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Kiryat Hadassa: el blog de José Ramón Villanueva Herrero

ESTRATEGIA IMPERIAL

 

 

    Hay países que se consideran legitimados para imponer su visión y sus intereses en el ámbito de la geopolítica mundial. Este es el caso de los Estados Unidos (EE.UU.).

   La potencia norteamericana siempre se ha opuesto a la diplomacia multilateral abanderada por la ONU como forma razonable y civilizada de resolver los conflictos entre las naciones. Por ello, Washington ha defendido históricamente lo que ha dado en llamarse “estrategia imperial” en el ámbito de sus relaciones internacionales.

    La estrategia imperial fue la que aplicó Henry Kissinger, su máximo adalid, durante sus años como Secretario de Estado (1973-1977), período que coincidió con los mandatos de los presidentes Richard Nixon y Gerard Ford. La tesis central de Kissinger era que la diplomacia multilateral “sólo produce caos” en las relaciones internacionales, así como que “el respeto a la libre determinación” de los pueblos y la soberanía de los Estados no garantizan la paz”. Por ello, Kissinger defendía, como recordaba Jean Ziegler en su libro Hay que cambiar el mundo (2018), que “sólo una potencia con ámbito mundial [como es el caso de los EE.UU.] dispone de los medios materiales y la capacidad necesarios para intervenir rápidamente en cualquier lugar durante un período de crisis. Sólo ella es capaz de imponer la paz”. De este modo, los EE.UU. se arrogaban el papel de “gendarme” de la política internacional en defensa de sus propios intereses, aunque ello se maquillase, en múltiples ocasiones, como defensor de la democracia y de los derechos humanos.

    Las ideas de Kissinger han sido continuadas (y defendidas) por otros políticos como Hesse Helms, quien fuera presidente de la Comisión de Asuntos Exteriores del Senado norteamericano entre 1995-2001, el cual no tuvo reparo en señalar que, “los Estados Unidos deben dirigir el mundo llevando la llama moral, política y militar del derecho y de la fuerza, y servir de ejemplo a todos los demás pueblos”. En esta misma línea, se expresaba, igualmente, Thomas Friedman, que fue consejero especial de Madeleine Albright, la Secretaria de Estado norteamericana durante el mandato del presidente Bill Clinton, quien afirmaba con vanidosa rotundidad que, “para que la globalización funcione, América no debe tener miedo a actuar como la superpotencia invencible que es realmente […]. Sin un puño visible, la mano invisible del mercado nunca podrá funcionar”.

    La teoría de la estrategia imperial se encuentra profundamente enraizada en la conciencia americana, independientemente del partido (demócrata o republicano) que ocupe la Casa Blanca. De hecho, esta concepción sobre su supuesta supremacía y liderazgo mundial enlaza con la ideología “mesiánica” del llamado Manifest destiny, el “destino manifiesto” de los EE.UU., expresión ésta que apareció por primera vez en 1845 por parte de John O´Sullivan con motivo de la anexión de Texas a la Unión. El concepto de “destino manifiesto” significa que los EE.UU. tendrían “la misión divina de propagar la democracia y la civilización”, ya que Dios habría confiado, “de forma manifiesta” a los estadounidenses la particular misión de garantizar y, de ser necesario, restablecer, la paz y la justicia en la Tierra”. Ello ha hecho que, en cumplimiento de esta supuesta “misión divina”, los EE.UU. han actuado por su cuenta y riesgo, muchas veces de forma arbitraria y en contra de la deseable diplomacia multilateral, antes indicada, que caracteriza y es la seña de identidad de la ONU.

    Bajo ese “destino manifiesto”, la diplomacia imperial, en vez de ser un adalid de la democracia y los derechos humanos, ha impulsado guerras, ha apoyado a multitud de sanguinarias dictaduras, especialmente en América Latina. Estas son las razones por las cuales la teoría imperial de los EE.UU., que todavía rige amplios sectores y actuaciones de su política exterior, ha hecho que Washington se haya opuesto y nunca haya ratificado el Estatuto de Roma para la creación de la Corte Penal Internacional (CPI) porque, de haberlo hecho, tal y como ha señalado un intelectual tan socialmente comprometido como es Noam Chomsky, la mayor parte de los políticos y presidentes norteamericanos deberían haber sido juzgados, en aplicación de la legislación penal internacional, por haber cometidos crímenes contra la humanidad.

   A modo de conclusión, volviendo a citar a Jean Ziegler, que fue relator y vicepresidente del Comité Asesor de Derechos Humanos de la ONU, hay que señalar que “El juego diplomático de las clases dirigentes de EE.UU. es complejo. Pero, con independencia del partido político que esté en el poder en la Casa Blanca y en el Congreso, las élites dirigentes estadounidenses, en su mayor parte, creen profundamente en su Manifest destiny, en su misión providencial, en suma, en la teoría imperial”. Y ello sigue siendo un riesgo para la paz mundial dado que la capacidad de presión que tienen los EE.UU. para instrumentalizar las gestiones de la ONU en cuestiones conflictivas y, no digamos, cuando se comprueba cómo organizaciones internacionales de la importancia de la OTAN se hallan en gran mediad supeditadas a las decisiones e intereses geoestratégicos, que no providenciales, de Washington.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 1 diciembre 2023)

 

 

 

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