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Kiryat Hadassa: el blog de José Ramón Villanueva Herrero

EN MEMORIA DE MANUEL AZAÑA

EN MEMORIA DE MANUEL AZAÑA

 

   Si hay una figura política que personifica lo que supuso la experiencia democratizadora y progresista de la Segunda República es, sin duda, Manuel Azaña Díaz (1880-1940) de cuyo fallecimiento se cumplen ahora 80 años. De él dijo Salvador de Madariaga que fue “el español de más talla que reveló la breve etapa republicana” y ello le lleva a definirlo como “el hombre de más valor en el nuevo régimen, sencillamente por su superioridad intelectual y moral”.

     Por su parte, Paul Preston destacaba los tres objetivos principales que inspiraron la acción política azañista: la modernización de las relaciones entre la Iglesia y el Estado republicano mediante el impulso de una política laicista; la modernización del ejército, no sólo en sus aspectos técnicos sino, sobre todo, subordinándolo al poder civil del Gobierno para evitar el endémico (y nefasto) intervencionismo de los militares en la vida política y, por último, la necesidad de introducir la racionalidad y el diálogo en la vida política y parlamentaria, un anhelo del cual deberían tomar buena nota, también, nuestra actual clase política.

     Manuel Azaña, siendo Presidente del Consejo de Ministros durante el “bienio social-azañista” (1931-1933) impulsó importantes reformas educativas, militares y de profundo contenido social o estructural como la reforma agraria o el Estatuto de Cataluña, todo lo cual le granjeó tres poderosos (y peligrosos) enemigos: la Iglesia, unas derechas cada vez más fascistizadas y buena parte del Ejército.

    Durante el período de gobierno de derechas conocido como “Bienio Negro” (noviembre 1933 – febrero 1936), alejado momentáneamente del poder, Azaña volvió a la vida política de la mano de Izquierda Republicana, partido fundado en 1934 y que más tarde se integraría en el Frente Popular. Tras la histórica victoria electoral de éste del 16 de febrero de 1936, Azaña volvió de nuevo a la primera línea política, primero como Presidente de Gobierno y después como Presidente de la República. Para entonces, la crispación social y la radicalización política eran evidentes y, pese a ello, asumió el cargo “con el deseo de que haya sonado la hora de que los españoles dejen de fusilarse los unos a los otros”, lo cual como los hechos demostraron pocos meses después, era una vana esperanza ante el endémico cainismo hispano del cual se lamentaba Antonio Machado.

     Así las cosas, el golpe de Estado militar del 18 de julio de 1936 y la violencia desatada tras el inicio de la contienda, tanto por los rebeldes como por los revolucionarios, sobrecogieron a Azaña. Para evitar esta delirante sangría, Azaña, realizó desesperados intentos para encontrar una solución conciliadora y negociada, confiando en la mediación de Francia y Gran Bretaña que pusiera fin a la guerra, pero todo fue en vano ante el bramido de las armas que desangraron a las tierras y a los hijos de España. La actitud de Azaña, al igual que le ocurrió a Indalecio Prieto, fue cada vez más pesimista ante el desarrollo de la contienda para las fuerzas leales, y contrastaba con la resolución y firmeza combativa del nuevo presidente de Gobierno, el socialista Juan Negrín, que optó por mantener   hasta el final su consigna de resistencia a ultranza por parte de la acosada República. Azaña se fue sumiendo en el desánimo y aun así, con una grandeza política que le honra, en su célebre y emotivo discurso pronunciado en Barcelona el 18 de julio de 1938, siendo consciente de que “nadie vence sobre compatriotas”, invocó la reconciliación entre las dos España enfrentadas y en la que, tras la previsible victoria de los rebeldes y la derrota de los leales, imploraba a todos los españoles enfrentados,  “el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: paz, piedad, perdón”, emotivo ruego que fue desoído tras la victoria franquista.

     Azaña cumplió con su obligación institucional como Presidente de una República agonizante declarando que ello significaba “la continuidad del Estado legítimo republicano, que encuentra en el presidente de la República, en el Gobierno responsable en funciones y en las Cortes los órganos supremos de su expresión representativa y de mando”. Siendo consciente de que la guerra estaba perdida, siguió intentando hasta el último momento la mediación franco-británica con el triple objetivo, como señala Santos Juliá, de lograr, una vez más de forma infructuosa,  una tregua inmediata que pusiera fin a las hostilidades, la designación de negociadores para la toma de posesión de todo el territorio nacional por el Gobierno franquista y la garantía de un trato humanitario para los vencidos, permitiéndose la evacuación de todas las personas y familias cuyas vidas corriesen peligro por “no ser toleradas por el nuevo régimen”, esto es, una paz sin represalias. No obstante, tras el avance de las fuerzas franquistas en Cataluña, el 6 de febrero de 1939 Azaña cruzó la frontera francesa y el 27 de ese mes, un día más tarde de que Francia y Gran Bretaña reconocieran al gobierno de Franco, dimitió como Presidente de la República.

     Pocos meses después se iniciaba la II Guerra Mundial, continuación en Europa de la misma lucha contra el fascismo que se había librado en España por parte de la República. Para entonces, su periplo por tierras francesas, acosado por los agentes franquistas que pretendían su detención y posterior traslado a España para ser juzgado y condenado como les ocurrió a otros dirigentes republicanos como Julián Zugazagoitia o Lluís Companys, concluyó en la ciudad de Montauban, donde pudo evitar la deportación al contar con la protección diplomática de Luis Rodríguez, el embajador de México ante el régimen de Vichy.

    Manuel Azaña murió en Montauban el 3 de noviembre de 1940. El mariscal Pétain prohibió que fuera enterrado con honores de Jefe de Estado así como que su féretro fuera cubierto con la bandera republicana, ante lo cual el embajador mexicano decidió que fuera enterrado con la bandera del país azteca y así se lo manifestó a las autoridades pétainistas señalando que a Azaña “lo cubrirá con orgullo la bandera de México. Para nosotros será un privilegio; para los republicanos una esperanza, y para ustedes, una dolorosa lección”. Ahora, 80 años después, Manuel Azaña sigue reposando en tierras francesas, al igual que Juan Negrín o Antonio Machado: los tres representan lo mejor del ideal transformador y cultural que supuso la II República española, tres ejemplos de compromiso político y lucidez intelectual, siempre presentes en nuestra historia y memoria democrática.

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 3 noviembre 2020)

 

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