablar con todo el mundo, sin ningún tipo de exclusiones, sin que ello supusiera ningún tipo de claudicación ante los violentos.

     De su legado político quedará, para siempre, su labor como ministro de Sanidad y Consumo (1982-1986). Ahí está la Ley General para la Defensa de Consumidores y Usuarios (1984), el Plan General sobre Drogas (1985) y, sobre todo, la Ley General de Sanidad (1986) mediante la cual se hizo efectivo el ideal de lograr la sanidad universal, de manera equitativa y sin límites a su acceso por razones socioeconómicas.

     No menos destacable fue su legado como intelectual. Lluch, premio extraordinario de final de carrera en 1961 como licenciado en Ciencias Políticas, Económicas y Comerciales, fue el autor de más de 300 artículos y 29 libros, fruto de su curiosidad insaciable, razón por la cual John Elliott, con quien coincidió  en 1989 durante su estancia como profesor visitante en la Escuela de Estudios Históricos  del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, lo definió como un “hombre de la Ilustración”, un ilustrado del s. XX, dado que concedía una “importancia suprema de las ideas y de su exposición racional”. Como ejemplo de su personalidad polifacética, de su curiosidad insaciable, fueron sus múltiples inquietudes culturales y sociales: desde el deporte a la música, pasando por la literatura, la filosofía, el arte o la sociología.  Por ello, en su brillante etapa como rector de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo asumió como lema la expresión de Emmanuel Kant “Sapere aude”, esto es, “Atrévete a pensar”.

     Por ello, ahora que se cumplen 20 años de su asesinato, recordamos con emoción su figura, la de un político valiente y honesto, un intelectual comprometido, un ejemplo que tanto precisamos en estos momentos inciertos, en unos tiempos en que se ciernen serias amenazas hacia la Sanidad Pública procedentes desde los vendavales privatizadores del neoliberalismo, en unos tiempos en que el conflicto territorial, ahora en Cataluña, ha supuesto una grave fractura que también requiere los antes citados “acuerdos de largo recorrido” que recompongan tantos desgarros, esos que, alientan los “frentismos” desde uno y otro lado, tan crispantes como suicidas, esos “frentismos” que siempre rechazó Lluch. Por todo lo dicho, el legado y la figura de Lluch lo resumió un emocionado Pasqual Maragall con una frase tan veraz como contundente: “Lluch estuvo con todas las causas nobles”. Y es verdad.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 21 noviembre 2020)

 

EL 12 DE OCTUBRE, UNA FIESTA NACIONAL CUESTIONADA

EL 12 DE OCTUBRE, UNA FIESTA NACIONAL CUESTIONADA

 

     En la España democrática actual, sigue siendo una cuestión pendiente el encontrar símbolos integradores que aúnen y con los que se identifiquen todos los ciudadanos de esta nuestra España plural, y uno de ellos es el de la fecha de la fiesta nacional.

    Si hacemos un poco de historia recordaremos que, como señalaba Carsten Mumlebaek en su estudio «La nación española conmemora. La fiesta nacional de España después de Franco», durante los primeros años de la Transición se evitó abrir una discusión sobre los símbolos nacionales como la bandera, el himno, la fiesta nacional y el escudo. No obstante, por lo que a la fiesta nacional se refiere, se retiró el oprobioso recuerdo del “18 de julio” y, de forma tácita, se optó por el “12 de octubre” sin que hubiera elección ni debate al respecto, tal y como recogió el Real Decreto 1358/1976, fecha que mantenía un evidente contenido ideológico pues suponía una continuidad con el discurso franquista de la Hispanidad con alusiones a la “comunidad de sangre” y al “destino histórico”, los cuales tienen su origen en la historiografía conservadora y providencialista, todo ello unido a un sentido religioso (defensa de la fe católica en el mundo) así como de exaltación del espíritu colonizador hispano.

    Mientras esto ocurría, se produjo la institucionalización de las fiestas nacionales en algunas comunidades autónomas como la Diada del 11 de septiembre en Cataluña (junio 1980) o el Aberri Eguna, Día de la Patria Vasca (abril 1981), lo cual coincidía con un proceso de construcción nacional muy intenso tanto en Cataluña como en Euskadi. Por el contrario, debido a la estigmatización del nacionalismo español tras la pesada herencia del franquismo, como señalaba el citado Mumlebaek, “el lado español de este conflicto simbólico se encontraba en una relativa desventaja respecto a las nacionalidades históricas”. Tras el funesto episodio del golpe del 23 de febrero de 1981, el entonces Gobierno de la UCD fue consciente de la necesidad de actualizar los símbolos nacionales y así se aprobaron sucesivamente la Ley de la Bandera y la Ley del Escudo en octubre de 1981, a la vez que se inició un interesante debate sobre la Fiesta Nacional.

    Fue el PSOE el que incluso antes del 23-F ya había propuesto como fiesta nacional, en una proposición fechada en noviembre de 1980, el declarar como tal el “6 de Diciembre”, aniversario del referéndum constitucional. A partir de este momento, se generó un intenso debate entre elegir el 12 de octubre (como sostenía la UCD) y el 6 de diciembre, como propugnaba el PSOE , debate que tenía un hondo calado político ya que “elegir el 12 de octubre significaba ratificar la situación de facto y dejar mayoritariamente intacta la idea de la nación española heredada del régimen franquista, mientras que elegir el 6 de diciembre significaba apostar por una concepción nacional diferente centrada en los valores de la democracia y del consenso” (Mumlebaek). De este modo, la propuesta del PSOE, que no llegó a discutirse hasta después del 23-F, consideraba que el referéndum del 6-D supuso un “cambio de época” que simbolizaba la fundación de la nueva democracia española y se consideraba a la Constitución de 1978 como el inicio de una nueva identidad española, todo ello imbuido del espíritu de la idea del patriotismo constitucional de Jürgen Habermas.

    No obstante, y por desgracia, esta propuesta contó con el rechazo de la UCD para el cual la Constitución “no era más que una expresión de la ya existente identidad nacional que tenía sus propias festividades, cuya continua celebración importaba más que instituir otra celebración dedicada a la Constitución”. Este desacuerdo fundamental, tras el cual subyacía la lucha por definir la Transición en términos de “ruptura” o “reforma”, hizo que la mayoría gubernamental de UCD, mediante el Real Decreto 3217/1981, ratificara el 12 de octubre denominándolo “Fiesta Nacional de España y Día de la Hispanidad”, aprobación en parte acelerada por el hecho de que la Generalitat de Catalunya había declarado el 12-O como día laborable en 1981.

    Pero con la llegada al poder del PSOE tras la histórica victoria electoral de octubre de 1982, se produjeron cambios significativos en la posición hasta entonces defendida por el partido de Felipe González. En primer lugar, por Orden 1982/31135 (BOE nº285, de 27 de noviembre de 1982), se declaró el 6-D como “Día dedicado a la enseñanza del contenido de la Constitución”, pero el PSOE ya no promovió contando con una holgada mayoría parlamentaria su anterior propuesta de convertir al 6-D en la Fiesta Nacional. En cambio, el Gobierno del PSOE estableció dicha fecha como “Día de la Constitución (RD 2964/1983, BOE nº 287, de 1 de diciembre) y posteriormente lo declararía como día festivo de carácter cívico en diciembre de 1989.

     El cambio de actitud del PSOE se plasmó en la aprobación de la Ley 18/1987, que declaraba el 12 de octubre como día de la Fiesta Nacional de España (BOE nº 241, de 8 de octubre), ley que contó con un amplio apoyo parlamentario (243 votos a favor), la abstención de la Minoría Catalana y del PNV, mientras que la votaron en contra ERC e IU, los cuales plantearon una enmienda a la totalidad). No obstante, en la nueva ley desapareció la denominación de “Día de la Hispanidad” porque tenía connotaciones incómodas tales como nostalgias neocolonialistas de corte paternalista, razón por la cual se pretendió despojar al 12-O de cualquier referencia histórica heredada del franquismo.

    Las razones de este cambio de actitud del PSOE, que fue muy criticado, se pretendió justificar por la pugna interna en las filas socialistas entre “constitucionalistas” (partidarios del 6-D) y los “historicistas” (partidarios del 12-O), los cuales preferían una fecha que tuviera relevancia histórica, aunque supusiera olvidar el significado del 6-D como momento histórico de fundación simbólica de la nueva democracia española. También se quiso argumentar que este cambio de posición del PSOE se debió a su intento de búsqueda de un amplio apoyo parlamentario, todo ello en el ambiente de los preliminares de la conmemoración del V Centenario del Descubrimiento de América.

    El desarrollo posterior del 12-O como Fiesta Nacional recibió críticas, no sólo las previsibles desde el ámbito del nacionalismo vasco o catalán, sino también desde la izquierda y desde distintos sectores ciudadanos que le reprochaban su carácter excesivamente militar y su escaso arraigo en los valores cívicos y democráticos como hubiera ocurrido de celebrarse el 6-D.

   Finalmente, como señalaba Jaume Vernet i Jovet en su trabajo «El debate parlamentario sobre el 12 de octubre, Fiesta Nacional de España», a fecha de hoy, seguimos ante la dificultad de “encontrar una fecha indiscutida para la realidad compleja que hoy representa España que contenga el suficiente carácter simbólico e integrador. Por ello, el no haber declarado como Fiesta Nacional el 6-D, como demandó en su momento tanto Izquierda Unida como ERC, y como recordaban Sebastián Balfour y Alejandro Quiroga en su libro España reinventada: nación e identidad desde la transición (2007), ha tenido una consecuencia tan importante como negativa cual es que “los españoles no pueden celebrar a día de hoy la transición a la democracia, su mito fundacional en tanto que nación moderna, como su principal fiesta patriótica”. Y, lamentablemente, es cierto.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 11 octubre 2020)

 

MONARQUÍA O REPÚBLICA: UN DEBATE PENDIENTE

MONARQUÍA O REPÚBLICA: UN DEBATE PENDIENTE

 

     Si la pandemia del coronavirus está teniendo devastadores efectos en el ámbito de la salud pública, de la sociedad y la economía, las noticias que conocidas en estas últimas fechas sobre las actuaciones de Juan Carlos I, todas ellas en demérito del rey emérito, han tenido también efectos igual de devastadores y han socavado los cimientos de la monarquía surgida de la Constitución de 1978 en la misma medida que han servido para dilapidar el legado con el cual pretendía el monarca, ahora cuestionado, pasar a las páginas de la historia reciente de España.

     Así las cosas, la derecha ha cerrado filas con su manido mensaje de que criticar al monarca es tanto como atacar a España y a la Constitución, cuando no son temas comparables ya que España y los valores democráticos valen mucho más que las actuaciones, sin duda reprobables, del rey emérito. En este contexto se sitúa el Manifiesto aparecido a mediados del mes de agosto en apoyo de Juan Carlos I y de su legado. El referido Manifiesto ha sido firmado no sólo por políticos del PP y de UCD, sino también por destacados socialistas. Este es el caso de Alfonso Guerra, el cual, en diversas declaraciones ha llegado a hablar de que Juan Carlos I está siendo objeto de una “cacería”, en este caso no de elefantes, sino propiciada por los que él llama “populistas” (léase, Podemos) y los nacionalistas-separatistas con el único objeto de atacar la Constitución. Pero aún más, en una entrevista realizada el pasado 19 de agosto en la Cadena SER, Alfonso Guerra, llegó a decir que “la izquierda debe dejar de engañarse con la idealización de la Segunda República”: con lo cual el antiguo dirigente socialista parecía renunciar del republicanismo del PSOE, un republicanismo cada vez más difuso maquillado de “accidentalismo”, un republicanismo que no obstante se mantiene vivo en las bases del partido pero que ha desaparecido de las acciones y del pensamiento de sus dirigentes.

     Resulta esencial partir de la idea de que la ciudadanía nunca ha tenido la opción democrática de elegir, entre varias posibles, la forma de Gobierno que desearía para España. Hay que recordar que la Constitución de 1978 incluyó la forma monárquica junto a los derechos y libertades en ella contemplados sin dar la opción a una posible alternativa republicana. Se dice que, siendo presidente del Gobierno Adolfo Suárez, éste se negó a convocar un referéndum sobre este tema por temor a perderlo y para evitarlo, se incluyó la forma monárquica en el artículo 1.3. del texto constitucional que señalaba que “La forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria”, sin otra posibilidad para que los españoles diésemos nuestra opinión sobre tan importante cuestión.

      Dicho esto, resulta lamentable la deriva que el PSOE, y sobre todo sus dirigentes, han evidenciado hacia el ideal republicano. Lejos quedan los tiempos del Congreso socialista en el exilio de Suresnes (octubre 1974) en los que se aspiraba a instaurar en España, una vez recuperadas las libertades democráticas, “una República Federal de las Nacionalidades del Estado Español”.

     Lejos quedan también los debates habidos en la Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas durante el proceso constituyente. En ellos, durante la sesión del 5 de mayo, el Grupo Parlamentario Socialistas del Congreso, por boca de su portavoz, el añorado Luis Gómez Llorente, defendió “la República como forma de Gobierno” porque “no ocultamos nuestra preferencia republicana, incluso aquí y ahora”. Más adelante, en la sesión del 11 de mayo, Gómez Llorente defendió un voto particular al artículo 1.3 en este sentido, razón por la cual “asumimos la obligación de replantear todas las instituciones básicas de nuestro sistema político sin excepción alguna” y, por lo tanto, también “la forma política del Estado y la figura del Jefe del Estado”.

    Gómez Llorente era consciente de que no había una mayoría parlamentaria favorable a reinstaurar la República, pero, pese a ello, mantuvo su voto particular alegando que lo hacía “por honradez, por lealtad con nuestro electorado, por consecuencia con las ideas de nuestro partido, porque podemos y debemos proseguir una línea de conducta en verdad clara y consecuente”. No obstante, Gómez Llorente dejó claro el compromiso del PSOE al afirmar que “nosotros aceptaremos como válido lo que resulte en este punto del Parlamento constituyente. No vamos a cuestionar el conjunto de la Constitución por esto. Acataremos democráticamente la ley de la mayoría. Si democráticamente se establece la Monarquía, en tanto que sea constitucional, nos consideraremos compatibles con ella” Así, cuando el 4 de julio en el Pleno del Congreso de los Diputados se votó el artículo 1.3, frente a la mayoría de diputados monárquicos, el PSOE se abstuvo y tan sólo Heribert Barrera (ERC) y Francisco Letamendía (Euskadiko Ezquerra) se declararon republicanos y pidieron la celebración de un referéndum sobre la forma de Gobierno.

    Aprobada la Constitución, Felipe González declaró que la monarquía y la democracia no eran incompatibles en España, lo cual, evidentemente, era cierto. Pero, como señalaban Sebastián Balfour y Alejandro Quiroga en su libro España reinventada. Nación e identidad desde la Transición (2007), “la conversión monárquica del PSOE ha obligado a los socialistas a someterse a una amnesia voluntaria”, hasta el punto de que, como indicaban estos autores, el accidentalismo del PSOE hizo afirmar a Juan Fernando López Aguilar que históricos dirigentes socialistas como Julián Besteiro, Indalecio Prieto o Fernando de los Ríos, “fueron los pioneros de la monarquía parlamentaria vigente” (!!!), afirmaciones éstas más que cuestionables.

   Tal vez la actual situación de crisis sanitaria, con sus derivadas sociales y económicas, no sea el momento más idóneo para plantear un debate de tan profundo calado político, pero lo que resulta evidente es que la democracia española tiene pendiente este debate, el de que algún día, podamos decidir, más pronto que tarde, el modelo de Estado que mayoritariamente preferimos, esto es, poder elegir entre la opción de la monarquía parlamentaria o la de un modelo alternativo republicano.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 1 septiembre 2020)

 

 

POPULISMOS

POPULISMOS

 

     En la realidad política actual son muchos los ciudadanos que creen que se ha superado la histórica distinción entre izquierdas y derechas y, por ello, en determinados sectores de opinión se alude a la contraposición entre “buenos y malos populismos”. De este modo, algunos politólogos distinguen entre los populismos democratizadores y democráticos, como los existentes en España o Portugal, y otro tipo de populismos, por desgracia emergentes, de signo reaccionario, aquellos que confunden al adversario político con el enemigo del pueblo y, por ello, los excluyen de la comunidad política, un tipo de populismo que arraiga con fuerza en las tierras regadas por la intolerancia.

      Estos dos tipos distintos de populismo, confrontan, en esencia, una base ideológica innegable. Así, es propio de los populismos conservadores su escaso entusiasmo por las reformas constitucionales, por  los movimientos sociales,y por los plebiscitos o la participación ciudadana en general. En cambio, la izquierda populista, por el contrario, como recalcaba Innerarity en su libro Política para perplejos (2018), “acostumbra a sobrevalorar esas posibilidades”, aquellas que los populismos conservadores rechazan, lo cual le lleva a “desentenderse de sus límites y riesgos”, soñando, en ocasiones, con el anhelo, siempre deseable por otra parte, de alcanzar la utopía, o en el lenguaje más reciente de Podemos, de “conquistar los cielos”.  De este modo, existe en la actualidad un contraste, una contraposición evidente entre ambos populismos, entre los de signo conservador y los que se alientan desde posiciones de la izquierda progresista y así, los primeros “dan las alternativas como imposibles y los otros por evidentes” ya que, mientras para los populismos conservadores “cualquier cosa que se mueva es un desbordamiento” y para los populismos progresistas “la espontaneidad popular es necesariamente buena”.

     La confrontación entre ambas posiciones es evidente, como una nueva línea de fractura social entre la derecha conservadora y la izquierda que pretende transformar la realidad política y social que se considera injusta. Así, el populismo conservador, enarbola la bandera política de un supuesto “antipopulismo”, negando la evidencia de que también ellos, a su manera, son populistas, de derechas, pero populistas en definitiva, bandera ésta que pretende ser un “instrumento de legitimación” de las posiciones conservadoras, mientras que el populismo progresista se considera a sí mismo, como “el verdadero antídoto frente al elitismo conservador hegemónico”.

     Por todo lo dicho, Daniel Innerarity, catedrático de filosofía política y ensayista, una de las mentes más lúcidas del pensamiento contemporáneo, reivindicaba el “principio de realidad”, esto es, el tener siempre presentes las capacidades reales de las transformaciones que se pretenden realizar, para no caer en la quimera ni el desencanto ante el ansia de intentar lograr objetivos irrealizables. De este modo, aunque como hemos visto el término “populismo” se aplica a partidos políticos concretos, se habla de populismos reaccionariosy ultraconservadores, como es el caso de los mensajes que airea Vox, o de populismos progresistas de izquierdas como el que representa Podemos, los cierto es que el populismo, como nos recuerda Innerarity, “tendría que entenderse como un modo de gestionar lo público, “del que no se libra casi nadie”.

      En el caso del populismo progresista, el que despertó en las plazas de toda España un esperanzador 15 de marzo y que hoy ocupa parcelas de poder en muchos niveles, incluido el Gobierno de España de la mano de Unidas Podemos, parece que ha seguido el consejo del tantas veces citado Innerarity cuando ya en el 2018 recomendaba, de forma genérica pero pareciendo querer dirigirse a este nuevo soplo de aire fresco en la política española que supuso el partido morado que, “tenemos que renunciar a la agitación improductiva del corto plazo. Hace falta anticipar futuros posibles” y apuntaba alguno de ellos: la transformación del modelo económico, la lucha contra el cambio climático o la reforma del sistema público de pensiones, temas éstos que consideraba con toda razón “cuestiones de fondo” que se tienen que acometer con valentía, aunque, políticamente, no supongan beneficios a corto plazo. Lo mismo podemos decir de la defensa de feminismo o la lucha por la igualdad de género, temas que han irrumpido con fuerza en la agenda política y que exigen compromisos y decisiones valientes, especialmente, en estos tiempos en que la demagogia populista conservadora parece que, en algunos de estos temas pretendiera retroceder el reloj de la historia a tiempos pasados.

    Todos estos futuros posibles están reflejados en gran medida en el llamado Programa para un Gobierno Progresista que tantas esperanzas ha despertado, un programa que, con el impulso de ese buen populismo, honesto y progresista, ha alentado tantas ilusiones en que, paso a paso, el cambio es posible, aunque nunca lleguemos a conquistar los cielos, pero por lo menos, se puede lograr un mundo, una sociedad y una convivencia más digna, justa y habitable. Siendo conscientes de todas las adversidades que intentarán frenar estos cambios, esperamos que las ilusiones que ello ha generado no se vean defraudadas porque, de ser así la involución de populismo conservador podría tener efectos devastadores.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 1 julio 2020)

 

LA IDEA DE ESPAÑA EN EL NACIONALISMO CONSERVADOR

LA IDEA DE ESPAÑA EN EL NACIONALISMO CONSERVADOR

 

     El siempre complejo y espinoso tema del nacionalismo español, tan desacreditado por el perverso uso que del mismo hizo la dictadura franquista es también, ahora, una cuestión que genera una amplia polémica por el uso (y abuso) que de él hace una derecha cada vez más conservadora en lo político, retrógrada en lo social y recentralizadora en lo referente al modelo territorial autonómico vigente.

      Es cierto que, tras la muerte del general Franco y el inicio de la Transición, la derecha fue reformulando su concepto de España.  Eran unos momentos en los que la nueva derecha postfranquista quería reivindicar un nuevo nacionalismo español puesto que, como señalan Sebastián Balfour y Alejandro Quiroga en su libro España reinventada. Nación e identidad desde la Transición (2007), tenía una sensación de “pérdida de la identidad nacional”, como consecuencia al miedo al “super-Estado europeo”, esto es, a la integración en la actual Unión Europea, a un creciente temor a los efectos de la inmigración, así como al aumento de las “identidades alternativas en la periferia”, esto es, a los nacionalismos de Euskadi y Cataluña, de sobrada trayectoria democrática y antifranquista.

     Para mejor desvincularse del legado franquista, la derecha trató de construir una    nueva legitimidad histórica enraizada con los modelos conservadores y, de este modo, como indicaban los autores citados, dar “continuidad con el liberalismo español de finales del s. XIX y principios del XX”, reivindicando de forma especial la figura y el legado político de Antonio Cánovas del Castillo, político conservador que, pese a sus déficits democráticos (siempre se opuso a la implantación del sufragio universal, por ejemplo), ofrecía como modelo “un sistema bipartidista estable capaz de oponer resistencia a las demandas desintegradoras” de los nacionalismos subestatales a los cuales, por otra parte, se consideraba que se habían hecho excesivas concesiones desde la Transición, a pesar de que reiteradamente se buscó el apoyo parlamentario del PNV y de la antigua CiU en aquellos tiempos en los cuales el políglota José María Aznar hablaba catalán en la intimidad.

     La derecha democrática, en su obsesión por demostrar unas credenciales no manchadas por la huella del franquismo, reivindicó, también, el legado del Regeneracionismo, de Joaquín Costa,  Unamuno o de Ortega y Gasset, e incluso Aznar llegó a reivindicar la figura de Manuel Azaña  tanto en cuanto éste aspiró al establecimiento de una sociedad plenamente democrática, valorando el esfuerzo del que fuera Presidente de la Segunda República española, y del cual en este año se cumple el 80º aniversario de su fallecimiento en el exilio francés de Montauban, por fomentar “la cohesión nacional entre los españoles”. De este modo, Aznar no sólo intentaba emparentar a los conservadores con la idea de progreso, sino que indirectamente trataba de desligar al PP de sus vínculos con el franquismo.

     Tras el logro de la mayoría absoluta por el PP liderado por Aznar en las elecciones del año 2000, fue el momento que marcaría el inicio para la derecha de la recuperación del concepto de España como nación democrática, un concepto que consideraban que prácticamente había desaparecido como resultado de los esfuerzos combinados del franquismo, por un lado, y los nacionalismos periféricos, por otro. Así, en el Congreso del PP de 2002 se aprobó el documento titulado El Patriotismo constitucional del s. XXI, redactado por Josep Piqué y María San Gil, un catalán y una vasca con una visión más abierta del concepto de España, en el cual se rechazaba la tentación de los sectores españolistas más tradicionales del partido de reeditar el viejo nacionalismo español. De este modo, el documento citado ofrecía un nuevo concepto de España articulado en torno a la defensa de la Constitución de 1978, la libertad, la pluralidad y la responsabilidad cívica, acercándose de éste modo a los postulados defendidos por estas mismas fechas por el PSOE en la línea del patriotismo constitucional de Jürgen Habermas.

     Pese a ello, la posición del PP era en realidad un “patriotismo constitucional encubierto” que, en vez de girar al centro, pretendía frenar a los nacionalismos periféricos, sacralizar la Constitución de 1978 y defender una España unida frente a las crecientes demandas federales y confederales. Además, históricamente, el nacionalismo conservador siempre se ha reafirmado, históricamente, frente al “otro” extranjero, bien fuera éste “el moro”, “el francés” o “la Rusia soviética”, conceptos éstos que en democracia no son políticamente correctos...excepto para la extrema derecha, razón por la cual han sido en la actualidad retomados con pasión por la impetuosa irrupción de Vox, nítida imagen política de los peores vicios del nacionalismo reaccionario.

     En la actualidad asistimos a una fragmentación política del nacionalismo español conservador que hasta hace bien poco se cobijaba en su práctica totalidad en las filas del PP y que hoy lo hacen, también, en las posturas tan preocupantes como involucionistas de Vox o en la errática volatilidad ideológica de Ciudadanos, unos momentos en que el nacionalismo español, en su triple versión política, ofrece una imagen de retorno a su cerril centralismo tradicional y una intensificación de la hostilidad hacia los nacionalismos periféricos. Esta involución ha sido propiciada como consecuencia del conflicto catalán y se ha ido incrementando en estas últimas fechas por una derecha extrema que, sin ningún escrúpulo moral y con una actitud tan reprobable como obscena, se ha empeñado, prietas las filas e impasible el ademán, en combatir por todos los medios posibles al actual Gobierno de España, bombardeado de forma inmisericorde con insultos, descalificaciones y agrios debates parlamentarios, demostrando una vez más que la derecha ha priorizado su obsesión por recuperar el poder en vez de colaborar con patriotismo para superar todos unidos la crisis pandémica generada por el covid-19, de efectos tan devastadores en nuestra sociedad. Mal camino el emprendido por las derechas si con ello pretendían dignificar la idea de España, bien al contrario, el tema de consolidar un nacionalismo español de signo conservador, pero moderno y democrático, sigue siendo la asignatura pendiente de esta derecha que padecemos y que ha preferido optar por el tenebroso sendero que le conduce a una peligrosa involución.

    José Ramón Villanueva Herrero

    (publicado en: El Periódico de Aragón, 12 junio 2020)

CON TODOS LOS CAÑONES ARTILLADOS

CON TODOS LOS CAÑONES ARTILLADOS

 

     Con esta gráfica expresión se refería con acierto Iñaki Gabilondo a la actitud del navío en el que se ha embarcado la triple derecha del PP, Ciudadanos y Vox de confrontación total con el nuevo gobierno de coalición progresista formado por el PSOE y Unidas Podemos. Así quedó patente en las agrias sesiones del debate de investidura de Pedro Sánchez y esa crispación, puesta de manifiesto por la beligerante artillería derechista, la misma que se considera defensora de las esencias del nacionalismo español, está dirigiendo a éste a una peligrosa involución, ofreciendo así su peor rostro, el de una intolerancia plagada de actitudes dudosamente democráticas. Y es que, el siempre complejo y espinoso tema del nacionalismo español, tan desacreditado por el perverso uso que del mismo hizo la dictadura franquista es también, ahora, una cuestión que genera una amplia polémica por su uso (y abuso) del cual hace una derecha cada vez más conservadora en lo político, retrógrada en lo social y recentralizadora en lo referente al modelo territorial autonómico vigente.

     Es cierto que, tras la muerte del general Franco y el inicio de la Transición, la derecha fue reformulando su concepto de España.  Eran unos momentos en los que la nueva derecha posfranquista quería reivindicar un nuevo nacionalismo español puesto que, como señalan Sebastián Balfour y Alejandro Quiroga en su libro España reinventada. Nación e identidad desde la Transición (2007), tenía una sensación de “pérdida de la identidad nacional”, como consecuencia al miedo a la gradual integración en la actual Unión Europea, unido a un creciente temor a los efectos de la inmigración, así como al aumento de las “identidades alternativas en la periferia”, a los nacionalismos de Euskadi y Cataluña, de sobrada trayectoria democrática y antifranquista.

     Para mejor desvincularse del legado franquista, la derecha trató de construir una nueva legitimidad histórica enraizada con los modelos conservadores y, de este modo, como indicaban los autores citados, dar “continuidad con el liberalismo español de finales del s. XIX y principios del XX”, reivindicando de éste modo, de forma especial, la figura y el legado político de Antonio Cánovas del Castillo, político conservador que, pese a sus déficits democráticos (siempre se opuso a la implantación del sufragio universal, por ejemplo), ofrecía como modelo “un sistema bipartidista estable capaz de oponer resistencia a las demandas desintegradoras” de los nacionalismos subestatales a los cuales, por otra parte, se consideraba que se habían hecho excesivas concesiones desde la Transición, a pesar de que reiteradamente se buscó el apoyo parlamentario del PNV y de la antigua CiU en aquellos tiempos en los cuales el políglota Aznar hablaba catalán en la intimidad.

     En esta línea de redefinición ideológica de loa derecha democrática, en su obsesión por demostrar unas credenciales no manchadas por la huella del franquismo, asumió, también, el legado del Regeneracionismo, del pensamiento de Joaquín Costa, de Unamuno o de Ortega y Gasset, e incluso José María Aznar llegó a reivindicar la figura de Manuel Azaña (obviando su republicanismo) tanto en cuanto éste aspiró al establecimiento de una sociedad plenamente democrática (aunque Aznar obvia su republicanismo) y su esfuerzo por fomentar “la cohesión nacional entre los españoles”. De este modo, Aznar no sólo intentaba emparentar a los conservadores con la idea de progreso, sino que indirectamente trataba de desligar al PP de sus vínculos con el franquismo.

    Tras el logro de la mayoría absoluta por el PP liderado por Aznar en las elecciones del año 2000, fue el momento que marcaría el inicio para la derecha de la recuperación del concepto de España como nación democrática, un concepto que consideraban que prácticamente había desaparecido “como resultado de los esfuerzos combinados del franquismo, por un lado, y los nacionalismos periféricos, por otro”. Así, en el Congreso del PP de 2002 se aprobó el documento titulado El Patriotismo constitucional del s. XXI, redactado por Josep Piqué y María San Gil, un catalán y una vasca con una visión más abierta de la idea de España, en el cual se rechazaba la tentación de los sectores españolistas más tradicionales del partido de reeditar el viejo nacionalismo español. De este modo, el documento citado ofrecía un nuevo concepto de España articulado en torno a la defensa de la Constitución de 1978, la libertad, la pluralidad y la responsabilidad cívica, acercándose de éste modo a los postulados defendidos por estas mismas fechas por el PSOE en la línea del patriotismo constitucional de Jürgen Habermas. No nos debe de extrañar que esta redefinición del patriotismo de derechas sentase mal a los sectores más conservadores del PP, razón por la cual fue criticado por intelectuales afines como González Quirós, mientras que Edurne Uriarte lo consideraba “demasiado habermasiano”.

     Pese a lo dicho, el PP, en vez de girar al centro, pretende frenar a los nacionalismos periféricos, sacralizando la Constitución de 1978 y defendiendo una España unida frente a las crecientes demandas federales y confederales. Además, el nacionalismo conservador siempre se ha reafirmado, históricamente, frente al “otro” extranjero, bien fuera éste “el moro”, “el francés” o “la Rusia soviética”, conceptos éstos que en democracia no son políticamente correctos...excepto para la extrema derecha, razón por la cual han sido en la actualidad retomados con pasión por la impetuosa irrupción de Vox, nítida imagen política de los peores vicios del nacionalismo reaccionario.

    En la actualidad asistimos a una fragmentación política del nacionalismo conservador español que hasta hace bien poco se cobijaba en su práctica totalidad en las filas del PP y que hoy lo hacen, también, en las posturas tan preocupantes como involucionistas de Vox o en la errática volatilidad ideológica de Ciudadanos, unos momentos en que el nacionalismo español, en su triple versión política, ofrece una imagen de retorno a su cerril centralismo tradicional y una intensificación de la hostilidad hacia los nacionalismos periféricos, lo cual supone una seria involución propiciada por las consecuencias del conflicto catalán como telón de fondo.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 15 enero 2020)