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Kiryat Hadassa: el blog de José Ramón Villanueva Herrero

LA MIGRACIÓN, UN DERECHO

LA MIGRACIÓN, UN DERECHO

 

       En el interesante libro de Yuval Noah Harari titulado 21 lecciones para el siglo XXI (2020) dedica su 9ª lección a tratar el tema de la inmigración, una cuestión de diversas aristas que genera un intenso debate en las sociedades contemporáneas. Ciertamente, como señala este historiador israelí, aunque la globalización ha reducido mucho las diferencias culturales en todo el planeta, a la vez ha hecho a nuestras sociedades mucho más multiculturales, independientemente de la actitud tolerante o de rechazo que, hacia los movimientos migratorios, pueda tener la ciudadanía en cada uno de los países receptores.

   El fenómeno de la migración, entendido como el movimiento de población consistente en dejar el lugar de residencia para establecerse en otro país o región, bien sea de forma temporal o permanente, generalmente debido a causas económicas o sociales tales como la búsqueda de trabajo, seguridad y de un futuro mejor, pone en tensión los sistemas políticos y las identidades colectivas de las opulentas y, en demasiadas ocasiones, excesivamente insolidarias sociedades occidentales.  Ejemplo de ello es el caso de Europa, donde los movimientos migratorios, además de alentar el auge de los movimientos xenófobos y racistas de extrema derecha y cuyos ejemplos nos son sobradamente conocidos, plantea un serio reto para el futuro de las instituciones de la Unión Europea, las cuales, como advierte Harari, “podrían desmoronarse debido a su incapacidad para contener las diferencias culturales entre europeos e inmigrantes” lo cual significaría un dramático punto final, “al gran éxito de Europa en la creación de un sistema multicultural próspero”.

      Es en este contexto en el que se plantea la necesidad de asumir el pacto o debate sobre la migración, el cual, debería plantearse sobre tres condiciones o términos básicos que nos sugiere Harari. En primer lugar, el país anfitrión debe permitir la entrada de inmigrantes en su territorio, máxime cuando las circunstancias humanitarias así lo requieren, tal y como ocurrió con los casos de Alemania o Canadá durante la crisis de los refugiados de 2015 o los constantes naufragios y dramas humanos que se producen en aguas del Mediterráneo. En esta situación, dos posturas se confrontan: las de las posiciones pro-inmigración que, basadas en un profundo sentido humanista, consideran que, en un mundo globalizado, todos los seres humanos tienen obligaciones morales hacia los demás seres humanos, razón por la cual conciben la inmigración como un derecho. En contraposición esta actitud positiva, se encuentran los partidarios de rechazar los movimientos migratorios, entre los cuales algunos de estos detractores no ocultan sus posiciones de abierta xenofobia y racismo, los mismos que piensan que hay que emplear todos los medios necesarios para hacer frente a lo que consideran una nueva “invasión”, los mismos que miran con abierto rechazo al migrante, a quien ven como un delincuente en potencia. Por otra parte, hay que reconocer, desde un punto de vista realista, que los movimientos migratorios de tantas personas que desesperadamente huyen de las guerras, la represión y la miseria que azota a sus países de origen, resulta imposible de frenar y, por ello, es preferible legalizarla como mejor forma de evitar lacras tales como el tráfico de seres humanos en las rutas migratorias o la explotación de los trabajadores ilegales en los países de destino.

     En segundo lugar, el pacto requiere que los migrantes adopten al menos las normas y valores fundamentales del país anfitrión, aunque ello implique abandonar algunas de sus normas o valores tradicionales. Ello comporta, en muchas ocasiones, confrontar las mentalidades patriarcales de sus sociedades de origen con actitudes liberales de las sociedades receptoras, entre los valores religiosos arraigados y el laicismo del mundo desarrollado, o los distintos hábitos de vestimenta o dieta con los imperantes en Occidente. Es aquí cuando la tolerancia adquiere un valor universal y las posiciones pro-migración, defensoras de la diversidad de Europa, son partidarias de que los colectivos inmigrantes tengan tanta libertad como sea posible para que sigan sus propias tradiciones, siempre y cuando éstas no perjudiquen los derechos y libertades de las sociedades que los acogen, obviando, eso sí, todo tipo de actitudes intolerantes, misóginas, homófobas o antisemitas.

    Obviamente, y, en tercer lugar, el pacto debe contemplar el hecho de que, si los migrantes realizan un esfuerzo sincero de integración, en particular adoptando el valor de la tolerancia, el país anfitrión está obligado a tratarles como ciudadanos de primera, esto es, como miembros de pleno derecho de la sociedad. No obstante, como bien señala Harari, cuando se evalúa el pacto de la inmigración, “ambas partes conceden mucho más peso a las infracciones que al cumplimiento” y, por ello, por desgracia, se ve más entre la población migrante a un supuesto terrorista o delincuente antes que a un millón de respetuosos ciudadanos que han arribado a los países occidentales.

    Así las cosas, el debate europeo sobre la migración está abierto y se halla lejos de ser “una batalla bien delimitada entre el bien y el mal” ya que los que están a favor de la inmigración se equivocan al presentar a todos sus rivales como “racistas inmorales”, mientras que los que se oponen se equivocan al retratar a sus oponentes como “traidores irracionales”. Por ello es tan importante defender los valores de la tolerancia hacia la multiculturalidad dado que, en las agitadas aguas en las que se halla inmersa la política internacional, si el proyecto de la Unión Europea fracasa, ello sería tanto como reconocer que “la creencia en los valores liberales de la libertad y la tolerancia no bastan para resolver los problemas culturales del mundo” y para unir a la humanidad ante los graves problemas globales que la amenazan en su conjunto y que reiteradamente recuerda Harari en su libro, cuales son el riesgo de guerra nuclear, el colapso ecológico y la disrupción tecnológica. Y ello sería un fracaso de enorme magnitud que, lamentablemente, todos sufriríamos.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 15 febrero 2021)

 

 

 

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