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Kiryat Hadassa: el blog de José Ramón Villanueva Herrero

Política internacional

DELIRIOS HÚNGAROS

 

    No hay nada peor que un país que se siente resentido y humillado para que surja en él un demagogo populista que venda la ensoñación de un pasado que se anhela como glorioso, para lo cual no tendrá escrúpulos en sacrificar la democracia y los derechos humanos. Este fue el caso de Hungría durante los trágicos años de la II Guerra Mundial.

    El resentimiento de Hungría tenía su origen en las pérdidas territoriales sufridas por el país magiar tras el final de la I Guerra Mundial y que se plasmaron en el Tratado de Versalles (1919). En dicho documento, Hungría, país perdedor de la guerra como parte del extinto Imperio Austro-húngaro, convertida ahora en república, veía reducido en 1/3 su territorio, razón por la cual 3 millones de húngaros quedaron fuera de las fronteras y de la autoridad del gobierno de Budapest. Además, ello supuso el que Hungría perdiese las regiones más ricas dado que Transilvania fue cedida a Rumanía, Eslovaquia y Rutenia se anexionaron a Checoslovaquia mientras que Croacia, Eslovaquia y el Banato, fueron incorporadas a Yugoslavia. A fecha de hoy, y, por todo ello, los húngaros siguen abominando de los acuerdos que consideran “humillantes” firmados en Versalles y ello alienta tanto el irredentismo magiar como las actuales reivindicaciones territoriales del primer ministro Víktor Orbán y el cambio de las actuales fronteras en esta zona de la Europa Central.

    Durante la II Guerra Mundial, Hungría, gobernada por el régimen autocrático del almirante Miklós Horthy, que se autocalificaba como “regente”, como aliado de la Alemania nazi que era, pretendió recuperar los territorios perdidos. No obstante, cuando el curso de la guerra empezó a ser adverso para las tropas de Hitler en el frente del Este, Horthy pidió el armisticio con la URSS, ocasión que aprovecho el partido fascista Movimiento de la Cruz Flechada (Nyilas Keresztes Mozgaslom) de Ferenc Szálasi para hacerse con el poder.

    El gobierno de Szalazi, tras la renuncia de Horthy a la regencia, y con el apoyo de la Alemania nazi, que había invadido el país mediante la llamada Operación Margarethe (19 marzo 1944), fija las prioridades del nuevo régimen fascista de las cruces flechadas:  además de comprometerse a resolver de una vez por todas “la cuestión judía”, señala su prioridad por “emprender la creación de la Gran Patria Cárpata Danubiana que, en el marco de la comunidad nacional-socialista, estamos soñando”.

    La concepción racista de Szálasi le hizo concebir el “konnationalizmus”, base del concepto de la citada Gran Patria Cárpata Danubiana pues, de este modo, “el hungarismo” sería, el nexo de unión, “en un mismo destino”, de húngaros, eslovacos, croatas, eslovenos y rutenos. Pensaba Szálasi que Europa, bajo la ideología nazi, se repartiría en tres grandes naciones: Alemania, que dominaría el Norte y Este; Italia, que sería la potencia hegemónica en el Sur y en el Mediterráneo y la Gran Patria Cárpata Danubiana, que se extendería desde el Centro por el Este. Para Szálasi, el mundo giraría en torno a tres ideologías: el cristianismo, el hungarismo y el marxismo y, las dos primeras, derrotarían a esta última.

    Además de lo dicho, Szálasi consideraba que la raza más pura era la “turania-húngara” y no la aria, como defendían sus amigos nazis. Estaba obsesionado por la pureza racial y, por ello estaba convencido que la raza húngara era superior a las demás y necesitaba por tanto ser purificada y preservada. Pero, al igual que le ocurría a Hitler, tampoco era un elemento racial “puro” pues Szálasi sólo llevaba en sus venas un 25% de sangre húngara dado que su padre era armenio y su madre, eslovaca e hija de alemana.

     Pero no quedaban allí los “delirios húngaros” de Szálasi ya que se decía de él que mantenía “conversaciones frecuentes” con la Virgen María y, como señalaba Diego Carcedo, “nunca obviaba en sus violentos discursos la devoción mariana que le guiaba en la vida y el origen celestial de sus ideas políticas”. De hecho, el primer objetivo de Szálasi, tras asumir el poder era acabar el libro que estaba escribiendo titulado El camino y la meta. En él, y según el político fascista, gracias a los consejos recibidos directamente de la Virgen, estarían todas las claves de que el hungarismo se valdría para: ganar la guerra a los bolcheviques que avanzaban imparablemente en territorio húngaro, componer la Gran Patria Cárpata Danubiana y crear el Orden Corporativo de la Nación Trabajadora que proporcionaría, según él, la prosperidad económica y la justicia social. Pero de esta “idílica sociedad húngara”, “racialmente pura y moralmente sana”, estaba excluida la población judía, razón por la cual Szalasi colaboró diligentemente con los nazis en la deportación de miles de judíos húngaros al siniestro campo de exterminio de Auschwitz, momento en el cual resulta obligado recordar la meritoria labor del diplomático aragonés Ángel Sanz Briz que, desde la Embajada española en Budapest, consiguió salvar a varios miles de judíos del fatal destino que les esperaba tal y como recoge Diego Carcedo en su libro Un español frente al Holocausto. Así salvó Ángel Sanz Briz a 5.000 judíos (2005).

    Szálasi, concluida la contienda con la derrota de los países fascistas, fue juzgado y condenado como criminal de guerra y ahorcado el 28 de marzo de 1946. Concluían así los delirios húngaros, los mismos que algunos grupos ultranacionalistas y fascistas pretenden alentar en la actualidad a la sombra de las políticas antieuropeas y contrarias a la inmigración auspiciadas por Víktor Orbán. Alerta.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 18 marzo 2024)

 

 

FEDERALISMO SOCIAL

 

    Los hechos han demostrado que el Brexit británico y los años en los cuales Donald Trump fue presidente de los EE.UU. (2017-2021) han supuesto un cambio en la historia de la globalización. Previamente, las políticas ultraliberales de la llamada “revolución conservadora” llevadas a cabo en Gran Bretaña por Margaret Thatcher durante su mandato (1979-1990) y en Estados Unidos por Ronald Reagan entre los años 1981-1989, ya habían producido un mayor aumento de la desigualdad con negativas consecuencias sociales. En la actualidad, como señala Thomas Piketty, es una evidencia que las clases medias y trabajadoras “no se han beneficiado de la prosperidad prometida por el liberalismo integral” y, con el paso del tiempo, “se han sentido cada vez más perjudicadas por la competencia internacional y el sistema económico mundial”, lo cual deja patente el fracaso del de las medidas económicas aplicadas tanto por el thatcherismo como por el reaganismo.

    Otra consecuencia negativa de esta globalización ha sido que ha producido una “deriva ideológica” conservadora, cuando no abiertamente reaccionaria, al exacerbar discursos nacionalistas espoleados por las derechas autoritarias, que favorecen la “tentación identitaria y xenófoba” que se extiende peligrosamente por todas partes como comprobamos diariamente en numerosos países europeos, como es el caso de Italia, Hungría, Polonia y, también, en Francia, Alemania, Países Bajos e incluso en España, sobre todo, tras la impetuosa irrupción de Vox en el panorama político.

     Ante esta situación Thomas Piketty, en su libro Viva el socialismo (2023), en el cual recopila toda una serie de artículos publicados en el diario Le Monde entre 2016-2020, considera que “urge reorientar la globalización de manera fundamental” para hacer frente a lo que él considera los dos principales desafíos de nuestro tiempo: el aumento de la desigualdad y el calentamiento global. Para ello, para evitar lo que califica como “trampa mortal” que amenaza a nuestras democracias, resulta imprescindible redefinir radicalmente las reglas de la globalización, con un enfoque que este economista francés define como “federalismo social” y, por ello, “el libre comercio debe estar condicionado a la adopción de objetivos sociales vinculantes que permitan a los agentes económicos más ricos y con mayor movilidad social contribuir a un modelo de desarrollo sostenible y equitativo”.

    Dicho esto, propone interesantes iniciativas concretas tales como que los tratados de comercio internacional deben dejar de reducir derechos de aduana y otras barreras comerciales y, en cambio, deben incluir “normas cuantificadas y vinculantes para combatir el dumping fiscal y climático, como tipos mínimos comunes de impuestos sobre los beneficios empresariales y objetivos verificables y sancionables de emisiones de carbono”.  De este modo, considera necesario gravar las importaciones de países y empresas que practican el dumping fiscal, porque “si no se les hace oposición de manera resuelta con una alternativa, el liberalismo nacional arrasará con todo a su paso”. En consecuencia, considera que “ya no es posible negociar tratados de libre comercio a cambio de nada”.

     En nuestro mundo globalizado, mientras los movimientos nacionalistas cuestionan y rechazan el movimiento de personas, sobre todo cuando éstas proceden de países del Tercer Mundo y aluden a términos demagógicos como “invasión” o a la teoría del “Gran reemplazo”, el federalismo social que defiende Piketty debe poner freno el movimiento desregulado de capitales y la impunidad fiscal de los más ricos. En este sentido, tanto Karl Polanyi como Hannah Arendt ya denunciaron, hace décadas, la ingenuidad de los partidos socialdemócratas frente a la regulación de los flujos de capitales y su timidez para acometer medidas en este ámbito, una cuestión, un reto, que sigue vigente hoy en día.

   A modo de conclusión, Piketty nos recuerda, como ya decía en 2016, que “ha llegado el momento de cambiar el discurso político sobre la globalización: el comercio es algo bueno, pero el desarrollo sostenible y justo también requiere servicios públicos, infraestructuras, educación y sistemas de salud, que a su vez exigen impuestos justos. Y, en este punto, resulta fundamental reforzar el Estado del Bienestar, concepto acuñado en su día por la socialdemocracia alemana y que, como señalaba el historiador Alberto Sabio, “tiene por función garantizar y ampliar los márgenes de libertad del individuo, restando espacios a la desigualdad” dado que da “seguridad a los ciudadanos” y permite “avanzar en cohesión social”, ideas que responden a los anhelos de amplios sectores de la clase media y trabajador. De lo contrario, de no conformar una alternativa firme a la revolución conservadora, tan amenazante como insolidaria, como la que supondría el federalismo social propuesto por Piketty, como él mismo nos advierte, “el trumpismo acabará por imponerse”. Y esa amenaza está más candente que nunca si en las próximas elecciones al Parlamento Europeo los partidos nacionalistas y de extrema derecha logran un peligroso avance electoral, unido del riesgo cierto de que, tras las elecciones presidenciales de los Estados Unidos previstas para el próximo 5 de noviembre de este año, Donald Trump volviera a ser el futuro inquilino de la Casa Blanca.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 31 enero 2024)

 

 

 

 

LA AMENAZA XENÓFOBA

 

    El economista Thomas Piketty advertía que estamos asistiendo a una amenaza mortal para la democracia cual es el constatar “cómo crecen en los electorados populares una mezcla de tentación xenófoba y aceptación resignada de las leyes del capitalismo globalizado”. Ello se debe a que muchos ciudadanos, buscan un culpable de esta situación y, dado que “es ilusorio esperar mucho más de la regulación financiera y de las multinacionales, culpamos a los inmigrantes y a los extranjeros”. Y es que muchos votantes de las diversas extremas derechas emergentes tienen, en el fondo, “una simple convicción”: que es más fácil atacar a los inmigrantes que al desalmado capitalismo financiero que los empobrece o imaginar un sistema económico más justo. Como señalaba Carmen González Enríquez, “los inmigrantes parecen haberse convertido en el chivo expiatorio de una población que no ve la luz al final del túnel, ni dentro ni fuera del euro, y que ha perdido la confianza en las instituciones políticas y en los partidos” y, en este panorama, “culpar a los inmigrantes de todos los males es un fácil y gratuito recurso psicológico” porque “los inmigrantes están indefensos ante este ataque”.

    Es en este contexto cuando surge el término “populista” que, como recordaba Piketty, se ha convertido en “el nuevo insulto supremo de la política” y que ya fue utilizado por primera vez en los Estados Unidos contra Bernie Sanders. Pero, el populismo, como señalaba el citado economista, “no es más que una respuesta confusa pero legítima al sentimiento de abandono de las clases trabajadoras de los países desarrollados frente a la globalización y a la creciente desigualdad”. Ello se plasma en el aumento del voto a la extrema derecha que, además de enarbolar demagógicamente el tema de la inmigración, está relacionado con el miedo a la pérdida de un modo de vida que consideran amenazado por la globalización y, por ello, expresan su oposición no sólo a ésta, sino también a los mercados financieros internacionales y la desafección creciente a las instituciones europeas.

    Por ello, ante esta “amenaza mortal”, Piketty considera que la respuesta de la izquierda y del centro es “vacilante” y, por ello, el reto ahora es “revivir la solidaridad dentro de las grandes comunidades políticas”, apoyarse en los ideales más internacionalistas de la izquierda y no en populismos reaccionarios para construir “respuestas precisas” a estos desafíos, o de lo contrario “el repliegue nacionalista y xenófobo acabará por imponerse”. Una de estas “respuestas precisas” es la necesidad de avanzar en el campo de la justicia económica. De hecho, los enfrentamientos existentes en las sociedades occidentales entre la mayoría blanca y las minorías étnicas y religiosas existentes en ellas, sólo se pueden resolver conduciendo el debate al terreno de la justicia económica y la lucha contra la desigualdad y la discriminación. Consecuentemente, es preciso impulsar las políticas que reactiven un Estado social, con una dotación sanitaria y educativa mínima para todos, financiada por los ingresos fiscales de los agentes económicos más prósperos: las grandes empresas y los ciudadanos con rentas y patrimonios más elevados.

    A la hora de plantear el tema del racismo y la discriminación en nuestra historia reciente, en escasas ocasiones se alude a una cuestión crucial, que siempre olvidan los grupos xenófobos y racistas: la de las reparaciones frente a lo que supusieron las negras páginas del pasado colonial y esclavista de muchos de los países “civilizados” de Occidente. En este aspecto, el primer intento de reparación de aquella injusticia lo hallamos en la promesa del presidente Abraham Lincoln de que, una vez acabada la Guerra de Secesión norteamericana, se concedería a todos los esclavos negros emancipados “una mula y 40 acres de tierra”, promesa que, tras el asesinato de Lincoln, nunca se cumplió. En los casos de Reino Unido y Francia, países en los cuales la esclavitud fue abolida, respectivamente, en los años 1833 y 1848, los esclavos liberados nunca recibieron ninguna reparación, al contrario que los propietarios esclavistas que fueron compensados por parte de dichos países en reparación por haber perdido “sus propiedades”, es decir, sus antiguos esclavos.

    Especialmente flagrante es el caso de Haití, donde la emancipación de sus esclavos con respecto a sus antiguos propietarios coloniales franceses obligó al país caribeño a pagar a Francia una inmensa deuda, la cual se hizo efectiva entre 1825 y 1950 y que, en cambio, nunca ha sido devuelta a Haití por su antigua potencia colonial. En el caso de España, donde la esclavitud fue legal en las colonias de Cuba y Puerto Rico hasta que la abolió la I República en 1873, nunca se ha suscitado la cuestión de las reparaciones. Caso bien distinto es el de Alemania, donde el Estado germano llevó a cabo un ingente procedimiento de indemnizaciones y compensaciones a los supervivientes del inmenso crimen que supuso el Holocausto cometido por el régimen nazi contra la población judía en Europa, las cuales han sido gestionadas conjuntamente por el Gobierno alemán y la Jewish Claims Conference.

    A modo de conclusión, y volviendo a la realidad actual, como señalaba Piketty, “más allá del difícil pero necesario debate sobre las reparaciones históricas, debemos sobre todo encarar el futuro. Para resarcir a la sociedad de los daños del racismo y del colonialismo, es necesario cambiar el sistema económico, basándolo en la reducción de la desigualdad y en la igualdad de acceso a la educación, al empleo y a la propiedad (incluida la herencia mínima) para todos”, sea cual sea el origen de cada uno, independientemente de origen, condición, raza o confesión religiosa. Ello es, sin duda, un acto de imprescindible justicia reparadora.

   Tal vez, si los xenófobos y racistas recordaran (y reconocieran) los abusos, injusticias y expolios que supuso el pasado esclavista y colonial de nuestros países, moderarían su lenguaje y sus críticas hacia los inmigrantes y hacia las minorías étnicas y religiosas que habitan en nuestras sociedades, cada vez más multiculturales y multiétnicas. La justicia social y la convivencia cívica lo agradecerían.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 7 de enero de 2024)

 

 

ESTRATEGIA IMPERIAL

 

 

    Hay países que se consideran legitimados para imponer su visión y sus intereses en el ámbito de la geopolítica mundial. Este es el caso de los Estados Unidos (EE.UU.).

   La potencia norteamericana siempre se ha opuesto a la diplomacia multilateral abanderada por la ONU como forma razonable y civilizada de resolver los conflictos entre las naciones. Por ello, Washington ha defendido históricamente lo que ha dado en llamarse “estrategia imperial” en el ámbito de sus relaciones internacionales.

    La estrategia imperial fue la que aplicó Henry Kissinger, su máximo adalid, durante sus años como Secretario de Estado (1973-1977), período que coincidió con los mandatos de los presidentes Richard Nixon y Gerard Ford. La tesis central de Kissinger era que la diplomacia multilateral “sólo produce caos” en las relaciones internacionales, así como que “el respeto a la libre determinación” de los pueblos y la soberanía de los Estados no garantizan la paz”. Por ello, Kissinger defendía, como recordaba Jean Ziegler en su libro Hay que cambiar el mundo (2018), que “sólo una potencia con ámbito mundial [como es el caso de los EE.UU.] dispone de los medios materiales y la capacidad necesarios para intervenir rápidamente en cualquier lugar durante un período de crisis. Sólo ella es capaz de imponer la paz”. De este modo, los EE.UU. se arrogaban el papel de “gendarme” de la política internacional en defensa de sus propios intereses, aunque ello se maquillase, en múltiples ocasiones, como defensor de la democracia y de los derechos humanos.

    Las ideas de Kissinger han sido continuadas (y defendidas) por otros políticos como Hesse Helms, quien fuera presidente de la Comisión de Asuntos Exteriores del Senado norteamericano entre 1995-2001, el cual no tuvo reparo en señalar que, “los Estados Unidos deben dirigir el mundo llevando la llama moral, política y militar del derecho y de la fuerza, y servir de ejemplo a todos los demás pueblos”. En esta misma línea, se expresaba, igualmente, Thomas Friedman, que fue consejero especial de Madeleine Albright, la Secretaria de Estado norteamericana durante el mandato del presidente Bill Clinton, quien afirmaba con vanidosa rotundidad que, “para que la globalización funcione, América no debe tener miedo a actuar como la superpotencia invencible que es realmente […]. Sin un puño visible, la mano invisible del mercado nunca podrá funcionar”.

    La teoría de la estrategia imperial se encuentra profundamente enraizada en la conciencia americana, independientemente del partido (demócrata o republicano) que ocupe la Casa Blanca. De hecho, esta concepción sobre su supuesta supremacía y liderazgo mundial enlaza con la ideología “mesiánica” del llamado Manifest destiny, el “destino manifiesto” de los EE.UU., expresión ésta que apareció por primera vez en 1845 por parte de John O´Sullivan con motivo de la anexión de Texas a la Unión. El concepto de “destino manifiesto” significa que los EE.UU. tendrían “la misión divina de propagar la democracia y la civilización”, ya que Dios habría confiado, “de forma manifiesta” a los estadounidenses la particular misión de garantizar y, de ser necesario, restablecer, la paz y la justicia en la Tierra”. Ello ha hecho que, en cumplimiento de esta supuesta “misión divina”, los EE.UU. han actuado por su cuenta y riesgo, muchas veces de forma arbitraria y en contra de la deseable diplomacia multilateral, antes indicada, que caracteriza y es la seña de identidad de la ONU.

    Bajo ese “destino manifiesto”, la diplomacia imperial, en vez de ser un adalid de la democracia y los derechos humanos, ha impulsado guerras, ha apoyado a multitud de sanguinarias dictaduras, especialmente en América Latina. Estas son las razones por las cuales la teoría imperial de los EE.UU., que todavía rige amplios sectores y actuaciones de su política exterior, ha hecho que Washington se haya opuesto y nunca haya ratificado el Estatuto de Roma para la creación de la Corte Penal Internacional (CPI) porque, de haberlo hecho, tal y como ha señalado un intelectual tan socialmente comprometido como es Noam Chomsky, la mayor parte de los políticos y presidentes norteamericanos deberían haber sido juzgados, en aplicación de la legislación penal internacional, por haber cometidos crímenes contra la humanidad.

   A modo de conclusión, volviendo a citar a Jean Ziegler, que fue relator y vicepresidente del Comité Asesor de Derechos Humanos de la ONU, hay que señalar que “El juego diplomático de las clases dirigentes de EE.UU. es complejo. Pero, con independencia del partido político que esté en el poder en la Casa Blanca y en el Congreso, las élites dirigentes estadounidenses, en su mayor parte, creen profundamente en su Manifest destiny, en su misión providencial, en suma, en la teoría imperial”. Y ello sigue siendo un riesgo para la paz mundial dado que la capacidad de presión que tienen los EE.UU. para instrumentalizar las gestiones de la ONU en cuestiones conflictivas y, no digamos, cuando se comprueba cómo organizaciones internacionales de la importancia de la OTAN se hallan en gran mediad supeditadas a las decisiones e intereses geoestratégicos, que no providenciales, de Washington.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 1 diciembre 2023)

 

 

 

EL SUEÑO DE LA ONU

 

    Tras la inmensa catástrofe que fue la II Guerra Mundial, la creación de la ONU en 1945 supuso el establecimiento de una institución transnacional y mundial que, afirmando los valores universales, impidiese, como señalaba Jean Ziegler, “el retorno de los monstruos”, de aquellos fascismos que desataron la contienda que ahora concluía.

   La ONU pretendía, también, superar la ineficacia de la Sociedad de Naciones, surgida en 1919, tras el final de la I Guerra Mundial (1914-1918), dado que éste sólo permitía la negociación y el arbitraje entre las naciones en conflicto y carecía de poder coercitivo, esto es, de la posibilidad de recurrir a la fuerza armada cuando fuese necesario. Por estas razones, la Sociedad de Naciones fue incapaz de frenar las anexiones territoriales de la Alemania nazi y de la Italia fascista, tampoco pudo evitar la Guerra de España de 1936-1939, además de contar con el rechazo de la URSS y su debilidad quedó patente por el hecho de que los EE.UU. nunca llegara a formar parte de ella.

    En contraposición con lo sucedido con la fenecida Sociedad de Naciones, la actual ONU, pese a sus limitaciones, sí que contempla la posibilidad del empleo de la fuerza armada, de la “Acción en caso de amenaza contra la paz, de quebrantamiento de la paz y de acto de agresión”, tal y como se recoge en el capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas. En base a ello, la ONU puede actuar en dichos supuestos, contando para ello, además, con el consentimiento de los 5 miembros permanentes del Consejo de Seguridad (EE.UU., Rusia, China, Gran Bretaña y Francia). Así ocurrió en casos tales como las guerras de Corea (1950-1953), Katanga (1960-1964), sur del Líbano (2006), Kuwait (1990) o Irak (2003). Estas intervenciones armadas, avaladas por la ONU, se llevaron a cabo en aras en llamado “Principio de injerencia humanitaria”, aplicable cuando un gobierno viola sistemáticamente los derechos humanos de sus ciudadanos, como una forma de poner la fuerza al servicio del derecho, en aras al principio de “la responsabilidad de proteger”, una obligación que emerge de la Carta de las Naciones Unidas, a pesar de que esta injerencia humanitaria suponga una violación de la soberanía de los Estados en conflicto. De este modo, la ONU ha intentado, con éxito desigual, ser la garante de la paz pues, como dijo Willy Brandt, “la paz no los es todo…pero sin la paz, todo es nada”.

    En la actualidad, la ONU es toda una galaxia en la que cohabitan, junto a su administración central, 23 organizaciones especializadas, altos comisariados, agencias, fondos, programas, etc. La mayor parte de estas instancias son independientes en términos administrativos y cuentan con sus propios presupuestos. Algunas de estas organizaciones han tenido una destacada trayectoria y proyección mundial como, por ejemplo, la Organización Internacional del Trabajo (OIT); la FAO, el Programa Mundial de Alimentos (PMA), el Alto Comisariado para los Refugiados (ACR) o el Alto Comisariado para los Derechos Humanos.

   Jean Ziegler, relator y en su día vicepresidente del Comité Asesor de Derechos Humanos de la ONU, en su libro Hay que cambiar el mundo, reivindica el renacimiento de la ONU y la defensa de la estrategia política de la diplomacia multilateral en contraste con la estrategia imperial impulsada por los EE.UU. o el obstruccionismo que también sufren las Naciones Unidas por otros países como China, Rusia o Israel. En este ámbito, la diplomacia multilateral de la ONU, además de su labor en pro de mantenimiento de la paz en zonas de conflicto, también hay que destacar que ha tenido éxitos importantes en la lucha contra las epidemias a través de la Organización Mundial de la Salud (OMS), como hemos comprobado recientemente durante la crisis causada por la Covid-19. Lo mismo podemos decir del caso de la OIT, fundada en 1919 tras el Tratado de Versalles, momento en el cual sus fundadores estaban convencidos de que la mejora de la suerte de los trabajadores y la justicia social eran condiciones indispensables para lograr una paz universal y durable”.

    Sin embargo, como recordaba Ziegler, en la actualidad la ONU “está anémica” dado que “se ha roto el sueño que la impulsaba, esto es, el deseo de instaurar un orden público mundial”. Pese a ello, hay esperanza porque, como señalaba dicho autor, “el horizonte último de la historia es la organización colectiva del mundo, bajo el imperio del derecho, con la justicia social, la libertad y la paz planetaria como objetivos primordiales”, ideales recogidos en el art. 1º de la Declaración Universal de Derecho Humanos del 10 de diciembre de 1948: “Todos los seres humanos nacen libre e iguales en dignidad y derechos, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”.

    Tal vez por todo ello, Kofi Annan, el que fuera secretario general de la ONU, planteó en 2006 un ambicioso plan para la reforma del Consejo de Seguridad, el cual, lamentablemente, no ha obtenido el apoyo y los resultados deseados. Dicho Plan contemplaba, en primer lugar, que “el derecho a veto” no será admisible con conflictos que impliquen crímenes contra la humanidad. Y, en segundo lugar, Annan planteaba que los asientos permanentes del Consejo de Seguridad deberían de ser rotatorios, de forma que se adaptara en mayor medida a los equilibrios económicos, financieros y políticos actuales, propuesta que, como era de suponer, contó con el rechazo frontal de los 5 miembros permanentes. Por ello, para que la reforma concebida por Kofi Annan se convierta algún día en realidad, dependerá en el futuro de “la intensidad de las presiones que podrá impulsar la sociedad civil internacional”.

    En la coyuntura actual, la situación de la ONU la resume Ziegler como un momento en que “los combates emprendidos son muchos, sus resultados son todavía inciertos. Pero esta sociedad civil internacional, dotada especialmente de las armas de una ONU regenerada, abre el horizonte de un mundo por fin humano”. Un sueño digno de todo esfuerzo para hacerlo realidad.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 11 septiembre 2023)

 

 

UNA QUIEBRA SOCIAL

 

    Estamos asistiendo en multitud de países a lo que Josep Ramoneda define como “formas de avance del autoritarismo post-democrático”, esto es, al preocupante ascenso social y electoral de las derechas autoritarias, de las extremas derechas de distinto signo y cada vez más desacomplejadas y arrogantes. Es por ello que hay que tener muy presente la advertencia de la organización Freedom House que señalaba que, en muchos lugares, “la democracia está asediada y en franco retroceso”.

    Primo Levi, que sobrevivió al infierno de Auschwitz, decía que “cada época tiene su fascismo” y, de hecho, unos meses antes de su suicidio, dio la alerta en la revista New Republic de que un nuevo fascismo, con su cáncer de intolerancia, desprecio y sometimiento, podía nacer bajo otros nombres y era preciso armarse de valor y oponerle resistencia.

   Los neofascismos y movimientos autoritarios actuales ya no asaltan frontal y violentamente las fortalezas de las democracias, sino que las socavan desde su interior, cual nuevos caballos de Troya, y eso es lo realmente peligroso, tal y como expusieron los politólogos Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en su libro Cómo mueren las democracias. En esta misma línea, José Saramago nos advertía con lucidez años atrás de que “los fascismos del futuro no van a tener aquel estereotipo de Hitler o de Mussolini. No van a tener aquel gesto de duro militar. Van a ser hombres hablando de todo aquello que la mayoría quiere oír. Sobre bondad, familia, buenas costumbres, religión y ética. En esa hora va a surgir el nuevo demonio, y pocos van a percibir que la historia se está repitiendo”. Y es que el fascismo no murió con Hitler, Mussolini o Franco, porque las semillas que ellos sembraron han echado raíces en demasiados cerebros fanatizados. Y es que, como en su día dijo el presidente de los EE. UU. Harry Truman, “es más fácil acabar con los tiranos y los campos de concentración que erradicar las ideas que los engendraron”.

    Los neofascismos actuales ya no desfilan por nuestras calles uniformados y con el brazo en alto, sino que visten como cualquiera de nosotros, y lo que es más grave, en los últimos años han tenido la capacidad de “normalizarse” en la sociedad, contando para ello con la inestimable e imprescindible colaboración de las derechas parlamentarias y sus cuestionables pactos, con esas “alianzas fatídicas” que corroen los principios y valores de nuestras democracias. En este sentido, Ian Kershaw decía que “el movimiento fascista, por carismático que sea, sólo puede llegar al poder si las élites tradicionales resultan incapaces de controlar los mecanismos de gobierno y si en último término están dispuestas a ayudar en las maquinaciones para la toma del poder por el fascismo y a colaborar en el gobierno fascista”.

   Toda esta situación, esta involución política reaccionaria a la que asistimos con preocupación, está generando una quiebra social que puede agrandarse en el futuro. Es un tema que hay que tomarse muy en serio pues ignorar esta amenaza, sería tanto como, en palabras de Imanol Zubero, “seguir bailando alegremente sobre la cubierta del Titanic”.

   Un síntoma bien preocupante en este sentido es el auge de las actitudes antiparlamentarias, las cuales surgen, “inevitablemente”, según Franz Neumann, “en cuanto se eligen diputados de un partido progresista de masas que amenazan con transformar el parlamento en instrumento de cambios sociales profundos”: el caso de la situación política de la España actual corrobora plenamente esta afirmación.

    Pero hay más evidencias de estas quiebras sociales, de estos procesos de involución antidemocráticos. En este sentido, para el politólogo Sami Naïr, “las señales de identidad que remiten al pasado” serían: una reacción primaria frente a la gobernanza supranacional, los efectos sociales de la globalización neoliberal, el intento de construir instituciones europeas postnacionales y, el propósito de poner en jaque la actual construcción europea en nombre de la soberanía nacional. Estos malestares concentrados, hábilmente utilizados por los neofascismos, les han permitido lograr crecientes éxitos electorales favorecidos por diversos motivos, tal y como nos recordaba el citado Sami Naïr: el coste humano de la salida de la crisis económica de 2007-2008, la quiebra del pacto social generador del Estado del Bienestar promovido por los democristianos y los socialdemócratas al final de la II Guerra Mundial, así como, también, el aumento de los flujos migratorios, presentados demagógicamente como una supuesta “competencia desleal ante las clases medias urbanas empobrecidas”. Esta es la “política de las emociones”, que no de las “razones”, pero que es suficiente y útil para que la extrema derecha atraiga a una parte de las sociedades defraudadas, lo cual explica, en buena medida, su pesca de votos en los, hasta hace poco, caladeros tradicionales de la izquierda.

   Así las cosas, el historiador Mark Bray, en su libro Antifa: el manual antifascista, propone toda una serie de estrategias para hacer frente al “nuevo fascismo” y, la primera de ellas, es la imperiosa necesidad de tender un “cordón sanitario” por parte de los partidos democráticos frente a las fuerzas y discursos reaccionarios, algo de lo que tendrían que tomar buena nota las derechas parlamentarias y, en el caso de España, el PP, tan proclive y necesitado a pactar con Vox.

   Pero, por encima de todo, resulta fundamental el papel de la ciudadanía consciente, firmemente comprometida en la defensa de los valores democráticos, pues, como decía Jesús Cintora, “un pueblo activo, vivo, reivindicativo, despierto, no resignado, es un activo imprescindible”, no sólo para lograr conquistas y avances sociales, sino, también, para defenderlos de la ola reaccionaria que nos amenaza, de quienes están empeñados en quebrar nuestra convivencia, nuestro Estado de Bienestar y nuestra democracia.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en El Periódico de Aragón, 17 julio 2023)

 

DERECHOS HUMANOS

 

     Mientras la II Guerra Mundial devastaba el mundo, el 14 de agosto de 1941, el presidente de Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt y el premier británico Winston Churchill, hicieron pública la que es conocida como Carta del Atlántico, mediante la cual, se sentaron las bases de la política internacional y los derechos humanos para “lograr un porvenir mejor para el mundo”. Dicho documento, se basaba en cuatro pilares esenciales: el derecho de todo pueblo a elegir la forma de gobierno bajo la que desea vivir; la restitución de los derechos soberanos a los que fueron privados de ellos por la fuerza; la prohibición de la guerra entre Estados a través de un mecanismo coercitivo que asegurase la seguridad colectiva y, la garantía universal del disfrute y protección de todos los derechos humanos, así como el logro de la justicia social en todo el mundo. De este modo, la Carta del Atlántico fue el germen, tras la victoria militar de los aliados frente a las potencias fascistas, de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y de la posterior Declaración Universal de los Derechos Humanos.

    Así las cosas, tras la Asamblea fundacional de la ONU, que tuvo lugar en San Francisco en entre abril-junio de 1945, tuvo lugar un intenso debate entre los delegados de los 50 países asistentes, todos aquellos que habían declarado la guerra a las potencias fascistas, a la hora de ponerse de acuerdo en la lista de los derechos que debían incluirse en una anhelada Declaración Universal de los Derechos Humanos. La falta de acuerdo hizo que se encargase a una Comisión, presidida conjuntamente por Francia y Estados Unidos, la elaboración de dicha Declaración en un plazo de 3 años.

     A partir de este momento, se produjo un serio enfrentamiento, con profunda carga ideológica, entre el bloque formado por la URSS y sus países satélites, y el formado por las democracias occidentales. De este modo, mientras el bloque soviético quería priorizar los derechos económicos, sociales y culturales y, sobre todo, el derecho a la alimentación, los países occidentales, defendían los derechos civiles y políticos (libertad de reunión, de expresión, de conciencia, de religión, de movimiento y del derecho a la autodeterminación de los pueblos). Ello generó, en expresión de Jean Ziegler, “un debate furioso”, con la Guerra Fría como telón de fondo, entre Occidente y la URSS y sus países afines hasta el punto de que el embajador británico clamó contra los regímenes estalinistas que “¡No queremos ningún esclavo bien alimentado!” a lo que el representante de la Ucrania, entonces satélite de Moscú, respondió “¡Incluso los hombres libres pueden morir de hambre!”.

    En esta pugna, venció finalmente el bloque occidental y, por ello, cuando finalmente el 10 de diciembre de 1948 se aprobó en París la Declaración Universal de los Derechos Humanos, quedó patente en ella una fuerte influencia de la declaración de independencia de los Estados Unidos de 1776 y, sobre todo, de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano rubricada en la Francia revolucionaria de 1789. De este modo, los derechos económicos, sociales y culturales, quedaron postergados y tan sólo aparecen mencionados en un solo artículo, el 22º,  y en términos bastante vagos.

    Dicha carencia, fue en gran medida subsanada cuando a instancias del entonces secretario general de la ONU, el egipcio Boutros- Ghali, se ratificó la Declaración de Viena del 25 de junio de  1993. En tan importante documento, se logró incluir que, a partir de entonces, todos los derechos humanos (civiles y políticos, pero también los económicos, sociales y culturales), se declarasen no sólo universales, sino también, indivisibles e interdependientes. Ello supuso un gran avance a la hora de considerar de una forma global los derechos que asisten a todo ser humano sin ningún tipo de distinción y que la comunidad internacional, en este caso, la ONU, y los respectivos Estados, tienen el deber de proteger y garantizar. No obstante, como vuelve a advertirnos Jean Ziegler, en su libro Hay que cambiar el mundo (2018), Estados Unidos se abstuvo y, “hasta el día de hoy, se niegan a reconocer los derechos económicos, sociales y culturales y, en particular, el derecho a la alimentación”, sea esto dicho en demérito de la democracia norteamericana.

     En una entrevista reciente, publicada en El Periódico de Aragón a Guillermo Altares en torno a su libro Los silencios de la libertad, nos advertía de que “la libertad, la democracia y los derechos humanos son un privilegio y que tenemos que luchar por mantenerlos”. Por ello, hoy resulta esencial recordar el valor y la vigencia de los derechos humanos ante el preocupante avance de los neofascismos, en sus diversas versiones, en lo que Josep Ramoneda define como “autoritarismos post-democráticos”, y que se han convertido en la principal amenaza de nuestras democracias. Por ello, es tan importante la defensa de todos los derechos humanos, sin excepción, para garantizar, una vez concluida la II Guerra Mundial, ese porvenir mejor para el mundo que, a bordo de un embravecido océano, soñaron Roosevelt y Churchill a bordo del buque USS Augusta, mientras navegaba, “en algún punto del Atlántico”.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 23 mayo 2023)

 

 

LOS GUARDARRAÍLES DE LA DEMOCRACIA

  

     Con este título, podemos leer un capítulo del interesante libro escrito por Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, politólogos de la Universidad de Harvard titulado Cómo mueren las democracias (2018). Si partimos del símil de que la democracia es un tren que no debe descarrilar, la idea central de dicho capítulo es que, para evitarlo, la sociedad debe mantener todo un conjunto de sólidas normas democráticas que, aunque no figuren en el texto de una Constitución, sean “ampliamente conocidas y respetadas” para evitar que “la pugna política cotidiana desemboque en un conflicto donde todo vale”. En este sentido, Letitsky y Ziblatt señalan dos normas que resultan básicas pues, ambas, “se apuntalan mutuamente”, cual son la tolerancia mutua y la contención institucional.

     La tolerancia mutua entre adversarios políticos parte del supuesto de que “siempre que nuestros adversarios acaten las reglas constitucionales, aceptamos que tienen el mismo derecho a existir, competir por el poder y gobernar que nosotros”. Por ello, la tolerancia mutua es la disposición colectiva de los políticos a acordar no estar de acuerdo, a considerarse como contrincantes, que no enemigos, algo que hay que evitar de todos los modos posibles, pues “cuando los partidos rivales se convierten en enemigos, la competición política deriva en una guerra y nuestras instituciones se transforman en armas” y, por ello, como señalan dichos autores, el resultado es “un sistema que se halla siempre al borde del precipicio”.

    En cuanto a la otra norma básica, la contención institucional, se basa en la voluntad de “evitar realizar acciones que, si bien respetan la ley escrita, vulneran a todas luces su espíritu” y, por ello, significa una renuncia expresa al empleo de trucos sucios y a tácticas brutales mediante las cuales intentar lograr un determinado rédito político o electoral. En este sentido, se incluiría el rechazo a las tácticas de filibusterismo político como forma de bloquear la aprobación de determinadas leyes. Para ello, se precisa de dosis de cortesía que evite los ataques personales y moderación en el uso del poder personal con el fin de no generar un antagonismo manifiesto en la vida política.

     De no existir estos dos guardarraíles políticos, se entraría en lo que el politólogo Eric Nelson definía como “un ciclo de extremismo constitucional creciente”, como ocurrió en la crispación política vivida en Chile y alentada por la derecha extrema tras la victoria electoral de la Unidad Popular en 1970 y que culminó con el golpe de Estado del general Pinochet el 11 de septiembre de 1973. Y es que la “polarización” puede despedazar las normas democráticas ya que genera una percepción de “amenaza mutua” entre las fuerzas políticas confrontadas, lo cual dinamita la convivencia, tanto institucional como social, y alienta el auge de los grupos antisistema que rechazan las reglas democráticas. Por ello, es importante tener presentes los planteamientos de Martin Van Buren, para sustituir la política de enfrentamiento total por la tolerancia mutua, pues, como decía George Washington, modelo de contención presidencial, “el poder se conseguía mostrando disposición a ceder”.

    Pero no siempre fue así. Tomando el modelo de los Estados Unidos, hay que recordar el período de los negros años del MacCartismo, ejemplo patente de un auténtico asalto a la democracia norteamericana por su visceral campaña anticomunista en los años más intensos de la Guerra Fría. Y es que, “conforme los guardarraíles de la democracia se debilitan, nos volvemos más vulnerables a los líderes antidemocráticos”. Además, cuando se erosionan estas normas de contención, los partidos empiezan a comportarse como partidos políticos antisistema y el síndrome de la polarización política, se extiende incrementando “una honda hostilidad” entre los partidos y se agudizan las diferencias ideológicas. Un ejemplo evidente, y reciente, de este descarrilamiento democrático tuvo lugar en Estados Unidos durante la presidencia de Donald Trump (2016-2020), una amenaza que vuelve a vislumbrarse, de nuevo en el horizonte político norteamericano con sus consecuencias fatales en el conjunto de las relaciones políticas internacionales. Trump vuelve a lanzar de nuevo todo su arsenal antidemocrático para volver a ocupar la Casa Blanca: ataques viscerales a sus adversarios políticos, dudar de la legitimidad e imparcialidad del Poder Judicial, cuestionar los resultados electorales, uso de la mentira de forma sistemática, falta de civismo político y absoluto desprecio por la prensa libre e independiente. Trump ha vuelto, con todo ello, a enfangar el tablero político y no parece preocuparle que la democracia, en Estados Unidos, o en cualquier otro país, descarrille, toda una caja de Pandora que los admiradores del trumpismo, bien sean el bolsonarismo en Brasil o Vox en España, que se ha hartado de calificar de “ilegítimo” al actual Gobierno de coalición progresista, no dudan en poner en práctica siempre que tienen ocasión. Hemos de estar alerta, porque, como nos advierten Levitsky y Ziblatt, y tal y como estos días comprobamos con las protestas cívicas y las masivas movilizaciones ciudadanas contra las medidas reaccionarias y antidemocráticas que intenta implantar el gobierno de Benjamin Netanyahu en Israel, “ningún dirigente político por sí sólo puede poner fin a la democracia, y tampoco ningún líder político puede rescatarla sin la ciudadanía. La democracia es un asunto compartido. Su destino depende de todos nosotros”.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 17 abril 2023)