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Kiryat Hadassa: el blog de José Ramón Villanueva Herrero

Economía global

EL PODER DE LA FARMACOCRACIA

EL PODER DE LA FARMACOCRACIA

 

      La actuación de las grandes empresas farmacéuticas, fabricantes de las vacunas con las que combatir la pandemia del Covid-19, ha puesto de manifiesto el poder, no sólo económico, sino también de presión sobre los gobiernos, que están demostrando tener, una “farmacocracia” que, en ocasiones, se impone sobre las decisiones soberanas de los estados, sobre la misma democracia.

      Esta situación no es nueva, pues ya por el año 2009, denunció esta situación, con motivo de la campaña de vacunación contra la gripe A la doctora Teresa Forcades que es, también, monja benedictina y teóloga progresista. Entre otras cosas, la Hermana Teresa advertía, en medio del excesivo alarmismo generado en torno a aquella pandemia, de que se desconocían sus efectos secundarios, así como de los grandes intereses económicos que tenían las industrias farmacéuticas en este tema, como era el caso de la comercialización del célebre Tamiflú de la empresa Roche.

    No era la primera vez que la Hna. Teresa Forcades advertía sobre los oscuros intereses que mueven a las grandes corporaciones farmacéuticas mundiales y los inmensos beneficios obtenidos por éstas. Así, en su documentada obra Los crímenes de las grandes compañías farmacéuticas (Edicions Cristianisme i Justícia, 2006), nos ofrece una imagen demoledora de las presiones y negocios de la industria farmacéutica a nivel mundial, hasta el punto de que ésta ha sido capaz de imponerse a las decisiones de los gobiernos, pudiéndose por ello hablar de una “farmacocracia” en determinados sectores de la política y la economía internacional que sufren, sobre todo, los países del Tercer Mundo y que en el caso de los Estados Unidos, el poder de las grandes compañías farmacéuticas las ha convertido en un sector tan estratégico para la economía americana como lo es el petrolífero.

   El extraordinario poder político y económico de las grandes compañías farmacéuticas se incrementó tras la aprobación por el Gobierno Reagan de la Ley de Extensión de Patentes (1984), también conocida como Ley Hatch-Waxman, y la posterior creación de la Organización Mundial del Comercio (OMC) (1994) que, como señala la Hna. Teresa, tenía por objetivo “asegurar que la globalización no atentara contra los intereses del gran capital”.

     Pese a que Médicos Sin Fronteras (MSF) lanzó una campaña internacional para el acceso a las medicinas esenciales a precios asequibles mediante la cual se permitía a determinados países como India, Brasil o Sudáfrica producir genéricos a precios muy bajos para combatir el SIDA en los países del Tercer Mundo, las presiones de la industria farmacéutica, que no estaba dispuesta a renunciar a los inmensos beneficios de sus patentes, truncaron el proceso. De hecho, en los últimos años se ha aumentado la protección sobre las patentes farmacéuticas mediante el Acuerdo sobre Derechos de Propiedad Intelectual vinculados al Comercio (ADPIC) (1995), lo cual ha producido un brutal impacto en la comercialización de los antirretrovirales para combatir el SIDA, enfermedad que causa 3 millones de muertes/año en África. En consecuencia, y por imperativo de los acuerdos de la OMC, se obliga a que, desde 2005,  la comercialización de todos los medicamentos esté sometida al sistema de patentes (aunque sus precios sean abusivos en el Tercer Mundo), impidiendo de éste modo la producción legal de genéricos mucho más baratos: en este sentido, Teresa Forcades alude a que los genéricos producidos en Brasil habían reducido su coste un 79 % o que un producto como el Fluconazol, destinado a combatir el SIDA, elaborado por la farmacéutica Pfizer costaba entre 14-25 euros, mientras que su genérico valía solamente 0,75 euros. Por si esto fuera poco, las grandes compañías se negaron a comercializar en los países pobres los medicamentos que no les aportaban suficientes beneficios (sus márgenes brutos oscilan entre el 70-90 %): este fue el caso del retroviral Kaletra, que no necesitaba refrigeración lo cual lo hacía idóneo en los países del África Subsahariana,  y que dejó de comercializarse porque la empresa Abbott lo consideró “poco rentable”.

    La Hna. Teresa Forcades, que trabajó tres años como médico residente en el Hospital de Buffalo, la segunda ciudad más importante del Estado de Nueva York, era valiente al afirmar que el actual sistema de patentes farmacéuticas favorece los abusivos intereses de la industria a expensas del bien común, siendo especialmente injusto con los países subdesarrollados, los cuales deberían de estar exentos de las obligaciones ligadas a la propiedad intelectual, especialmente en el caso de los medicamentos esenciales, por todo lo cual  resulta cada día más urgente avanzar hacia un nuevo y más justo sistema mundial de patentes.

    Otro de los aspectos importantes denunciados por la Hna. Teresa era cómo la investigación farmacéutica se guía exclusivamente en función del beneficio económico potencial a obtener. Tal es así que en un informe de MSF titulado Desequilibrio fatal (2001) para el estudio de las enfermedades olvidadas, se concluye que “las enfermedades que afectan principalmente a los pobres se investigan poco y las que afectan sólo a los pobres no se investigan nada”. Es lo que se ha denominado “desequilibrio 10/90”, esto es, que sólo el 10 % de la investigación sanitaria mundial está dedicada a enfermedades que afectan al 90 % de los enfermos del mundo (malaria, tuberculosis, enfermedad del sueño (tripanosomiasis africana), enfermedad de Chagas, enfermedad de Buruli, dengue, leishmaniosis, lepra, filariasis, esquistosomiasis). Por el contrario, el 90 % de las investigaciones se dedican a otras “prioridades” mucho más rentables como los tratamientos de impotencia, obesidad e insomnio que afectan al 10 % de la población, esto es, al Primer Mundo. En este sentido, sólo con la píldora Viagra, comercializada por Pfizer, la principal compañía farmacéutica americana, ya en el año 2001 obtuvo unos beneficios anuales superiores a los 1.500 millones de dólares, cantidad que ha seguido aumentando y que convierte a la Viagra en el principal “blockbuster” (medicamento con un volumen de ventas superior a los 1.000 millones dólares/año) del mercado en Occidente.

    Por todo lo dicho, la estrategia farmacéutica de las grandes compañías se basaría en comercializar y hacer propaganda intensa de medicamentos inútiles, nocivos e incluso mortales como el antidepresivo Zoloft (de Pfizer), o los productos anticolesterol Lipoday, Chostat, Staltor (de Bayer) o los antiinflamatorios Vioxx (de Merck) o Bextra y Celebrex (de Pfizer), algunos de ellos ya retirados del mercado por sus nocivos efectos ; explotar al máximo los medicamentos (incluidos los esenciales) en forma de monopolio y en condiciones abusivas que no tienen en cuenta las necesidades objetivas de los enfermos ni su capacidad adquisitiva; reducir las investigaciones de las enfermedades que afectan principalmente a los pobres porque no les resultan rentables y concentrarse en los problemas de las poblaciones de alto poder adquisitivo, aunque no se trate de “enfermedades”, como es el caso de los medicamentos antienvejecimiento y, finalmente,  forzar las legislaciones nacionales e internacionales a que favorezcan sus intereses, aunque sea a costa de la vida de miles de personas. En este sentido el lobby farmacéutico americano, agrupado en PhRMA, que controla el 60 % de las patentes de medicinas mundiales y los 50 medicamentos más vendidos, tiene un papel determinante y se convierte así en una auténtica “farmacocracia”.

    Ante este panorama, la conclusión de Teresa Forcades supone todo un reto para la política y la defensa de una sanidad pública mundial verdaderamente solidaria con las necesidades del Tercer Mundo. Por ello, la industria farmacéutica y sus intereses económicos requieren de una urgente y más justa regulación política que priorice el bien común, esto es, el derecho universal a la salud y no sólo la búsqueda de una rentabilidad económica de unas compañías.

    Al igual que ocurrió en 2009 con la pandemia de la gripe A, la situación ha vuelto a plantearse en la actualidad con la misma crudeza e intensidad a la hora de hacer frente al Covid-19 y, por ello, como entonces nos recordaba Teresa Forcades, una monja benedictina, una doctora comprometida y valiente, resulta un deber moral y político el exigir un mayor control democrático y legislativo internacional que ponga fin a los abusos de la industria farmacéutica.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en Nueva Tribuna, 7 febrero 2021)

 

 

DELIRIOS NACIONALISTAS EN TIEMPOS GLOBALIZADOS

DELIRIOS NACIONALISTAS EN TIEMPOS GLOBALIZADOS

 

     Estamos asistiendo a una eclosión de movimientos nacionalistas de todo signo y condición, desde los casos de Polonia y Hungría, a los más cercanos del secesionismo catalanista y el españolismo ultraconservador de Vox, y todo ello en momentos en los cuales la globalización parecía haber difuminado las viejas fronteras nacionales.

    Yuval Noah Harari, en su libro 21 lecciones para el siglo XXI (2020) dedica su capítulo-lección 7º a realizar unas interesantes reflexiones sobre el nacionalismo en el tiempo actual. Parte de la idea de que los vínculos y afectos a la nación no tienen por qué ser negativos, razón por la cual el intelectual israelí considera que “las formas más moderadas de patriotismo figuran entre las creaciones humanas más benignas". No obstante, el problema surge cuando ese patriotismo se convierte en “ultranacionalismo patriotero”, cuando se sublima a la nación como única y superior a todas las demás, actitud que se convierte en “terreno fértil para conflictos violentos” y ahí están las dos guerras mundiales del pasado siglo para corroborarlo.

     La idea de que el nacionalismo excluyente era el preludio de una guerra empezó a cambiar a partir de 1945 ya que, tras Hiroshima, la gente empezó a pensar que el nacionalismo podía llevar a una guerra nuclear, al riesgo cierto de una aniquilación total. Fue entonces cuando se empezó a desarrollar una conciencia de “comunidad global”, pues sólo la conciencia unitaria de la humanidad podía contener al “demonio nuclear”, una causa común que unía pueblos y naciones ante esta amenaza.

     No obstante, las consecuencias de la crisis global de 2008 y de la actual pandemia del covid-19 han evidenciado un resurgir del nacionalismo, se han alentado políticas proteccionistas, se han cerrado fronteras, se mira con rechazo al extranjero, porque ante un incierto futuro, “la gente de todo el mundo busca seguridad y sentido en el regazo de la nación”.

     Frente a esta situación, en este convulso siglo XXI, tal como nos recuerda Harari, la humanidad tiene ante sí tres retos comunes: el riego nuclear, el del cambio climático y el del reto tecnológico, los cuales “ponen en ridículo todas las fronteras nacionales” y que sólo pueden resolverse mediante una cooperación global que aúne voluntades.

    El primer reto, el nuclear, al cual se enfrentó con éxito la humanidad durante los tensos tiempos de la Guerra Fría, parece haber resurgido en estos últimos años en los cuales Rusia y EE.UU. se han embarcado en una nueva carrera de armas nucleares que amenazan con destruir los logros de la distensión entre las superpotencias tan duramente ganados en las últimas décadas.

    El segundo reto, y no menos importante, es el ecológico. Ahí está el grave y acuciante problema del cambio climático con el riesgo de llegar a un punto de inflexión que lo hiciera irreversible con las catastróficas consecuencias que de ello se derivarían. Harari es rotundo al afirmar que “cuando se trata del clima, los países ya no son soberanos” y, por ello, el aislamiento nacionalista  puede ser incluso más peligroso que el riesgo de guerra nuclear ya que, mientras ésta a todos nos amenaza y todos tenemos el mismo interés en evitarla, el calentamiento global tiene impactos diferentes en cada nación: mientras unos países están plenamente concienciados de la amenaza que ello supone, el escepticismo es la actitud habitual de la derecha nacionalista, desde Trump a Bolsonaro, desde el primo de Rajoy a las posiciones negacionistas de Vox y es que, “ya que no hay respuesta nacional al problema del calentamiento global, algunos políticos nacionalistas prefieren creer que el problema no existe”.

    El tercer reto es el tecnológico ante el cual el estado-nación es “el marco equivocado” para enfrentarse a las amenazas derivadas de la infotecnología, la biotecnología y a hipotéticas situaciones futuras como la implantación de manipuladoras dictaduras digitales.

     Y a estos tres retos globales, como las circunstancias actuales nos demuestran, habría que añadir un cuarto: la acción coordinada a nivel planetario para hacer frente a la pandemia del covid-19 que nos amenaza a todos, sin distinción de naciones, razas o ideologías.

     Ante estos retos, ante estas amenazas existenciales globales, todas las naciones deberían hacer causa común y por ello, mientras el mundo siga dividido en naciones rivales, será muy difícil hacerles frente de forma eficaz. Ello no significa abolir las identidades nacionales ni denigrar toda expresión de patriotismo. Harari pone como ejemplo el texto (no ratificado) de la Constitución Europea de 2004 en el que se afirma que “los pueblos de Europa, sin dejar de sentirse orgullosos de su identidad y de su historia nacional, están decididos a superar sus antiguas divisiones y cada vez más estrechamente unidos a forjar un destino común”. De este modo, mientras que existe una economía global, una ecología global y una ciencia global, todavía estamos empantanados en políticas de ámbito exclusivamente nacional, lo cual impide al sistema político enfrentarse de forma efectiva a nuestros principales problemas como sociedad global. De este modo, el futuro pasa por, una vez excluidos los voceros patrioteros que todo pretenden arreglar enarbolando bandera que dividen y enfrentan, optar por un buen nacionalismo que, integrado en organismos supranacionales como es la Unión Europea, tenga una visión globalista del mundo y de los problemas que afectan al conjunto de la humanidad.

     A modo de conclusión, Harari nos recuerda que, “si queremos sobrevivir y prosperar, la humanidad no tiene otra elección” que completar las lealtades locales y nacionales con otras “obligaciones sustanciales hacia la comunidad global”. De este modo, nosotros, ciudadanos del siglo XXI, debemos compatibilizar lealtades múltiples, no sólo con nuestro ámbito local (familia, vecindad, profesión) y nacional, sino también con dos nuevas e imprescindibles lealtades globales, esto es, para con la Humanidad y también para con el Planeta Tierra, con todo lo que ello comporta de compromiso cívico consecuente.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 3 agosto 2020)

 

 

LA GOBERNANZA NECESARIA

LA GOBERNANZA NECESARIA

 

     La actual situación de pandemia global está propiciando profundos cambios en muchos aspectos de nuestra vida, valores y modelo social cuya magnitud se intuye, aunque todavía no sabemos a dónde nos va a conducir. En un reciente y brillante artículo de Cristina Monge titulado “Algunas encrucijadas que definirán la sociedad postcoronavirus”, tras reconocer que ya nada será como antes, planteaba que nos hallamos ante dos serios desafíos, el científico-sanitario, obvio, pero también el de las ideas, el cuestionamiento de nuestro modelo económico y social que nos ha abocado a la actual situación.

     Vivimos unos tiempos en que los Estados nacionales han sido desplazados por los grandes poderes económicos como actores determinantes de la política internacional. En esta intrincada selva en la que domina el neoliberalismo, en la que, como decía Zygmunt Bauman, esos conglomerados empresariales, de localización incierta, pero de actuación global y sin fronteras, escapan a cualquier control político y se sienten impunes dado que no deben dar cuenta de sus actuaciones ante ningún electorado, algo esto último, que resulta esencial en cualquier sociedad democrática. Al estar fuera de control, desbocados, voraces e insaciables, los grandes poderes económicos imponen sus reglas con arreglo a sus intereses, mueven los hilos de la deslocalización con el mismo descaro con que, por su afán de lucro desmedido, condicionan las decisiones de los Estados y gobiernos legítimos. Y es que, como señalaba Daniel Innerarity en su libro Política para perplejos (2018), los cambios producidos en el mundo contemporáneo afectan a la política de forma radical y todo parece indicar que se trata de cambios “irreversibles”, que no responden a una moda pasajera, sino que son estructurales, entre ellos, la globalización de la economía y la configuración de la sociedad del conocimiento.

     Se habla con frecuencia de “la crisis de la política” la cual, como apunta Innerarity, respondería a problemas tales como que la política “no hace aquello para lo que estaba prevista”; la existencia de una falta de adecuación ante problemas nuevos como es el caso de los efectos negativos de la globalización.  Es por todo ello que resulta imprescindible buscar un dique de contención, un modelo alternativo que pueda ejercer unas funciones similares al desbordado Estado-nación en una dimensión global, máxime en las circunstancias actuales en las cuales la pandemia producida por el Covid-19 ha demostrado lo anacrónicas que resultan las viejas fronteras nacionales. La triste realidad de los hechos nos ha puesto de manifiesto que, en nuestro mundo globalizado, las instituciones supranacionales han sido incapaces de actuar de forma coordinada, y que en el caso de la Unión Europea, las resistencias de algunos gobiernos están minando el ideal europeísta en aras a un nostálgico anhelo de volver a encerrarse tras las viejas fronteras nacionales. Y, sin embargo, ahora es cuando más necesario resulta el reivindicar el concepto de una “globalización inteligente” como decía Cristina Monge, de una “gobernanza global”.

     El concepto de “gobernanza” surge ante la necesidad de oponer una alternativa frente a la idea neoliberal de un modelo de Estado reducido a su mínima expresión, que ha desmantelado el sector público, y sin embargo tan necesario y vital como los hechos recientes han demostrado, una gobernanza que sea capaz de fijar los parámetros democráticos y de planificación económica que beneficien al conjunto de la ciudadanía. Esa es la razón de ser actual de los conceptos de gobernanza, así como los de “Estado activador” y de “sociedad civil” como respuesta y contrapeso a la creciente desestabilización neoliberal.

     El nuevo concepto de “gobernanza” tiene tres ámbitos diferenciados. En primer lugar, desde una perspectiva política, hace referencia a las nuevas formas de gobernar tanto dentro como por encima de las limitadas fronteras del Estado-nación y ello supone, en palabras de Innerarity, “una transformación de la estabilidad en las democracias que se ve obligada a transitar desde las formas jerárquicas y soberanas hacia modalidades más cooperativas”. Desde el ámbito económico, la gobernanza plantea la necesidad de regulación de los mercados internacionales y, tras el postcoronavirus, con una economía en estado de shock, que exigirá una reestructuración de las políticas económicas y fiscales a nivel global, reclama la salvaguardia de lo público y de las políticas de protección social. En esta línea, como señalaba Joseph Stiglitz, “en un mundo en el que la política se confía a las representaciones cuantitativas, la lucha por el modo de medir se ha convertido ya en una tarea genuinamente democrática” y, por ello, planteaba, a la hora de calcular el PIB de las naciones, el incluir temas tales como las desigualdades sociales o las cuestiones medioambientales. Y, finalmente, desde un ámbito jurídico, la gobernanza ofrece una nueva perspectiva en cuestiones que van desde la reforma de las Administraciones públicas a la función del Derecho en un mundo globalizado.

    A modo de síntesis, el concepto de gobernanza, en sentido amplio, hace referencia, retomando las palabras de Innnerarity, a todo “un profundo cambio en la acción social y en las formas de gobierno de las sociedades contemporáneas, que deben resituarse en medio de un ámbito, no exento de tensiones, configurado por el Estado, el mercado y la sociedad, en un contexto marcado por la globalización y la interdependencia”. Por todo lo dicho, el concepto (y la necesidad práctica) de la gobernanza democrática supone hoy en día la posibilidad de salvar el poder político de la devastación económica y social generada por las políticas neoliberales y, al mismo tiempo, y no por ello menos importante, de transformar profundamente la sociedad para que el ciudadano, y no el negocio económico, vuelva a ser el eje de toda acción política digna de tal nombre. Por todo ello, ante la necesidad de encarar de forma global la devastadora pandemia que nos atenaza, con sus consecuencias sanitarias, económicas y sociales que de ella se derivan, resulta preciso impulsar, cada vez más, el ideal de una gobernanza global regida por valores democráticos, de justicia social y de solidaridad.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 6 abril 2020)

 

 

 

 

 

CAMBIO DE ÉPOCA

CAMBIO DE ÉPOCA

 

     Tal vez no seamos plenamente conscientes de que estamos asistiendo a un “cambio de época” con respecto a lo que hacíamos y vivíamos hasta hace bien poco tiempo y para el que todavía no tenemos capacidad de vislumbrar su futuro. Sin embargo, varios rasgos caracterizan a este cambio de época.

    En primer lugar, todo parece indicar que nos hallamos ante el final del llamado “contrato social”, ese pacto tácito entre el capitalismo industrial y el trabajo que dio lugar al llamado Estado del Bienestar. Este pacto, mediante el cual se otorgaba al Estado un papel redistributivo y corrector de las desigualdades generadas por la economía de libre mercado a través de un sistema fiscal progresivo y la aplicación de políticas sociales dirigidas a establecer una serie de derechos sociales considerados de carácter universal, se ha ido resquebrajando con el pretexto de la crisis global que se inició en 2008.

     La otra característica fundamental es, en palabras de Zygmun Bauman, “el divorcio entre el poder y política” y es que, en la actualidad, con la globalización, “el Estado-nación ha sido incapaz de controlar y regular la actividad financiera promovida por los mercados globales”. En consecuencia, se ha producido “una asimetría creciente entre la esfera reguladora del Estado y el marco de actuación del poder financiero” y, por ello, como señalaba el politólogo polaco recientemente fallecido, “hoy el poder ya es global, la política sigue siendo lastimosamente local” y, por ello, la globalización ha facilitado la movilidad de capital y el que las grandes corporaciones busquen mano de obra y costes de producción más baratos, razón que explica el elevado número de deslocalizaciones industriales.

    Finalmente, todo este “cambio de época” se apoya en el arrogante triunfo del pensamiento neoliberal, del cual Margaret Thatcher, una de sus principales impulsoras, dijo en su día que “no hay alternativa” ante el nuevo dogma neoliberal que se resume en tres ideas-clave: individualismo, libertad absoluta de mercado y Estado mínimo.

    Ante esta situación, resulta necesario construir una alternativa de transformación social que implique la confluencia de las fuerzas de izquierda y los movimientos sociales de forma dinámica, flexible y abierta a la construcción permanente. Según Emilio Santiago Muiño esta alternativa debe partir de “una realidad en red viva y muy diversa que entrelaza confluencias y alianzas de una pluralidad de colectivos y actores sociales extremadamente diversos”. Por ello, según Jesús Sanz, una propuesta de emancipación social debe tener presente una apuesta decidida por una sociedad que avance hacia la equidad y la justicia social para evitar así que la desigualdad alcance “niveles escandalosos” y que se base en mecanismos de redistribución social tales como una fiscalidad justa, la lucha contra los paraísos fiscales, servicios públicos de carácter universal y otras medidas tales como la fijación de salarios mínimos y máximos. También son necesarias propuestas que ahonden en la democracia y en la participación ciudadana para así pasar a lo que Boaventura de Sousa Santos considera que debería de ser “una democracia de alta intensidad” que vaya más allá de la elección de gobernantes y que esté asociada, en opinión de Ángel Calle, a la apertura de “procesos de participación y autogobierno sobre la base de bienes comunes y derechos sociales que se fortalecen desde las instituciones sociales”.

     A todo lo dicho se añade la necesidad de dar respuesta al contexto de crisis ecológica y civilizatoria en la que nos encontramos, lo cual pasa por rechazar el crecimiento ilimitado para evitar el colapso ecosocial. Ello supone apostar por una economía al servicio de las personas, que garantice un mínimo vital que permita vivir con dignidad y que iría en la línea de reivindicar una renta básica universal y, también, construir una economía que se ajuste a los límites impuestos por el planeta y que asuma tanto el interesante concepto de la justicia ambiental junto a la justicia social como ámbitos indisolubles.

     En definitiva, ello supone avanzar hacia un modelo de producción económica más justo, democrático y sostenible, que se sustente en los valores de la cooperación, la equidad, la participación y el compromiso con el entorno. A modo de conclusión, Jesús Sanz recoge una nítida percepción de la realidad actual al señalar que, “a pesar de no contar con un relato alternativo muy definido que se contraponga al “no hay alternativa” y a la crisis de las utopías, existe una conciencia de que las cosas no van bien, y cada vez parece haber más partidarios que comparten la necesidad de transitar por caminos diferentes ante la gravedad de la situación actual”. Y es cierto.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 2 mayo 2019)

 

 

 

 

LA CRISIS QUE NOS CAMBIÓ

LA CRISIS QUE NOS CAMBIÓ

 

     Resulta evidente que la crisis global iniciada en 2008 ha socavado los cimientos de nuestro modelo de Estado del Bienestar y esta devastación ha tenido un soporte ideológico, el neoliberalismo, que ha dado muestras de una codicia desmedida, abanderando así un agresivo fundamentalismo antisocial. Este fenómeno ha sido analizado por Naomi Klein en su libro Doctrina del shock, obra en la que condena de forma contundente los abusos de lo que llama “capitalismo del desastre” y nos recuerda que fue Milton Friedman, el ideólogo de la “doctrina del shock”, el que aconsejó a los políticos que aprovecharan los momentos inmediatamente posteriores a una crisis, bien fuera ésta producido por ataques terroristas, desastres naturales u otras catástrofes, para aplicar políticas impopulares tales como restricciones de libertades, ajustes presupuestarios, privatizaciones, desregulaciones de precios o supresión de programas públicos de contenido social, antes de que la gente pudiera reaccionar, consejos que muchos de ellos cumplieron con su fervor neoliberal. Igual que ahora, más recientemente, el miedo al terrorismo internacional y a la inmigración está propiciando el cierre de fronteras en determinados países de la civilizada Unión Europea y dando origen a preocupantes rebrotes de xenofobia y racismo alentados desde sectores de la extrema derecha.

     Hasta el Papa Francisco ha denunciado los efectos perversos del neoliberalismo al criticar “las ideologías que promueven la autonomía absoluta de los mercados y la especulación financiera, negando el derecho de control de los Estados, encargados de velar por el bien común”, una tiranía que carece de ética, que exalta el dinero y el poder y que denigra la vida y dignidad de las personas.

     Volviendo la vista atrás sentimos que durante la crisis se hicieron las cosas muy mal ya que, como Keynes dijo, “la expansión y no la recesión es el momento idóneo para la austeridad fiscal” y, en esta misma línea, Krugman recordaba que recortar el gasto público cuando la economía se halla en depresión, la deprime todavía más, razón por la cual la austeridad debe esperar a que se produzca una fuerte recuperación económica, y no al contrario, lo cual desmiente el falso mito de la “austeridad expansionista” defendido por las políticas conservadores como único camino para salir de la crisis.

     Hemos sufrido una grave crisis gestionada por unos malos gobernantes, lo cual recuerda el texto de Tomás Moro en su célebre Utopia cuando decía que “quien no sabe regir a su pueblo sino despojándole de todas las comodidades de la existencia, no tiene ningún derecho a gobernar hombres libres, y es conveniente que se retire dada su ineptitud, pues toda incapacidad conduce al odio y al desprecio del pueblo”. Y toda esta situación, esta avasalladora avance de las agresivas políticas antisociales del neoliberalismo coinciden con una profunda debilidad de la socialdemocracia a nivel internacional, desnortada y confusa tras perder gran parte del apoyo de los colectivos sociales que eran sus tradicionales apoyos electorales al no haber sido capaz de defender con firmeza y convicción una alternativa coherente y creíble frente al azote de la devastación neoliberal que hemos sufrido.

    Por lo que se refiere a España, tal y como señalaba Noam Chomsky en la introducción del libro de Vicenç Navarro, Juan Torres y Alberto Garzón Hay alternativas. Propuestas para crear empleo y bienestar en España, estamos asistiendo a lo que define como una “guerra de clases unilateral”, esto es, a la agresión de la clase capitalista hacia las clases media y trabajadora, las cuales resultan cada vez más proletarizadas. Por su parte, Vicenç Navarro piensa que la única alternativa es que esta guerra (recuperando el concepto de lucha de clases) sea bilateral y que la mayoría de la ciudadanía, la que deriva sus rentas del trabajo se rebele por todos los medios, siempre y cuando no sean violentos, a fin de parar/revertir aquella agresión, y de ello hemos tenido claros ejemplos en las movilizaciones en defensa de la sanidad y la enseñanza pública o en la lucha de los pensionistas reclamando unas pensiones dignas. Es por ello que, según Vicenç Navarro, nos hallamos en un momento terminal de aquella Transición “profundamente inmodélica, que nos dio una democracia profundamente limitada y un bienestar sumamente insuficiente”, por lo que resulta necesario caminar hacia una Segunda Transición que abra nuevos cauces hacia una democracia más completa y un mayor bienestar social.

     A partir de ahora, ya nada será igual a la realidad previa a 2008, a los tiempos anteriores a esta crisis que nos cambió. La duda es siempre la misma: si caminamos, con todas sus dudas e incertidumbres hacia un futuro más justo y equitativo o aceptamos resignadamente los designios de quienes pretenden hacer retroceder el reloj de la historia a las condiciones sociales y de explotación económica del s. XIX. De nosotros depende.

 

     José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 20 enero 2019)

 

 

EL CAMBIO CLIMATICO LO CAMBIA TODO

EL CAMBIO CLIMATICO LO CAMBIA TODO

 

     La XXI Conferencia sobre Cambio Climático celebrada en París en 2016 fue decisiva para afrontar el gravísimo problema del calentamiento global que afecta a nuestro planeta. Allí se ratificó el conocido como Acuerdo de París en el cual se fijaron una serie de medidas para lograr la reducción de las emisiones de Gases de Efecto Invernadero (GEI) y, de este modo, como se señalaba en su artículo 2º, “reforzar la respuesta mundial a la amenaza del cambio climático en el contexto del desarrollo sostenible y de los esfuerzos por erradicar la pobreza”. Este Acuerdo, del cual se ha desentendido con la irresponsabilidad que lo caracteriza el presidente norteamericano Donald Trump, pretende limitar el aumento de la temperatura media global del planeta por debajo de los 2º C con respeto a los niveles pre-industriales y hacer esfuerzos para limitar dicho aumento a 1,5º C, así como el de lograr emisiones netas de carbono cero en la segunda mitad de este siglo para así conseguir un equilibrio entre las emisiones  y la absorción de las mismas, en lo que se conoce como “Neutralidad en carbono” o “nueva economía hipocarbónica”, objetivo éste que ya contemplan las legislaciones de Francia, Islandia, Nueva Zelanda o Suecia.

     Estos objetivos que pretenden frenar el cambio climático, tema éste que debería ser contemplado en el texto de la Constitución, plantean la necesidad de avanzar hacia una transición energética gradual y ordenada, hacia otro modelo de desarrollo que no hipoteque el futuro medioambiental de nuestro planeta y que, consecuentemente, sea sostenible. Ello va a suponer el fin de los combustibles fósiles, como es el caso del carbón y, también, un cambio radical en el sector del automóvil que, en los próximos años deberá de ir abandonando los carburantes convencionales de gasoil o gasolina. El cambio es necesario, más aún, inaplazable, si no queremos que los negativos efectos del cambio climático sean irreversibles.

     Estas son las consecuencias derivadas del Acuerdo de París y que se irán haciendo efectivas en un futuro inmediato. Para ello, los países firmantes, como es el caso de España, se comprometieron a elaborar legislaciones específicas en materia de cambio climático y en este contexto es donde se sitúa el actual Proyecto de Ley de Cambio Climático y Transición Energética elaborado por el Gobierno de Pedro Sánchez. Dicho Proyecto de Ley pretende reducir en el 2030 un 26% las emisiones contaminantes respecto a los niveles de 2005, así como impulsar las energías renovables (eólica y solar fotovoltaica), temas éstos en los que existe un amplio consenso político y social.

Pero junto al voluntarismo de las instituciones y la existencia de un marco legislativo adecuado, estos objetivos de nada valen si no se cuenta con la implicación activa de los sectores económicos afectados. Por ello resulta destacable el Manifiesto por la Transición Energética firmado el pasado mes de mayo por 32 empresas pertenecientes al Grupo Español de Crecimiento Verde (GECV) en el que solicitaban, además de la aprobación sin dilaciones de una Ley de Cambio Climático y Transición Energética, la aplicación efectiva de una fiscalidad verde con arreglo al principio de “quien contamina, paga”, la eliminación gradual de los subsidios a los combustibles fósiles y avanzar hacia los objetivos de descarbonización fijados para 2030 y 2050. Asimismo, el GECV reclama la creación de un organismo independiente semejante al Comité del Cambio Climático del Reino Unido para garantizar el cumplimiento de los compromisos climáticos y otro objetivo, no menos importante, como es el de alinear los flujos financieros con los objetivos del Acuerdo de París: en este sentido, el citado Manifiesto, propone reorientar los flujos de capital hacia inversiones sostenibles y ello explica el creciente auge que en el ámbito empresarial están teniendo las energías renovables, de lo cual Aragón es un claro ejemplo.

    Tampoco olvidamos que en la lucha contra el cambio climático la ciudadanía consciente tiene un papel decisivo ya que este problema es percibido como una de las mayores amenazas mundiales. En el caso concreto de España, según las conclusiones de la encuesta realizada por El Real Instituto Elcano titulada Prioridades en materia de política exterior (2018) del Real instituto Elcano, se señala que “el cambio climático es la prioridad en materia de política exterior, por encima de la lucha contra el terrorismo yihadista” y es por ello que, como recordaba Lara Lázaro Touza, “la ciudadanía está muy concernida con el cambio climático como amenaza global”.

     Ciertamente, el Acuerdo de París y la legislación climática que lo desarrolla, así como la transición hacia una economía de menores emisiones contaminantes son, sin duda, el mayor reto al que se enfrenta la Humanidad desde la Revolución Industrial por los impactos económicos, sociales y medioambientales que conlleva. Un reto en el cual la Humanidad se juega, nos jugamos, nuestro futuro.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 23 diciembre 2018)

 

 

EL FINAL DE UNA ÉPOCA

EL FINAL DE UNA ÉPOCA

 

      Desde que en el 2008 estalló la crisis global ya nada es igual en nuestras vidas: cambios profundos y retrocesos graves han sacudido la economía, el sistema político y, en consecuencia, nuestra sociedad. Tenemos la sensación de que lo que hasta entonces era nuestro modelo de vida ha entrado en un declive (¿irreversible?) que está resquebrajando el Estado del Bienestar, Y esta situación de desencanto y pesimismo parece mostrarnos un futuro incierto ante lo que hasta ahora eran nuestras evidencias y seguridades, azotadas éstas por un triple vendaval.

      Un primer vendaval tambaleó la economía e impuso una implacable austeridad, un austericidio que, en opinión de Sian Jones ha provocado “un crimen social masivo”, unos recortes que se ensañaron de forma especial con los sectores más débiles de la sociedad y cuyos efectos siguen siendo patentes. Por otra parte, el mercado laboral no ofrece un futuro digno a nuestros jóvenes, las condiciones laborales parecen retrotraernos al s. XIX y los salarios se deterioran hasta el punto de que ha aparecido la figura del “trabajador pobre”, de aquel que pese a tener un empleo, se halla en el límite de la subsistencia dado que, en acertada expresión de Iñaki Gabilondo, los salarios se han “jibarizado”.

      Pese a que desde instancias gubernamentales se diga que “estamos saliendo de la crisis”, lo cierto es que la recuperación no llega a todos los hogares dado que esta crisis ha dejado profundas cicatrices, una fractura social que ha supuesto que la pobreza se haya cronoficado, que el empleo que se crea sea muy precario y que exista una lacerante falta de oportunidades para el futuro de la juventud, hasta el punto de que ya hemos asumido que, lamentablemente, nuestros hijos vivirán peor que nosotros. Por todo ello, se ha producido un vaciado de rentas de la clase media-baja a la alta, un fenómeno inverso de redistribución de la riqueza en beneficio de los poderosos de siempre.

     Un segundo vendaval, consecuencia del anterior, es el que ha producido un profundo y grave descrédito de las instituciones y de la clase política a la hora de enfrentarse a la crisis global dado que éstas no han sabido estar a la altura que las circunstancias requerían. Ello ha supuesto, como señalaba Carlos Taibo, una “pérdida de legitimidad” de nuestros representantes políticos ya que, “la mayoría de las decisiones importantes quedan en manos de poderosas corporaciones financieras” y es por ello que no hay más que recordar la actuación de la Troika o la imposición de la reforma del artículo 135 de nuestra Constitución. Es por ello que Arcadi Oliveres aluda a que vivimos en una democracia formal cada vez más vacía de contenido con atisbos de lo que ha dado en llamarse “fascismo social”, como lo es el hecho de conceder miles de millones a la banca a cambio de recortarlos de la educación, la salud, la dependencia, la vivienda o de obras públicas. Obviamente nos hallamos ante un déficit democrático, o una “democracia de baja intensidad”, como diría Boaventura de Sousa Santos ya que las decisiones importantes no las toman los gobiernos elegidos por la ciudadanía, sino los poderes económicos dominantes. Esta situación coincide con que, tras la caída del Muro de Berlín y el fracaso del llamado “socialismo real”, asistimos, como señalaba Jesús Sanz, a una “crisis de las utopías emancipadoras, lo cual se evidencia en una ausencia de un relato consolidado alternativo y es que, “otro mundo es posible” … pero todavía no hemos llegado a precisar cuál es la ansiada alternativa. Sin embargo, también es cierto que las consecuencias de la crisis global de 2008 han hecho que esté más vivo que nunca el debate en torno a las alternativas al sistema actual.

     Todas estas circunstancias han dado lugar a un tercer vendaval, el de la rebelión social, una rebelión indignada de los sectores que han padecido con mayor crudeza los efectos de la crisis y de ello son ejemplo la defensa de la defensa de la sanidad pública o las pensiones. Por ello, esta rebelión, sobre todo a partir del 15-M, ha abierto el camino para cambiar la situación actual, la cual pasa, necesariamente, por el impulso de una democracia más participativa dado que, como señalaba Amador Fernández Savater, el malestar sirve de combustible para la acción y actúa como energía de transformación social. Ciertamente, nos hallamos, tras estas tres tempestades, ante unos vientos de cambio en un mundo en rápida transformación…pero no sabemos hacia dónde nos conducirán. Esa incertidumbre es el sino de nuestros tiempos.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 20 septiembre 2018)

 

 

 

 

 

HAMBRE DE TIERRAS

HAMBRE DE TIERRAS

 

     Una de las consecuencias derivadas de la crisis global iniciada en 2008 que desató la voracidad insaciable de este neoliberalismo rampante ha tenido efectos perversos en el ámbito del panorama agrario mundial. Así lo denunciaba Paolo de Castro en su libro Hambre de tierras (2012) en el que se indicaba cómo algunos Estados, diversos fondos soberanos y bastantes fondos de inversión e incluso fondos de pensiones, estaban adquiriendo miles de hectáreas en diversos países con criterios meramente especulativos, pensando que una demanda creciente de alimentos generaría altos precios y una rentabilidad notable y segura para sus inversiones. Esto es lo que ha dado en llamarse “acaparamiento de tierras” (land grabbing, en inglés), entendiendo por ello la adquisición de grandes extensiones de tierras, la cual habría sido aprobada sin consultar con la población local y sin la participación de ésta.

     Estas adquisiciones tienen lugar, fundamentalmente, en países del Tercer Mundo donde algunos gobiernos las vendían o alquilaban a multinacionales o fondos de inversión durante décadas y a un precio irrisorio. A modo de ejemplo, en 2008, una multinacional de Corea del Sur cerró un acuerdo con el Gobierno de Madagascar para la utilización exclusiva y a coste cero de 1,3 millones de hectáreas, esto es, la mitad de la superficie cultivable del país, con objeto de producir maíz y aceite de palma durante 99 años. Aunque finalmente dicho acuerdo no se hizo efectivo, puso en evidencia la intención de algunos países de aplicar lo que se conoce como “neocolonialismo agrícola” cuyo objetivo es asegurarse suministros estables y seguros a un coste reducido. Otros casos significativos en este proceso de acaparamiento de tierras se producen en países como Laos, Filipinas, Birmania, Vietnam o Camboya, donde el 70% de las adquisiciones de grandes extensiones agrarias son realizadas por corporaciones empresariales, incluso por fondos de pensiones, que se disputan la madera de los bosque y amplias superficies para la producción de cultivos energéticos (biocombustibles), de azúcar o de caucho natural.

     Todos estos hechos ponen en evidencia que la producción de alimentos y otros productos derivados de estas explotaciones agrarias extensivas se han convertido en un factor geoestratégico. De este modo, cuando se analiza el comercio alimentario mundial, no sólo se tiene en cuenta en términos políticos, aludiendo a las naciones dominan el mercado, sino también en el ámbito económico-comercial, es decir, qué empresas transnacionales son las que dominan el comercio agroalimentario. Tal es así que en el informe del Samsung Economic Research Institute de 2011, ya se hacía mención a que “es cuestión de interés nacional invertir en el incremento de la oferta alimentaria y en la constitución de canales de aprovisionamiento en el extranjero controlados directamente por el Gobierno surcoreano”.

     El acaparamiento de tierras tiene también un componente de inmoralidad, de falta de ética, tanto en cuanto supone que, en muchas ocasiones, estas adquisiciones crean enclaves de monocultivos, de productos agrícolas destinados exclusivamente a la exportación, productos que se cultivan en países donde parte de su población pasa hambre, población que no podrá acceder a ellos y que en consecuencia seguirá siendo víctima de una “inseguridad alimentaria” que, en situaciones extremas, puede poner en riesgo sus vidas.

     Además de lo dicho, esta “hambre de tierras” con las pretensiones indicadas se convierte, también, en un drama para las poblaciones de las zonas afectadas, pero también pueden resultar un pésimo negocio para los gobiernos, multinacionales o fondos de inversión que las acaparan: es que el egoísmo insaciable de éstos últimos genera, en la mayor parte de los casos, la oposición y tensión con la población local, produce repercusiones negativas en términos de reputación para sus promotores y, a todo ello hay que añadir la necesidad de este “neocolonialismo agrícola” de asegurar la producción por medio de medidas de seguridad que, a veces, rozan la “militarización” privada del territorio.

     Esta desmedida “hambre de tierras” supone un gran desafío para un mundo cada vez más globalizado y, también, para la creciente amenaza que supone tanto el cambio climático como la gestión (racional) de los recursos (limitados) naturales. En consecuencia, para evitar estos riesgos, Paolo de Castro considera que debería ser “condición esencial” el hacer una evaluación del impacto social y medioambiental previo a la aprobación de los Gobiernos afectados por estas inversiones: recordemos las brutales deforestaciones que se están produciendo en Indonesia como consecuencia de la expansión de los cultivos de aceite de palma. De este modo, resulta vital buscar un adecuado equilibrio entre la producción agraria y el mantenimiento de los ecosistemas y, para ello es preciso, como apuntan los agraristas conscientes, aumentar los niveles de conocimiento de la gestión eficiente de los recursos, en lo que se conoce con el concepto de “identificación sostenible de la producción”.

     A modo de conclusión, para quienes han seguido la sugerencia de Mark Twain de “comprad tierra, ya no fabrican más”, hay que recordarles que, en estos tiempos de globalización económica, lo importante no es la cantidad de suelo que se adquiere (o acapara), sino cómo se usa éste, qué destino se le da, así como los criterios de respeto medioambiental y ética social que los impulsan. Nos va en ello buena parte de la sostenibilidad de nuestro maltratado planeta Tierra.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 2 junio 2018)