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ACTIVANDO EL "BREXIT"

La suerte está echada. Tras el triunfo del Brexit en el referéndum del 23 de junio de 2016, el Reino Unido ha decidido abandonar la Unión Europea (UE). Aunque esta decisión deberá contar con la aprobación del Parlamento de Londres, la voluntad del Gobierno conservador de Theresa May es iniciar el proceso a partir del próximo mes de marzo activando para ello el artículo 50 del Tratado de la Unión Europea (TUE).
Despejado el espejismo de quienes pensaban que el Brexit era una estrategia para lograr un encaje privilegiado especial, esto es, que el referéndum hubiera sido como “una primera vuelta” que propiciase el que Bruselas ofreciera una oferta de mejor acomodación del Reino Unido en Europa que pudiera someterse a una nueva consulta ante la ciudadanía, la realidad de los hechos demuestra todo lo contrario: las declaraciones de David Davis, el ministro británico para el Brexit, han dejado claro, de forma inequívoca, que su Gobierno ha optado de forma decidida, con todas sus consecuencias, por una rápida salida de la Unión.
A partir de este momento, como señalaba Ignacio Molina, se iniciará “un complejísimo y potencialmente tenso proceso de triple negociación” entre el Reino Unido y la UE referente a la misma retirada británica de las instituciones comunitarias, el nuevo marco de relación futura y la conformación de acuerdos con terceros países. Esta situación era previsible ya que, antes del referéndum, en febrero de 2016, el anterior Gobierno de David Cameron presentó al Parlamento británico un documento advirtiendo de que, en caso de triunfar el Brexit, “se abriría un período incierto, de duración desconocida y con un resultado impredecible” y los hechos van a confirmar, sin duda, estas advertencias.
Ante el próximo inicio de las negociaciones del Brexit hay que tener presente que no hay precedentes sobre la aplicación del artículo 50 del TUE que regula la retirada voluntaria de un Estado de la Unión, excepción hecha del caso de la retirada en 1985 de Groenlandia, región autónoma de Dinamarca. Una vez iniciado el proceso, hay que considerar tres ideas básicas. En primer lugar, el hecho de que la UE tendría una posición de ventaja en las negociaciones mientras que el margen de maniobra británico sería más limitado ya que la Comisión Europea contaría con un mandato decidido por consenso en el seno del Consejo Europeo (del cual estaría ya excluido el Reino Unido), unido al hecho de que el resultado final deberá ser aprobado por el Parlamento Europeo y, al menos, 20 de los 27 Estados miembros que supongan el 65% de la población de la UE (mayoría supercualificada).
En segundo lugar, no podemos obviar las consecuencias económicas de este proceso, entre ellas, la inestabilidad de los mercados financieros, la oscilación del valor de la libra, los previsibles efectos negativos para las inversiones en territorio británico, así como los movimientos de deslocalización de empresas hacia otros lugares para mantener el acceso de éstas al mercado interior de la UE.
Todo lo dicho, e insistimos en ello, va a suponer unas negociaciones muy complejas que, posiblemente, requerirán más de dos años. En caso de ser necesaria una extensión de dicho plazo, se requerirá un acuerdo unánime de todos los países miembros del Consejo Europeo y éstos, pueden pedir contrapartidas, lo cual deterioraría, todavía más, las pretensiones británicas de lograr el mejor acuerdo posible tras su salida de la UE.
En el supuesto caso de que concluyese el plazo negociador sin acuerdo, el Reino Unido quedaría liberado de la obligación de cumplir las normativas y el Derecho de la UE, lo cual le convertiría, de hecho, en un Tercer Estado frente a la Unión y ello le supondría: la pérdida del acceso al mercado interior para las empresas británicas, la anulación de la libre circulación de ciudadanos británicos en territorio de la UE y la pérdida de los fondos comunitarios en cuestiones agrícolas y estructurales.
Así las cosas, en el momento en que se active el artículo 50, si el Reino Unido desea mantener algunos vínculos con sus antiguos socios, tiene tres alternativas posibles:
1.- Si quiere mantener el acceso al mercado interior de la UE deberá cumplir tres condiciones: seguir contribuyendo al presupuesto comunitario, admitir la libre circulación de personas (algo a lo que tan reticente se muestra el Gobierno conservador de May) y respetar la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) de Luxemburgo.
2.- Otras variantes de relación más privilegiada con la UE: en este caso, puede optar por el modelo de Noruega (acceso al Espacio Económico Europeo) o de Suiza (acuerdos bilaterales ad hoc). En ambos casos, debería de cumplir las obligaciones anteriormente citadas pero sin derecho a participar en la tomas de decisiones que las regulan y sin tener presencia en el TJUE.
3.- Una última opción sería la de unas relaciones más lejanas como las que sostiene la UE con Turquía (unión aduanera) o con Canadá (acuerdo de libre comercio, el conocido como CETA), opciones éstas que excluyen la libre circulación de servicios y los acuerdos comerciales con terceros, temas éstos que tanto interesan a la economía británica.
Por otra parte, el Reino Unido en tan incierto panorama futuro, parece querer priorizar su relación política y económica con los EE.UU. del nuevo y polémico presidente Donald Trump, abanderado de un proteccionismo pleno de demagogia populista, en medio de un mundo globalizado. De este modo, a la crisis que para la UE supone la salida de un estado del peso del Reino Unido, se une el incierto camino que ahora emprende el socio que ha decidido, democráticamente, abandonar el proyecto político que supone la Unión Europea. Las consecuencias de tan importante decisión, para los británicos y el resto de los ciudadanos europeos, nos las dará el tiempo.
José Ramón Villanueva Herrero
(publicado en: El Periódico de Aragón, 29 enero 2017)
TENDENCIAS ILIBERALES

En estos tiempos estamos asistiendo a la aparición de graves brechas que socavan el edificio y los valores sobre los que se cimenta la Unión Europea (UE). Los ejemplos resultan preocupantes y ahí está el reciente triunfo del Brexit en el referéndum del pasado 23 de junio que abre la puerta a la salida de la UE del Reino Unido, senda que pretendía seguir también el ultraderechista Norbert Hofer en caso de haber alcanzado la presidencia de Austria. A ello hay que añadir las actitudes insolidarias y represivas para con los refugiados que llegan a Europa por parte de diversos gobiernos, como es el caso de Hungría. El hecho de que esta involución tenga lugar en un contexto internacional oscurecido todavía más tras la reciente victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales de los EE.UU., hace que se aluda con creciente preocupación del auge de las “tendencias iliberales”, elegante manera de referirse al giro hacia políticas euroescépticas, ultraconservadoras yen ocasiones claramente de extrema derecha como es el caso del Front National (FN) de Marine Le Pen en Francia.
La semilla iliberal comenzó a germinar ya en los años 90 en países como Austria, con el ascenso político del ultraderechista Jörg Haider, ante lo cual la UE reaccionó con energía puesto que exigió (y consiguió) cancelar su nominación a canciller federal en las elecciones del año 2000.
En el caso de Hungría, el gobierno de Viktor Orban, líder del Fidesz, es un claro exponente en el seno de la UE de esta involución hacia políticas claramente reaccionarias. Tras su triunfo arrollador en las elecciones de abril de 2014, donde obtuvo el 52,73 % de los sufragios, y dado que contaba con una holgada mayoría de 2/3 en el Parlamento, se lanzó a una profunda reforma de la Constitución desde postulados propios de la derecha conservadora sin complejos. De este modo, las 12 reformas constitucionales impulsadas por Orban han supuesto una serie de retrocesos legislativos y recortes de derechos en ámbitos tan sensibles para todo Estado de Derecho como son los códigos civil y criminal, el Tribunal Constitucional, instituciones de la Seguridad Nacional, los medios de comunicación, la ley electoral, etc. Sin embargo, el hecho de que Orban y su partido, el Fidesz, estén integrados en el Partido Popular Europeo (PPE), y gracias al apoyo de éste, el político húngaro ha evitado que la UE no haya presionado lo suficiente para frenar esta involución, como tampoco lo ha hecho con la política de Orban en relación a su rechazo a la acogida de refugiados adoptada por la Comisión Europea.
Situación similar de hallamos, también, en Polonia, especialmente tras la victoria electoral del conservador Partido Ley y Justicia (PiS) en octubre de 2015. Desde entonces, el gobierno polaco de la Primera Ministra Beata Szydlo ha ido aprobando, sucesivamente, diversas leyes y medidas regresivas relativas a la composición del Tribunal Constitucional y al control de los medios de comunicación.
Ante estos hechos, el 1 de junio de 2016 la UE instó al Gobierno de Polonia que corrigiese las desviaciones que afectaban al Estado de Derecho. Este requerimiento, lógico y necesario, tuvo como respuesta una desafiante reacción del gobierno de Beata Szydlo, despreciando a la Comisión Europea, a la vez que presentaba ante los polacos su disputa con la UE como “un cuestionamiento de la legitimidad democrática” del Ejecutivo de Varsovia, acusando, además, a la Comisión Europea de “faltar al respeto” de los votantes polacos.
Esta demagogia populista (de derechas) hace que el PiS se considere que tiene “un mandato popular para rediseñar completamente el país” desde, claro está, una visión ideológica conservadora, iliberal….Consecuentemente, el PiS ha rechazado airadamente las acusaciones que lo señalan como un partido “antidemocrático” argumentando que gobierna en nombre de la mayoría de los ciudadanos. Tal es así que el pasado 20 de mayo, el Parlamento de Polonia adoptó una resolución demandando que la UE respete la soberanía polaca, que es tanto como dejar patente su rechazo a los valores europeístas, los valores e ideales que dan razón de ser a la UE de la cual forma parte.
Hechos como los descritos suponen una flagrante vulneración del importante artículo 2 del Tratado de la Unión Europea (TUE) que todos estos políticos y partidos pretenden ignorar y cuyo texto es necesario recordar y que dice así: “La Unión se fundamenta en los valores de respeto de la dignidad humana, libertad, democracia, igualdad, Estado de Derecho y respeto de los derechos humanos, incluidos los derechos de las personas pertenecientes a minorías. Estos valores son comunes a los Estados miembros en una sociedad caracterizada por el pluralismo, la no discriminación, la tolerancia, la justicia, la solidaridad y la igualdad entre hombres y mujeres”.
A modo de conclusión, la creciente expansión de estas tendencias iliberales, también en el caso de España con medidas tan regresivas como las adoptadas por el Gobierno de Rajoy (recordemos la Reforma Laboral o la Ley Mordaza, por ejemplo), que nos van cercando lentamente derechos y libertades, nos hacen reflexionar, como señalaba Carlos Closa, sobre cómo “la defensa del respeto del Estado de Derecho por parte de los Estados miembros continúa careciendo de mecanismos poderosos y el caso polaco es la prueba más reciente, quizá no la última, de los desafíos que debe afrontar la UE”. Una situación tan real como preocupante.
José Ramón Villanueva Herrero
(publicado en: El Periódico de Aragón, 16 diciembre 2016)
DES-CIVILIZACIÓN

Vivimos tiempos confusos en este agitado inicio del s. XXI. Logros que creíamos permanentes están siendo laminados por el acoso a que está siendo sometido el Estado de Bienestar por parte de las políticas neoliberales; los conflictos armados, el auge de los movimientos xenófobos, racistas o de inequívoco signo neofascista, así como el fanatismo yihadista suponen una seria amenaza para nuestras democracias. A todo ello se suma que los valores e ideales que dieron razón de ser a la Unión Europea parecen diluirse en un profundo océano de egoísmo e insolidaridad, el mismo en el que se hunden las esperanzas (y las vidas) de tantos inmigrantes que lo arriesgan todo para llegar a esta Europa cada vez más autista y hermética ante el sufrimiento de estas personas que huyen de sus países de origen por causa de la guerra o la miseria.
Con este agitado y turbulento mar como telón de fondo, resultan interesantes las reflexiones del filósofo iraní Ramin Jahanbegloo, vicedecano del Centro Mahatma Ghandi para estudios sobre la Paz de la Universidad Global Jindal. Para este pensador estamos asistiendo a una pérdida del sentido de la civilización, del progreso humano, unido a una profunda desilusión de la humanidad derivada del auge creciente de la violencia y del fanatismo, unido a una crisis general del pensamiento, situación ésta que define como “des-civilización”. En este sentido, destaca cómo la capacidad de empatía ha sido durante siglos lo que ha permitido que la raza humana avanzase frenando su capacidad de generar violencia. Así, cuando se evidencia la desaparición de esa empatía en la sociedad actual, es cuando se produce un proceso de des-civilización. Por ello, este término no significa la ausencia de civilización, sino “un estado de civilización sin sentido ni reflexión”. De este modo, para Jahanbegloo “la des-civilización se da cuando sociedades o individuos pierden su autoestima ignorando o privándose de la capacidad de empatía como proceso de reconocimiento del otro. Contradice el proceso de civilización a través del cual la persona descubre la humanidad y afirma su propio ser como animal ético”.
Llegados a este punto, el resultado resulta dramático pues parece como si se hubiesen apoderado de la historia los fanáticos de cada tiempo y lugar. Hoy podríamos recordar la negra sombra de los talibanes, de Al-Qaeda, Boko Haram o el Estado Islámico, como síntomas de este proceso de des-civilización. En el caso concreto del Estado Islámico, el ejemplo más patente de “una cultura de la muerte”, consecuencia de “la muerte de la cultura”, Jahanbegloo se lamenta del declive de la herencia del humanismo islamista heredera del pensamiento de Averroes, en la misma medida que, en nuestro ámbito cultural, resulta no menos evidente el olvido de los ideales del humanismo europeo, acosado por los movimientos xenófobos y racistas y por el voraz individualismo insolidario y la demagogia de los populismos derechistas. De este modo, nuestro filósofo considera otro síntoma de la des-civilización el hecho de que surjan políticos emergentes tan peligrosos como Donald Trump, fenómeno político que considera, en el caso de los EE.UU., como “el resultado de esta crisis general del pensamiento y reflexión en nuestro mundo”. En consecuencia, la des-civilización es un fenómeno que tiene diversos perfiles, puesto que se trata de una cuestión con consecuencias sociales, políticas y culturales.
Una de las causas que ha favorecido esta creciente y preocupante des-civilización ha sido el fracaso de las bienintencionadas políticas y proyectos que fomentan el multiculuralismo y la integración intercultural. Este hecho resulta evidente, por desgracia, en diferentes países: tomando por ejemplo a Francia, ésta no ha sido capaz de integrar a buena parte de la minoría musulmana en lo que se conoce como “los valores de la República” y ello ha traído consecuencias funestas que pasan desde el rechazo y la exclusión social, hasta el fomento del odio, antesala de la violencia. De este modo, cuando un joven musulmán nacido en Europa, bien sea en Francia, Bélgica, Alemania u cualquier otro país, se siente rechazado y excluido socialmente y es cuando, como por desgracia hemos comprobado, el Estado Islámico les proporciona los medios para su sangrienta venganza.
Por ello, para acabar con todos estos síntomas de la des-civilización, para evitar que el odio y la violencia se impongan sobre la empatía y el fomento de una sociedad integradora, resulta vital retomar los valores de la civilización humanista, la que da razón de ser al progreso ético de la humanidad y ello pasa por, apostar decididamente por la multiculturalidad, por aceptar al diferente y asumir los valores que éste aporta a una auténtica convivencia respetuosa con la pluralidad, con una sociedad cada vez más mestiza social y culturalmente. El resolver de forma positiva el reto de la integración, evitando el rechazo, la exclusión y también la islamofobia, resulta vital para frenar esta ola de des-civilización que pretende anegarnos.
Jahanbegloo, decidido pacifista, seguidor del pensamiento de Ghandi, y autor de obras tales como Elogio de la diversidad (2007) y La solidaridad de las diferencias (2010), considera que “no hay ningún problema más importante que la política de la venganza, y no hay respuesta más importante que la que se caracteriza por la idea de la no violencia”. Por ello, tolerancia, empatía, multiculturalidad y el retomar el espíritu de aquel sugerente proyecto que representa la injustamente minusvalorada Alianza de Civilizaciones, son el auténtico antídoto para frenar este peligroso proceso de des-civilización del cual nos advierte con lucidez el filósofo Ramin Jahanbegloo.
José Ramón Villanueva Herrero
(publicado en: El Periódico de Aragón, 2 octubre 2016)
UN PACIFISTA LLAMADO EINSTEIN

El 16 de abril de 1955, hace ahora 61 años, Albert Einstein, el más importante y popular científico de nuestro tiempo, sufría un aneurisma de aorta del cual fallecería dos días después. La memoria de Einstein, al cual dediqué un reciente artículo sobre su emotiva visita a Zaragoza en marzo de 1923, además de por su inteligencia fuera de lo común, resulta destacable desde otros muchos puntos de vista. Por ello, hoy quisiera recordar sus ideales pacifistas en medio de los convulsos años que jalonaron su vida.
Nacido en 1879 en Ulm, en tiempos del II Imperio Alemán en el seno de una familia judía asimilada, nunca aceptó el agresivo militarismo germano de tan funestas consecuencias en la historia reciente de Europa. De hecho, tras el estallido de la I Guerra Mundial en 1914, Einstein, por aquel entonces militante del Partido Democrático Alemán (DDP), ya dejó patente su antimilitarismo.
Años después, durante el período de entreguerras en el cual la débil República alemana de Weimar se vio acosada por el imparable auge del nazismo, se fueron reafirmando estas ideas en el pensamiento del eminente científico que había obtenido el Premio Nobel de Física en 1921. De este modo, en su célebre discurso pronunciado en el Congreso de Estudiantes Alemanes para el Desarme de 1930, abogó de forma decidida por la supresión en todos los países del servicio militar obligatorio al cual consideraba como “el síntoma más vergonzoso de la falta de dignidad personal que padece hoy la humanidad”. Además, se mostró partidario del desarme total a la vez que instaba a los jóvenes alemanes a impulsar un pacifismo “que ataque activamente el armamentismo de los Estados”. En consecuencia, frente al auge de los fascismos, el antimilitarismo de Einstein le hace denostar los ejércitos a los que define “el peor engendro que haya salido del espíritu de las masas” y como “una mancha de la civilización”, los cuales deberían desaparecer para garantizar la paz mundial.
En su lucha contra el militarismo y las guerras, ya desde los años 30 destacará la responsabilidad moral de los científicos en el desarrollo de “instrumentos militares de destrucción masiva”, razón por la cual propuso la fundación de una Sociedad de Responsabilidad Social en la Ciencia. Además, en aquellos agitados años del período de entreguerras y de fascismos emergentes, el consolidar la paz mundial requería, según Einstein, la participación activa de la ciudadanía, “una responsabilidad moral que ningún hombre consciente puede dejar de lado”, a la vez que nos recordaba que “el sistema democrático y la conciencia activa de los ciudadanos deben de frenar los interesas de los grupos industriales armamentísticos”, algo fundamental pues, como recientemente recordaba el Papa Francisco, poder frenar a quienes de forma perversa, activan los conflictos bélicos para lucrarse por medio de las industrias y los intereses armamentísticos.
En 1932 Einstein participó en la Conferencia para el Desarme en la cual criticó duramente la ineficacia de la Sociedad de Naciones, algo que quedaría patente poco después tras el estallido de nuestra guerra civil en 1936, a la vez que proponía limitar la soberanía de los Estados para que éstos se sometieran a las resoluciones de un Tribunal Internacional de Arbitraje y defendía, una vez más, el desarme ya que sin él “no habrá verdadera paz” advirtiendo que la continuación de la carrera armamentística “conducirá sin duda a nuevas catástrofes” y, ciertamente, así fue.
Convertido Hitler en canciller de Alemania en 1933, Einstein, judío y antifascista, que calificaba al nazismo de “enfermedad psíquica de las masas”, decide abandonar su país natal y se exilia en los EE.UU. A su vez, la rearmada Alemania nazi caminaba a paso firme hacia una nueva contienda de magnitudes planetarias: la II Guerra Mundial. Avistando la tormenta, Einstein, en agosto de 1939, firmó la famosa carta dirigida al presidente Roosevelt instándole a incrementar las investigaciones del llamado Proyecto Manhattan en el que trabajaban ya, entre otros científicos Robert Oppenheimer y Enrico Fermi, para que los EE.UU. lograsen la bomba atómica antes de que lo hicieran los nazis. Ello hizo que Einstein, pacifista convencido y admirador de Ghandi al que definió como “el mayor genio político de nuestra historia”, tuvo que hacer frente a un profundo dilema moral y, aun siendo consciente del “horrendo peligro” que el arma nuclear significaba, reconoció que no le quedó otra salida pues la posibilidad de que los nazis, a los que consideraba como “enemigos de la humanidad”, lograsen la bomba atómica antes con el Proyecto Uranio en el que trabajaban los científicos hitlerianos Otto Hahn y Lis Meitner, le empujó a dar el paso alegando el peligro cierto de que, como le escribió a Roosevelt, dada la mentalidad de los nazis, de disponer éstos de la bomba, “habrían consumado la destrucción y la esclavitud del resto del mundo”. Es por ello que Einstein ha sido considerado “el padre de la bomba atómica”, proyecto que culminaría con el lanzamiento de sendos artefactos nucleares sobre Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945.
Esta decisión pesó siempre sobre su conciencia y, tras la derrota de los fascismos, el mundo entró en una nueva y convulsa etapa: la Guerra Fría entre EE.UU. y la URSS con la amenaza nuclear entre las dos superpotencias como telón de fondo, algo que podía significar el riesgo cierto de la destrucción de nuestro planeta. Einstein, consciente de ello, en 1955, el año de su fallecimiento, impulsó el conocido como Manifiesto Russell-Einstein que instaba a los científicos a comprometerse en la desaparición de las armas nucleares. A modo de legado, la utopía pacifista de Einstein la resumía el célebre científico con estas palabras: “¡Ojalá que la conciencia y el buen sentido de los pueblos despierte, para llegar a un estadio de la civilización en la cual la guerra pase a ser sólo una inconcebible locura de los antepasados!”. Una utopía que sigue siendo un reto para la Humanidad.
José Ramón Villanueva Herrero
(publicado en: El Periódico de Aragón, 16 abril 2016)
INMIGRACION, RETO Y OPORTUNIDAD

La actual hecatombe migratoria producida por la llegada de miles de personas a Europa huyendo de la guerra, la represión política y la miseria, parece haber atrapado los valores e ideales de la Unión Europea (UE) en las hirientes alambradas erigidas en sus fronteras. Ello ha puesto de manifiesto las carencias de la UE en cuanto a la deseable solidaridad y cohesión interna a la hora de encarar un problema tan grave cual es la mayor ola migratoria ocurrida en Europa desde el final de la II Guerra Mundial pues, como señalaba José Antonio Bastos, presidente de Médicos sin Fronteras, el dolor de los refugiados muestra el fracaso del sueño europeo, puesto que la Declaración Universal de los Derechos Humanos y la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados parecen haber naufragado en un inmenso océano de egoísmo y xenofobia.
Estos días, releyendo la obra del jesuita Daniel Izuzquiza titulada Notas para una teología política de las migraciones (2010), hallamos algunas reflexiones tan sugerentes como actuales ante la actual crisis migratoria. En primer lugar, constatamos con pesar que, tras la caída del Muro de Berlín en 1989, han ido surgiendo otros nuevos muros de la vergüenza que separan a “los otros” de “nosotros”: las vallas de Ceuta y Melilla, las que existen entre Estados Unidos y México, los muros que limitan Israel de Palestina o más recientemente, las concertinas erigidas por el gobierno húngaro de Viktor Orbán, incumpliendo así no sólo las normas de la UE sino, también los más elementales derechos humanos para con las personas migrantes. Frente a estos muros, cada vez más altos, cada vez más infranqueables, Izuzquiza, desde una teología de la liberación comprometida con la justicia social, demanda la necesidad de globalizar la solidaridad. Ello me recuerda a José Saramago cuando, preguntado en cierta ocasión sobre qué opinaba sobre la globalización, respondió que dependía de cual de ellas se tratara para añadir, acto seguido, que era un firme partidario de la “globalización del pan”, esto es, que toda la Humanidad dispusiera de una alimentación digna para que el hambre se erradicase para siempre en el mundo.
La integración de las personas migrantes en los países y sociedades de acogida es un reto, no siempre fácil, que debemos asumir. Desde una visión positiva, este fenómeno aporta savia nueva a nuestra envejecida Europa, a nuestro despoblado Aragón. Ciertamente, la diversidad ha sido siempre un valor, también en este mundo globalizado, en esta sociedad cambiante y cada vez más mestiza pues ello significa la existencia de voces plurales, diversas y todas ellas valiosas. Un factor determinante de la integración es la escuela inclusiva, aquella que, supera planteamientos segregacionistas y enfoques como la educación compensatoria, por el riesgo que supone de estigmatizar a los escolares pertenecientes a minorías. Pero, al mismo tiempo, debemos estar alerta para que este proceso no sea instrumentalizado de forma demagógica por ideologías y partidos xenófobos o racistas.
La integración es un fenómeno complejo que tiene como objetivo el ejercicio pleno y efectivo de los derechos de las personas migrantes. Estos derechos deben abarcar tres niveles para ser efectivos: dignidad humana y derechos fundamentales, derechos socioeconómicos y culturales, así como los derechos políticos. En consecuencia, hay que evitar todo tipo de legislaciones y actitudes que, de forma abierta o subyacente, tenga una “mirada criminalizadora” hace los migrantes (las declaraciones del ministro Fernández Díaz sobre la presencia de yihadistas en el flujo de inmigrantes, por ejemplo), así como también la consideración de éstos como mano de obra barata, objeto de discriminación laboral al convertirlos en rehenes de un sistema económico que, primero segrega y luego los explota con las llamadas “tres P”: trabajos penosos, peligrosos y precarios.
Hay que avanzar hacia una verdadera ciudadanía solidaria, fomentar el asociacionismo de los colectivos migrantes y la mediación intercultural, pues todo ello favorece la convivencia plural y evita estallidos de corte xenófobo, especialmente en estos tiempos en que la crisis golpea con saña a los sectores sociales más débiles, entre ellos, a la población migrante. De este modo, como bien señala Izuzquiza, “cuanto más rica, plural y trabada sea la convivencia social, mayor será el grado de integración y cohesión social y la salud democrática del sistema”.
Por lo que se refiere a los derechos políticos, el objetivo es lograr la plena ciudadanía y, para ello, debemos favorecer la plena participación de las personas migrantes en el espacio público reconociéndoles el derecho al voto en las elecciones municipales, sea cual sea su nacionalidad de origen, con arreglo a la campaña “Aquí vivo, aquí voto”.
En la I Asamblea de Redes Cristianas, celebrada en noviembre de 2007, se abordó la cuestión migratoria desde posiciones progresistas bajo el lema “Globalicemos la dignidad humana”. En sus conclusiones, se señalaba algo de total actualidad al indicar que “la inmigración es un fenómeno complejo, con implicaciones económicas, sociales y culturales. Pero es también una situación humana que requiere medidas inmediatas de justicia”. Estos planteamientos, repetidos en años sucesivos en los encuentros del Foro Social Mundial y en los organizados por los grupos afines a la teología de la liberación, suponen un deber ético pues nuestra sociedad del siglo XXI que será cada vez más diversa pues, como le recordaba el mandato bíblico al pueblo judío, “Al extranjero no maltratarás ni oprimirás, porque extranjeros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto” (Éxodo, 22:21). Y, ciertamente, la actitud que una determinada sociedad tenga hacia la inmigración es un claro indicador de la salud cívica y de la madurez democrática de la misma. Por eso, la inmigración es un reto, y también una oportunidad para construir una sociedad más abierta, plural y solidaria.
José Ramón Villanueva Herrero
(publicado en: El Periódico de Aragón, 28 septiembre 2015)
EL FUTURO DE LA UNIÓN EUROPEA

Estamos asistiendo a lo que parece ser el fin del sueño europeo, a la pérdida de valores de la Unión Europea (UE) puesto que la Europa de los mercados se ha impuesto a la Europa de los ciudadanos: ahí está su crueldad para con la Grecia de Tsipras que contrasta con la actitud condescendiente para con la Ucrania de Poroshenko y ya no digamos del egoísmo que han puesto de manifiesto diversos países miembros ante la inmensa tragedia desencadenada por la crisis de los refugiados que llegan a Europa en condiciones lamentables, como nos recuerda, y martillea nuestras conciencias, la trágica imagen del niño Aylan Kurdi, ahogado en la playa turca de Bodrun.
Pero pese al actual marasmo que agita a la UE, ésta sigue siendo un modelo único en el mundo tanto en cuanto un grupo de países democráticos soberanos optan por ceder progresivamente competencias en determinados ámbitos a una instancia superior en lo que ha dado en llamarse el “federalismo funcional”. De este modo, la UE tiene un objetivo político, la Unión Federal de los estados miembros mediante una integración gradual y con metas económicas intermedias (un mercado común) y con políticas de acompañamiento (fondos estructurales y moneda única, entre ellas), para lograr dicho objetivo. En consecuencia, a pesar del actual estancamiento del proyecto europeo, resulta evidente que la UE, como señalan Alfons Calderón y Luis Sols, es “el espacio que mejor combina democracia, eficiencia económica, equidad social y sostenibilidad medioambiental”.
La UE del futuro sigue teniendo por delante el triple reto sobre el cual cimentar el proyecto europeo: avanzar hacia una mayor democracia, fomentar la solidaridad entre sus miembros y lograr una articulación territorial plenamente federal.
En primer lugar, una UE más democrática supone el que las instituciones comunitarias deben de asumir más competencias y, a su vez, responder ante los ciudadanos y no sólo, como ahora ocurre, ante los Estados miembros. Igualmente, las elecciones europeas deberían de dejar de plantearse en clave nacional y, para ello, los partidos deberán tener estructuras paneuropeas efectivas y listas electorales plurinacionales. De igual modo, resulta esencial el evitar barreras que limiten la democracia como la que ha supuesto recientemente la imposición de un límite concreto al déficit público estructural, el polémico artículo 135 de nuestra Constitución, ya que ello impide el derecho a que los ciudadanos puedan escoger una determinada política fiscal y eso es esencial en cualquier democracia avanzada. Además de lo dicho, en una UE más democrática, no deben de existir hegemonismos nacionales (como ocurre ahora con la supremacía alemana de resonancias bismarckianas) puesto que hemos de recordar que los distintos Estados de la UE han transferido parte de su soberanía a instituciones supranacionales democráticamente controladas y no a otro Estado a cuyos dirigentes no podemos votar, lo cual supone un total rechazo a las permanentes imposiciones de la canciller Angela Merkel a la hora de fijar el rumbo político y económico de la UE.
El segundo objetivo es avanzar hacia una Europa más solidaria, más social, que acabe con la creciente desafección hacia el proyecto europeo y, también, con el auge de las derivas ultranacionalistas. Para ello, se debe fomentar la Carta de Derechos Fundamentales de la UE de 2007, la cual ha de tener pleno valor jurídico, además de garantizar toda una serie de derechos sociales tan cuestionados por los enemigos del Estado de Bienestar. Se debe también trabajar por la integración plena de la población inmigrante, tema de candente actualidad, y llevar a cabo una política monetaria más social, priorizando el crecimiento y el empleo y no, como hasta ahora, el control de precios. De igual modo, además de con sus propios ciudadanos, la UE debe ser un modelo de solidaridad efectiva para con los países miembros, no sólo mediante los fondos estructurales y de cohesión, sino también con los países del Tercer Mundo y ello, además de por coherencia con los valores sociales y democráticos de la UE, por un deber moral habida cuenta de nuestra responsabilidad histórica por el expolio y agresión colonial cometido desde los países europeos hacia ellos hasta épocas bien recientes. Igualmente, esta Europa más solidaria ha de orientarse hacia las futuras generaciones, a las que debemos legar un mundo más habitable y, para ello, es fundamental que la UE siga liderando a nivel mundial iniciativas medioambientales y fomente las energías renovables apoyando programas de transición energética con objeto de reducir al máximo la emisión de gases de efecto invernadero.
Y, finalmente, como tercer objetivo, esa Europa que anhelamos debe avanzar de forma decidida hacia una auténtica federación democrática en su doble vertiente económica y política. Con respecto a la primera, se debe consolidar de forma efectiva la Unión Económica y Monetaria mediante el aumento del presupuesto de la misma, la obtención de mayores ingresos comunes (incluida la Tasa Tobin sobre transacciones financieras internacionales), la emisión de eurobonos por parte del Banco Central Europeo para facilitar créditos baratos a los países miembros en dificultades, además de lograr la necesaria Unión Bancaria y la armonización fiscal en el conjunto de la UE.
En la vertiente política, la federación funcional de la UE debe conseguir que el Parlamento Europeo tenga mayores competencias. Por su parte, la Comisión Europea debería de ser más reducida en su composición desapareciendo para ello las cuotas territoriales, tener mayor capacidad ejecutiva y estar sometida al estrecho control del Parlamento Europeo. Tampoco olvidamos la elaboración de una nueva Constitución Europea y el reto de avanzar en el ámbito de la política exterior común para que en el contexto internacional, la potencia económica que es la UE, sea también una potencia política única y efectiva en el actual mundo multipolar.
Si en el futuro la UE logra significativos avances en los tres objetivos señalados, si es más democrática, más solidaria y más federal, esa vieja dama que llamamos Europa volverá a inspirar los alicaídos ideales del europeísmo, un ambicioso proyecto político a largo plazo que sólo será posible si logra la implicación activa de los ciudadanos de la Unión. El tiempo lo dirá.
José Ramón Villanueva Herrero
(publicado en El Periódico de Aragón, 13 septiembre 2015)
CHIPRE, UN CONFLICTO OLVIDADO

Existe en Europa, una situación anómala: el conflicto de Chipre, un país dividido y parcialmente ocupado por Turquía y cuya capital, Nicosia, tiene la triste condición de ser la única capital europea dividida, un problema enquistado desde hace 41 años en esta isla del Mediterráneo oriental que es miembro de de la Unión Europea (UE) desde el año 2004.
Stelios Stavridis, en su libro La Unión Europea y el conflicto de Chipre (1974-2006), nos ofrece una profunda, amarga y dolorosa visión crítica del problema, en especial del “ambigüo e inconsistente” papel desempeñado para buscar una posible solución, tanto por parte de la Unión Europea (UE) como del Parlamento Europeo (PE) pues ambas instituciones no han ejercido, con energía y convicción, su influencia en lo que a todas luces era un caso claro de invasión y ocupación militar ilegales con arreglo al Derecho Internacional.
La historia de Chipre es una historia de continuas invasiones y ocupaciones dada su envidiable posición geoestratégica. Así, desde que en el siglo XIII antes de Cristo se asentaron en ella los griegos, la isla fue ocupada, sucesivamente, por Alejandro Magno, Roma, Bizancio, Ricardo Corazón de León, la dinastía francesa de Guy de Lusignan, Venecia, hasta su conquista por Turquía (1871), potencia que la cedería al Imperio Británico en 1878 al que perteneció hasta que, finalmente, Chipre logró la independencia en 1960. Dado que en la isla convivían dos comunidades diferentes, la greco-chipriota y la turco-chipriota, las aspiraciones de ambas en el nuevo Estado eran bien distintas: mientras la mayoritaria población de origen griego deseaba la unión a Grecia, la “enosis”, la minoritaria turca era partidaria de la “taksim”, de la partición de la isla, de la separación política de ambas comunidades.
Así las cosas, el desencadenante del conflicto actual tuvo lugar cuando el 15 de julio de 1974 se produjo un golpe de Estado por parte de la extrema derecha del EOKA-B contra el cardenal Makarios, entonces presidente de Chipre, y que, al posicionarse durante la Guerra Fría con el Movimiento de Países No Alineados, le valió el que Estados Unidos lo calificase despectivamente como “el Castro del Mediterráneo”. El golpe fue alentado por la Junta Militar de Atenas, por la dictadura griega entonces en el poder, con objeto de lograr la ansiada “enosis”. Ante esta situación, Turquía reaccionó invadiendo el norte de Chipre con el pretexto de restablecer el status quo previo al golpe y defender a la población de origen turco cuando, en realidad, el gobierno de Bülent Ecevit, lo que hizo fue aprovechar la oportunidad para forzar un “taksim” sobre Chipre. Aunque el golpe pro-griego fracasó a los pocos días, las consecuencias de la invasión y posterior ocupación turca se mantienen invariables hasta el día de hoy puesto que las fuerzas de Ankara siguen dominando el 37% de la isla. Desde entonces, las dos comunidades se hallan separadas política y geográficamente. Además, ha habido variaciones demográficas puesto que, en sucesivas oleadas, han ido llegando a Chipre campesino turcos de Anatolia (unos 115.000), lo cual ha reforzado la turquización del norte de la isla, máxime tras la declaración unilateral de independencia en 1983 de la autodenominada República Turca del Norte de Chipre (RTNC), tan sólo reconocida diplomáticamente por Turquía.
Para solventar este conflicto han tenido lugar numerosas negociaciones, la más importante fue el Plan de Kofi Annam, el entonces secretario general de la ONU, con sus 5 versiones presentadas entre 2002-2004. Pero, tras ser sometido a referéndum por separado el 24 de abril de 2004, fue rechazado por el 80 % de los grecochipriotas liderados por su presidente Papadopoulos, ya que dicho plan legitimaba la invasión, la ocupación militar turca del norte de la isla y la posterior llegada de los colonos turcos, no se concretaba la futura estructura política del país (federal o confederal) y, además, se obligaba al nuevo Estado reunificado a apoyar el ingreso de Turquía en la UE. Otros intentos, también infructuosos, para buscar una solución al conflicto fueron el proyecto de creación de los Estados Unidos de Chipre de 2001 o el plan de articulación federal de la isla inspirado en la Constitución federal de Bélgica de 1992.
El libro de Stavridus dedica una parte considerable del mismo a analizar el ineficaz papel de la UE y del PE a la hora de intentar solventar un conflicto que afecta, no lo olvidemos, a uno de sus Estados miembros y ante el cual ofrece una valoración muy crítica. Y la razón de esta actitud europea, a su modo de ver, se debe a la posible entrada de Turquía en la UE ya que durante estas cuatro décadas de conflicto, la CEE primero y la UE después, han hecho gala de una retórica que no ha ido nunca respaldada por acciones concretas y firmes para no enemistarse con Turquía. Lo mismo podemos decir del escaso e irrelevante papel del PE pese a que su “diplomacia parlamentaria” pretenda asumir un papel activo en la escena internacional como promotor de los principios democráticos y de los derechos humanos en el mundo. Y, sin embargo, tampoco el PE emprendió en este tema ninguna acción concreta, nunca adoptó sanciones contra Turquía, país considerado como un importante “actor geoestratégico de la realpolitik”. En este sentido, siempre he sido partidario de la integración de Turquía en la UE, una decisión de gran calado político y que, por ello, ha generado siempre polémica, pero no a cambio de pagar el precio que supone la indignidad de perpetuar la división política de la isla y la ilegal ocupación militar que padece, hasta hoy, la República de Chipre.
Así las cosas, la solución parece hallarse en una apuesta por la bizonalidad y la bicomunidad. La resolución justa del conflicto de Chipre significa, un importante reto político pues ello, además de ser determinante para el futuro de la isla, es también un desafío para la credibilidad de las ideas europeístas, tan dañadas como consecuencia de la actuación de la Troika con respecto a la crisis de Grecia, pues como señalaba Camiel Eurlings, de ello dependerá el que la UE se convierta, o no, en “un actor internacional de envergadura”.
José Ramón Villanueva Herrero
(publicado en: El Periódico de Aragón, 26 julio 2015)
LA UNIÓN FEDERAL EUROPEA

La unidad política del viejo continente ha sido un anhelo largamente soñado por los europeístas. En este sentido, en mayo de 1930, el político francés Arístides Briand presentó ante la Sociedad de Naciones un Memorando sobre la organización de un sistema de Unión Federal Europea, el cual, pese a que la Gran Depresión y el auge del nazismo impidieron su desarrollo en los años posteriores, sentó las bases de la articulación política de las naciones europeas. El proyecto de Briand suponía, tras el trauma que supuso la I Guerra Mundial, un intento sincero por parte de la burguesía democrática por fomentar una política pacifista en Europa que favoreciese la armonía continental y, por supuesto, el desarrollo económico de las naciones adheridas al mismo. Además, significaba el embrión de una Constitución europea en la que, inicialmente, se proponía la crear instituciones federales comunes tales como la Conferencia Europea (órgano de carácter deliberativo y representativo), un Comité Político permanente (órgano ejecutivo) y una Secretaría, organismos que, gradualmente, debían convertirse en el Parlamento, el Gobierno y las oficinas de la Europa federada, de los Estados Unidos de Europa, una Europa de la que, de entrada, se excluía a la URSS y a Turquía.
El proyecto de la Unión Federal Europea (UFE), además de la derecha democrática, contó con el apoyo de los partidos socialistas del continente, tanto en cuanto suponía una vía para evitar guerras y, a la vez, crear lazos orgánicos entre las naciones. No obstante, Léon Blum, el histórico dirigente del socialismo francés, advertía a los europeístas que el proyecto federal sería inviable si se mantenían las soberanías nacionales tal y como pretendía Briand, dado que, de este modo, los instituciones federales quedaban desprovistas de todos los poderes ejecutivos y, consecuentemente, de su eficacia. La cuestión de la cesión de soberanía y la superación de los estrechos nacionalismos era esencial pues, como señalaba Blum, “la soberanía de los organismos federados se componen de la desmembración de esas soberanías secundarias [nacionales]”, razón por la cual recordaba la escasa eficacia de la Sociedad de Naciones para resolver conflictos dadas las reticencias nacionales a ceder soberanía, ya que, de no hacerlo, “no habrá organización real, política o económica: no habrá desarme ni pacificación ni armonía industrial”. Por su parte, Èmile Vandervelde, presidente de la Internacional Obrera Socialista, manifestaba su escepticismo ante la UFE por las tensiones nacionalistas que agitaban el continente en el período de entreguerras. Por esta razón era por la que señalaba que los Estados Unidos de Europa “no serán sino un vano ensueño mientras la mitad de esta Europa se halla entregada a dictaduras y la otra mitad sea el campo cerrado de intereses de clases antagónicas” y, por ello, el ideal de la UFE sólo se logrará “luchando sin tregua por la verdadera democracia, oponiendo una resistencia inflexible a las tentativas de reacción política o económica”, un mensaje que, ahora, resulta de candente actualidad.
Estos ideales de la UFE enlazan, tantos años después, con nuestro presente. Nos lo recuerda el interesante documento político titulado Hacia una Unión Federal Europea: integración monetaria y soberanía política elaborado en el año 2012 por el Grupo de opinión y reflexión en economía política Europe G, formado por un colectivo de economistas entre los que figuran Antoni Castells, Manuel Castells, Josep Oliver, Emilio Ontiveros y Martí Parellada. Entre sus conclusiones, se considera que la UFE es el paso imprescindible para salir de la crisis económica y financiera de la zona euro, alerta de los peligros de una Europa gobernada por Alemania y advierte de que si la unión monetaria no se completa con la unión política, puede producirse una fractura de la eurozona que supondría un golpe mortal, no sólo para la moneda única, sino también para la propia Unión Europea (UE). Ante el marasmo en el que parece hallarse sumido el europeísmo progresista, este documento defiende la necesidad de una integración económica y una mayor supervisión financiera para lo cual es imprescindible ceder soberanía fiscal por parte de los Estados y dotar de mayor capacidad de maniobra al Banco Central Europeo en aspectos tales como preservar la estabilidad de la eurozona y expandir el crédito en las economías bajo su jurisdicción.
Es momento de avanzar de forma efectiva hacia la UFE y, para ello es fundamental dotar a la UE de auténticas estructuras federales y de este modo, conseguir que el proceso de toma de decisiones pase del actual nivel intergubernamental a otro en que éstas sean adoptadas por las instituciones comunitarias, las cuales deben contar con capacidad efectiva en el terreno fiscal y presupuestario y con responsabilidad en la supervisión y regulación del sistema financiero. Igualmente, se debe avanzar hacia la creación de un verdadero Gobierno europeo con autonomía política plena y sin depender, como ahora ocurre, de complejas negociaciones intergubernamentales.
Por todo ello, en esta Europa nuestra, dos caminos, dos dilemas se presentan ante el futuro inmediato: o caminar hacia una mera asociación de intereses comerciales regida por lo que Federico Steinberg e Ignacio Molina definen como imposiciones de la “austeridad autoritaria germánica”, o avanzar con valentía hacia una federación, hacia una nación de naciones europeas con una Constitución común y con la consiguiente renuncia a las respectivas identidades nacionales. Tal vez así, algún día será posible el sueño de Víctor Hugo según el cual “Todas vosotras, naciones del continente, sin perder vuestras cualidades distintivas y vuestra gloria individual, os fundiréis estrechamente en una unidad superior y constituiréis la fraternidad europea” y así, “un día vendrá en el que veremos estos dos grupos inmensos, los Estados Unidos de Europa y los Estados Unidos de América, situados en frente uno de otro, tendiéndose la manos sobre los mares”.
José Ramón Villanueva Herrero
(publicado en: El Periódico de Aragón, 29 marzo 2015)
UNA "TRISTÍSIMA NOTICIA"?

La muerte del rey Abdalá bin Abdul-Aziz al Saud ocurrida el pasado 22 de enero ha producido olas de adulación hacia el monarca fallecido, entre ellas, la de Felipe VI, el cual se trasladó a Riad a presentar sus condolencias “en su nombre y en el del Gobierno y el pueblo español” para así expresar “el más sincero sentimiento de pesar por la tristísimo noticia”. Pero las palabras huecas y los elogios hacia su figura no pueden ocultar la dura realidad: el rey Abdalá representaba un régimen tiránico cuya existencia debería indignar al mundo civilizado. Pero el pragmatismo político y los intereses económicos consiguen el prodigio de convertir a reyes déspotas en buenos amigos de Occidente, a gobernantes criminales en políticos clarividentes...y este es el caso del monarca fallecido. Recordemos algunos datos.
El Reino Unido de Arabia Saudí surgió en 1932 tras la unificación de varias monarquías feudales de la Península Arábiga por parte de Abdel-Aziz ibn Saud. Desde entonces, la familia Saud ha gobernado con mano de hierro al reino que lleva su nombre. Una interpretación rigorista del Islam en su versión wahabita, la aplicación de la Sharia o ley islámica y el asfixiante control de la Policía Religiosa (Al Mutawa’een) sobre la vida y costumbres de los saudíes, nos retrotrae a los tiempos más oscuros de las monarquías feudales del Medievo. En el país del rey Abdalá no existen derechos ciudadanos ni libertades públicas: no hay elecciones libres, los partidos políticos, sindicatos y organizaciones de derechos humanos están prohibidos ; los medios de comunicación sufren la más rigurosa censura, el sistema penal saudí, basado en la Sharia, recurre con frecuencia a la tortura (amputaciones, flagelación, etc) y, según Amnistía Internacional, es el tercer país que más aplica la pena de muerte (por decapitación pública) y ya van 10 ejecuciones en las dos primeras semanas de este año 2015. Recordemos también el reciente caso del bloguero Raif Badawi quien, por defender la libertad de expresión, ha sido condenado a una multa de 230.000 €, además de a 10 años de prisión y a recibir 1.000 latigazos en series semanales de 50. Especialmente grave es la situación de las mujeres las cuales carecen de todo tipo de derechos y libertades (incluso el de conducir un vehículo).
Tampoco debemos olvidar que la monarquía saudí lleva años financiando la construcción de mezquitas en países occidentales, al frente de las cuales impone a imanes wahabitas, mucho más rigoristas que los hachemitas o alauitas. Y son estos clérigos quienes con sus prédicas, en ocasiones incendiarias, fomentan el radicalismo islamista de funestas consecuencias.
Todo esto parece olvidarse ya que los inmensos recursos petrolíferos de Arabia Saudí (1/4 de las reservas del planeta y primer exportador mundial), le permiten ejercer un papel principal en el sistema económico mundial y en la OPEP. Así, desde que en 1945 concedió a los Estados Unidos el monopolio de la explotación de su petróleo, unido a su permanente alineamiento junto a las potencias occidentales en la conflictiva zona de Oriente Medio, hacen que el reaccionario régimen saudí sea aceptado y visto con simpatía por el mundo civilizado democrático. Le ocurre lo mismo que a la España de Franco en los tiempos de la Guerra Fría: los intereses geoestratégicos de los EE.UU. obviaron su carácter dictatorial para convertir al régimen en “el vigía de Occidente”...igual que, ahora, Arabia Saudí es “el vigía de Oriente” (y de su petróleo). De hecho, la alianza militar entre Arabia Saudí y los EE.UU. se mantiene inalterada desde 1951: desde entonces, la monarquía saudí, anacrónica, feudal y corrupta hasta el extremo, ha mantenido su posicionamiento prooccidental.
Abdalá, que fue el impulsor de la Ley de inversión extranjera, logró gracias a ella atraer tecnología y capitales occidentales con el fin de convertir al país en un “islote de modernización”: ahí está, por ejemplo, el multimillonario proyecto de construcción del AVE español que debe unir las ciudades santas saudíes de Medina y La Meca. Pero la realidad es tan falsa como los espejismos de sus desiertos: la riqueza ha podido crear infraestructuras, adormecer la conciencia de sus súbditos, pero no les han traído la libertad. Y es que la monarquía del rey Abdalá ha tenido la rara habilidad de aunar la más retrógrada interpretación del Islam con todos los vicios, lujos y corrupciones del capitalismo salvaje.
Al margen de hipocresías políticas e intereses económicos, la muerte del rey Abdalá, a quien Juan Carlos I nombró en 2007 Caballero de la Insigne Orden del Toisón de Oro, supone la desaparición de un tirano, al cual le sucede en el trono otro tirano: su hermanastro Salman, y todo con el beneplácito de las democracias occidentales. En consecuencia, no siento pesar por la muerte del rey Abdalá. En todo caso, el réquiem, la “tristísimo noticia” a la que se refería Felipe VI no debería ser la desaparición de un déspota anacrónico y corrupto, sino la dramática situación de los derechos humanos en Arabia Saudí. Y en ello, Occidente, a quien el petróleo y los intereses que genera, parecen ennegrecer la conciencia, tiene, tenemos, una gran responsabilidad moral.
José Ramón Villanueva Herrero
(publicado en: El Periódico de Aragón, 1 febrero 2015)
ALEMANIA FRENTE A EUROPA

Una de las principales causas del actual encallamiento del proyecto europeo es el viraje producido por Alemania en relación a la Unión Europea (UE). Y es que, si durante décadas el país germano había sido el mayor contribuyente a las finanzas comunitarias, modelo de solidaridad y motor de la UE, ha pasado de ser el acelerador de la misma a poner el freno de mano en cuestiones claves para la construcción federal y solidaria de Europa.
Lejos quedó el impulso decisivo del eje franco-alemán, de la voluntad europeísta de los cancilleres germanos Adenauer, Schmidt o Kohl. La Alemania de la solidaridad parece haber quedado atrás y la actual canciller Angela Merkel, apoyada por su creciente hegemonía política en la UE, nos ha impuesto su dieta de estricta austeridad económica.
Todo cambió tras la caída del Muro de Berlín en 1989. Hasta ese momento, la entonces República Federal Alemana (RFA) era consciente de que necesitaba una Europa fuerte frente a la presión soviética. Eran los años de la Guerra Fría, de la política de bloques y el asidero ante la permanente amenaza del Este era, según los políticos germanos, una Europa unida, democrática y próspera. Pero, en 1989 tuvieron lugar unos acontecimientos históricos determinantes: la caída del Muro de Berlín y el consiguiente hundimiento del bloque del Este y, con ello, el de la prosoviética República Democrática Alemana (RDA), lo cual propició al anhelada reunificación de las dos Alemanias. Resurgía así, en la Europa central, una nueva Alemania, convertida ya en una potencia no sólo económica sino, también, política.
A partir de entonces, la Alemania unificada comenzó a ir recuperando gradualmente su “hinterland” tradicional, esto es, su tradicional influencia-hegemonía histórica en la Europa centro-oriental, como en la Edad Media, como durante el Imperio alemán, como ocurrió durante el III Reich. De las dos “almas” que coexisten en la mentalidad alemana, la “renana” (occidental y europeísta) y la “prusiana”, nostálgica del viejo hegemonismo continental germano, parecía haberse impuesto ésta última. Como señalaban Alfons Calderón y Luis Sols, “unificada Alemania y ampliada la UE hacia el Este, los alemanes se han orientado cada vez más hacia un área donde crecen sus intereses económicos y donde les llega el gas imprescindible para su actividad productiva”. Ello explicaría los crecientes intereses de Alemania en Polonia, los Balcanes o su actitud ante la crisis de Ucrania.
A este cambio geoestratégico hay que añadir el creciente rechazo germano a continuar siendo el mayor contribuyente a las arcas de la UE. En este sentido, tanto la conservadora CDU, el partido de Merkel, como el liberal FDP, su habitual socio de gobierno, fieles seguidores ambos de la doctrina neoliberal, se han opuesto con rotundidad a mantener la tradicional solidaridad económica alemana bajo el manido argumento de que ello incrementaba el gasto público y los impuestos. En la opinión pública germana, influida por los grandes grupos mediáticos, ha calado la idea de que la “austera y bien administrada” Alemania estaba financiando “en exceso” a los “derrochadores” países del sur. Ello hizo que Merkel frenase el gasto público en 2009-2010, justo en el momento en que se debía de acudir al rescate de Grecia y se negó igualmente a ofrecer préstamos a bajo interés al país heleno con lo cual dejó de funcionar la solidaridad europea. No nos debe de extrañar que, por ello, Grecia se halle en la actualidad en una situación económica catastrófica, con una grave crisis política y, como consecuencia, con un preocupante auge del partido neonazi Amanecer Dorado. Los alemanes deberían recordar que, en una situación similar, llegó en 1933 Hitler al poder, aupado por la desesperación de millones de personas que confiaron en el delirio hitleriano como solución para salir de la inmensa crisis económica y política que atravesaba la República de Weimar.
Por todo lo dicho, el otrora entusiasmo europeísta alemán se ha ido desinflando en los últimos años de los gobiernos conservadores-liberales de Merkel. La Alemania actual es bien distinta a la que junto a Francia impulsó, desde los duros años de la posguerra mundial, los pasos decisivos hacia la construcción europea. Y es que, tras el fin de los bloques militares, la unificación de las dos Alemanias (RFA-RDA) y el traslado de la capital a Berlín, los ciudadanos alemanes, en su mayoría, ya no se sienten tan solidarios con el resto de los europeos y ven con simpatía que Alemania “vuelva a mandar” en Europa…y eso les va bien.
Algunos autores han estudiado el nuevo hegemonismo germano. Este es el caso del sociólogo Ulrich Beck, autor del libro Una Europa alemana, o el de Ángel Ferrero, el cual señala que, tras la caída del III Reich y el fin de la que él llama “Cuarta Alemania” (1945-1990), ha surgido una “Quinta Alemania”, la de Merkel, decidida a mandar en Europa y a extender su influencia en el centro y este del continente, heredera de la política “prusiana” de Bismarck. Esta es la política que ha aupado a Merkel a un liderazgo sólido no sólo en su país sino que la ha convertido en la política más poderosa de la UE y que tanto ha beneficiado a la economía germana sin importarle los graves perjuicios ocasionados al resto de los países socios de la Unión. De este modo, la locomotora alemana parece ir cada vez más por vías que se alejan del gran sueño de una Europa unida en la diversidad, próspera y solidaria, tal y como soñaron, entre otros, Robert Schuman, Jean Monnet, Konrad Adenauer, Alcide de Gasperi o Paul-Henri Spaak, los considerados como “padres fundadores” de la nueva Europa renacida de las ruinas de la II Guerra Mundial, aquel proyecto de paz, democracia y progreso económico que, pese a la crisis actual, sigue tan vigente e imprescindible como siempre.
José Ramón Villanueva Herrero
(publicado en: El Periódico de Aragón, 26 octubre 2014)
EUROPEÍSMO EN CRISIS

El ideal europeísta, el mismo que logró aunar voluntades de un grupo de países que llevaban siglos desangrándose en continuas guerras y que, superados odios y recelos, decidieron construir un futuro en común, que crearon la Unión Europea (UE), después de medio siglo de innegables éxitos políticos, económicos y sociales, parece haber embarrancado en estos últimos años.
Las razones de esta crisis son diversas y, entre ellas, el priorizar los intereses particulares frente a los colectivos de la UE; el auge de los nacionalismos que han desdibujado la idea de un europeísmo federalista; la indiferencia, cuando no la hostilidad de un creciente sector de la ciudadanía, en ocasiones con preocupantes síntomas xenófobos y racistas, así como la incapacidad de la UE para dar respuesta a la actual crisis económica. Todo ello ha agudizado la permanente pugna entre europeístas y antieuropeístas o euroescéticos, siendo éstos últimos los que han ido ganando cada vez más terreno tanto en el ámbito político como en el social.
La marea antieuropeísta tuvo su punto de partida con la llegada de Margaret Tatcher al gobierno británico (1979) como principal abanderada de un neoliberalismo emergente y para el cual, como señalaban Alfonso Calderón y Luis Sols, “el proyecto europeo, poderoso frente a los mercados y las multinacionales, era el peor de los males”. Ello explica los constantes vetos británicos a cualquier avance hacia una construcción federal de Europa.
El Tratado de Maastricht (1992) intentó reforzar las instituciones europeas y dotarlas de mayores competencias, pero bien pronto el neoliberalismo rampante neutralizó los objetivos del mismo y, como nos recordaban los citados autores, “en vez de crear un ejecutivo supranacional fuerte que controlara la economía desde el ámbito europeo, se aseguraron de que ningún poder democráticamente elegido pudiera condicionar los mercados financieros”. Y así fue, y así nos ha ido a los ciudadanos europeos que hemos sufrido con intensidad los azotes de la actual crisis económica.
Las doctrinas neoliberales son las que otorgaron una total independencia al Banco Central Europeo (BCE) al margen de cualquier control democrático y, con ello, como denunció en su momento Oskar Lafontaine, la UE optó por el camino equivocado de priorizar el combatir el alza de precios y la inflación frente a otra política monetaria de signo más social que fomentara la inversión, el crecimiento económico y la creación de empleo. De este modo, el neoliberalismo se impuso sobre el keynesianismo a la hora de marcar el rumbo económico de la UE.
Durante el período 2004-2007 en el que, con la entrada en la UE de 12 nuevos países, la mayoría de la Europa del Este y de escasas convicciones europeístas, la tradicional posición euroescéptica de Gran Bretaña halló nuevos y entusiastas aliados y, con ello, los particularismos nacionales avanzaron ante al cada vez más debilitado proyecto colectivo europeo. Y así vinieron nuevos reveses: el fracaso del proyecto de Constitución Europea (2005) o el Tratado de Lisboa (2007), un grave retroceso político que supuso el fin del intento de construir un gobierno europeo fuerte, capaz de impulsar políticas económicas con las que oponerse a la creciente dictadura de los mercados.
Cuando en el 2008 estalló la crisis económica, el neoliberalismo halló la gran coartada para atacar a fondo un proyecto europeísta en el que nunca creyó. El momento fue aprovechado por los euroescépticos, aquellos que siembre habían reclamado el desmantelamiento del Estado del Bienestar, uno de los mayores éxitos de la UE. Alegando la aplicación de “reformas estructurales”, hallaron una ocasión de oro para lograr su objetivo. Se debilitó a los sindicatos y los cauces de negociación colectiva, se facilitaron los despidos laborales, se bajaron los salarios reales de los trabajadores y con ello, se multiplicaron las diferencias de renta y así, frente a una minoría enriquecida, la mayoría de la población veía como sus niveles de renta se reducían o en el mejor de los casos se estancaban. Además, la hegemonía política de Alemania hizo que la canciller Angela Merkel impusiera a la UE sus recetas económicas (reducciones salariales, recortes del Estado de Bienestar), las mismas que aplica en España Rajoy, su fiel alumno, con los negativos costes sociales que ello ha ocasionado.
Con tristeza constatamos cómo en el actual rumbo de la UE la política se halla al servicio de los mercados y la banca y que los gobiernos, tanto conservadores como socialdemócratas, supeditan la política a la economía, justo lo contrario de lo que ocurría en los inicios del proyecto europeo donde los medios económicos estaban orientados a unos fines políticos colectivos.
Ante la actual crisis del europeísmo, agudizada por el desprestigio de las instituciones y la mediocridad de una clase política carente de estadistas de talla, el ideal europeo sólo resurgirá si la UE demuestra ser capaz de dar soluciones efectivas a los problemas de sus ciudadanos. Y, para ello, lo primero es embridar desde una Europa Social, los desmanes del euroescepticismo neoliberal, por medio de un auténtico Gobierno europeo que impulse políticas de crecimiento, que salvaguarde el Estado de Bienestar, recupere una auténtica solidaridad fiscal para con los estados miembros y que ofrezca una salida efectiva a la crisis sin costes sociales. De lo contrario, el ideal europeo irá languideciendo como una bella utopía que quiso ser y no fue y ello sería una tragedia para la paz, la democracia y la justicia social de Europa.
José Ramón Villanueva Herrero
(publicado en: El Periódico de Aragón, 25 agosto 2014)
CHINA CAMBIA DE RUMBO ECONÓMICO

No cabe duda que cualquier cambio que se produzca en China, la segunda potencia económica mundial, tiene consecuencias directas en nuestro mundo global. Tal vez por ello, se observa con atención las reformas económicas impulsadas por los nuevos líderes chinos Xi Jinping y Li Kequiang con la idea central de sustituir el actual modelo de desarrollo económico que, desde las reformas de Deng Xiaoping de 1978, se basaba en bajos costes salariales y una alta tasa de inversión (cercana al 50% del PIB) por otro que opta por potenciar el mercado interno y aumentar la productividad del gigante asiático.
De este modo, el 18 Comité Central del Partido Comunista Chino (PCCh) de noviembre de 2013 aprobó el documento titulado Decisión sobre las cuestiones principales relacionadas con la profundización de la reforma integral en el cual se fijan las directrices económicas a seguir en China hasta el año 2020. El objetivo principal es hacer frente a lo que se considera como una “desaceleración preocupante” de su economía, a pesar de que el crecimiento previsto para 2014 es del 7,5 %, algo que, pese a ser el menor en los últimos 14 años, resulta inimaginable en las economías occidentales devastadas por la crisis global. Además, se pretende frenar el creciente riesgo financiero de la economía china, cuya deuda total es de 213 billones de dólares, el 200 % de su PIB.
Para afrontar ambos problemas, los dirigentes chinos pretenden fomentar el consumo interno siguiendo el modelo de Japón, Corea del Sur y Taiwán. Para ello, han optado por incrementar la cobertura de la Seguridad Social y de los servicios públicos, sobre todo en el medio rural y, de este modo, aumentar el nivel de renta disponible de los grupos menos favorecidos, lo cual tendría un impacto muy directo sobre la potenciación del consumo interno.
Igualmente, otro de los objetivos es aumentar la productividad mediante la reducción de la “excesiva” intervención del Estado en la economía a favor del mercado pues, según el presidente Xi, éste es “más eficiente”, curioso análisis en boca de un dirigente comunista. Además, se prevé el aumento del sector servicios y de las pymes, los cuales ganan importancia a costa de la hasta ahora todopoderosa industria y empresas estatales y se fomenta la llegada de capital privado a estas empresas estatales. De igual modo, las nuevas medidas económicas, prevén que el 30 % de los beneficios de dichas empresas se remitan al Gobierno Central para sufragar las políticas sociales.
El pragmatismo economicista del régimen chino, que nos recuerda la vieja máxima de Deng Xiaoping según el cual “no importa que el gato sea blanco o negro, mientras pueda cazar ratones, es un buen gato”, se abre al capital extranjero mediante la reducción de las barreras a la inversión extranjera en sectores como las finanzas, educación, sanidad, cultura, logística o comercio electrónico, así como con la posibilidad de crear nuevas zonas francas siguiendo el modelo de Shangai. Todas estas medidas, que fueron ratificadas por la Asamblea Popular Nacional china del pasado mes de marzo, como señalaba Mario Esteban, “de lograr su objetivo, ubicarían a China en la senda del desarrollo más sostenible, que además ofrecería numerosas oportunidades de negocio a empresas extranjeras” ya que “el régimen paternalista del PCCh necesita de un rápido desarrollo para mantener la aquiescencia de la población” y, por ello, “su éxito no sólo marcará el futuro del PCCh y de China, sino también de la economía global”.
Y, ante tanta reforma económica, ¿dónde quedan los derechos humanos en el nuevo rumbo de China?. Tan sólo se alude a unas tímidas medidas tales como la relajación de la política de “hijo único”, la abolición del sistema de re-educación por el trabajo o la reducción de la lista de delitos castigados con la pena de muerte.
Por otra parte, el presidente Xi pretende convertir “la lucha contra la corrupción” enquistada en el régimen en arma política contra los detractores de estas reformas. Sin embargo, José Ignacio Torreblanca acierta a señalar la hipocresía del PCCh pues, si bien las reformas de Deng Xiaoping y sus sucesores “han sacado a varios cientos de millones de personas de la pobreza, también es evidente que lo han hecho a costa de unas desigualdades sociales extremas y privando de derechos políticos y civiles”. Por ello, la conclusión es obvia: si China quiere, de verdad, combatir la corrupción precisa avanzar por la senda democrática y, para ello, necesita prensa libre y tribunales de justicia independientes, algo hoy por hoy impensable en el régimen dictatorial imperante.
Todas estas reformas pretenden consolidar a China no sólo como motor de producción y crecimiento económico a nivel mundial y, también, convertir al país en un gran centro de consumo, en un inmenso mercado. Y así, todos contentos: el régimen porque mantendrá el monopolio y la hegemonía política del PCCh, los inversores y las empresas internacionales por las nuevas posibilidades de negocio que se les abren con las reformas aprobadas. Y, mientras tanto, se olvidan una vez más, en aras a los poderosos intereses políticos y económicos, de la defensa de los derechos humanos en China y en el ocupado Tibet. ¡Qué lejos queda el espíritu de la Plaza de Tiananmen de 1989 segado de forma tan brutal por el régimen con el silencio cómplice de Occidente!. Y es que, para no ofender al gigante asiático y acceder a su enorme mercado potencial, se ha impuesto la máxima de “Invierte y olvida tu conciencia”, algo que, desde la ética democrática resulta inaceptable.
José Ramón Villanueva Herrero
(publicado en: El Periódico de Aragón, 14 abril 2014)
MAX AUB Y LAS LECCIONES DE 1914

En este año en que se cumple el centenario de la I Guerra Mundial (1914-1918) la cual marcó el destino trágico de Europa durante el s. XX, están previstos diversos actos en los países entonces contendientes, no así en España que, afortunadamente, mantuvo su neutralidad durante la que ha sido llamada “la Gran Guerra”.
Sin embargo, los ecos de la contienda no fueron ajenos a la opinión pública y a la política española del momento, dividida entre la derecha germanófila y la izquierda, partidaria de los aliados. Aún años después, la guerra siguió siendo tema de debate y, así, el 2 de febrero de 1930, la Juventud Socialista Madrileña organizó una conferencia titulada “Orígenes de la guerra de 1914” a cargo de Max Aub Mohrenwitz, a quien se presentó como “camarada alemán”, pese a ser ciudadano español (su familia, de origen franco-alemán, se había establecido en Valencia al inicio de la contienda) y, desde 1928, militante del PSOE. La figura de Max Aub como intelectual ha sido rehabilitada en estos últimos años valorándola como merece puesto que había sido injustamente ignorado dada su triple condición de judío, republicano y socialista, tres de las bestias negras de la derecha reaccionaria española. Esta misma rehabilitación de Aub se ha producido en el ámbito político, pues, expulsado del PSOE en 1946 por su afinidad al sector socialista liderado por el Presidente Juan Negrín, no fue hasta el 2008 cuando, al igual que otros destacados negrinistas, se le readmitió, a título póstumo, en las filas del partido fundado por Pablo Iglesias.
Pero volvamos a la conferencia. En la misma, Aub analiza en detalle las causas que llevaron a semejante carnicería: las heridas abiertas tras la guerra franco-prusiana (1870), la Welt-politik del Imperio Alemán y el auge del militarismo germano. Pero, al igual que los historiadores actuales como Christopher Clark, no carga en exclusiva la responsabilidad de la guerra sobre Alemania, sino que recuerda las apetencias expansionistas de Rusia (que soñaba con llegar a Constantinopla aunque ello supusiese un enfrentamiento con Alemania y Austria) o las complejas relaciones germano-británicas en torno a la cuestión de la hegemonía naval. De igual modo, no obvia la actitud de Francia, su país de nacimiento, con su “hediondo chauvinismo” por su reivindicación de Alsacia y Lorena y alentada por la política revanchista de Pointcaré. La crisis de los Balcanes fue el pretexto y, como dijo William Martin y nos recuerda Aub, “la verdadera causa de la guerra es que todo el mundo creyó fatalmente que ocurriría”…y ninguna potencia hizo lo posible para evitarla.
Iniciada ésta, tras su trágico balance de 31 millones de muertos, a doce años vista de su final, Aub extrajo en su conferencia varias conclusiones que siguen siendo válidas, tanto entonces, como ahora, en unos momentos en que el conflicto entre Rusia y Ucrania, “la mayor crisis a la que se enfrenta Europa en el siglo XXI” según Willian Hague y que puede derivar en una nueva contienda armada de consecuencias imprevisibles. En primer lugar, imbuido del ideal utópico y humanitario que muchos desprecian, soñaba con una fraternidad universal, internacionalista, pues pensaba que sólo el socialismo democrático puede ofrecer la posibilidad de un mundo mejor y, de éste modo evitar, como decía Aub, que los trabajadores se “entreasesinasen” en guerras promovidas por los oscuros intereses del capitalismo. En consecuencia, llama al pueblo a que nunca más vuelva a ser comparsa y víctima de la espiral belicista, la misma que ahora se quiere hacer prender en Ucrania, Crimea o en Donetsk. Pese al posterior estallido de la II Guerra Mundial por el delirio criminal nazi-fascista, la Europa surgida de sus ruinas a partir de 1945 parece haber aprendido de pasados errores y ahí está la ejemplar y masiva respuesta cívica contra la guerra de Irak de 2003.
Aub, además del papel del proletariado en su época, o de la ciudadanía consciente y comprometida en la nuestra, confiaba en la eficacia de la Sociedad de Naciones para evitar futuros conflictos. Aunque ésta resultó débil e inoperante en la práctica, ello nos recuerda la urgente necesidad de potenciar a la ONU como garante de la paz universal y más en este mundo actual donde la antigua disuasión bipolar entre dos bloques antagónicos (EE.UU./URSS) ha sido reemplazada, en expresión de Christopher Clark, por un sistema “cada vez más multipolar, opaco e impredecible”, por el auge de los nacionalistas excluyentes, de los fundamentalismos religiosos, del racismo y la xenofobia y por un preocupante descrédito de los sistemas democráticos. Por ello, para evitar peligrosos paralelismos entre el mundo actual y el de 1914, Joachim Käppner considera indispensable revitalizar las instituciones de la Unión Europea recuperando el ideal de la Europa social, laica y progresista, además de fomentar la solidaridad internacional y, de este modo, evitar que, como en 1914 y en 1939, se reabra la caja de Pandora con su fatídica estela de odio entre los pueblos, conflictos fronterizos y auge de ideas totalitarias.
Ahora que algunos quieren hacer retumbar los tambores de guerra en el Este de Europa, recordamos cómo Max Aub criticaba con dureza a los nacionalismos cerriles y rememorando lo que fue la inmensa tragedia de la Gran Guerra de 1914, nos advertía de que tanto la Humanidad como de forma especial el movimiento socialista internacional debían frenar las ambiciones de quienes pretenden hacer negocio con la guerra y, frente a ella, defender los ideales de la paz, la libertad y la justicia. Ese mismo reto sigue estando pendiente: esa es la lección de 1914.
José Ramón Villanueva Herrero
(publicado en: El Periódico de Aragón, 28 de marzo de 2014)
EMPANTANADOS EN PANAMÁ

En estos días ha sido noticia frecuente el contencioso generado en torno a las obras de ampliación del Canal de Panamá y el riesgo de paralización de las mismas por parte del consorcio Grupo Unidos por el Canal (GUPC) liderado por la empresa española Sacyr. Pero la historia de este canal, próximo a cumplir su centenario y auténtico puente entre dos océanos, siempre fue agitada y polémica.
Desde que en 1513 Vasco Núñez de Balboa atisbase la inmensidad del Océano Pacífico, la corona española comenzó la búsqueda de un camino fluvial a través del continente americano para llegar a las Indias Orientales y reemplazase a la penosa y larga ruta del cabo de Buena Esperanza. De este modo, el primer proyecto se atribuye al capitán español Álvaro de Saavedra, el cual propuso a Carlos I en 1529 un canal por Darién. No obstante, el informe de Pascual de Andagoya lo consideró “tarea imposible”, pues “sólo Dios podría mover tanta tierra” y, ante estas dificultades, se suspendieron los trabajos preliminares. Durante el reinado de Felipe II, se retomó la idea pero, el Padre Acosta la desaconsejó en 1590 con una aseveración bíblica: “lo que Dios ha unido, no debe separarlo el hombre”. A este argumento, Felipe II añadió otras razones como que el hipotético canal facilitaría un nuevo camino a los piratas para asolar las colonias españolas en América, por lo que el rey archivó el proyecto y dictó castigos a quien se atreviera a hablar del mismo pues lo consideraba perjudicial para la economía de España.
Pese a lo dicho, la idea siguió latente y, muchos años después, figuras de la relevancia de Humboldt, Goethe o Simón Bolívar, volvieron a replantear la idea de un canal interoceánico por Panamá. Sin embargo, fue Fernando de Lesseps, el artífice del canal de Suez, el que, tras fundar la Compañía Universal del Canal Interoceánico de Panamá (1879), inició tan magna obra de ingeniería pese a las inmensas dificultades que suponía su construcción a través de montañas y zonas pantanosas y el clima insalubre de las mismas. Lesseps cometió un gravísimo error que llevaría al fracaso las obras: el proyecto se basaba en un canal al nivel del mar, sin esclusas, lo que obligaba a realizar grandes perforaciones en los enormes bloques de piedra andina que había que atravesar con el agravante, además, de no disponer de maquinaria adecuada para ello. Todas estas imprevisiones dispararon los gastos por encima de los cálculos iniciales y, el proyecto de Lesseps, tras la quiebra de la Compañía en 1889, se convirtió en uno de los mayores escándalos financieros del s. XIX, con importantes consecuencias no sólo económicas, sino también políticas para la República Francesa.
Pero la idea del canal siguió adelante, esta vez alentada por la política imperialista de los EE.UU., país que, tras forzar la secesión de Panamá de la República de Colombia en 1903 y comprar la concesión, las instalaciones , terrenos y maquinaria de la extinta Compañía, y de lograr la cesión de la zona sobre la que se proyectaba el canal, inició las obras en 1904, esta vez en base a un sistema de esclusas, auténticos ascensores para barcos, obras que culminaron en 1914, hace ahora un siglo. La obra, además de ingentes cantidades de dinero, había costado, durante todos aquellos años, la vida a en torno a 30.000 obreros.
Hasta aquí la historia. Ahora, hagamos unas reflexiones al hilo de la actualidad. En primer lugar, el canal, devuelto a la soberanía panameña en 1999, es uno de los negocios más rentables del mundo que, a fecha de hoy, parecía haberse quedado ya pequeño para las necesidades del tráfico marítimo internacional, razón por la cual la Autoridad del Canal de Panamá (ACP), su administradora, impulsó desde 2007, las actuales obras de ampliación de sus esclusas y de su cauce de navegación.
En segundo lugar, en torno al canal, ya en 1962 Davy Graw planteó una propuesta de interés: una vez acabado el control colonial de los EE.UU. en la zona, sería deseable que el canal de Panamá, al igual que los demás canales interoceánicos (pensemos en el caso de Suez), deberían de estar bajo el control de las Naciones Unidad que, “de un modo justo lo gobiernen y administren, pagando las cuotas pertinentes al Gobierno de Panamá”. Ello evitaría hipotéticos bloqueos de los mismos por parte de naciones enfrentadas por motivos económicos, diplomáticos o bélicos.
En cuanto a la cuestión concreta de la actual crisis derivada de los sobrecostes, sorprende el ímpetu y compromiso que ha tenido el Gobierno de España,(tanto antes con Zapatero, como ahora con Rajoy), en defender los intereses privados de una empresa privada como es Sacyr, e incluso avalarla con el respaldo de la aseguradora pública CESCE, un ímpetu y un compromiso que se echa en falta en la defensa de los ciudadanos españoles afectados por la crisis global, tanto los residentes en territorio nacional , como en la de aquellos otros, sobre todo los millares de jóvenes, a los que se les hurta el futuro y se han visto obligados a emigrar en busca de un horizonte laboral. Ese ímpetu en defensa de Sacyr, como en su día se tuvo con Repsol en sus contenciosos con los gobiernos de Bolivia o Argentina, hubiera sido más necesario aplicarlo, aportando dinero público a otras causas más justas y urgentes, como la defensa de los servicios públicos esenciales ante los riesgos presentes y futuros de recortes y privatizaciones. Sería mucho más lógico y comprensible por la ciudadanía el que los poderes públicos se implicasen de forma directa en estas cuestiones que nos afectan en nuestra vida diaria y no en una especie de cruzada en defensa de una empresa privada que se halla empantanada en Panamá.
José Ramón Villanueva Herrero
(publicado en: El Periódico de Aragón, 21 enero 2014)
QUERIDO MANDELA

En estos días estamos asistiendo a la digna agonía de Nelson Mandela, conocido también como “Madiba”, nombre del clan de la etnia xhosa a la que pertenece, una de las figuras más importantes de la historia del s. XX y comienzos del XXI.
Evocando su trayectoria y su legado político surgen, desde la emoción, algunas reflexiones. En primer lugar, destacar su relevancia histórica dado el papel desempeñado por Mandela al transformar a la República Sudafricana, un país que pasó de ser un apestado internacional en tiempos del régimen racista del apartheid, a convertirse en una sociedad multirracial y democrática, en una de las naciones emergentes en la actual economía global. El liderazgo de Mandela y la labor de otros líderes antirracistas como Desmond Tutu, han ayudado a construir una sociedad libre y tolerante en la diversidad, un país multirracial y multicultural capaz de convivir después de la larga noche del racismo extremo impuesto por los afrikaner blancos sobre la mayoría negra. Por ello, Mandela ya ha pasado a la historia como uno de los grandes estadistas de la historia reciente de la Humanidad.
Para desmantelar ese anacrónico vestigio del racismo en pleno s. XX que era la Sudáfrica del apartheid, Mandela contó con dos instrumentos: una acción política no violenta (la inspiración de Gandhi es evidente), y un auténtico espíritu de reconciliación para romper las seculares barreras que habían separado a la oprimida mayoría negra de la minoritaria clase dominante blanca. Por ello, el cambio político liderado por Mandela es un ejemplo único y admirable en la historia, máxime si lo comparamos con lo ocurrido en la vecina Zimbabwe (la antigua Rhodesia), donde tras la caída del régimen racista blanco de Ian Smith, se implantó la dictadura de Robert Mugabe. Y es que Mandela, tras las negociaciones con Frederik Willem de Klerk, el último presidente de la Sudáfrica racista, fue capaz de pilotar una acertada transición democrática sin claudicaciones pero también sin resentimientos frente a la élite blanca afrikaner que, hasta entonces, había monopolizado el poder político.
Mandela nos recuerda que el color de la piel nunca puede ser una barrera que limite la dignidad y los derechos humanos de las personas. Esta convicción le dio la fuerza moral para luchar toda su vida no sólo para defender a la población negra sudafricana de tanto oprobio e injusticia, sino también, y ahí está la grandeza moral de Madiba, para sobreponerse a todo odio y rencor por los agravios sufridos después de los 27 duros años que pasó en las prisiones sudafricanas, y tender puentes de diálogo y reconciliación con la población blanca, lo cual dice mucho de su ética personal, de su profunda calidad humana, no sólo como luchador contra la injusticia racial sino también, primero como dirigente del Congreso Nacional Africano (ANC) y, posteriormente como Presidente de Sudáfrica, cargo que ocupó entre 1994-1999. En consecuencia, como señalaba Manuel García Biel, Mandela fue “capaz de elevarse por encima de su sufrimiento personal y de su pueblo y dirigir con un gran ejercicio político y ético todo un proceso de reconciliación del pueblo sudafricano para conseguir su conversión en una sociedad democrática y multicultural”. Mandela, principal líder de la izquierda sudafricana, cumplió plenamente en su país el utópico ideal recogido en la letra de La Internacional, aquel que alude a que “los odios que al mundo envenenan, al punto se extinguirán”, ideal logrado con la fuerza de sus convicciones, su mirada limpia y su carácter de hombre de bien.
Mandela nos enseña a valorar la riqueza multicultural y multirracial como alternativa a cualquier tipo de integrismo (político, religioso, étnico), lo cual es una lección necesaria en este mundo nuestro, cada vez más mestizo. Por ello, el valor y el respeto a la diversidad serán cada vez más necesarios para garantizar la convivencia armónica en las sociedades multiculturales de nuestra aldea global.
Resulta significativo que los dos más grandes líderes políticos con mayores valores éticos del s. XX proceden del Tercer Mundo: me refiero a Gandhi y a Mandela. Su legado es un ejemplo, también para este Occidente nuestro tan opulento (ahora menos), tan individualista y egocéntrico. Ambos son un referente permanente no sólo en la historia, sino también para todos los que admiramos su ejemplo ético y su pensamiento político. Con razón decía de él Anna Bosch que Mandela es “el mayor ejemplo de dignidad” de la historia reciente puesto que su figura pasará a la historia como un referente de integridad, inteligencia, capacidad de lucha y de reconciliación con sus adversarios sin renunciar nunca a sus propios principios.
Mandela es también un dirigente político comprometido con la justicia social, con la lucha contra las enormes desigualdades que existían (y continúan) en la sociedad sudafricana. Por ello, nos recordaba algo que, ante la actual involución de derechos económicos y sociales a que nos está avocando la crisis global, adquiere una candente actualidad: “Si no hay comida cuando se tiene hambre, si no hay medicamentos cuando se está enfermo, si hay ignorancia y no se respetan los derechos elementales de las personas, la democracia es una cáscara vacía, aunque los ciudadanos voten y tengan Parlamento”.
Gracias, querido Mandela, por ayudar a construir un mundo sin rencor, tolerante y multirracial, un legado que perdurará siempre en la historia y en nuestros corazones.
José Ramón Villanueva Herrero
(publicado en: El Periódico de Aragón, 7 julio 2013)
UN CONGRESO CONTRA LA PENA DE MUERTE

Durante los próximos días 12 al 15 de junio tendrá lugar en Madrid el 5º Congreso Mundial contra la pena de muerte, organizado por las principales asociaciones abolicionistas internacionales, con la presencia prevista de representantes de más de 90 países y patrocinado por el Gobierno de España y los ministerios de Asuntos Exteriores de Noruega, Francia y Suiza.
Largo y tenaz ha sido el camino del movimiento abolicionista que, en los últimos años, ha logrado que se pasase del 20 al 70 % el número de países que han renunciado a aplicar la pena de muerte. Todo empezó en el Congreso mundial que tuvo lugar en Estrasburgo en 2001 y que congregó a miembros de la sociedad civil, políticos y juristas para elaborar estrategias abolicionistas (tanto a nivel nacional como internacional) así como para recordar que la supresión de la pena de muerte es una exigencia de toda sociedad basada en el progreso y la justicia. En este primer Congreso, se constituyó la Coalición Mundial contra la pena de muerte (de la cual hoy forman parte 138 organismos diversos) y se instituyó el 10 de octubre como Día Mundial contra la pena de muerte. A partir de entonces, el movimiento abolicionista se fue consolidando en sucesivos congresos que tuvieron lugar en Montreal (2004), París (2007) y Ginebra (2010).
Especialmente reseñable resulta la aportación española al 4º Congreso (Ginebra, 2010), el cual fue inaugurado con un importante discurso de Zapatero, entonces Presidente del Gobierno español, en el que además de ofrecer el compromiso de España para organizar en Madrid el 5º Congreso Mundial, propuso, inspirado en el calendario de los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM), el ambicioso horizonte de lograr una moratoria universal a la aplicación de la pena de muerte la cual debería de entrar en vigor en 2015, como etapa previa a la abolición definitiva de la misma en las respectivas legislaciones penales en aquellos países que todavía la contemplan, los llamados Estados “retencionistas”. Otra de las propuestas de Zapatero fue la creación de la Comisión Internacional contra la Pena de Muerte como instrumento catalizador de las acciones abolicionistas de la sociedad civil. En la actualidad, dicha Comisión es un órgano independiente de los gobiernos, está presidida por Federico Mayor Zaragoza y entre sus objetivos figuran el de promover la abolición con cambios legislativos, la aplicación de la citada moratoria universal y el cese de las ejecuciones en los diversos países donde éstas se llevan a cabo.
Mucho se ha avanzado en estos últimos años por parte del movimiento abolicionista mundial, pero la labor continúa siendo larga y difícil. En la actualidad, hay 97 países abolicionistas, además de otros 8 donde la pena de muerte no se aplica a los delitos comunes y 35 que son abolicionistas de hecho frente a los 58 estados retencionistas que todavía mantienen la pena capital en sus respectivas legislaciones y cuyo mapa se extiende por los EE.UU. (sólo son abolicionistas 17 de sus 50 estados), Cuba, Guatemala, Guyana, Jamaica, además de la mayor parte de los países africanos, de Oriente Medio y de Asia, mientras que en Europa sólo queda el estigma de Bielorrusia, donde la pena de muerte sigue vigente, como se ha comprobado recientemente.
Cierto es que los avances abolicionistas ha permitido que el pasado 2012 la pena capital se haya suprimido en países como Benin, Mongolia, Letonia o en los estados norteamericanos de Illinois y Connecticut. Pero todavía persiste en esos 58 países retencionistas, los cuales no sólo son regímenes autoritarios o dictaduras diversas, sino también democracias plenas como EE.UU. o Japón y en todos ellos sus gobiernos alegan que esta cuestión concierne únicamente a su legislación interna: frente a este argumento, hay que recordar que la aplicación de la máxima pena infringe no sólo la legislación penal internacional sino los principios fundamentales del Derecho: en la Utopía de Tomás Moro, este humanista del s. XVI ya rechazaba aplicación “legal” de la pena de muerte al negarse a considerar como “derecho supremo al que origina la injusticia suprema”.
En cuanto a datos concretos, según Amnistía Internacional, tan sólo en 2011 se ejecutó “legalmente” a 676 personas en 20 países, cifra que se elevaría de disponer de los datos de China cuyo Gobierno no los facilita y donde las ejecuciones se estiman en torno a 5.000 anuales. A estas cifras habría que añadir que, en ese mismo año, 1.923 personas fueron condenadas a muerte en 63 países, quedando a la espera de la misma o a la conmutación de ésta en los trágicamente célebres “corredores de la muerte”.
Así las cosas, el 5º Congreso iniciará su andadura en los próximos días en Madrid, enfocado de forma especial hacia la situación en el mundo árabe y africano. De este modo, se pretende lograr la implicación de las Organizaciones Intergubernamentales (OIGs), la sociedad civil y los gobiernos para conseguir nuevos avances hacia su abolición total. Está prevista la celebración de sesiones plenarias, mesas redondas y talleres que tratarán desde la situación en esta materia en California o China, hasta la necesidad de concienciar sobre la abolición en los sistemas educativos, o las consecuencias del terrorismo sobre las estrategias abolicionistas. Y es que, como señalaban los organizadores, “A pesar de los avances conseguidos en las últimas décadas, los desafíos son muchos todavía. Nuevas perspectivas se presentan para los actores de la abolición y las estrategias deben de ser reinventadas para hacer avanzar los últimos nudos resistentes”.
Al igual que durante el s. XIX los abolicionistas lucharon para acabar con la lacra de la esclavitud, éste es el momento para abolir de forma definitiva ese otro escarnio para la conciencia de la Humanidad que significa la existencia “legal” de la pena de muerte. Esperemos que en el 5º Congreso Mundial se logren avances significativos para tan noble causa y que resume el lema del mismo: “Abolición de la pena de muerte, ahora”.
José Ramón Villanueva Herrero
(publicado en: El Periódico de Aragón, 9 junio 2013)
LA TENTACIÓN BELICISTA

El pasado mes de marzo se cumplió el 10º aniversario del inicio de la guerra de Iraq, un nefasto y cruel conflicto que se pretendió justificar con el pretexto de combatir al terrorismo internacional y a la supuesta amenaza que el régimen dictatorial de Saddam Hussein y sus inexistentes armas de destrucción masiva suponían para Occidente: recordemos cómo las autoridades americanas aseguraban que el dictador iraquí estaba en condiciones de lanzar un artefacto nuclear contra Europa en tan sólo 45 minutos. Ciertamente, la motivación más explotada para justificar esta guerra se basó en airear el peligro, totalmente falso, de las armas de destrucción masiva de las que supuestamente disponía Saddan Hussein: se pretendió instrumentalizar el miedo como un poderoso instrumento de manipulación colectiva. Mintieron…pero no nos engañaron.
Visto en perspectiva, todo fue un inmenso error y un monumental engaño alentado por la política belicista de George Bush y otros dirigentes del momento como Toni Blair, Aznar, Durao Barroso (el 4º de la célebre foto de las Azores) y el histriónico Berlusconi. A fecha de hoy, sus mentiras y crímenes de guerra (recordemos el caso Couso), siguen todavía impunes y tampoco ninguno de ellos se ha disculpado públicamente ante la ciudadanía, tampoco Aznar, rehén de su soberbia. Por cierto, tampoco ninguna autoridad militar española ha actuado consecuentemente tras conocerse las deplorables imágenes de los maltratos infringidos por soldados españoles a presos iraquíes en la base de Diwaniya.
Hace unos días, con la grave recesión económica mundial como telón de fondo, Paul Farrell, un influyente analista financiero norteamericano, no tuvo ningún reparo en señalar que “el capitalismo necesita un estímulo económico: una nueva guerra” a la vez que pretendía avalar tan grave aseveración recordando que fue la II Guerra Mundial la que sacó a los EE.UU. de la Gran Depresión iniciada en 1929 y que, desde entonces, este país se convirtió en la locomotora económica mundial, posición a la que, desde luego, no está dispuesto a renunciar.
Debemos tener presente también que las guerras de Afganistán e Iraq supusieron una sangría imparable para la economía de los EE. UU., guerras que tuvieron un coste de 16.000 millones de dólares mensuales, un coste que disparó el endeudamiento del país hasta el punto que la deuda pública norteamericana llegó a alcanzar el 18% del PIB mundial y que supuso, además, como señala Loretta Napoleoni, el inicio de la crisis del crédito financiero que ha desembocado finalmente en la actual depresión económica mundial.
Estas opiniones son especialmente preocupantes en unos momentos en que algunos pretenden hacer sonar tambores de guerra con motivo de la tensión en la península de Corea, la guerra civil en Siria o la latente amenaza nuclear que representa la República Islámica de Irán. Ciertamente, la política exterior de Obama difiere del delirio belicista de Bush, pero también es cierto que está sometido a las presiones de los lobbies económico-militares neoconservadores norteamericanos y a que una posible acción militar unilateral de Israel pueda forzar la entrada de los Estados Unidos en un nuevo conflicto armado de consecuencias imprevisibles.
Los intereses económicos de estos lobbies ideológicos neoconservadores arraigados en la industria armamentística son grandes y su fuerza es muy poderosa ya que EE.UU. gasta en defensa el doble de lo que gastan conjuntamente las 15 naciones de mayor gasto militar del mundo. Otro dato significativo: el período 2000-2012, según la revista financiera Market Watch, la máquina de guerra del Pentágono duplicó el valor de su actividad pasando de los 260.000 millones de dólares a cerca de los 550.000, y ese significa un poder fáctico que puede determinar las decisiones últimas en la Administración Obama en caso del estallido de un conflicto bélico con repercusiones internacionales.
La historia nos enseña que, al margen de los intereses geopolíticos y económicos subyacentes, se requieren dos elementos esenciales para que los gobernantes consigan que un conflicto bélico sea “aceptable” por sus ciudadanos: un casus belli y la existencia de un miedo colectivo (real o imaginario) ante una posible agresión externa. Así ocurrió con la crisis del Maine en 1898 que supuso la intervención de EE.UU. en Cuba y el fin del dominio colonial español en el Caribe, así ocurrió tras el ataque japonés a Pearl Harbour en 1941 y que hizo que Roosevelt decidiera la entrada de Norteamérica en la II Guerra Mundial. Algo similar ocurrió igualmente cuando, tras los brutales ataques a las Torres Gemelas de Nueva York el 11 de septiembre de 2001, EE.UU. y sus aliados lanzaron su guerra contra el terrorismo internacional invadiendo Afganistán (octubre 2001) e Iraq (marzo 2003) con las consecuencias de todos conocidas. En este sentido, Michael Meader, exministro laborista británico, acusaba en 2003 a Bush y Blair de no haber hecho nada para prevenir el 11-S (pese a las advertencias del FBI, la CIA y el Mossad) y obtener así un casus belli para “poner en práctica un proyecto expansionista y hegemónico en Oriente Medio y en el resto del mundo” y cuyas ideas esenciales se recogen en el documento Rebuilding America’s Defenses, obra de los halcones belicistas neoconservadores, entre ellos, Dick Cheney, Donald Rumsfield y Paul Wolfowitz.
Ahora, de nuevo la tentación belicista vuelve a oscurecer el horizonte. Esperemos que, en esta ocasión, quienes tienen en su mano la capacidad de evitarla sean capaces de neutralizar este riesgo, especialmente Obama, demostrando así que es realmente merecedor al Premio Nobel de la Paz que le fue concedido, muy prematuramente, en 2009. Será el momento en que los principales dirigentes mundiales puedan demostrar su firme voluntad de impedir los desastres, mentiras y manipulaciones similares a los que tuvieron lugar en Iraq y Afganistán bajo el desteñido estandarte de la guerra contra el terrorismo internacional.
José Ramón Villanueva Herrero
(publicado en: El Periódico de Aragón, 23 mayo 2013)
OBAMA OLVIDÓ GUANTÁNAMO

El presidente Obama sigue despertando simpatía a pesar de que su gestión ha producido importantes decepciones: ahí está, por ejemplo, su incapacidad para impulsar el agónico proceso de paz en Oriente Medio. Junto a esto, otros reproches que puede hacérsele al presidente americano es su forma de afrontar el terrorismo internacional, la cual ha supuesto un creciente uso de los drones (aviones no tripulados) para abatir supuestos dirigentes yihadistas sin importar las víctimas civiles que ello comporta y, también, el mantenimiento de la prisión de Guantánamo, estos días nuevamente convertida en noticia por la huelga de hambre que están llevando a cabo los islamistas allí retenidos.
La permanencia de la prisión de Guantánamo contraviene lo prometido por Obama en el programa electoral con el que llegó por vez primera en el 2008 a la presidencia de los EE.UU. y olvidando así la Orden Ejecutiva, la primera que firmó tras su llegada a la Casa Blanca, en la que se comprometía a cerrar Guantánamo en el plazo de un año. Ciertamente, la base de detenciones (y torturas) de Guantánamo es una “herencia envenenada” que legó el expresidente George Bush y a la que Obama ha sido incapaz de dar una justa solución, pues su existencia resulta inaceptable para cualquier país democrático y más para los EE.UU. que se vanaglorian de ser los adalides de la libertad y los derechos humanos en el mundo.
Recordar la historia de Guantánamo, una base naval americana situada en la isla de Cuba, representa, tanto en su origen como en su utilización actual, una de las páginas más negras del imperialismo de los EE.UU. Hay que remontarse a 1898 cuando los patriotas cubanos, con el apoyo del ejército americano, pusieron fin al dominio colonial de España. Entonces, Cuba, en vez de lograr su plena soberanía, se convirtió en un “protectorado” de los EE.UU., en una pieza más de sus afanes expansionistas en el Caribe. Así, mediante el artículo 7º de la llamada Enmienda Platt de 1901, Cuba se vio obligada a ceder parte de su territorio a la potencia ocupante para que ésta estableciese bases navales y por ello, en febrero de 1903, hace ahora 110 años, la US Navy recibió como “concesión perpetua”, 116 km² en la bahía de Guantánamo. A cambio, EE.UU. debía de abonar un alquiler de 2.000 $ anuales, cantidad que pagó al gobierno cubano hasta que, llegado Fidel castro al poder en 1959, éste se negó a recibir para denunciar así la ocupación ilegítima que dicha base suponía para la soberanía de Cuba.
En la actualidad, y desde 2002, Guantánamo se ha convertido en un siniestro campo de detención para prisioneros islamistas talibanes y de Al-Qeda. A estos presos, que EE.UU. define como “combatientes enemigos ilegales”, no se les aplica la IV Convención de Ginebra sobre el trato a prisioneros de guerra. Para ello, la Administración norteamericana se apoya en una argucia legal: como nominalmente Guantánamo sigue siendo tierra cubana, EE.UU. alega que los allí detenidos se encuentran fuera del territorio federal y, por ello, carecen de los derechos que tendrían se hallasen detenidos en los EE.UU. De este modo, se incumplen sistemáticamente numerosos artículos de dicha Convención, entre otros los relativos a la prohibición de palizas, torturas y maltratos psicológicos (art. 13), las humillaciones sexuales (art. 14), el encarcelamiento en celdas de reducido tamaño (art. 21) o el deber de ser restituidos a sus países de origen una vez finalizadas las hostilidades, así como la prohibición de aplicarles detenciones por tiempo indefinido (art. 118) a estos prisioneros que, recordémoslo, algunos de ellos llevan casi 12 años en Guantánamo sin haber sido juzgados.
Ante semejante aberración jurídica y tan flagrantes violaciones de los derechos humanos, se han producido numerosas denuncias por parte de Amnistía Internacional, Human Rights Watch (HRW) y del Comité Internacional de la Cruz Roja. Por su parte, ya en 2006 la ONU hizo público un demoledor informe en el que se instaba a que los EE.UU. cerrase Guantánamo “sin tardanza”. Nada de todo esto hizo mella en un presidente tan belicista como Bush, ni tampoco parece hacerlo en Obama, para el cual esta cuestión parece que ha dejado de ser una prioridad presidencial. Sin embargo, el presidente demócrata, que tantas simpatías sigue despertando, todavía, en amplios sectores de la opinión pública internacional, no puede mirar para otro lado dado que el cierre inmediato de Guantánamo debería de ser un imperativo político y moral para Obama, un presidente que, recordémoslo, obtuvo, sin duda prematuramente, en 2009, el Premio Nobel de la Paz.
Por todo ello, además del cierre de Guantánamo, la Administración americana debe resolver la situación de todos los presos, permitiendo la repatriación de los que fueron detenidos de forma arbitraria y sobre los que no pesa ningún delito. En cuanto a aquellos islamistas considerados como “muy peligrosos”, se les debería de entregar a la Corte Penal Internacional para ser sometidos a un juicio justo con plenas garantías jurídicas, tal y como ocurrió con los responsables de los crímenes cometidos en la antigua Yugoslavia, en Ruanda , Liberia o el Congo. Sólo así el principio de justicia universal prevalecerá sobre la habitual (y peligrosa) utilización de la guerra sucia para combatir la amenaza del terrorismo islamista radical, una guerra sucia que sólo sirve, en definitiva, para aumentar el odio contra los EE.UU. y, por extensión, contra Occidente y sus valores. Y eso es una bomba de relojería que podría volvernos a estallar en las manos en cualquier momento. Algo que Obama no debe de olvidar.
José Ramón Villanueva Herrero
(publicado en: El Periódico de Aragón, 7 abril 2013)
LA AMENAZA XENÓFOBA

En estos últimos años se está produciendo un auge de los partidos ultranacionalistas y xenófobos como no se veía en Europa desde los años 30 del siglo pasado, una consecuencia nefasta más de la profunda crisis económica y de valores en la que nos hallamos sumidos. En este sentido, tanto Martin Schultz , presidente del Parlamento Europeo, como Herman Van Rompuy, presidente del Consejo Europeo ya han alertado en diversas ocasiones sobre el creciente peligro del discurso populista (y demagógico) contra la inmigración, el cual supone como una auténtica amenaza para los principios democráticos que conforman la UE.
Especialmente grave es la situación en Grecia tras la irrupción en la escena política del partido neonazi Amanecer Dorado con su virulento discurso xenófobo y antisemita que se ha manifestado en su oposición frontal a la inmigración, exigiendo la expulsión de todos los extranjeros del país, sus frecuentes agresiones a éstos por parte de sus milicias y su exaltación de una supuesta “raza helena”. Resulta deplorable la imagen de su líder, Nikos Michaloliakos, bramando mensajes de odio escoltado por atléticos guardaespaldas de aire mussoliniano con tanta musculatura como poco cerebro.
Pero Grecia no es el único caso. Las señales de alarma en el escenario político europeo son diversas y ahí tenemos a otros partidos que utilizan el tema de la inmigración como banderín de enganche y caladero de votos en diversos sectores de la población que sufren los efectos sociales de la crisis y que, desencantados con los partidos e instituciones democráticas, les han llevado a la peligrosa senda de apoyar posturas políticas de extrema derecha. En este sentido, podemos citar a grupos que han logrado un creciente apoyo electoral en sus respectivos países como el Partido del Pueblo Suizo (27 %), el Partido del Progreso Noruego (23 %), Auténticos Finlandeses (19 %), el Frente Nacional francés (18 %), el Partido Liberal autríaco (17,5 %) o los holandeses de la Lista Pym Fortuin y el Partido de la Libertad de Geert Wilders, grupos radicalmente antiislámicos.
Todas estas formaciones políticas han sabido canalizar un determinado grado de malestar social introduciendo en la agenda política temas como la inmigración, la integración de la población musulmana o gitana, así como la inseguridad ciudadana, temas éstos que, como señala Carmen González, los partidos tradicionales “preferían relegar a espacios menos visibles”. En este sentido, las razones de sus éxitos electorales serían varias: de tipo económico (nivel de desempleo, caída del nivel de vida que, en casos como el griego se cifra en el -40 %), de convivencia (ciudades y barrios periféricos con alta concentración de inmigrantes) y políticos (habilidad del discurso populista y demagógico de los dirigentes de la extrema derecha). Y es que los inmigrantes se han convertido en el chivo expiatorio del malestar de una población que, como ha ocurrido en Grecia, no ve la luz al final del túnel, desconfía de sus instituciones y partidos políticos: culpar al extranjero, al diferente, es un fácil recurso psicológico pues aleja la responsabilidad de los propios errores, excesos y corrupciones existentes en cada país y, además, es un ataque fácil y gratuito porque los inmigrantes están indefensos ante este tipo de agresiones. De este fenómeno no está exenta España y ahí tenemos los preocupantes síntomas de la irrupción de Plataforma per Catalunya (PxC) de Josep Anglada o las polémicas declaraciones de Xavier García Albiol, el alcalde del PP de Badalona.
Cuando el pasado 24 de agosto era condenado el ultraderechista noruego Anders Behring Breivik por el asesinato de 77 personas en los atentados de Oslo y Utøya del pasado año, éste respondió al tribunal con un saludo amenazador y una cínica sonrisa. No tenía el menor sentimiento de culpabilidad y arrepentimiento, pues pensaba que actuó, en su delirio xenófobo, en “defensa del pueblo noruego” al cual consideraba “amenazado” por la una supuesta “invasión musulmana” y por el “infierno multiétnico” que, según Breivik, impulsaba el gobierno socialdemócrata de Jens Stoltenberg.
Las ideas de Breivik son el paradigma de los riesgos que se ciernen sobre nuestra democracia, cada vez más, afortunadamente, multicultural y multiétnica. Por ello, ante esta ola xenófoba que, como un cáncer social amenaza nuestra convivencia, resulta imprescindible que todos los partidos democráticos sin excepción formen un “cordón sanitario” que impida a estos grupos extremistas acceder a las responsabilidades de gobierno y a los diversos parlamentos. No resulta aceptable lo ocurrido en las elecciones presidenciales francesas donde el derechista UMP, el partido de Sarkozy, que durante la campaña electoral ya había asumido parte del mensaje electoral xenófobo del Frente Nacional, al llegar la segunda vuelta de los comicios, coqueteó con el partido de Martine Le Pen con objeto de derrotar a las candidaturas socialistas, poniendo en riesgo los valores sobre los que se sustenta la V República Francesa.
El reto al que nos enfrentamos es doble: frenar el avance electoral de estos grupos xenófobos y, también, lograr la plena integración de la población inmigrante en los respectivos países de acogida, respetando todos aquellos valores culturales e identitarios que no contravengan los derechos humanos fundamentales. Nos va en ello el futuro de la democracia en Europa.
José Ramón Villanueva Herrero
(publicado en El Periódico de Aragón, 9 septiembre 2012)
¿Y LA ALIANZA DE CIVILIZACIONES?

Al igual que va a ocurrir con aspectos esenciales del Estado de Bienestar, el futuro Gobierno de Rajoy va a suponer un serio retroceso en la política que, durante éstos últimos años, se ha impulsado desde la Alianza de Civilizaciones, un proyecto de futuro en el que nunca creyó la derecha española, una iniciativa siempre cuestionada desde sectores conservadores y que, de hecho, no figura en el programa electoral del PP.
Recordemos que la Alianza surgió a partir de una propuesta de Zapatero presentada en la Asamblea General de la ONU el 21 de septiembre de 2004 con la intención de crear una alianza entre Occidente y el mundo árabe y musulmán con el fin de combatir el terrorismo yihadista por otros caminos distintos a la estrategia militar, en unos momentos en que la sociedad española se hallaba conmocionada ante la tragedia que supusieron los atentados del 11-M, ocurridos seis meses antes. Desde entonces, la iniciativa española, secundada por Recep Tayyip Erdogan, Primer Ministro de Turquía, fue sumando apoyos y, de este modo, se creó el Grupo de Amigos de la Alianza de Civilizaciones del cual forman parte en la actualidad 89 países y 17 organizaciones internacionales.
La propuesta de Zapatero, adoptada por la ONU en abril de 2007, se articuló en torno a tres puntos fundamentales: la cooperación antiterrorista, la corrección de las desigualdades socioeconómicas y el diálogo cultural. Posteriormente, la Resolución de las Naciones Unidas de 10 de noviembre de 2009, reafirmó los valores y principios que inspiran esta Alianza: el respeto a los derechos humanos y las libertades fundamentales y el carácter universal de éstas; la promoción de una cultura de paz y de diálogo y el fomento de la tolerancia y el respeto en los asuntos relacionados con la religión y las creencias. En consecuencia, se planteaba como objeto de “ganar las mentes y los corazones” para los valores antes indicados y contrarrestar así la expansión de todo fundamentalismo e intolerancia. Para ello, la Alianza se estructura a tres niveles: el internacional, mediante la realización de Planes de Acción bianuales, Estrategias Regionales y Cartas de Partenariado suscritas con diversas organizaciones (UNESCO, Consejo de Europa, Unión Europea o la Organización Islámica para la Educación, la Ciencia y la Cultura, ISESCO); el nacional, mediante el desarrollo de Planes nacionales específicos, y, finalmente, a nivel local, a través de diversos proyectos que implican a la sociedad civil.
Además, la ONU, en la referida Resolución, expresó “su apoyo continuo” a la labor de la Alianza, así como “la pertinencia de los planes nacionales para la Alianza que han sido aprobados por los Estados miembros”, tema éste en el que España, está desarrollando, hasta el presente, una destacada labor: ejemplo de ello es el actualmente vigente II Plan Nacional para la Alianza de Civilizaciones (II PNAC 2010-2014) desarrollado por el Gobierno Zapatero y cuyo futuro, tras la llegada al poder de la derecha, resulta incierto.
Debemos tener presente que el II PNAC desarrolla una amplia gama de proyectos y actividades concretas que implican a los ministerios de Educación, Fomento, Trabajo e Inmigración, Defensa, Interior y al ya desaparecido de Igualdad, centrando sus actuaciones en cuatro ámbitos prioritarios: educación, juventud, migración y medios de comunicación. Si el Primer Plan realizado en España durante 2008-2010 contó con 57 realizaciones concretas, el actual, cuyo balance de actuaciones se ha presentado en el Foro de Doha los pasados días 11-13 de diciembre, es mucho más ambicioso pues en él se ha impulsado la implicación de las Comunidades Autónomas y de las Administraciones locales e, igualmente, ha contado con la participación activa de la sociedad civil por medio de la incorporación de objetivos y proyectos propuestos por instituciones culturales como la Casa Árabe, Casa Sefarad-Israel, Fundación Tres Culturas, Fundación Pluralismo y Convivencia, Fundación Euroárabe de Altos Estudios, Real Instituto Elcano o la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, entre otras. Especialmente significativas son las actuaciones en el sistema educativo, los proyectos relacionados con el Plan Nacional I+D+i o las actuaciones del Plan Estratégico de Ciudadanía e Integración o del Fondo de Apoyo a la Acogida e Integración Social para la lucha contra el racismo y la xenofobia.
Como se recoge en el Acuerdo del II PNAC aprobado el 20 de mayo de 2010, todos los proyectos incorporados al mismo se fundamentan “en el compromiso con la legalidad internacional, en el pleno respeto a los Derechos Humanos sin discriminación por razón de sexo, raza, cultura o religión, y el apoyo resuelto al multilateralismo que representan las Naciones Unidas”. En cuanto a la acción exterior, elemento esencial de este Plan, el Gobierno había asumido compromisos para potenciar las Estrategias Regionales de la Alianza para zonas concretas como el Sudeste Europeo (Balcanes ) y el Mediterráneo, así como contribuir a proyectos de cooperación orientados a la gestión de de la diversidad cultural.
Sin embargo, nada de todo este ambicioso proyecto de la Alianza de Civilizaciones parece estar en la agenda inmediata de la derecha. A las repetidas críticas recibidas por parte de Aznar y la FAES, hay que añadir que Rajoy, en 2006, definió a la Alianza como “propaganda” y “cantos de sirena” que “no importan a nadie”, un Rajoy que en este tema, como ya le ocurrió con la economía, con un excesivo fervor de militante conservador, exigía a Zapatero que “hiciese una política exterior como Dios manda”. Por ello, ignoramos si va a mantener el grado de implicación que España ha tenido en esta materia durante el período de los Gobiernos del PSOE, como también resulta una incógnita si Rajoy estará presente en el V Foro de la Alianza de las Civilizaciones a celebrar en Austria el próximo año 2012.Y es que, tras al cambio político conservador ocurrido en España y los efectos de la crisis económica, posiblemente tenga Rajoy la tentación de entonar el réquiem por la Alianza maquillando su rechazo por este proyecto de diálogo intercultural con la coartada de los apremiantes ajustes presupuestarios exigidos a las cuentas públicas.
Y, sin embargo, como señalaba Jorge Sampaio, expresidente de la República de Portugal y actual Presidente de la Alianza de Civilizaciones, apostar políticamente por ella supone “una mayor conciencia de gestionar la diversidad cultural como pilar esencial de las relaciones internacionales” y ello significa “un progreso respecto a la concepción tradicional de la diplomacia como una relación Estado a Estado”. Estas son las ideas que, en esencia, presentó Zapatero en la ONU en septiembre de 2004, unas ideas que pese a lo que opine Rajoy, siguen siendo necesarias en un mundo cada vez más multicultural, todo un reto para los dirigentes políticos presentes y futuros, y también para nosotros, los ciudadanos, que convivimos en una sociedad compleja y cambiante.
José Ramón Villanueva Herrero
(publicado en: El Periódico de Aragón y Diario de Teruel, 18 diciembre 2011)
EINSTEIN, 90 AÑOS DESPUÉS

En 1921 se concedió el Premio Nobel de Física a Albert Einstein (1879-1955), considerado como el científico más importante del siglo XX, hecho del cual se cumple ahora el 90º aniversario. Rememorando este acontecimiento, de estar hoy entre nosotros, la inquieta y polifacética personalidad de Einstein, científico brillante e intelectual comprometido, reflexionaría ante la realidad actual del mundo en que vivimos, desde su triple perspectiva de pacifista, de judío y también como simpatizante con el ideal socialista.
Si hay un rasgo que define a Einstein, es su condición de activo pacifista: en el tiempo convulso que le tocó vivir, rechazó el imperialismo alemán durante la I Guerra Mundial y se opuso al nazismo hitleriano. Y, sin embargo, durante la II Guerra Mundial, apoyó, junto con científicos como Enrico Fermi o Leo Szilard, el llamado el Proyecto Manhattan mediante el cual EE. UU. inició el desarrollo de armas nucleares y que culminó con la fabricación de la bomba atómica. Einstein reconocería más tarde que “era consciente del horrendo peligro que la realización de este intento representaría para la humanidad”, y que se vio impulsado a dar este paso ante la evidencia de que los científicos nazis Otto Rahn y Lis Meitner consiguieran la desintegración del uranio y, con ello, lograran armamento nuclear al servicio de Hitler, una amenaza que había que evitar a toda costa. Tal vez por ello, Einstein siempre pensó que el mal uso de los progresos de la técnica era un riesgo cierto para la humanidad (“como una navaja de afeitar en manos de un niño de tres años, los progresos se han vuelto un arma peligrosa”, decía ) y, por ello, tras el final de la II Guerra Mundial, en medio del tenso panorama internacional de la Guerra Fría que enfrentaba a los EE.UU. y la URSS, las superpotencias nucleares, se opuso frontalmente a la “bomba H” y, unos días antes de su muerte, firmó el llamado Manifiesto Rusell-Einstein (1955), en el que se alertaba sobre la proliferación del armamento nuclear y se instaba a los líderes mundiales a buscar soluciones pacíficas a los conflictos internacionales.
Superada, afortunadamente, la Guerra Fría, de vivir hoy Einstein, se alarmaría, como demócrata y como judío, al igual que hizo frente al nazismo, por el auge del fundamentalismo islamista, por la amenaza que supone que el Irán de Ahmadinejad pueda llegar a disponer de armamento nuclear o porque parte del arsenal atómico de Pakistán o de alguna de de las exrepúblicas soviéticas de Asia Central pudiese llegar a manos de grupos terroristas como Al-Qeda. No olvidaría tampoco el drama de Fukushima, tras el cual han vuelto a aparecer los lejanos y espectrales fantasmas de Chernobyl.
Einstein nos advertía de que hay que luchar contra el origen del mal: las guerras y las causas que las originan. Por ello, como ya propuso en la Conferencia de Desarme de 1932, volvería a proponer su idea de limitar la soberanía de los Estados para que éstos se sometan a los dictámenes (obligatorios y vinculantes) de un Tribunal Internacional de Arbitraje con autoridad plena en materia de conflictos internacionales, algo que todavía no ha logrado la ONU en la actualidad. Y es que, consolidar la paz, siempre pensó que era, y debía seguir siendo, la meta de los hombres “verdaderamente importantes de todas las naciones”, razón por la cual no dudó en calificar a Gandhi como “el mayor genio político de nuestra época”.
En el ámbito político, al igual que hizo frente al nazismo, en el momento presente, rechazaría con contundencia las actitudes y movimientos xenófobos o racistas, defendería de todo tipo de violencia, agresión o injusticia a cualquier minoría o colectivo social, imbuido de un profundo sentido ético que, como judío, tenía de la historia de la humanidad. Tras el ascenso de Hitler al poder en 1933, Einstein renunció a la ciudadanía alemana y dejó escrito que, “mientras me sea posible, viviré en un país donde haya libertades políticas, tolerancia e igualdad para todos los ciudadanos ante la ley”, una afirmación que, ante los rebrotes neofascistas actuales en Europa, resulta hoy de plena vigencia.
Einstein, fue además una figura relevante del movimiento sionista a partir de 1920, sin duda como reacción al antisemitismo que empezó a crecer de forma alarmante en Alemania a partir del final de la I Guerra Mundial y que culminó en el delirio nazi (“enfermedad psíquica de las masas”, como él lo llamaba) y, sobre todo en la barbarie del Holocausto. Por ello, Einstein, a quien se le ofreció la presidencia del Estado de Israel en 1952 tras la muerte de Haim Weitzmann, la cual rechazó, siempre pensó en el ideal de un Estado binacional judeo-palestino de tipo confederal, en el que ambos pueblos tuvieran idénticos derechos. Su modelo era Suiza, pues, como dijo en un discurso en 1931, este ejemplo “representa un grado superior en el desarrollo del Estado precisamente porque está constituida por varios grupos nacionales”, idea con la que enlazan las propuestas recientes de Shlomo Ben-Ami a favor de una confederación jordano-palestina-israelí. Pero, sin duda, la realidad actual, el enquistamiento de un conflicto sin aparente solución, lo llenaría de tristeza pues nunca ha llegado la paz a aquella ensangrentada tierra, nunca se hizo realidad el ideal sionista de Einstein según el cual “debemos resolver con nobleza, abierta y dignamente, el problema de la convivencia con el pueblo hermano de los árabes”.
Otra faceta, tal vez menos conocida de nuestro científico, sea su afinidad con las ideas socialistas. En su célebre texto ¿Por qué el socialismo? (1949), advertía de que “la verdadera fuente del mal” era, en una expresión de candente actualidad en medio de la crisis actual, “una oligarquía del capital privado cuyo enorme poder no se puede controlar con eficacia incluso en una sociedad organizada políticamente de forma democrática”. Ante esta situación, Einstein afirmaba: “Estoy convencido de que hay solamente un camino para eliminar estos graves males, el establecimiento de una economía socialista, acompañado por un sistema orientado hacia metas sociales”. Es por ello que siempre reconoció su “pasión por la justicia social” y, en su célebre discurso ante el Congreso Estudiantil para el Desarme (Alemania, 1930), rechazaba, con palabras que nos vuelven a resultar actuales, lo que llamaba “sacro egoísmo ilimitado” que conduce a “consecuencias funestas en la vida económica”. Consecuentemente, advertía, con unas palabras que parecen hoy interpelar nuestras conciencias, el riesgo que suponía “el libre juego de las fuerzas económicas” y su “desenfrenado afán de riqueza”. Su mensaje final, parece estar dirigido a nosotros, en estos tiempos inciertos y difíciles: “Es necesaria una planificación en la producción de los bienes, en la utilización de las fuerzas del trabajo y en el reparto de los bienes para evitar el empobrecimiento, así como el embrutecimiento de la mayor parte de la población”. Estas tareas, que Einstein encomendó a las nuevas generaciones, siguen estando pendientes hoy en día: tal vez, una nueva generación, una nueva izquierda, avance por el camino señalado por Albert Einstein.
José Ramón Villanueva Herrero
(publicado en: El Periódico de Aragón, 10 julio 2011 y Diario de Teruel, 17 julio 2011)
MAHMOUD AHMADINEJAD, EL ASCENSO POLÍTICO DE UN FUNDAMENTALISTA ISLÁMICO (y II).

Ahmadinejad, aprovechando la popularidad que había alcanzado como alcalde de Teherán, decidió presentarse a las elecciones presidenciales del 2005. Era éste un momento de claro avance del neofundamentalismo islamista y de movilización del electorado pobre, coincidiendo con una fase de desmotivación del electorado reformista y, en las que Ahmadinejad, convertido ya en el abanderado de los sectores fundamentalistas, se enfrentó a Alí Akbar Hashemi Rafsanyani, un conservador pragmático partidario de introducir algunas reformas en la República Islámica.
Contra todo pronóstico y, ante la sorpresa general, venció Ahmadinejad en la segunda vuelta el 24 de junio de 2005, logrando el 61,7 % de los votos. En estas elecciones, en la cual la participación fue del 59,6 % del censo, se denunciaron numerosas irregularidades hasta el punto que el Ministerio del Interior intentó suspender las votaciones, pero, como acaba de ocurrir en los comicios del 12 de junio de 2009, el Consejo de los Guardianes de la Revolución lo impidió favoreciendo, en ambos casos, las aspiraciones políticas de Ahmadinejad y del fundamentalismo.
El el programa electoral con el que venció Ahmadinejad, junto a medidas tendentes a crear empleo para los jóvenes o reducir las tasas del paro, apuntaba una política internacional de liderazgo en el conjunto del fundamentalismo defensor de los valores islámicos y revolucionarios jomeinistas. En su discurso de toma de posesión, ya dejó claros los tres objetivos básicos de su programa político : desarrollo de un programa nuclear iraní, oposición frontal a la « invasión cultural » de Occidente en el mundo musulmán y lucha contra el liberalismo económico.
El programa político de Ahmadinejad creó de inmediato inquietud no sólo en Oriente Medio sino en el conjunto del mundo occidental pues optaba por apoyar a diversos movimientos terroristas chiítas en Iraq, Líbano o Palestina como Hizbullah o Hamas. Junto a esto, y, lo que es todavía más peligroso, Ahmadinejad optó por impulsar un ambicioso programa para dotar de armas nucleares al régimen de los ayatollahs, desoyendo las presiones contrarias en este sentido que le hicieron la Organización Internacional de la Energía Atómica (OIEA), la ONU, la Unión Europea o los mismos Estados Unidos. Por esta razón, Ahmadinejad dejó sin efecto el Tratado de No Proliferación Nuclear (TNPN) del cual Irán era firmante, ha incumplido la resolunción 1.737 de la ONU y ha iniciado un programa nuclear propio en las instalaciones de Isfahan y Natanz (protegidas con baterías antiaéreas) y en la planta de producción de agua pesada de Arak con la intención última de producir plutonio que, aunque se alegaba que era « para usos civiles », podía servir para cargar, también, bombas logísticas. De este modo, Ahmadinejad ha popularizado un nuevo lema de su régimen : « la energía nuclear es nuestro derecho indiscutible », el cual es coreado con entusiasmo por sus seguidores.
Pero si el programa nucelar iraní ya era de por sí una seria preocupación internacional, Ahmadinejad volvió a desatar una nueva tormenta política cuando el 26 de octubre de 2005 pronunció, con un lenguaje virulento y agresivo, una polémica conferencia titulada « El mundo sin el sionismo ». Si la tensión política era alta con el Irán de Ahmadinejad, todavía subió unos cuantos grados más por sus encendidas afirmaciones contra Israel que en dicho acto fueron vertidas tales como que « Israel debe ser borrado del mapa », « Si Dios quiere, seremos testigos de un mundo sin Estados Unidos y sin la entidad sionista » o « la comunidad de fieles no permitirá a su enemigo histórico vivir en su corazón ». Las incendiarias declaraciones de Ahmadinejad originaron diversas reacciones de repulsa en Occidente, además de abrir un riesgo cierto de una futura respuesta militar israelí pero, también, hizo que el dirigente iraní se granjease el apoyo entusiasta del fundamentalismo radical de todo el mundo musulmán.
A todo lo anterior habría que añadir los frecuentes alusiones de Ahmadinejad en las que, contra toda evidencia histórica, se empecina en negar el Holocausto judío a manos del nazismo. Estas afirmaciones movidas por su odio antijudío e idénticas a las posiciones defendidas por el neofascismo, recogen ideas tales como las expuestas en su discurso en la ciudad de Zahedan el pasado 14 de diciembre de 2005 en las que el líder fundamentalista llegó a afirmar que « Ellos [las democracias occidentales] se han inventado una leyenda en la cual los judíos fueron masacrados y les pusieron por encima de Dios, las religiones y los profetas ». De este modo, sus frecuentes comentarios antijudíos y alusiones contrarias al Estado de Israel han logrado reforzar la posición de Irán en el resto del mundo islámico, un régimen que, por cierto, se halla implicado en el sangriento atentado a la sede de la Asociación Mutual Israelita de Argentina (AMIA) ocurrido en 1994 y que ocasionó 84 muertos.
Si las razones del éxito político de Ahmadinejad en las presidenciales de 2005 fueron su populismo y su radicalismo islámico que le granjearon el apoyo de las clases pobres, algo similar ha vuelto a ocurrir en las elecciones del pasado 12 de junio de este año. Pese a la innegable existencia de un fraude electoral a su favor, pese al despertar gradual de la oposición reformista como está quedando patente estos días en las calles de Teherán y otras ciudades iraníes, lo cierto es que, mal que nos pese, la mayoría social de la República Islámica parece que se ha mantenido fiel (por convicción o por temor a las fuerzas represivas) a la línea política fundamentalista que Ahmadinejad representa con todo lo que supone de inmovilismo en materia de política interna y de factor desestabilizador en las relaciones internacionales y, sobre todo, de la geopolítica de Oriente Medio.
No es casualidad que ya en la victoria electoral de Ahmadinejad de 2005, éste popularizase un lema similar al que, recientemente, tan buen resultado le dió a Barack Obama para llegar a la Casa Blanca : « Es posible y nosotros lo podemos hacer ». Lo preocupante de este reto político enarbolado por el dirigente fundamentalista iraní durante estos años, no es sólo lo que haga con su rígida y represiva política interna, sino, como decíamos antes, el factor de tensión internacional que genera (y seguirá generando) el régimen de Ahmadinejad. Por ello, tampoco debemos olvidar otra afirmación, frecuentemente empleada por el pensamiento reaccionario que mueve la acción política de Ahmadinejad : « Esta revolución [islámica] trata de alcanzar un gobierno mundial ». Toda una preocupante amenaza para los valores y principios políticos sobre los que se sustenta nuestro modelo de sociedad libre y pluralista.
José Ramón Villanueva Herrero
(La Comarca, 10 julio 2009 ; Diario de Teruel, 17 febrero 2010)
MAHMOUD AHMADINEJAD, EL ASCENSO POLÍTICO DE UN FUNDAMENTALISTA ISLÁMICO (I).

En los últimos días está siendo triste actualidad la tensa situación interna de la República Islámica de Irán tras la celebración de las elecciones presidenciales del pasado 12 de junio en las que Mahmoud Ahmadinejad ha revalidado su cargo con el estimable apoyo del aparato del régimen así como de las numerosas irregularidades cometidas frente al moderado Mir Hossein Mussavi, el candidato en el que los sectores aperturistas iraníes y las democracias occidentales habían depositado sus esperanzas de cambio político.
La realidad es dura y amarga : la victoria de Ahmadinejad supone la continuidad y el enrocamiento del régimen islámico iraní, una teocracia a punto de convertirse en potencia nuclear, soporte e instigadora de los partidos fundamentalistas de Líbano (Hizbullah) y de Palestina (Hamas) y, por ello, un elemento de desestabilización en la convulsa zona de Oriente Medio.
En estos días, en que tanto se ha hablado de Irán y del candidato Mussavi, quisiera recordar algunos datos sobre la enigmática y fuerte personalidad de Ahmadinejad, el reelegido presidente de Irán, tan idolatrado por los sectores populares islamistas de su país como odiado en la todavía débil oposición aperturista y democrática interna y que tan mala imagen y temor produce en el mundo libre.
Mahmoud Ahmadinejad, nacido en 1956 en Aradan, provincia de Garmsar, es el cuarto hijo de siete hermanos de una familia de origen humilde. Pese a ello, consiguió realizar estudios superiores titulándose como ingeniero civil en la Universidad de Ciencia y Tecnología de Irán.
Su militancia política islamista se inicia, siendo un joven universitario, en las jornadas revolucionarias de 1979 que supusieron la caída de la monarquía dictatorial del sha Mohammad Reza Pahlevi y la instauración de la República Islámica de Irán liderada por el ayatollah Ruhollah Jomeini. Es por entonces cuando Ahmadinejad, miembro de la Asociación de Estudiantes Islámicos, participó en el asalto a la embajada de los Estados Unidos en Teheran (4 noviembre 1979) que generó la « crisis de los rehenes », la cual se prolongó durante 444 días y de la cual ahora se van a cumplir 30 años. Durante estos sucesos, Ahmadinejad propuso asaltar, también, la embajada de la URSS, aunque finalmente, los estudiantes islamistas no se decidieron a llevarla a cabo.
Ahmadinejad, como miembro fundador de la ultraconservadora Oficina para el Reforzamiento de la Unidad (DTV) (Daftar-e Tahkim-e Vahdat) entre los estudiantes universitarios y los seminarios de teología integristas, desempeñó un importante papel en la campaña de purgas de elementos liberales y secularizados en las universidades iraníes iniciadas en 1980 siendo, durante ellas, delator, comisario político, interrogador y torturador. En este mismo año de 1980 se integró en las milicias de los Guardianes de la Revolución (Pasdarán), las tropas de élite jomeinistas, encargados de la represión interna y de la vigilancia de la moral y las costumbres en la rígida sociedad islamista iraní.
En 1986, ingresó como voluntario en las fuerzas especiales de los Pasdarán, la llamada Fuerza Qods (Jerusalem), encargada de realizar acciones de comando y sabotaje durante la guerra que enfrentó a Irán contra el régimen iraquí de Saddam Hussein (1980-1988) y del asesinato de disidentes en el extranjero : determinadas fuentes lo consideran implicado en el asesinato de Abdul Rahman Ghassemlou, secretario general del Partido Democrático del Kurdistán (PDK) iraní y dos de sus colaboradores ocurrido en Viena en julio de 1989.
Al año siguiente, como ingeniero de planificación de tráfico y transporte, va a desempeñar diversos cargos como funcionario de rango intermedio tales como los de gobernador de las ciudades de Maku y Joy, asesor del Ministerio de Cultura y Orientación Islámica y gobernador de la provincia de Azarbayján-e-Sharqui hasta que dimitió de dicho cargo como consecuencia de la llegada al poder de Muhammad Jatami y los reformistas moderados.
Durante los años en que ocupó Jatami la presidencia de la República Islámica de Irán (1997-2005), Ahmadinejad fue radicalizando sus posiciones políticas y, tras doctorarse en Ingeniería del Transporte, se vinculó a la organización « Seguidores del Partido de Dios » (Ansar-i- Hizbullah) que mantenía estricta fidelidad a la autoridad de los ayatollahs más fundamentalistas y que estaba liderada por Seyyed Ali Hoseyni Jamenei, el sucesor de Jomeini como líder espiritual de la República Islámica. Desde allí, Ahmadinejad realizó una intensa labor de oposición a la política reformista de Jatami, impulsó la formación de una nueva derecha fundamentalista de la cual surgió la Alianza de los Constructores del Irán Islámico (2003), cuyos mensajes se centraban en la recuperación de los ideales y de las políticas del jomeinismo posrevolucionario de principios de los años ochenta.
El ascenso político de Ahmadinejad se puso de manifiesto tras su elección como alcalde de Teherán (mayo 2003) a pesar de que el porcentaje de participación electoral fue de un irrisorio 12 %. Durante sus dos años de alcalde de la capital iraní, llevó a la práctica su rigorismo fundamentalista y, pese a ser laico, superó en celo moralista y religioso a muchos clérigos chiitas. Entre las medidas que adoptó durante este tiempo, podemos citar : el cierre de los restaurantes de comida rápida, el expurgar los programas culturales de eventos « no islámicos », convertir las galerías de arte en salas de oración o establecer en los lugares de trabajo ascensores diferentes para cada sexo. Sin embargo, fracasó en su intento de convertir los parques públicos en mausoleos militares y en la extensión del velo islámico (chador) a las mujeres.
Como alcalde de Teherán, Ahmadinejad se ganó el apoyo de los sectores humildes mediante la concesión de créditos sin intereses a las parejas recién casadas y por la distribución de sopa caliente en las barriadas pobres. De igual modo, se cimentó su imagen de alcalde incorruptuble y de austeridad espartana que rechazaba el sueldo y el coche oficial y que seguía viviendo en su modesto apartamento.
Con este vagaje político, se presentó a las elecciones presidenciales de junio de 2005 y, contra todo pronóstico, venció al hodjatoleslam Ali Akbar Hashemi Rafsanyani. A su período como nuevo presidente de la República Islámica de Irán dedicaremos el próximo artículo.
José Ramón Villanueva Herrero
(La Comarca, 7 julio 2009 ; Diario de Teruel, 16 febrero 2010)
TURQUÍA EN LA UNIÓN EUROPEA (y II). EL DIFÍCIL CAMINO DE LA INTEGRACIÓN

Coincidiendo con la Cumbre Unión Europea (UE)- Estados Unidos (Praga, 5 abril 2009), Barack Obama, con talla de estadista, que es tanto como decir político con visión de futuro, manifestó abiertamente lo que muchos ciudadanos europeos pensamos: “Turquía debe estar en la UE”. Esta frase, convertida en un importante reto político, no sólo responde al deseo del actual gobierno turco de Recep Tayip Erdogan, sino que cuenta con el apoyo mayoritario de la sociedad turca que está convencida de que la modernidad y el progreso para su país sólo pueden venir desde la UE. Y es que, el camino para la integración de Turquía, aún siendo consciente de todas las dificultades que comporta, es sin duda una oportunidad y un reto histórico que no se debe minusvalorar ni mucho menos rechazar de forma visceral.
Haciendo un poco de historia, hay que recordar que la solicitud y petición formal de Turquía en la UE se remontan a la lejana fecha de julio de 1959. Más tarde, se firmó un acuerdo de asociación entre la entonces Comunidad Económica Europea (CEE) y Turquía el 12 de diciembre de 1963. Sin embargo, las complejas negociaciones quedaron congeladas como consecuencia del golpe de estado y la dictadura militar turca (1980-1983). Ello hizo que, en 1987, se realizase una nueva solicitud de ingreso que sería rechazada en 1990 por la CEE. Posteriormente, tras varias iniciativas, el Consejo Europeo celebrado en Bruselas en diciembre de 2004, decidió iniciar formalmente las negociaciones de adhesión a partir del 3 de octubre de 2005. Se iniciaba así un largo proceso cuyo final no se adivina en el horizonte y que deberá concluir con Turquía como miembro de pleno derecho de la UE, una vez que esta nación haya realizado todas las reformas que, como requisito previo, le exige la UE.
Entre las reformas exigidas a Turquía, se halla la cuestión de los avances en los derechos humanos: pese a que se han producido importantes logros como la supresión de la pena de muerte, el polémico artículo 301 del Código Penal turco sigue siendo un escollo en el proceso de integración. Este artículo, que limita la libertad de expresión y castiga con penas de cárcel “el insulto a la identidad turca” ha sido utilizado para procesar a intelectuales y periodistas, como es el caso del premio Nobel de literatura Orhan Pamuk. Por ello, la UE ha solicitado la derogación del llamado “artículo infame”, para continuar el proceso de adhesión que, como ocurre con otros países aspirantes, se ha ralentizado, además, como consecuencia de la crisis económica global.
Otras cuestiones a resolver por Turquía son complejas como el caso del contencioso de Chipre, desde la ocupación militar del norte de la isla por el ejército turco en 1974, el no menos complejo problema del Kurdistán, o el excesivo peso que, en la vida política tiene el ejército como garante de las conquistas logradas por el reformismo inspirado en el pensamiento de Atatürk.
La integración turca hay que analizarla desde una perspectiva positiva, desde los beneficios mutuos que para ambas partes comportaría y no desde el rechazo visceral motivado por prejuicios anacrónicos. De hecho, Turquía ocupa un lugar geográfico vital en el centro de Eurasia, esto es, en la confluencia del Mediterráneo Oriental, los Balcanes, el Caúcaso, Asia Central y el Próximo Oriente, por lo que su integración contribuiría de forma decisiva a la paz y la seguridad de Europa, además de servir para extender los valores democráticos, las libertades civiles y el progreso social en una región tan convulsa como importante desde el punto de vista geoestratégico.
Por otra parte, su integración supondrá una importante aportación a la UE, pues Turquía es una economía dinámica (la 20º del mundo) y con una población joven (en dos décadas llegará a los 85 millones de habitantes). Esto tendrá importantes consecuencias pues cambiará la estructura geográfica de una Europa envejecida y fortalecerá nuestro dinamismo económico (más de 80.000 empresas turcas tienen relaciones comerciales con la UE). Tampoco hay que olvidar que, con Turquía en la UE, se garantizaría el vital transporte de recursos energéticos por medio del oleoducto Bakú-Ceyhan, evitando de este modo que, como se ha comprobado el pasado invierno, Europa quede a merced de las veleidades de Rusia y su control energético sobre buena parte de nuestro continente.
Pero si todas estas cuestiones de tipo económico son importantes, más lo son en mi opinión las motivaciones de tipo político, cuestión que, como el Presidente Zapatero ha manifestado en la Reunión de Alto Nivel España-Turquía (Estambul, 5 abril 2009), en la que ha respaldado plenamente la aspiración turca de integración, la cual pretende impulsar durante la presidencia española de la UE durante el primer semestre de 2010. Por ello, resulta gran transcendencia política la aceptación por parte de Turquía de los valores enunciados en el apartado 1 del art. 6 del Tratado de la UE en el que se señala que “la Unión se basa en los principios de libertad, democracia, respeto de los derechos humanos y de las libertades fundamentales y el Estado de Derecho, principios que son comunes a los Estados miembros”. Ello supone la extensión de estos valores que, al ser universales, pueden lógicamente ser compartidos por países de distintas culturas y confesiones religiosas. De ahí la importancia y la valentía política de apostar por integrar plenamente a Turquía en la UE. Y es que, los valores de la democracia, los derechos humanos, las libertades fundamentales, el Estado de Derecho, el pluralismo, la justicia, la no-discriminación y la tolerancia, pueden también aplicarse a un país laico y moderno de población musulmana, como es el caso de Turquía. De este modo, la funesta profecía que algunos agoreros del “choque de civilizaciones” predican, se disiparía como un mal sueño ya que, al ofrecer la UE libertades y calidad de vida a Turquía, esto se convertiría en un ejemplo de libertad y progreso para todo Oriente Medio y podría ser seguido por otros países.
Consecuentemente, la integración de Turquía en la UE debe suponer, una alianza estratégica de futuro. Esta decisión política, valiente y decidida, es un buen paso en el camino para construir un mundo más justo, respetuoso, tolerante y de progreso, unas ideas que debemos hacer realidad, uniendo los esfuerzos y voluntades de la UE con los de un dinámico país de tradición musulmana como es la Turquía heredera del espíritu de Kemal Atatürk.
José Ramón Villanueva Herrero
(La Comarca, 26 mayo 2009 , Diario de Teruel, 28 mayo 2009)
TURQUÍA EN LA UNIÓN EUROPEA (I). UN SUEÑO DE MODERNIDAD.

Cuando en 1453 los ejércitos turcos otomanos conquistaron Constantinopla, la actual Estambul, poniendo fin al Imperio bizantino, hacía ya un siglo que el Imperio Turco y controlaba amplias zonas de los Balcanes y de la Península Egea, esto es, ya estaba establecido sobre territorio europeo. Consecuentemente, desde la caída de Bizancio, se puede considerar con toda propiedad al Imperio Otomano como una potencia europea. No es casualidad que el sultán Mehmet II Fatih, tras conquistar Constantinopla, se autoproclamase “Kayzer-i-Rum” (César de Roma) al considerarse continuador de la labor civilizadora desempeñada durante siglos por el Imperio Romano de Oriente (Bizancio) en esta región en donde convergen Asia y la Europa mediterránea oriental.
Pese a que es una cuestión que levanta polémica en diversos países como Francia, Alemania o Austria, así como en sectores políticos, sociales y hasta religiosos, lo cierto es que Turquía, desde hace más de cinco siglos, forma parte indisoluble de la historia de Europa. De hecho, conviene recordar que, el Tratado de París de 1856 ya admitió al Imperio Turco en el llamado “sistema europeo de Estados”, además, Turquía forma parte en la actualidad de los principales organismos internacionales vinculados a Europa, como es el caso del Consejo de Europa, del cual es miembro desde 1949 (España se integró en 1977), de la OTAN (desde 1952), de la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE) (desde 1960), y ello le legitima para aspirar a integrarse en un futuro en la Unión Europea (UE).
Si resulta innegable que la historia de Turquía y Europa se entrecruzan, también lo es que el que en la actualidad se hable de la integración de Turquía en la UE supone una decisión política de un enorme calado político y de una gran transcendencia histórica que, por ello, pienso que hay que apoyar decididamente. Ello debe significar tener una visión abierta y plural de Europa, alejada de todo tipo de prejuicios y firme defensora (y difusora) de los valores cívicos y democráticos sobre los que se sustenta la UE. Sin duda, la integración turca es un proceso complejo, no exento de dificultades, que requerirá su tiempo y que, por lo que respecta a Turquía, significará un paso decisivo en el camino hacia la modernidad, una aspiración constante desde que la revolución liderada por Mustafá Kemal Atatürk pusiese fin en 1923 a un decrépito sultanato y sentase las bases de la Turquía moderna.
Atatürk proclamo la República con dos objetivos básicos: crear una nación no definida por la raza o la religión sino por el concepto moderno de ciudadanía y, en segundo lugar, conseguir para Turquía un lugar entre las naciones más civilizadas de Europa. Para lograr estos objetivos, impulsó toda una serie de medidas secularizadoras lo cual supuso entonces todo un hecho revolucionario en el mundo musulmán, lo cual resulta ahora especialmente destacable cuando el fundamentalismo islámico se halla en auge en muchos países. Conviene recordar que, en un país mayoritariamente musulmán como Turquía, Atatürk unificó y secularizó el sistema educativo (laico, gratuito y obligatorio para ambos sexos) (1925), suprimió la ley islámica (sharia) y el Islam dejó de ser la religión oficial del Estado (1928), así como que también permitió el derecho de voto y elección para las mujeres (1934). Por otra parte, pretendió “europeizar” a Turquía adoptando el calendario gregoriano, nuestro sistema de pesas y medidas e, incluso cambió la tradicional grafía árabe por el alfabeto latino, caso único en un país de cultura musulmana (1928).
Todas estas reformas se articulaban sobre la base de los principios ideológicos del pensamiento político de Atatürk tales como su nacionalismo (entendido como elemento unificador de las 18 etnias que existen en Turquía), o su republicanismo (basados en el principio de soberanía nacional, base de la sociedad igualitaria tras la abolición de los títulos y privilegios del Imperio). A ello hay que añadir su profundo secularismo: muy influido por el modelo de Francia, tenía por objeto la separación de la religión y la política en un país de tan profundas raíces musulmanas. De hecho, el laicismo ha tenido un papel fundamental en el proceso de modernización de Turquía, lo cual ha generado una sociedad más abierta y tolerante en comparación con la situación que se vive en otros países musulmanes de su área geográfica, especialmente en el caso de Irán, su vecino oriental. A todo lo anterior, habría que añadir una potenciación del papel del Estado, al cual Atatürk le confirió atribuciones para intervenir y modernizar la hasta entonces anacrónica economía turca.
El espíritu reformista de Atatürk ha prevalecido desde la revolución de 1923 con el anhelo constante de crear una nación moderna, libre de dogmas religiosos y, de este modo, merecer un lugar entre las otras naciones de Europa. De hecho, debemos destacar en este sentido el activo papel que Turquía está desempeñando como elemento moderador en el eterno conflicto palestino-israelí o, más recientemente, en la Alianza de Civilizaciones, de la cual es copatrocinadora junto con España. El ambicioso objetivo de la Alianza de Civilizaciones, no siempre valorado en su justa medida, es el de definir los problemas de entendimiento, convivencia y percepción entre diferentes civilizaciones y buscar remedios para superar los problemas con el fin de construir un mundo más justo y tolerante. Supone, por ello, el proyecto político de mayor calado a nivel planetario de los últimos años y, en el que el papel de Turquía, al igual que el de España, resulta muy destacable.
El sueño de Atatürk y de su revolución secularizadora y europeísta, tiene su continuación en el deseo de la sociedad turca actual de integrarse en un futuro en la UE. Turquía es sin duda una democracia laica que, con sus imperfecciones, tiene como referente político y económico a la UE: frente a quienes en otros tiempos han tomado como ejemplo y aliado futuro de Turquía a Rusia e incluso al Irán islámico, el sentir mayoritario de la población turca es optar por la integración en la UE y marcar distancias con su poderoso vecino del norte (Rusia) o con el abanderado del islamismo (Irán), modelos poco homologables de democracia y respeto a los derechos humanos.
Ciertamente se trata de todo un reto que, una vez superado, será positivo para ambas partes pero que, en su camino encontrará, todavía, complejos problemas y reticencias diversas que habrá que ir venciendo.
José Ramón Villanueva Herrero
(La Comarca, 12 mayo 2009 ; Diario de Teruel, 27 mayo 2009)
UNA NUEVA TRAGEDIA EN EL CONGO

En estos días estamos asistiendo a un nuevo conflicto armado en la ensangrentada tierra de la República Democrática del Congo (RDC). Por ello, los combates entre las guerrillas rebeldes del Congreso Nacional para la Defensa del Pueblo (CNDP) liderados por Laurent Nkunda y las tropas gubernamentales del presidente Joseph Kabila, están produciendo un nuevo éxodo de refugiados desde la región del Kivu, el cual dadas las precarias condiciones en que se está desarrollando, puede ocasionar una auténtica catásfrofe humanitaria.
La aparente causa de este conflicto, que ha alineado a la vecina Ruanda junto a los rebeldes del CNDP, es que dicho país acusa al gobierno de la RDC de permitir la presencia en su territorio de grupos armados hutus responsables del genocidio ocurrido en 1994. Sin embargo, esa causa, sólo aparente, oculta los importantes intereses que se mueven en la esfera internacional para controlar la rica región del Kivu, con inmensas reservas en recursos mineros.
Tal vez, dado que en nuestro mundo occidental estamos ahora muy preocupados por los zarpazos de la crisis financiera y económica internacional, nos hemos olvidado, una vez más, de esta nueva tragedia que sacude al continente africano. Es por ello que la lectura del comunicado hecho público el pasado día 29 de octubre por la Federación de Comités de Solidaridad con África Negra « Umoya », resulta de sumo interés.
En primer lugar, el referido comunicado, que lleva el título de « ¿A quién beneficia la nueva guerra del Congo ? » nos ofrece algunas claves para comprender este conflicto. Recordemos que, tras la caída de la corrupta dictadura de de Mobutu Sese Seko (1997), se estableció la RDC bajo la presidencia de Laurent-Désiré Kabila. Tras el asesinato de éste en el año 2001, le sucedió en la presidencia congoleña su hijo Joseph Kabila, quien revalidó su cargo en las elecciones presidenciales del 2006, calificadas de « libres, democráticas y transparentes ». Sin embargo, ha tenido que hacer frente a la violencia y la inestabilidad política de las provincias del este del Congo (Kivu-Norte y Kivu-Sur), una zona « sumida por décadas en la pobreza y la inseguridad », una inestabilidad alentadada por el CNDP de Nkunda, que cuenta con el apoyo de la vecina Ruanda.
Lo preocupante es que Nkunda y, por extensión Ruanda, están siendo utilizados por los los EE.UU., Reino Unido, Bélgica y Holanda, interesados como están en controlar las reservas minerales de la región del Kivu (coltán, casiterita, diamantes, wolframita, etc), los cuales salen en camiones y helicópteros (vía Ruanda) y terminan en las manos de las empresas multinacionales.
El conflicto en Kivu se ha agravado en estos últimos días como consecuencia de la intervención directa del ejército ruandés, el cual ha llegado hasta las puertas de la ciudad de Goma, capital de Kivu-Norte. La agresión ruandesa, denunciada por la RDC ante la ONU y ante la Asociación de Países del Cono Sur Africano (SADC), no ha detenido los planes expansionistas de Ruanda: bien al contrario, si se produjera una nueva ofensiva militar ruandesa, existe el serio riesgo de que ésta tuviese « devastadoras consecuencias » para la población civil.
A la complicada situación militar y humanitaria, se une el hecho, no conocido por la opinión pública occidental, de las numerosas denuncias dirigidas hacia la Misión de la Organización de las Naciones Unidas en el Congo (MONUC) de incumplir la misión de paz que le estaba encomendada. De hecho, esta fuerza de 17.000 « cascos azules » desplegados en la zona, ha sido objeto de graves acusaciones como las de trasladar soldados ruandeses en sus helicópteros, entregarles uniformes de la MONUC, permitir el paso de la frontera a tropas ruandesas y trasladarlos a donde están las guerrillas de Nkunda, de permanecer inactivos cuando ataca el CNDP o de no dar apoyo al ejército gubernamental cuando éste más lo necesita. Por todo ello, la población congoleña acusa a la MONUC de « apoyar al enemigo » y, consecuentemente, piden su salida de la RDC y su sustitución por una « fuerza europea de disuasión » o, al menos, por « una fuerza policial compuesta de observadores neutrales».
Tal vez esta situación explicaría, como apunta el comunicado, la dimisión (aunque se alegaron motivos personales) del jefe de la MONUC, el general español Vicente Díaz de Villegas tras permanecer apenas dos meses en el cargo, al constatar « la incapacidad o falta de voluntad política de la MONUC para cumplir su mandato originario en el Kivu ».
Esta nueva guerra de agresión y saqueo, que está asolando el este de la RDC, en el fondo, responde a los intereses políticos y económicos de los EE.UU., dada su intención de controlar los importantes recursos mineros del Kivu. El comunicado interpela a nuestras conciencias al denunciar el desinterés de los países de Occidente por esta nueva tragedia que padece África al señalar que « lo que les ocurra a más de un millón de refugiados que ya se agolpan sin medios para sobrevivir les parece « lamentable », pero siguen apoyando o no ponen obstáculos a Ruanda en su afán por anexionarse esa riquísima zona del Congo. ¿Qué le está pasando a la Comunidad Internacional ? ¿Cuántos muertos más serán necesarios para que actúe ? ». Una pregunta ética que requiere una respuesta inmediata de las democracias occidentales.
(Diario de Teruel, 9 noviembre 2008)
NUEVO LIDERAZGO MUNDIAL

Cuando el pasado mes de junio se reunió en la ciudad alemana de Heiligendamm el G-8, asistimos a la mayor concentración de poder político y económico de las potencias que rigen nuestro planeta. Allí se trataron temas tan importantes como el comercio mundial, el cambio climático o la ayuda al desarrollo del Tercer Mundo. Ante todas estas cuestiones y por encima de los intereses económicos nacionales, se suscita en la ciudadanía de muchos países, una cuestión capital cual es si el liderazgo ejercido por el G-8 se ajusta a unos objetivos éticos al servicio de la Humanidad en su conjunto. Por ello, resulta muy interesante la lectura del análisis que, sobre este tema, elaboró Antoni Comín i Oliveres, político catalán y profesor de Ciencias Sociales de la Universidad Ramón Llull, titulado Autoridad mundial. Para un liderazgo planetario legítimo (Barcelona, Cristianisme i Justícia, 2005), al cual nos referiremos seguidamente.Comín, partiendo de lo que supuso la invasión de Irak y la posterior guerra (“ilegal, imperial e inmoral”) que ello suscitó, analiza lo que define como la “deriva imperial del gobierno americano” ante la cual han ido emergiendo nuevos actores políticos y sociales en la escena internacional como la Unión Europea y, también, y ello es lo novedoso, la sociedad civil, los ciudadanos del mundo. De este modo, frente al imperialismo americano, parece estar intentando construirse un incipiente (y alternativo) “liderazgo planetario legítimo” el cual, como apunta Comín, “cumple los principios de justicia política, económica y cultural y que está a la altura de los derechos humanos”.
Acto seguido, Comín plantea cuatro grandes objetivos para este nuevo liderazgo planetario, de los cuales se derivan toda una serie de medidas concretas de sumo interés. En primer lugar, este liderazgo debe de estar al servicio del desarrollo económico de los países en vías de desarrollo para acabar con las brutales desigualdades existentes entre el Norte desarrollado y el Sur, esto es, el Tercer Mundo. Para ello, se apuntan toda una serie de propuestas valientes y progresistas tales como la creación de un Fondo Mundial contra la Pobreza que garantice las cuatro necesidades básicas (agua potable, alimentación suficiente, sanidad y educación básicas) para todo el Tercer Mundo y, sobre todo, la condonación de la deuda externa de los países pobres. Igualmente, Comín defiende la democratización de la Organización Mundial del Comercio (OMC) para favorecer el comercio justo mediante la apertura de los mercados de los países ricos a los productos del Sur, la eliminación de los subsidios agrarios en los países ricos, la democratización del Fondo Monetario Internacional (FMI) y la supresión de los paraísos fiscales. Tampoco olvida el tema de las patentes farmacéuticas para permitir que los países pobres puedan comprar y producir genéricos baratos para combatir el SIDA, la tuberculosis o la malaria.
En segundo lugar, este nuevo liderazgo mundial debe estar al servicio de la justicia y del diálogo de civilizaciones, siempre en pie de igualdad. Es importante encontrar el difícil equilibrio entre la defensa de la identidad cultural de cada civilización, los derechos humanos y el derecho, también, a no dejarse arrastrar por el huracán de la cultural occidental con lo que ello supone de modelo estandarizado de gustos y de estilos de vida.
En tercer lugar, este liderazgo debe estar al servicio de la democratización de (todas) las sociedades. No obstante, ello no se logra mediante una imposición exterior, y menos con manu militari, sino que esta expansión de la democracia hay que hacerla “desde la amistad y la cooperación y no desde la arrogancia prepotente del imperialismo”, para lo cual hay que llevar a cabo previamente las reformas antes indicadas en la economía mundial. De lo contrario, repetiríamos fiascos como los ocurridos en Irak. Por todo ello, Comín nos recuerda con todo acierto que “no hay democracia sin clases medias, y no hay clases medias sin desarrollo económico”.
En cuarto y último lugar, este liderazgo debe estar al servicio de la paz mundial, rechazando todo tipo de “guerras preventivas” dado que “hoy sólo es posible defender la seguridad mundial a base de mayor legitimidad y no de mayor fuerza”. Por ello, propone la reforma y democratización del Consejo de Seguridad de la ONU con la entrada en el mismo de países del Sur como miembros permanentes así, como la potenciación del Tribunal Penal Internacional.
Como vemos, Comín nos ofrece toda una serie de reflexiones y propuestas para articular lo que ha dado en llamar liderazgo planetario legítimo. Dado que el modelo imperial americano no permite construir un futuro de paz y justicia mundial, este reto debe ser asumido cada vez con mayor firmeza y convicción por otros protagonistas como la ONU, la Unión Europea o una futura Alianza de Civilizaciones. De su acción depende el que un mundo mejor para toda la Humanidad sea posible, lo cual supone todo un gran reto para este siglo XXI que ahora iniciamos.
José Ramón Villanueva Herrero
(Diario de Teruel, 9 julio 2007)