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Kiryat Hadassa: el blog de José Ramón Villanueva Herrero

Política-España

EL VOTO FEMENINO EN ESPAÑA

 

    El artículo 36 de la Constitución de la República Española, aprobada el 9 de diciembre de 1931, reconocía, por vez primera, el derecho al voto para la mujer. De este modo, las primeras elecciones generales en las cuales las españolas pudieron ejercer el derecho al sufragio fueron las del 19 de noviembre de 1933, fecha de la cual ahora se cumple el 90º aniversario. Pero para para lograrlo, el camino había sido largo y difícil.

 

Antecedentes históricos

 

La lucha por la emancipación de la mujer se remonta a los Estados Unidos, al llamado Manifiesto de Séneca Falls de 1848, documento considerado como el texto fundacional del feminismo como movimiento social y en el que se reclama, por vez primera, el derecho al voto femenino:

“La historia de la humanidad es la historia de las repetidas vejaciones y usurpaciones por parte del hombre con respecto a la mujer, y cuyo objeto directo es el establecimiento de una tiranía absoluta sobre ella […] El hombre nunca le ha permitido que ellas disfruten del derecho inalienable del voto. La ha obligado a unas leyes en cuya elaboración no tienen voz”.

El citado manifiesto, tuvo una influencia considerable en los nacientes movimientos feministas de la Europa occidental. De este modo, el entonces llamado “movimiento sufragista” arraigó en el Reino Unido y allí surgió la Sociedad Nacional para el Sufragio de las Mujeres (NUWSS) en 1897. Años después, el impulso cívico de las sufragistas británicas logró la aprobación de la Ley de Representación de los Pueblos (1918), la cual otorgaba el voto a las mujeres mayores de 30 años siempre y cuando tuviesen bienes en propiedad y, años después, la Ley de Representación de la Gente (1928), la cual extendía el derecho de voto a las mujeres mayores de 21 años.

En el ámbito del movimiento obrero, la exigencia del voto femenino será asumida por la Internacional Socialista de Mujeres en 1907 y, desde entonces, el tema del sufragio femenino pasará al primer plano de la agenda de los partidos políticos obreros y progresistas.

En el caso de España hay que señalar que, en 1874, durante la efímera existencia del Cantón republicano de Cartagena, se concedió el derecho al voto de la mujer y, durante la Dictadura de Primo de Rivera, el Estatuto Municipal de 8 de marzo de 1924, otorgó el derecho a voto a las mujeres de 25 años siempre y cuando fueran cabezas de familia.

Tras las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 y la posterior proclamación de la II República, se aprobó el Decreto de 8 de mayo de 1931 que concedía a las mujeres la capacidad de ser elegibles como diputadas, aunque todavía no tenían derecho al voto, esto es, el llamado “sufragio pasivo”. De este modo, en las elecciones constituyentes del 28 de junio de 1931, tan sólo tres mujeres salieron elegidas: Margarita Nelken por el PSOE, Victoria Kent, por el Partido Republicano Radical-Socialista (PRRS) y Clara Campoamor, por el Partido Republicano Radical (PRR). Estas dos últimas tuvieron un importante protagonismo en los debates parlamentarios en los que se aprobó el sufragio activo para la mujer.

 

Los debates

 

El 1 de octubre de 1931, bajo la presidencia de Julián Besteiro, la Comisión Constitucional inició la discusión lo artículo 36. La prensa de la época se hizo eco de cómo el tema suscitó “apasionados debates en la Comisión y en los pasillos” del Congreso de los Diputados. Además, como señalaba Julián Mora Olivera, en su trabajo El voto femenino en la Segunda República, el debate parlamentario “estuvo plagado de controversias entre los diferentes grupos políticos”, pero si alguien tuvo un protagonismo especial en los mismos fue Clara Campoamor, abogada y diputada por el lerrouxista PRR, la cual “destacó como estandarte de la lucha por el reconocimiento de voto a las mujeres”, ideal por el cual libró “una denodada lucha parlamentaria”.

Clara Campoamor defendía el principio teórico de la igualdad, enfrentándose por ello a su propio partido, el PRR, y de gran parte de los demás grupos republicanos, recelosos de conceder el voto a la mujer por la supuesta influencia que sobre ella tenían tanto la Iglesia como los grupos políticos de derechas. En cambio, Campoamor insistió con tenacidad en sus argumentos: “los sexos son iguales, lo son por naturaleza, por derecho y por intelecto”. El derecho al voto femenino era para ella un derecho natural y no una “concesión” del derecho positivo.

Clara Campoamor contó con el apoyo del PSOE el cual, por medio de su diputado Manuel Cordero, lanzó un firme alegato a favor de la dignidad y la capacidad política de la mujer española señalando que “nosotros [los socialistas] decimos: a trabajo igual, salario igual, a deberes iguales, derechos iguales”. De este modo, Cordero, defendía el sufragio femenino desde una perspectiva iusnaturalista, al igual que Campoamor, como un derecho y no como una concesión graciosamente otorgada.

Otros diputados se manifestaron a favor, incluso rompiendo la disciplina de su partido, como Roberto Castrovido, de Acción Republicana (AR), que reprochó a su partido y al PRR “su falta de radicalismo en esta materia” a la vez que señalaba que la mujer “no saldrá de la Iglesia hasta que vaya al Parlamento”, al igual que Álvaro de Albornoz (PRRS), para quien la concesión del voto femenino era necesaria por tratarse de “un buen principio democrático”.

También se expresaron a favor del voto femenino los nacionalistas catalanes: Lluìs Companys, entonces diputado por Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), señaló que “el voto de la mujer no perjudicará, sino que será un extraordinario refuerzo para la República Española”. Lo mismo hizo Manuel Carrasco Formiguera, futuro dirigente de Unió Democrática de Catalunya (UDC) o el excomandante y diputado Ramón Franco, hermano del futuro dictador, entonces integrado en el grupo parlamentario de ERC, que consideraba este tema “una obra de justicia” dado que la mujer “coadyuvó al advenimiento de la República”, señalando, además, su convencimiento de que “el sentimiento pacifista en el mundo llegará a ser una realidad cuando en todas las naciones tengan voto las mujeres”. En la misma línea se pronunció también Laureano Gómez Paratcha, de la Federación Republicana Gallega. Por último, entre el grupo de diputados integrantes de la Agrupación al Servicio de la República (ASR) también mostraron su apoyo figuras tan relevantes como José Ortega y Gasset.

Durante estos debates se posicionaron en contra del voto femenino buena parte de los diputados de los partidos republicanos y varios grupos de derechas. Todos defendieron sus posturas con un mismo y negativo argumento: que la mujer votaría a la República, según los grupos de derechas, y que votaría a la derecha católica influenciada por la Iglesia, según los partidos republicanos.

Por lo que se refiere a la posición de los grupos republicanos (PRR, PRRS, AR), todos ellos consideraron que, de conceder el voto a la mujer, la República estaba en riesgo de sufrir una grave involución derechista. Estos recelos los exponían el diputado Álvarez Buylla (PRR) al señalar que “el voto de las mujeres es un elemento peligrosísimo para la República” dado que ellas “no se han separado de la influencia de la sacristía y el confesionario”. Apoya su argumentación en el hecho de que, en pleno debate parlamentario, se entregaron en el Congreso de los Diputados más de un millón de firmas de mujeres solicitando proteger a las instituciones religiosas. Es por ello que el diputado José Antonio Balbotín (PRRS) solicitó el aplazamiento del ejercicio del sufragio alegando que “las mujeres españolas están sometidas al clero, a la influencia clerical” y que, de poder votar, “sobrevenga una reacción de tipo clerical, monárquico o reaccionaria”. Por su parte, Santiago Alba (PRR) califica el sufragio femenino como “una concesión peligrosa” que podría “atentar contra la estabilidad de la República” dado que consideraba que las mujeres, “en su gran mayoría”, son de derechas, a la vez que recuerda que, en Inglaterra, éstas han dado sus votos al Partido Conservador y “han terminado con el histórico partido liberal”, mientras que, Francia, “a pesar de su democracia, no se atreve a dar el voto a las mujeres”.

Pero si alguien generó polémica por su rechazo al voto femenino, fue la diputada Victoria Kent (PRRS). Según ella, debía aplazarse su concesión alegando que, “la mujer necesita encariñarse con un ideal, convivir unos años con la República, para conocer los beneficios que reporta”. Además, advertía de que “no se puede juzgar a las mujeres por unas cuantas muchachas universitarias y por las mujeres obreras”, en las que había arraigado el ideal feminista, mientras que, en contraste, el conjunto de las mujeres “no tienen fervor por la República y es peligroso concederles en voto”. En consecuencia, Victoria Kent pensaba que este tema, no era una cuestión de “capacidad”, sino de “oportunidad” y, entre poner determinados requisitos que condicionaran el derecho al voto a las mujeres y aplazarlo para más adelante, optaba por el aplazamiento.

Acto seguido, se produjo un encendido debate entre Victoria Kent y Clara Campoamor, ampliamente reflejado en la prensa de la época, que se hizo eco del “cuerpo a cuerpo entre las señoritas parlamentarias”. De este modo, Clara Campoamor rebatió las argumentaciones de Victoria Kent alegando que era un grave error “negar el voto a más de la mitad de la humanidad”, a la vez que afirmó que “las mujeres esperan de la República su salvación y que concederles el voto es ayudar a la consolidación de la República”. En cuanto a la supuesta falta de cultura de las mujeres, Campoamor, basándose en el estudio del pedagogo Lorenzo Luzuriaga acerca del analfabetismo en España, demostró que el nivel cultural de la mujer era superior a lo que suponían los partidarios de no concederle el derecho al voto.

También surgieron en los debates propuestas intermedias como la del diputado Peñalver quien, al igual que Victoria Kent, plantea que el derecho de sufragio femenino fuera efectivo más adelante, en las primeras elecciones municipales que se celebraran durante el período republicano, pero no en las generales. Otra propuesta restrictiva fue la del diputado federal Barriobero el cual sugiere que solamente se concediera el derecho al voto a las mujeres solteras, viudas o divorciadas.

Otro de los temas polémicos fue el de fijar la edad mínima para ejercer el derecho de sufragio. Aunque Juan Simeón Vidarte, en nombre del PSOE pretendía rebajarla a los 21 años, al igual que ocurría en países como Irlanda, Polonia, Cuba, Chile o los Estados Unidos, finalmente la Comisión aprobó que fuera a los 23 años, dado que como señalaba el diputado Ricardo Samper (PRR), la edad de los 20 a los 23 años era “peligrosa” y, según él, necesitaba “tutela paternal”.

 

La votación

 

El artículo 36 se votó en las Cortes el día 1 de octubre de 1931. Ese mismo día, y previo a la votación, “una numerosa comisión de señoras y señoritas”, pertenecientes a la Asociación Nacional de Mujeres, acudió al Congreso de los Diputados y se reunió con Julián Besteiro, su presidente. Posteriormente, recorrieron los pasillos del Parlamento repartiendo a diputados y periodistas unas cuartillas con el siguiente texto:

“Señores diputados:

No manchen ustedes la Constitución estableciendo en ella privilegio. Queremos igualdad en los derechos electorales.

¡Viva la República!”.

A la hora de la votación, el sufragio femenino se aprobó con 161 votos a favor, 121 en contra y 188 abstenciones, resultado que fue aplaudido desde la tribuna por algunas mujeres. Los votos que apoyaron el artículo 34 de la Constitución de la República Española fueron los de los diputados del PSOE (excepción hecha de Indalecio Prieto y sus partidarios), diversos republicanos disidentes del PRRS, del PRR (entre ellos, Clara Campoamor), los nacionalistas vascos del PNV y los catalanes de ERC, así como otros diputados federalistas, progresistas, galleguistas, parte de la minoría de la derecha, como José María Gil Robles, y diputados de la Comunión Tradicionalista como el canónigo Gómez Rojí. En contra se pronunciaron los partidos republicanos por las razones anteriormente expuestas (AR, PRR y PRRS), así como el ya indicado sector prietista del PSOE.

A modo de conclusión, y al margen de análisis fatalistas o interesados en torno al logro de tan importante conquista de derechos políticos, la aprobación del voto femenino en los debates de las Cortes Constituyentes de 1931, como señalaba Julián Mora Olivera, se debió, en gran medida, al trabajo y al esfuerzo de Clara Campoamor, el cual “fue sin lugar a dudas imprescindible y crucial para alcanzar dicho objetivo” y, por ello, merece su memoria un reconocimiento de gratitud permanente.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 19 noviembre 2023)

 

 

DOS MODELOS SOCIALES CONFRONTADOS

 

Lo sucedido en las elecciones municipales y autonómicas del pasado 28 de abril, donde un tsunami de las fuerzas de la derecha y la extrema derecha ha barrido de forma inapelable a las diversas y divididas candidaturas progresistas, no es ajeno a un fenómeno que ocurre en diversos países de nuestro entorno. Y es que, el tema de fondo que subyace, es la confrontación política entre dos modelos sociales: el progresista, que defiende el Estado de Bienestar inspirado por las políticas de signo socialdemócrata, y el conservador y ultraliberal que sacraliza la libertad de mercado y la desigualdad social por encima de las políticas redistributivas y de los derechos cívicos.

Son estos malos tiempos para la izquierda en los cuales la implantación del supuesto dogma neoliberal, enarbolado por las derechas de distinto signo, parece imparable, como lo son sus nefastos efectos sociales. De nada ha valido la buena gestión del Gobierno de coalición progresista que ha sido incapaz de rentabilizar electoralmente sus innegables éxitos en políticas sociales y económicas en una difícil coyuntura, agravada, además por la pandemia y la guerra en Ucrania, lo cual no ha impedido esta derrota de dimensiones históricas para las izquierdas, pues, aunque no debía ser así, resulta indudable que, en estos comicios, la ciudadanía ha votado en clave de política nacional: unos, contra el llamado “sanchismo”, otros, a favor de preservar las candidaturas plurales progresistas.

Así las cosas, con el horizonte de unos nuevos comicios previstos para el 23 de julio, como en su día señaló el politólogo Emir Sader, en estos tiempos en que la izquierda europea se debilita al mismo tiempo que se fortalece el amenazante entente entre la derecha y la extrema derecha, el desafío sigue siendo la construcción de nuevas alternativas políticas, de lograr la convergencia de los movimientos sociales y de las fuerzas de izquierda como respuesta (y freno) a las políticas neoliberales y antisociales que pretenden aplicar las derechas triunfantes, máxime si logran, también, la victoria en las inminentes elecciones generales: por ello, Emir Sader reclamaba “convertir la fuerza acumulada en la resistencia en fuerza política”.

La necesidad de una alternativa política y socialmente progresista tiene un nombre: Movimiento Sumar, una alternativa que ponga su énfasis en la defensa a ultranza de las políticas sociales, que recupere el papel del Estado en un mundo globalizado, que respete la diversidad territorial de nuestra España como Estado plurinacional. Además, el Movimiento Sumar tiene que estar siempre vigilante para que el PSOE, su aliado natural, no se escore políticamente hacia el centro, pues, como decía Oskar Lafontaine, cuando se renuncia (o se olvidan) los principios y las políticas clásicos de la socialdemocracia, el centro, siempre está a la derecha. Es por ello que, en estos momentos, es más necesario que nunca revalidar (y reforzar) un nuevo Gobierno de coalición progresista que sirva de dique frente a las políticas ultraliberales y reaccionarias que, enarboladas no sólo por el PP y Vox, sino también por los medios de comunicación que les son afines y les alientan, y que pueden socavar los cimientos de nuestro Estado de Bienestar e, incluso, de nuestra sociedad democrática. Ante estos riesgos, el politólogo Sami Naïr alude a un proceso de “americanización” de la sociedad, caracterizada por la privatización de los servicios públicos y la reducción de los derechos laborales, todo lo cual genera grandes bolsas de pobreza en las sociedades occidentales.

La situación es difícil. El ánimo mermado, pero el reto es inaplazable para garantizar la tolerancia a la diversidad y poner fin a la creciente crispación que está arraigando en nuestra sociedad. Esa es la dura realidad del momento presente pues, como ya dijo Babeuf en 1795, “la verdad debe aparecer siempre clara y desnuda”. Pero para evitar esta involución que nos amenaza, el compromiso cívico de la ciudadanía consciente resulta esencial.

El tristemente desaparecido Tony Judt, uno de los mayores pensadores contemporáneos, historiador y ensayista, nos advertía con total lucidez en su libro Algo va mal (2010), de los riesgos del neoliberalismo, a la vez que rechazaba con firmeza los principales postulados en que éste se sustenta, tales como su admiración acrítica por los mercados no regulados, el desprecio por el sector público y la ilusión en un crecimiento económico infinito. A su vez, Judt, apasionado defensor de los valores colectivos y del compromiso político, elementos esenciales para hacer frente al neoliberalismo insolidario, analizaba el riesgo que, sobre todo en tiempos de crisis, supone para la sociedad civil la desconfianza, el desinterés y la apatía ciudadana, todo lo cual favorecen el furioso avance de los postulados neoliberales que, de no frenarlos, camino llevan de convertirse en el pensamiento dominante. Por ello, Antonio Muñoz Molina destacaba que la obra de Judt supone para los ciudadanos comprometidos “un valeroso manifiesto: una declaración de principios progresistas, una vindicación de la legitimidad de lo público y de lo universal como valores de la izquierda”. Y es verdad.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 5 junio 2023)

 

 

 

AQUELLA MONARQUÍA FRANQUISTA

AQUELLA MONARQUÍA FRANQUISTA

 

1.- EL ORIGEN: LA LEY DE SUCESIÓN A LA JEFATURA DEL ESTADO (1947)

 

     El 7 de junio de 1947 las Cortes del régimen franquista aprobaron la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado mediante la cual el dictador establecía que, España se convertía en reino y que, tras su mandato vitalicio, le sucedería un rey sometido a los principios y leyes fundamentales del régimen franquista.

     Previamente, dicha Ley, una vez aprobada por las Cortes de la dictadura, fue sometido a un referéndum el 6 de julio de 1947 y se desarrolló en un contexto desprovisto de garantías, en el cual fue acallada cualquier voz disidente frente a la campaña propagandística del “sí”, y se coaccionó a los votantes mediante la exigencia de certificados de voto a los trabajadores en empresas y el sellado de las cartillas de racionamiento. Como era previsible, el referéndum refrendó la Ley de Sucesión con unas cifras “oficiales” que pretendían demostrar el abrumador respaldo con que contaba el régimen, todo lo contrario, a la realidad y en un año en el cual la actividad de la guerrilla antifranquista, también en Aragón, resultó especialmente relevante. Pese a ello, los datos ofrecidos por el régimen fueron tan propagandísticos como triunfalistas y fueron los siguientes:

 

RESULTADOS REFERENDUM (6 julio 1947)[1]

ELECCIÓN

VOTOS

%

votantes registrados / participación

17.178.812

88,6 %

abstención

1.959.249

11,40 %

votos afirmativos

14.145.163

93,0 %

votos negativos

722.656

4,7 %

votos en blanco

351.744

2,3 %

total participación

15.219.563

100 %

 

     Como vemos, de un censo de 17.178.812, votaron 15.219.5636 españoles y, de ellos, 14.145.163 lo hicieron de forma afirmativa, lo cual suponía el 93% de los votos emitidos y en cambio, se contabilizaron 722.656 papeletas que rechazaron con su valiente “NO” su oposición a la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado, mediante la cual se pretendía dar continuidad al régimen tras la desaparición física del general superlativo.

     Un breve repaso al contenido de esta Ley, publicada en el Boletín Oficial del Estado del 27 de julio de 1947, nos perfila las características de aquella monarquía franquista que se pretendía imponer por parte de la dictadura, al margen de la auténtica voluntad democrática de los españoles y que, lógicamente, estaría en vigor hasta que fue derogada por la Constitución de 1978. Veamos el contenido literal de algunos de sus artículos más esenciales:

Artículo 1º: “España, como unidad política, es un Estado católico, social y representativo, que, de acuerdo con su tradición, se declara constituido en Reino”.

     No obstante, hay que tener presente que el régimen no era partidario de restaurar la monarquía en la figura de su sucesor dinástico legítimo, esto es, entronizando a Don Juan de Borbón, el Conde de Barcelona, enfrentado al franquismo desde que éste, mediante el Manifiesto de Lausana de 15 de marzo de 1945 proclamase su voluntad de establecer en España una monarquía constitucional y de talante liberal, algo que resultaba, obviamente, inadmisible por el franquismo. Es por ello que se planteaba la restauración en un futuro de la monarquía en España, aunque, como se señalaba en artículos posteriores, se reconocía a Franco como Jefe de Estado vitalicio (o hasta su renuncia), teniendo éste la facultad de elegir sucesor, rey o regente, y establecer formalmente de nuevo el Reino de España. De hecho, años después, la Ley de Principios de Movimiento Nacional de 17 de mayo de 1958, hacía mención, en su Principio VII, a la recuperación de la monarquía como forma de gobierno al indicar que,

“su forma política [de España] es, dentro de los principios inmutables del Movimiento Nacional y de cuanto determinan la Ley de Sucesión y demás Leyes fundamentales, la Monarquía tradicional, católica, social y representativa”.

Artículo 2º: “La Jefatura del Estado corresponde al Caudillo de España y de la Cruzada, Generalísimo de los Ejércitos don Francisco Franco Bahamonde”.

     Como vemos, el régimen siempre consideró como base de su “legitimidad” su victoria por las armas frente a la legitimidad republicana durante la Guerra de España de 1936-1939.

Artículo 9º: “Para ejercer la Jefatura del Estado como Rey o como Regente se requerirá ser varón y español, haber cumplido la edad de treinta años, profesar la religión católica, poseer las cualidades necesarias para el desempeño de su alta misión y jurar las Leyes fundamentales, así como lealtad a los principios que informan el Movimiento Nacional”.

    Evidentemente, la elección del futuro rey, con los requisitos antes indicados, correspondía, exclusivamente, a la voluntad de Franco, como así fue.

 

2.- LA DESIGNACIÓN DEL PRINCIPE JUAN CARLOS DE BORBÓN.

 

    El general Franco mantuvo aquella monarquía sin rey hasta que, en 1969, 23 después de aprobada la Ley de Sucesión, designó a Juan Carlos de Borbón como sucesor en la Jefatura del Estado a título de Rey. Tal y como se recogía en la Ley 62/1969, de 22 de julio, por la que se provee lo concerniente a la sucesión en la Jefatura del Estado[2].

     La decisión de Franco, como señalaba Paul Preston, tenía por objeto por parte del dictador el establecimiento de una monarquía autoritaria tras su muerte, evitando los derechos dinásticos de Don Juan de Borbón, razón por la cual optó por el hijo de éste, por el príncipe Juan Carlos. Pero la decisión de Franco venía de lejos: recordemos que, en el año 1948, en una reunión celebrada entre Franco y Don Juan a bordo del yate Azor en la bahía de San Sebastián, tal y como señala Robert Álvarez, y “allí acordaron que Juan Carlos se educaría en España y recibiría formación militar en los tres Ejércitos”. A partir de este momento, el régimen fue formando al futro rey dentro de los principios de Movimiento Nacional y de la adhesión al dictador.

 

3.- LA VOTACIÓN.

 

     El 23 de julio de 1969, en una solemne sesión de las Cortes franquistas, el general propuso a los 519 procuradores que las componían, su intención de designar como sucesor al príncipe Juan Carlos de Borbón y Borbón, en aplicación de lo dispuesto en la Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado de 1947. Esta decisión del dictador suponía el descarte definitivo de las aspiraciones al trono de los demás candidatos que tenían pretensiones al mismo, como eran:

- Don Juan de Borbón Battenberg, conde de Barcelona y padre del príncipe Juan Carlos.

- Alfonso de Borbón Dampierre, próximo ideológica y familiarmente al régimen, dado que estaba casado con Carmen Martínez-Bordíu, nieta del dictador. También era el candidato al trono de Francia por la rama legitimista de los Anjou.

- Carlos Hugo de Borbón, candidato de la rama carlista renovada, con planteamientos socialistas y federalizantes.

    La decisión de Franco generó opiniones encontradas entre los procuradores que debían votarla en las Cortes del régimen. De este modo, los que representaban al sector falangista, siendo como eran seguidores del pensamiento de José Antonio Primo de Rivera, ideológicamente eran abiertamente antimonárquicos y defensores de una República sindical a la muerte de Franco, entre ellos, Jesús Suevos Fernández y el general Alfonso García Valdecasas (cofundador de Falange Española), votaron todos en bloque de forma afirmativa para evidenciar así su lealtad al “Caudillo”. También votaron a favor del designio del dictador otros destacados procuradores como Juan Antonio Samaranch, Gregorio Marañón o los periodistas del Jaime Campmany o Emilio Romero. Por el contrario, fueron precisamente los procuradores de filiación monárquica afines a Don Juan de Borbón los que votaron en contra, como así lo hicieron figuras del peso de Torcuato Luca de Tena, director del diario ABC, el general Rafael García Valiño y, también, Manuel Pizarro Indart[3], procurador por la provincia de Teruel, hijo del tristemente célebre general represor Manuel Pizarro Cenjor y padre del político Manuel Pizarro Moreno.

    Por todo lo dicho, el resultado final de la votación en Cortes fue el siguiente:

 

Votación en Cortes de Juan Carlos de Borbón

como sucesor de Franco a título de rey

23 julio 1969

Votos a favor

491

Votos en contra

19

Abstenciones

9

 

     Esta votación, como señala J.F. Lamata[4], esta votación supuso la derrota de las expectativas de los falangistas puros, que tuvieron que renunciar a su ensoñación de instaurar una República sindical de corte fascista, y, también, de los monárquicos juanistas, que defendían una monarquía parlamentaria según el modelo de los países nórdicos. En cambio, los vencedores, fueron los encuadrados en el emergente sector de los llamados “franquistas aperturistas” afines a posiciones demo-cristianas y a los liberales del Opus Dei.

     Por su parte, como sucedió en los días posteriores, toda la prensa tolerada por el régimen apoyó la designación de Franco nombrando su sucesor al príncipe Juan Carlos y, consiguientemente, se congratuló del resultado de la votación que así lo avalaba. Sólo hubo una excepción: la oposición pública manifestada por el diario ABC que siempre dejó claro su posición y apoyo a la figura y a los derechos dinásticos de Don Juan de Borbón.

 

4.- EL JURAMENTO.

 

    Así las cosas, el 23 de julio de 1969, el príncipe Juan Carlos, al aceptar la designación de sucesor a título de rey de la Jefatura del Estado, tuvo que jurar los principios del Movimiento Nacional. La anteriormente citada Ley 62/1969, en su Artículo segundo III, indicaba cómo debía de realizarse el juramento del sucesor, pleno de ideología reaccionaria y fascista, además de una descarada instrumentalización de la religión como elemento legitimador del régimen. Su lectura, es reveladora:

“La fórmula del juramento será la siguiente:

“En nombre de Dios y sobre los Santos Evangelios,

¿juráis lealtad a Su Excelencia el Jefe del Estado y fidelidad a los Principios del Movimiento Nacional y demás Leyes Fundamentales del Reino?

El designado sucesor responderá:

“Si, juro lealtad a Su Excelencia el Jefe del Estado y fidelidad a los principios del Movimiento Nacional, y demás Leyes Fundamentales del Reino”.

Y el Presidente de las Cortes contestará: “Si así lo hiciereis que Dios os lo premie y si no, os lo demande”.

   Y así lo hizo el príncipe Juan Carlos de Borbón cuando aquel 23 de julio de 1969 le tomó juramento Antonio Iturmendi Bañales, el entonces Presidente de las Cortes franquistas.

 

5.- EL DISCURSO.

 

   Tras el juramento, Juan Carlos de Borbón pronunció un discurso pleno de resonancias de adhesión y sintonía con el régimen, cuyo contenido es bueno recordar en detalle. En primer lugar, ratificó su juramento y su lealtad a Franco y a los Principios del Movimiento Nacional, señalado que era “plenamente conscientes de la responsabilidad que asumo”.

    Sus primeras palabras fueron para reconocer la “legitimidad” del régimen surgido del golpe de Estado del 18 de julio y de la victoria militar franquista en la Guerra de España de 1936-1939:

“Quiero expresar en primer lugar, que recibo de Su Excelencia el Jefe del Estado y Generalísimo Franco la legitimidad política surgida del 18 de julio de 1936, en medio de tantos sacrificios, de tantos sufrimientos tristes, pero necesarios, para que nuestra patria encauzase de nuevo su destino”.

    Seguidamente, el ya nominado como Su alteza Real D. Juan Carlos de Borbón, se deshizo en elogios a la llamada “Paz de Franco”, lograda tras la victoria cainita sobre la otra mitad de los españoles y regida férreamente por la dictadura. De este modo, tras aludir a que España, bajo el mando de Franco ha recorrido un “importantísimo camino” y a “los grandes progresos que en todos los órdenes se han realizado”, añade, todo un edulcorado servilismo hacia la figura del dictador, ya que,

“El haber encontrado el camino auténtico y el marcar la clara dirección de nuestro porvenir son la obra del hombre excepcional que España ha tenido la inmensa fortuna de que haya sido, y siga siendo por muchos años[5], el rector de nuestra política”.

    Dicho esto, y tras recordar  que él, tras ser designado como sucesor del dictador, estaba vinculado “por línea directa” con la Casa Real española, obviando de forma deliberada los derechos legítimos al trono que correspondían a Don Juan de Borbón, su padre, del cual estuvo por este motivo distanciado durante años, manifestó sus deseos de “servir a mi país” así como querer “para nuestro pueblo”, lograr “progreso, desarrollo, unidad, justicia, libertad y grandeza, y esto sólo es posible, si se mantiene la paz interior”.

    Por otro lado, el príncipe heredero apunta algunas ideas sobre su visión política, basada en la “concepción cristiana de la vida” y en “la dignidad de la persona humana como portadora de valores eternos”, expresión ésta última que suponía una innegable mención al pensamiento falangista de José Antonio Primo de Rivera y, por ello, puntal ideológico del régimen.

   También hallamos en el discurso una mención a su intento de estar cercano a la juventud, la cual, pese a su rebeldía “que a tantos preocupa”, debido a su militancia antifranquista en amplios sectores de la misma, y, advirtiendo de que, al margen de “sueños irrealizables”, que podemos imaginar cuáles eran, y el primero de ellos, el de acabar con la dictadura, no por ello deja de reconocer que esas nuevas generaciones de jóvenes españoles tienen “la noble aspiración de los mejor para el pueblo”, por lo que manifiesta tener confianza y fe  “en los destinos de nuestra patria”.

     No podía faltar en el discurso de un aspirante al trono de España una defensa de la monarquía como forma de gobierno que, según él, resultaba idónea dado que “puede y debe ser un instrumento eficaz como sistema político si sable mantener un justo y verdadero equilibrio de poderes y se arrraiga en la vida auténtica del pueblo español”. Recordando esta apología cerrada de la monarquía que en aquel lejano 23 de julio de 1969 hizo en entonces príncipe Juan Carlos, es bueno que éste la traicionó dos veces: la primera, ante la dictadura franquista, a la cual había jurado fidelidad tanto a Franco como a los Principios Fundamentales del régimen[6], y la segunda, una vez recuperada la legalidad democrática tras la aprobación de la Constitución de 1978, por sus constantes y sonados casos de falta de ética y ejemplaridad que exige la figura institucional del Rey de España y que, con sus actuaciones, tanto desacreditó, antes y después de su abdicación al trono en el año 2014.

     Otro elemento destacable es la legitimación que hace el príncipe Juan Carlos de las Cortes Orgánicas del franquismo ante las cuales había prestado juramento, las cuales se arrogaban la representatividad del pueblo español a pesar del nulo carácter democrático de las mismas y a las que, sin embargo define el heredero al trono como “representación de nuestro pueblo y herederas del mejor espíritu de participación popular en el Gobierno” y a la vez que señala su deseo de que “El juramento solemne ante vosotros de cumplir fielmente con mis deberes constitucionales [¡!] es cuanto puedo hacer en esta hora de la historia de España”.

    El discurso concluye con una exhortación directa del príncipe ante el anciano general al cual se dirige como “Mi General” y al cual le dice que se ha “comprometido a hacer del cumplimiento del deber una exigencia imperativa de conciencia” y, por ello, a pesar de los “grandes sacrificios” que ello le pueda suponer, señala que “Estoy seguro que mi pulso no temblará para hacer cuanto fuere preciso en defensa de los principios y Leyes que acabo de jurar”.

    La frase final del discurso alude a una petición “a Dios su ayuda”, y con convicción, añade, que “no dudo que Él nos la concederá si, como estoy seguro, con nuestra conducta y nuestro trabajo nos hacemos merecedores a ella”

 

6.- EPÍLOGO.

 

    El 20 de noviembre de 1975 moría el general Francisco Franco y, en aplicación de las disposiciones sucesorias, dos días después, el 22 de noviembre, fue proclamado por las Cortes franquistas Juan Carlos I como rey de España. A partir de este momento, se iniciaba el período de la Transición democrática que, tras la aprobación de la Ley 1/1977, de 4 de enero, para la reforma política, permitió la eliminación de las estructuras de la dictadura franquista desde el punto de vista jurídico, la disolución de las Cortes franquistas, y la convocatoria de elecciones democráticas. Este proceso de transición, con sus luces y sus sombras, culminó con la aprobación de la Constitución democrática de 1978.

   Aquella monarquía franquista, heredada de la dictadura, se reconvirtió, tras la aprobación por medio del referéndum constitucional del 6 de diciembre de 1978, en una monarquía democrática homologable con las existentes en otros países de nuestro entorno europeo. No obstante, como recordaba Eloy Fernández-Clemente, “la propia monarquía fue una herencia impuesta en un referéndum de nula validez pues fue imposible defender en público el no o la abstención”[7].

    Varias décadas después, tras sonados errores y delitos de Juan Carlos I, el monarca emérico, el futuro de la monarquía en España resulta tan incierto como cuestionado por buena parte de la ciudadanía. Consiguientemente, resulta cada vez más evidente que la calidad de la democracia en España requiere que la exigencia de un referéndum sobre la forma de Estado, la elección entre el mantenimiento del modelo monárquico constitucional, o de la alternativa republicana, resulta cada vez más evidente y necesario. El tiempo dirá si existe el suficiente coraje político en los partidos representativos para asumir ese reto, esa demanda ciudadana y, sin duda, muchos de nosotros, no dudaremos en votar por la opción de una República Federal, plenamente democrática y que reconozca la realidad plurinacional de España.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en; Nueva Tribuna, 15 junio 2022)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 



[1] Fuente: NOBLEN, Dieter; STÖVER, Philip (2010). Elections in Europe: A Data Handbook. Baden-Baden: Nomos. p. 1823

[2] La Ley 62/1969, fue publicada en el Boletín Oficial del Estado nº 175, de 23 de julio de 1969.

[3] Digamos igualmente que, posteriormente, Manuel Pizarro Indart fue también Presidente de la Hermandad de la División Azul de Teruel.

[4] Vid.: https://lahemerotecadelbuitre.com/piezas/franco-designa-a-don-juan-carlos-de-borbon-como-sucesor-en-la-jefatura-del-estado-a-titulo-de-rey/#.Yj15YufMJnK

[5] Recordemos que, en este momento, Franco contaba ya con 77 años de edad.

[6] En este sentido, también cometió perjurio el mismo general Francisco Franco que, tras jurar lealtad a la República, se sublevó en armas contra ella y puso fin de forma sangrienta a la experiencia democrática que supuso la Segunda República española en la historia contemporánea de España.

[7] Vid. FERNÁNDEZ-CLEMENTE, Eloy, en La España que fuimos, p. 19

 

 

DOS DICTADORES EN HENDAYA

DOS DICTADORES EN HENDAYA

 

     El 23 de octubre de 1940 el tren blindado de Hitler llegó a la estación francesa de Hendaya para reunirse con el general Franco y negociar la entrada de España en la II Guerra Mundial al lado de las potencias fascistas del Eje. Del encuentro de Hendaya se han dado visiones contrapuestas que han perdurado hasta nuestros días.

   Franco ambicionaba lograr un “imperio” para España uniéndose a la estela vencedora de la Alemania nazi que, tras derrotar a Polonia, Noruega, Dinamarca, Bélgica, Holanda, Luxemburgo y Francia, había hecho de Hitler el amo de Europa. Este sueño imperial, recogido en el libro Reivindicaciones de España de José María de Areilza, pretendía recuperar Gibraltar y la Cataluña francesa, así como anexionarse amplios territorios en el norte de África, todo ello sin un excesivo esfuerzo militar tras la esperada victoria del Eje. Pero, derrotadas las potencias fascistas al final de la II Guerra Mundial, el encuentro de Hendaya fue interpretado por el franquismo como “uno de los grandes logros de Franco al evitar que España entrara en la guerra” al exigirle a Hitler unas compensaciones territoriales y económicas excesivas y Luis Suárez, en su obra Franco y el III Reich. Las relaciones de España con la Alemania de Hitler, nos presenta a un Franco capaz de oponerse a las exigencias y presiones de Hitler para embarcar a España en la guerra, aún a cambio de promesas de concesiones territoriales.

    Esta visión, exaltadora del papel de Franco en Hendaya, se ha ido desmoronando con el paso del tiempo, y Paul Preston, en su trabajo Franco y Hitler. El mito de Hendaya, señala que Hitler no quería que España entrara en la guerra de inmediato, pues tenía otras prioridades como la de lograr la cooperación de la Francia de Vichy en su lucha contra Gran Bretaña, lo cual vetaba la posibilidad de acceder a las demandas territoriales planteadas por el franquismo. La actitud de Hitler en Hendaya se debió a  los informes que recibió del Reichführer de la SS Heinrich Himmler tras su visita a España para comprobar sobre el terreno la aportación que la España franquista podía prestar a la causa hitleriana. Según Ramón Garriga, en su obra La España de Franco, Himmler “se marchó de España con una idea pesimista dado la situación caótica en la que se encontraba la economía nacional y la gravedad del problema derivado de la guerra civil”, razón por la cual “no podía informar favorablemente a Hitler” y ello “pesó en el ánimo” del dictador alemán, al igual que lo hicieron las opiniones contrarias de otros mandos de la Wehrmacht. Así, como señala Paul Preston, Hitler llegó a declarar que la aportación de la España franquista “costaría más de lo que vale” y, por ello, no supondría una ventaja para los intereses del Eje. En consecuencia, en Hendaya no hubo ninguna presión directa para forzar a Franco para entrar en la guerra y Ludger Mees afirmaba que en Hendaya “Franco no convenció a Hitler de que España debía de abstenerse de entrar en la II Guerra Mundial”, sino que “fue el Führer quien creyó que su colaboración podía ser un lastre”. Se diluye así el mito construido por los apologistas del franquismo sobre la “astucia” y “hábil prudencia del Caudillo” que le permitió resistir las “presiones” de Hitler, evitando así la catástrofe que hubiera supuesto el embarcar a España, recién salida de una guerra fratricida, en una nueva contienda bélica. Este mito, pese a las evidencias históricas, continúa vivo entre los nostálgicos de la dictadura franquista.

    La realidad de los hechos fue bien distinta: Franco, además de soportar los bostezos de Hitler cuando le relataba sus tiempos y experiencia militar en Marruecos, dejó patente su servilismo ante el dictador alemán desde el mismo momento de su saludo inicial en el andén de la estación cuando le dijo balbuceando “Soy feliz de verle, Führer”. En la despedida, según relata César Vidal, Franco aferró con sus dos manos la que le tendía Hitler y le dijo: “A pesar de cuanto he dicho, si llegara un día en que Alemania de verdad me necesitara, me tendría incondicionalmente a su lado y sin ninguna exigencia”, una frase reveladora y que, sin embargo, parece ser que no se le tradujo a Hitler. Acto seguido, César Vidal añade una anécdota significativa sobre la “firmeza” de Franco en Hendaya, el cual, “quizá en un último intento de causar buena impresión a los alemanes, se quedó de pie en la plataforma del vagón, cuadrado militarmente, con la portezuela abierta y saludando a Hitler. Y a punto estuvo de caer cuando arrancó el tren de no haberlo sujetado el general Moscardó, el Jefe de su Casa Militar”. Franco no cayó del tren, como tampoco lo hizo su dictadura tras la derrota de las potencias fascistas al final de la II Guerra Mundial, hecho imputable, en gran parte, a la actitud contemporizadora de las democracias occidentales.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 24 octubre 2021)

 

 

PATRIOTISMO CONSTITUCIONAL RENOVADO

PATRIOTISMO CONSTITUCIONAL RENOVADO

 

     El franquismo hizo un enorme daño a la idea de España y de lo español al monopolizar estas ideas y sentimientos desde una perspectiva reaccionaria y excluyente, algo que, todavía está lastrando, tras varias décadas de democracia, el sentimiento identitario español, lamentable situación a la que poco ayudan recientes actitudes de las derechas, especialmente en el caso del sectarismo de que hace gala Vox. Y es que, como señalaba Paul Preston, el franquismo se basó en “el mito de la eterna lucha entre España y la anti-España, justificación última de la Guerra civil y única fuente de legitimación de la dictadura” y es por ello que el hispanista británico recordaba cómo Franco insistió “hasta el final de sus días en perpetuar la idea de una España dividida en vencedores y vencidos, Bien y Mal, cristianismo y comunismo, civilización y barbarie, catolicismo y laicismo”, rasgando durante décadas la convivencia y perpetuando la nefasta y cainita idea de  que había una “buena España”, la representada por el franquismo, y una “anti-España” en la cual se encuadraban todos los valores, ideales, ciudadanos y partidos contrarios a la dictadura a la cual había que destruir.

     Frente a esta visión visceral de raíz fascista que pretendió monopolizar el sentido patriótico, fue surgiendo, de forma gradual, otro tipo de nacionalismo español, de innegable carácter progresista y democrático, inspirado por el llamado “patriotismo constitucional”. Este concepto, acuñado a finales de los años 70 en Alemania por Dolf Sternberger y más tarde popularizado por Jürger Habermas, supuso una respuesta cívica al nacionalismo agresivo alemán, de tan fatales consecuencias en la historia reciente de Europa. Por su parte, Habermas sostenía que el patriotismo constitucional era el mejor medio para vertebrar las sociedades democráticas, para proporcionarles beneficios materiales y culturales, un grado de bienestar y cohesión social aceptable y, por ello, pensaba que el único mecanismo viable para la construcción de ese patriotismo constitucional necesario es, en la práctica, el Estado socialdemócrata europeo.

     En el caso de España, según Laborda Martín, fue a partir de los años 90 cuando fueron llegando estas ideas, “cuando los mitos nacionales de democratización, modernización y europeización se hubieron extendido y asentado”, momento que, como apunta Sebastián Balfour, se produjo una “reformulación del nacionalismo español de izquierda”, sobre todo en el ámbito socialista, momento en el cual se emprendió la creación de “un nuevo mito duradero”: esto es, el de la Constitución de 1978, como elemento unificador e integrador de los españoles. Este nuevo patriotismo constitucional partía de la idea de que España era una nación políticamente unida por un “contrato democrático” tal y como fue establecido en la Carta Magna de 1978 la cual sirvió de cimiento para la aparición de un novedoso nacionalismo de izquierdas en forma de patriotismo constitucional, el cual se articula en torno a las ideas de España como país moderno, democrático y europeo. Se trata pues de un patriotismo plenamente cívico, basado en el consenso y que vincula de forma nítida la españolidad con la democracia, todo lo contrario de lo que simbolizaban los nacionalismos étnicos decimonónicos o los patrioterismos de corte fascista.

     Ahora bien, en estos tiempos en que se cuestiona el llamado “régimen del 78”, resulta preciso e inaplazable debatir en torno a las ideas y los valores en que se debe sustentar este patriotismo constitucional para el siglo XXI, una reformulación que resulta inaplazable en las actuales circunstancias, en este tiempo de cambios, y también de incertidumbres, en que nos ha tocado vivir. Esto resulta especialmente urgente dado que el patriotismo constitucional reformado debe servir de dique de contención contra el riesgo de la deriva ideológica de una derecha cada vez más descentrada, que se contagia de ideas reaccionarias, que se alía sin pudor con la ultraderecha, lanzando de forma coordinada un peligroso embate contra los cimientos de nuestra convivencia democrática. Es por todo ello por lo que muchos ciudadanos vemos con pesar cómo, de nuevo, las derechas vuelven a apropiarse con descaro de la idea de España y del sentimiento patriótico, el mismo que también se alberga en muchos de nosotros, de los ciudadanos que creemos en los valores del patriotismo constitucional, en una sociedad tolerante y respetuosa con la diversidad, razón por la cual volvemos a ser calificados como en su día hizo la dictadura, de ser “la anti-España”.

     Así las cosas, frente a los que socavan desde posiciones de ultraderecha nuestros valores democráticos, frente al os que, desde posiciones independentistas, por otra parte, legítimas, consideran plenamente superado el marco constitucional de 1978, hoy más que nunca resulta necesario un patriotismo constitucional español renovado. Consecuentemente, hemos de ser conscientes de que ello implica, sin duda, una profunda reforma de la Constitución de 1978 la cual, inevitablemente debería afrontar cuestiones de gran calado político tales como el definir el modelo de Estado configurado en forma de monarquía o república mediante un referéndum que refleje la libre y soberana voluntad de la ciudadanía. También resulta inaplazable abordar la articulación territorial desde una perspectiva plenamente federalista y solidaria que, tal vez en un futuro, contemplase la unión con Portugal en una República Federal Ibérica como propone el hispanista Ian Gibson, y por último, declarar a todos los derechos económicos y sociales (trabajo, vivienda, educación, sanidad, pensiones y servicios sociales dignos, etc.), tan vulnerados en los últimos años como derechos inalienables garantizados de forma efectiva por la constitución con todas sus consecuencias. Así las cosas, y como señalaba Alejandro Balfour, la lealtad de los ciudadanos a una carta magna asumida y aceptada, “es lo que garantiza no sólo el consenso cívico necesario entre los españoles para convivir en el mismo Estado democrático, sino también la existencia de la patria española, independientemente del origen étnico de sus miembros”.

     Estos podrían ser unos buenos cimientos para asentar de forma sólida el necesario patriotismo constitucional español renovado, pues se lo debemos no sólo a la sociedad actual en la que vivimos, sino también a las generaciones futuras que nos sucederán.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 21 junio 2021)

 

 

LENGUAJES PERVERSOS

LENGUAJES PERVERSOS

 

   Primo Levi dejó escrito que “cada época tiene un fascismo: sus señales premonitorias se evidencian por doquier” y esos síntomas son los que, de forma alarmante están apareciendo en la civilizada Europa como consecuencia del resurgir de los movimientos de extrema derecha en sus distintas acepciones. Son síntomas que, como decía Olga Merino, indican que “la democracia se resquebraja y que el mundo, tal y como lo conocíamos, se tambalea”. Sin duda, la impetuosa irrupción parlamentaria de una derecha desacomplejada, reaccionaria y en muchos casos abiertamente fascista, es una seria advertencia de los riesgos que amenazan el futuro de nuestra democracia.

     Estamos asistiendo a un ataque frontal a lo que de forma despectiva Vox califica como “consenso progre”, entendiendo por tal su rechazo al multiculturalismo, a la política de fronteras abiertas y a las ideologías de género, con lo cual pretenden desvirtuar el valor respetuoso y tolerante de la palabra “consenso” por parte de todos aquellos que vocean lenguajes reaccionarios.

    Si algo caracteriza a los fascismos es su apropiación descarada y excluyente del concepto y de la palabra “patria” ya que ellos se consideran los únicos dignos de portarla. Los demás, los que nos oponemos a sus actitudes prepotentes e intolerantes, somos calificados de “antipatriotas”, de ser “la anti-España”, a la que hay que combatir, a la que hay que destruir: y nuestra historia reciente está llena de lamentables ejemplos en este sentido. Este patriotismo reaccionario y excluyente nada tiene que ver con la que de este concepto tenía el P. Feijoo en el s. XVIII para el que esta idea, inspirada en el republicanismo de la antigua Roma, se asociaba al concepto de “amor justo, debido, noble y virtuoso” del ciudadano para con su patria, mientras que condenaba sin paliativos lo que  denominaba “la pasión nacional” y que Feijoo asociaba, negativamente, a la “vanidad” y a la “emulación”, estando por tanto desprovista de las virtudes cívicas del auténtico patriotismo de inspiración republicana. Es por ello que el verdadero patriotismo, y más en estos tiempos difíciles, se demuestra en el grado de honestidad con que cumplimentamos cada año nuestra declaración de la renta, con la transparencia en el pago de los impuestos que nos corresponden, y ello es algo que debe comprometer desde al rey emérito hasta a cualquier trabajador asalariado, empresario, trabajador autónomo o a las profesiones liberales.

    Esta misma utilización perversa del concepto de patriotismo se hace extensiva a esos grupos de militares nostálgicos del franquismo, esos que aparentan defender la democracia española, nunca amenazada por otra parte, y que acusan de forma perversa y demagógica al actual Gobierno de coalición progresista de pretender una “dictadura” asentada sobre el “pensamiento único”, temas éstos, de los cuales, estos militares franquistas tanto saben y tanto añoran.

    Estos grupos reaccionarios pretenden presentarse como adalides del “pueblo”, de ese pueblo puro e inmaculado al que reclaman su apoyo y al que enardecen presentando enemigos a batir, bien sea un Gobierno progresista, los inmigrantes, los nacionalismos periféricos, los grupos de distinta orientación sexual, los movimientos feministas e incluso a los sectores cristianos progresistas, a los que califican “catocomunistas”, ataque reaccionario este último del cual no se libra ni el mismo Papa Francisco. Estos son ejemplos de populismos autoritarios, que instrumentalizan a su favor la crisis sanitaria, la seguridad ciudadana o un creciente anti europeísmo. Así, partidos como Vox, dicen pretender “dar voz a los sin voz”, como si ello no fuera posible, per se, en una democracia avanzada y participativa en la que, por otra parte, no creen.

    También resulta perverso el lenguaje reaccionario cuando pretende defender al “pueblo autóctono”, rechazando la multiculturalidad consustancial a la realidad europea actual, incluso los valores del europeísmo, tal y como hace el Partido Popular danés (DF), o el nacionalismo excluyente de Verdaderos Finlandeses (PS), todos ellos caracterizados por un fuerte componente de populismo antiinmigración. Y es que la bandera del rechazo a la migración, tan demagógicamente utilizada por la extrema derecha, le está reportando a ésta unos preocupantes réditos electorales: ahí están los casos de la Liga Norte de Matteo Salvini, Alternativa por Alemania (AfD), el partido húngaro Fidesz de Víktor Orbán, Lo mismo podemos decir de los alegatos de un ultranacionalismo desacomplejado de Vox en España, el mismo que ha retomado el empleo del término “reconquista” no sólo para “frenar” una supuesta “invasión” de población migrante, sino, también, con la deliberada intención de “liberar” a España de toda “contaminación ideológica” de izquierdas, del separatismo o de los movimientos laicistas o feministas. Este es un nacionalismo excluyente, una actitud nítidamente fascista, que reclama la ilegalización de los partidos nacionalistas periféricos, tan legítimos como cualquier otro, en toda sociedad democrática que se precie de ello.

    Otra variante de este lenguaje perverso es su descarada manipulación de la historia y de la memoria. Como señalaba Christopher Clark en su libro Visiones de la historia. Desde la Guerra de los Treinta Años al Tercer Reich, “los populismos quieren sustituir nuestros futuros con nuevos pasados” y eso es, “falsificar el pasado”. Por eso es tan importante la defensa de la memoria democrática (y antifascista) porque, como señalaba este mismo autor, “si perdemos la memoria hay riesgo de resurgimiento de extremismos”, razón por la cual “hay que estar vigilante ante los que quieren romper el orden democrático”. Y es que, como decía Kierkegaard, “la vida hay que vivirla siempre hacia adelante, pero resulta imposible de entender si no se mira hacia atrás”.

    Así las cosas, y para evitar todos estos síntomas de deriva autoritaria, nuestras democracias deben reconstruir la cohesión social y corregir las desigualdades causadas no sólo por el vendaval neoliberal, sino también, por los devastadores efectos sociales causados por la actual pandemia, para así frenar los vientos ultras que azotan a Europa, para neutralizar, como decía Carles Planas Bou, ese virus que alienta a la extrema derecha, el de “la explotación del miedo al diferente y la obsesión por los culpables externos”.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 7 junio 2021)

 

 

¿QUÉ HACEMOS CON LAS NACIONES?

¿QUÉ HACEMOS CON LAS NACIONES?

 

He tomado el título de este artículo de un apartado del interesante libro de Daniel Inneratity titulado Política para perplejos (2018) en el cual analiza la cuestión del debate nacionalista, de tan candente actualidad y en el que plantea ideas y cuestiones que bien merecen una reflexión.

     En primer lugar, y sin duda teniendo en mente la cuestión catalana como telón de fondo, nos advierte de diversas actitudes que hacen que estos problemas puedan convertirse en irresolubles y que, por ello, habría que evitar, tales como que éste tema caiga en manos de “quienes los definen de manera tosca y simplificada”, tal y como evidencian las actitudes de la derecha más radicalmente españolista o los sectores más exaltados del independentismo catalán); que el problema se reduzca a cuestiones de “legalidad” y “orden público”; cuando “aparece una idea de legalidad que invita a los jueces a hacerse cargo del asunto”, así como cuando la cuestión se plantea como un enfrentamiento entre un “nosotros” y un “contra ellos”, momento en el cual “se ha eliminado cualquier atisbo de pluralidad”.

     Ante esta problemática Innerarity es rotundo al afirmar que “no tiene la solución al problema territorial del Estado español”, para, acto seguido, dejar constancia de que “las descripciones dominantes son de una simpleza tal que no debemos sorprendernos de que todo se atasque después”. Ante este simplismo, que obvia la complejidad política del problema territorial, tanto en España como en cualquier otro territorio en que existan demandas de nacionalismos periféricos, se impone, por pura lógica, la necesidad de pactos negociados entre las partes en litigio ya que  “lo de las naciones es un verdadero dilema y no tiene solución lógica sino pragmática, es decir, una síntesis pactada para favorecer la convivencia, porque la alternativa es la imposición de unos sobre otros, el conflicto abierto en sus diversas formas”.

    Llegados a este punto, Innerarity demanda una actitud favorable al diálogo y la negociación ya que “debe haber procedimientos para renovar o modificar el pacto que constituye nuestra convivencia política” y es que, descartada por inútil la política de imposiciones de una parte sobre otra, “la única salida democrática es el pacto”. En consecuencia, asumiendo la voluntad (y necesidad) del espíritu pactista tras el cual parece intuirse el eco del pensamiento de Francesc Pi y Margall, lo que Innerarity llama “eje de la confrontación” pasaría de ser entre unos nacionalistas frente a otros, a entre quienes quieren soluciones pactadas frente a los que prefieren la imposición y, por ello, los términos del problema, siempre con la imagen de Cataluña en  perspectiva, ya no sería tanto “elegir entre una nación u otra”, sino “entre el encuentro y la confrontación”, actitudes estas últimas que cuentan con partidarios en ambos bandos. Además, la necesidad del pacto resulta evidente cuando en un mismo territorio “conviven sentimientos de identificación nacional diferentes” y entonces el problema prioritario a resolver no es tanto quién logrará la mayoría social (o electoral) sino cómo garantizar la convivencia para lo cual, como advierte oportunamente a los nacionalistas de ambas orillas, “el criterio mayoritario es de escasa utilidad”. A partir de la voluntad de diálogo y negociación, el pacto se hace imprescindible para encauzar cuestiones claves, vitales para garantizar la convivencia democrática en aspectos tales como el modo de distribuir el poder, qué fórmula de convivencia es la más apropiada, qué niveles competenciales sirven mejor a los intereses públicos o cómo dar cauce a la voluntad mayoritaria sin dañar los derechos de quienes son minoría.

   Y, así las cosas, acto seguido aborda un tema de profundo calado político y emocional cual es la cuestión de la soberanía nacional ya que, en su opinión, “eso de que la soberanía nacional no se discute es un error” en el cual, como apunta, “están sospechosamente de acuerdo los más radicales de todas las naciones”. Y, frente a una visión sacrosanta y monolítica de este concepto, apuesta de forma decidida y valiente por las “soberanías compartidas” argumentando, como la realidad de los hechos demuestran, que las “soberanías exclusivas” son cada vez más una excepción en nuestro mundo globalizado donde son habituales las “ciudadanías múltiples” y ahí tenemos el ejemplo de la Unión Europea, donde se aúnan el sentimiento nacional de cada uno de los países miembros con el de la soberanía compartida que implica el sentirnos, también, ciudadanos europeos.

   Consecuentemente, resulta indispensable “explorar y reformular obligaciones y derechos de manera constructiva”, de lo cual deberían tomar buena nota nuestros dirigentes políticos tales como: ser conscientes de asumir autolimitaciones mutuas en algunos de sus planteamientos maximalistas, entender que el derecho a decidir viene acompañado del deber de pactar y, sobre todo, asumir también lo que él llama “binomio no imponer/no impedir”, por lo que un Estado se compromete a posibilitar todo aquello que haya sido previamente pactado. Es por ello que hay que buscar soluciones “tan imaginativas como dolorosas” y, de este modo propone “hacer un referéndum en toda España preguntando por el derecho de autodeterminación de los catalanes” ya que, como afirma acto seguido, “una pregunta de este tipo da una parte de razón a todos: se acepta que sobre Cataluña puedan decidir todos los españoles, pero se rompe el dogma de que la soberanía española sea incuestionable”.

   Las propuestas de Innerarity demuestran que siempre es “mejor el pacto que la victoria”, máxime cuando se trata de cuestiones básicas de nuestra convivencia y más teniendo en cuenta que los partidarios de una y otra posición “no son abrumadores ni despreciables” en número, tal y como queda patente en Cataluña, donde la ciudadanía se halla fragmentada prácticamente por la mitad entre los partidarios del procés independentista y quienes se identifican con el actual marco constitucional y estatutario. En este sentido, José Andrés Torres Mora afirmaba que lo razonable a la hora de construir un marco de convivencia en una sociedad plural “no es acordar una votación, sino votar un acuerdo”. Y, por todo ello, Innerarity interpela una vez más a los políticos frentistas al recordarles que “contentarse con una victoria cuando podríamos tener un pacto demuestra muy poca ambición política” pero, claro, para eso necesitamos políticos con talla de estadistas y… ¿los tenemos?.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 30 enero 2021)

 

 

EN TORNO AL AUTÉNTICO PATRIOTISMO

EN TORNO AL AUTÉNTICO PATRIOTISMO

 

     En estos últimos años en los que las derechas españolistas, aprovechando la tensa situación generada por el conflicto catalán primero, la llegada al poder ejecutivo del gobierno progresista de coalición PSOE-Unidas Podemos en enero de 2020, así como las enormes dificultades generadas para el Gobierno de Pedro Sánchez a la hora de gestionar la devastadora crisis generada a todos los niveles por la Covid19  como telón de fondo, están intentando  monopolizar el sentimiento patriótico de una manera excluyente y como ariete frente a sus adversarios políticos. Es por todo ello que, una vez más, estamos asistiendo a un airear de banderas y voceríos patrioteros que a nada conducen excepto a crispar hasta extremos inaceptables la convivencia cívica y a cuestionar los valores sobre los que se sustenta nuestra democracia.

    He vuelto a releer estos días el libro del añorado político vasco Mario Onaindía Natxiondo (1948-2003) titulado La construcción de la nación española. Republicanismo y nacionalismo en la Ilustración (2002) puesto que en él se nos ofrecen algunas claves, de plena actualidad, para distinguir el verdadero significado de ambos conceptos, tan manidos como instrumentalizados, como son los de “patriotismo” y “nacionalismo”.

    Tal y como nos señala José María Portillo en el Prólogo de dicha obra, Onaindía  nos propone una relectura inédita del período de la Ilustración y por ello nos sumerge de lleno en el s. XVIII y, analizando el pensamiento que subyacía tras ella, “se trata de proponer que la nación puede entenderse como república de personas, de sus libertades y sus derechos, sin reválidas de raza, lengua o historia”[1], algo de lo que deberían de tomar buena nota los exclusivismos nacionalistas, como estamos saturados de comprobar tras el conflicto generado por el “procés” en Cataluña,  bien sean éstos de signo españolista o el que defienden tras las esteladas secesionistas catalanas.

    De entrada, la obra de Onaindía, que es una ampliación de su tesis doctoral titulada La tragedia de la Ilustración española, nos recordaba que la idea de “patria” procede del latín “terra patria”, término que constituye “uno de los conceptos fundamentales de la tradición republicana”, concepto éste que, nos advierte, será tomado por el nacionalismo para otorgarle un sentido muy distinto, ya que aunque el lenguaje corriente considera sinónimos “amor a la patria”, “lealtad a la nación”, “patriotismo” y “nacionalismo”, éstos deben de diferenciarse ya que,

“para los patriotas de inspiración republicana, el valor principal es la República y la forma libre que ésta permite, en cambio, los nacionalistas consideran que los valores primordiales son la unidad espiritual y cultural del pueblo, dejando en segundo término u olvidando totalmente la lealtad hacia las instituciones que garantizan las libertades”[2].

    En consecuencia, esto supone la existencia de actitudes personales bien distintas en ambos casos ya que, como vuelve a señalar Onaindía,

“El patriotismo trata de producir un tipo de ciudadano libre que tiene su esfera de seguridad garantizada por las leyes y por tanto trata de defenderlas porque constituyen una barrera que salvaguarda la seguridad individual, de forma que se establece un equilibrio entre los individuos de la sociedad y los miembros de la comunidad. La cohesión social que busca todo género de nacionalismo, en cambio, genera un individuo que trata de fundirse con la comunidad, de manera acrítica y renunciando a su esfera de autonomía individual”[3].

    Consecuentemente, como recordaba Onaindía, “una buena República” entendiendo por ello la aspiración al bien común, a la “res pública” romana, “no necesita unidad cultural, moral o religiosa; exige otro tipo de unidad, la unidad política, sustentada por el nexo con la idea de República, que consiste en la defensa de la ley, que garantiza la libertad”[4]. De este modo, el concepto de “patria” sería sinónimo de “república” (res pública) y esta, de “bien común”.

    En esta misma línea, Cicerón, en su Tratado de las leyes, ya diferenciaba entre la atracción que se siente hacia la tierra nativa, por ejemplo, la que mueve a Ulises a volver a su añorada Ítaca, del sentimiento que experimenta el ciudadano hacia su patria, entendida ésta como las instituciones que garantizan su libertad, haya nacido o no en ella. Es por ello que, por encima de bandera o símbolos, como señalaba Milton, la patria sería el lugar en donde una persona se siente libre. Esa misma idea de asociar el concepto de “patria” y de “libertad” lo hallamos también en Diderot, para quien “el patriotismo es el afecto que el pueblo siente por su patria”, entendida ésta no como la tierra natal, sino como una comunidad de hombres libres que viven juntos por el bien común.

    En fechas más recientes, estos mismos planteamientos son los que articulan el llamado “patriotismo constitucional” de Jünger Habermas, esto es, el considerar la patria no como el lugar de nacimiento, sino allí donde el ciudadano goza de libertad, allí donde existen unas instituciones y un marco legal que la garantizan. Ello excluye, de facto, todo tipo de patrioterismo propio de mentes e ideologías reaccionarias o abiertamente fascistas, tan proclives a apropiarse en exclusiva del concepto de “patria”, eso sí, vaciándolo de todos los valores de libertad, justicia y convivencia pacífica en la diversidad que le son propios al auténtico ideal patriótico.

     Por todo lo dicho, Onaindía recordaba que, a la altura del s. XVIII, que es el ámbito de estudio de su obra, existía un concepto de “republicanismo”, de defensa de la “res pública”, mucho antes de que surgieran los partidos con esta denominación ideológica. Es por ello que el “republicanismo” del cual habla Onaindía quedaría claramente de manifiesto en su estudio sobre el teatro de la Ilustración dado que en el mismo aparecen ideas tales como la libertad, el amor a la patria, la resistencia a la tiranía o la limitación del poder real. Consecuentemente, en el s. XVIII, el concepto de “república” se asociaba al de un auténtico patriotismo y no tanto con una forma concreta de gobierno como ocurriría posteriormente, y por ello se exalta la defensa del valor de la libertad, de la ausencia de dominación, o el amor a la patria, la cual, insistimos de nuevo en ello, no significaba el lugar de nacimiento sino donde una persona vive en libertad gracias a la ley que se la garantiza.

     De este modo, Onaindía contrapone dos conceptos: el de “patriotismo republicano” que concibe a la nación como un espacio de libertades, de amparo y seguridad de derechos y de participación ciudadana en la política, con el de “nacionalismo”, entendiendo éste como “exaltación estatal de la raza, la lengua y la historia”, esta última siempre concebida (y mitificada) a la medida de intereses políticos concretos. Es por ello, que esta pugna entre el verdadero significado del patriotismo frente al nacionalismo excluyente, le hacía decir a Onaindía, en relación al por aquellos años del sangrante conflicto de convivencia y terrorismo que padecía por aquel entonces la sociedad vasca que,

“el problema de Euskadi no es el enfrentamiento entre dos naciones, vascos y españoles, sino entre dos ideas, de nación o nacionalidad… […]… Para una, la nacionalista, Euskadi y España resultan incompatibles, al igual que el euskera y el castellano o las traineras y los toros. Para otra, en cambio, en la medida que la patria es la ley, la lealtad hacia el Estatuto y el desarrollo de todas sus potencialidades se puede compaginar con la lealtad a la Constitución española y, por supuesto, con el proyecto de construcción europea y la pluralidad”.

    Como vemos, si cambiamos Euskadi por Cataluña, esta misma confrontación resulta evidente que se refleja de nuevo, y por desgracia, en el conflicto secesionista generado desde el independentismo catalán y que ha sido avivado por las torpezas y falta de respuestas imaginativas por parte del Gobierno Central, fundamentalmente, durante el período del Gobierno del Partido Popular.

    Nunca podrá ser un auténtico patriota quien pretenda imponer su supuesto “patriotismo” a costa de derrotar verbal, política o incluso militarmente a una parte del colectivo social de su propia nación. Por ello resulta rechazable y peligrosos ese patriotismo ultramontano y reaccionario de quienes enarbolan banderas del pasado, que se sienten herederos de quienes pretendieron edificar “su España” matando españoles, una reflexión que resulta especialmente oportuna traer a colación en estos días en que se han conocido mensajes de diversos militares en la reserva que tienen a gala su anacrónico patriotismo, aunque para ello preciso fuera fusilar a 26 millones de españoles, a 26 millones de compatriotas, con lo cual vuelven a dar tristemente la razón a Antonio Machado cuando aludía con pesar a cómo recorría las tierras de España “la sombra errante de Caín”, cuya expresión gráfica la plasmó, más de un siglo antes, Francisco de Goya en su grabado “A garrotazos”, ejemplo dramático y flagrante, del endémico cainismo hispano.

    Tampoco responde a un auténtico espíritu patriótico abierto e integrador la posición de quienes reafirman la identidad monolítica de España a costa de negar la aportación a nuestra secular historia colectiva de las comunidades musulmanas o judías a las que la cultura hispánica tanto debe, así como a las que tampoco aceptan los valores positivos derivados de la inmigración y de la riqueza que ello supone para nuestra sociedad, cada vez más multicultural y multiétnica. Consecuentemente, resultan rechazables las alusiones nostálgicas a “Covadonga” o a la “Reconquista de España”, evocaciones de un innegable sesgo reaccionario, sin olvidar tampoco  los brotes xenófobos que, con ocasión de la llegada desesperada de inmigrantes a las costas españolas huyendo de la miseria o de las guerras que azotan a sus países, que son alentados de forma demagógica por partidos reaccionarios, como es el caso de Vox, algo fuera de lugar en el marco del necesario patriotismo constitucional y democrático que precisa nuestra sociedad.

   Los que nos sentimos hastiados por el permanente enfrentamiento entre el nacionalismo españolista, siempre incapaz de comprender la realidad plurinacional de España, y el nacionalismo catalanista, insolidario y excluyente, seguimos pensando que no hay más camino ni solución que el diálogo permanente, un diálogo que debe mantenerse, contra viento y marea, hasta que se alumbre una solución democrática pactada y aceptable, con concesiones por ambas partes, que sea asumible por la mayoría de la ciudadanía, tanto en Cataluña, como en el resto de España. Es difícil, pero tiene que ser posible y, para ello, un buen gesto sería el empezar amnistiando a los políticos actualmente en prisión como consecuencia de su actuación, ciertamente ilegal, durante los sucesos del proceso independentista ocurridos en el año 2017. Y es que la democracia, como el verdadero patriotismo, siempre tiene una dosis de generosidad y tolerancia que la dignifica frente a sus adversarios, esos patrioteros de diverso signo, que siempre están atrapados en las redes del rencor y la intolerancia.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: Nueva Tribuna, 19 enero 2021)

 

 

 



[1] PORTILLO, José María, en el Prólogo de ONAINDÍA, Mario, La construcción de la nación española. Republicanismo y nacionalismo en la Ilustración, Barcelona, Ediciones B, 2002, p. 11.

[2] ONAINDÍA, Mario, La construcción de la nación española. Republicanismo y nacionalismo en la Ilustración, Barcelona, Ediciones B, 2002, p. 101.

[3] Ibídem, pp. 101-102.

[4] Ibídem, p. 102.