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Kiryat Hadassa: el blog de José Ramón Villanueva Herrero

Política internacional

LA HUNGRÍA DE VÍKTOR ORBÁN

 

  Durante el actual semestre de julio-diciembre de 2024 ostenta Hungría la Presidencia de turno de la Unión Europea (UE) y el gobierno magiar del Primer Ministro Víktor Orbán asume esta responsabilidad con un lema del más puro estilo trumpista: “Hagamos grande a Europa otra vez”.

   Víktor Orbán, líder del partido Fidesz, escorado cada vez más a la derecha, razón por la cual abandonó en el año 2021 el Partido Popular Europeo (PPE), ha dejado patente en repetidas ocasiones su desacuerdo y abierto rechazo, a muchas políticas comunitarias emanadas de Bruselas. Por ello, algunos analistas consideran que Orbán ha convertido a Hungría en una “democracia iliberal” dados los evidentes retrocesos que, en materia de derechos y libertades, se han producido en los últimos años en el país. Una “democracia iliberal” que, como señalaba Géraldine Schwartz, “no es otra cosa que el desmantelamiento de las instituciones democráticas” con políticas de Orbán tendentes a “la toma del control de los medios de comunicación, el amordazamiento de la sociedad civil, el bloqueo de las investigaciones por corrupción que afectan a miembros del partido Fidesz o el acoso a las ONGs que cuestionan las políticas gubernamentales y, de forma especial, contra la Open Society Foundation del empresario norteamericano de origen húngaro George Soros al cual Orbán tiene una animadversión visceral.

    Además, el perfil político de Orbán tiene rasgos de paranoia obsesiva dado que, como volvía a recordar G. Schwartz, se ha convertido en el líder de las teorías del complot y del discurso nacionalista en Europa desde que desafió a la UE en la crisis de los refugiados de 2015. Es por ello que Orbán recurre al tema de los supuestos “ataques” realizados por “oscuras fuerzas enemigas” que pretenden llevar a cabo “el gran reemplazo” de población europea blanca por inmigrantes árabes, teoría ésta que suscriben igualmente diversos grupos neofascistas en Europa y en los Estados Unidos. Para Orbán, estas “fuerzas oscuras” serían: “los burócratas de Bruselas, los medios de comunicación, los intelectuales liberales y los medios de negocios globalizados” y, en este último caso, personalizados en la figura de George Soros a quien tanto odia.

   Con semejante bagaje ideológico, no nos debe de extrañar el alineamiento de Orbán con las políticas reaccionarias de signo neofascista. De hecho, fue él quien inició la rehabilitación de la figura del dictador húngaro Miklos Horthy, quien, durante la II Guerra Mundial se alió con la Alemania nazi y al que Orbán no dudó en calificar de “estadista excepcional”. De hecho, la retórica inspirada en el léxico nazi y racista no es ningún tabú en la Hungría de Orbán y algunos políticos y periodistas la utilizan con total normalidad. Este es el caso de Zsolt Bayer, cofundador del partido gubernamental Fidesz, el cual llegó a afirmar que “si alguien atropella a un niño gitano, actúa correctamente”. El virulento racismo de Bayer quedó patente cuando, en 2013, en un artículo publicado en el periódico conservador Magyar Mírlap, escribió, sin ningún rubor, que “una gran parte de los gitanos no son aptos para vivir entre humanos […]. Son animales. Estos animales no deberían tener derecho a existir. En ningún caso. Esto debe resolverse de inmediato y de la manera que sea”. Ante tan aberrantes expresiones, la respuesta de Orbán fue elevar a Bayer en el año 2016 al rango de Caballero de la Orden del Mérito.

     Si todo esto fuera poco, Orbán tiene un peligroso amigo: Vladimir Putin. Y es que el presidente ruso es admirado por Orbán y los ultras europeos por su autoritarismo, su desprecio a los derechos humanos, a la libertad de expresión y a los contrapoderes democráticos. Es por ello que János Boka, el ministro de Asuntos Exteriores húngaro, ya dejó claras las prioridades marcadas por Budapest para el semestre en que ostentará la Presidencia de turno de la UE: junto a temas recurrentes en las políticas de Orbán (“lucha contra la inmigración irregular” y “defensa común de las fronteras exteriores”), expuso que, para Hungría, no es prioritaria la incorporación de Ucrania y Moldavia a la UE, obstaculizando así cualquier inicio de conversaciones con Kiev por lo que, que, como señalaba Gemma Casadevall, la Hungría de Orbán “es el principal aliado de Rusia en la UE” y prueba de ello es que, en los 5 últimos años, el dirigente húngaro ha vetado todas las decisiones del Consejo Europeo para aplicar sanciones contra Rusia. Por todo ello, habría que recordar lo afirmado por el presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, en la Conferencia para la Reconstrucción de Ucrania (URC) celebrada en pasado mes de junio en Berlín: “el avance del populismo prorruso es un peligro no sólo para Ucrania, sino para toda Europa”. Y de ese peligroso avance populista, Víctor Orbán es uno de sus principales impulsores, todo un amenazador “caballo de Troya” en el seno de las instituciones democráticas que conforman la UE.

 

    José Ramón Villanueva Herrero

   (publicado en El Periódico de Aragón, 1 octubre 2024)

 

 

AfD: UN VIRUS PARA LA DEMOCRACIA ALEMANA

 

    En 2015 un millón de refugiados llegaron a Alemania y, entonces, la canciller Angela Merkel, a diferencia de lo que hacen habitualmente otros políticos derechistas, impulsó una generosa política de acogida pues consideró que hacerlo era un deber moral, por encima de intereses políticos partidarios. Por ello, en el legado de la “era Merkel”, de los 16 años en que ocupó la Cancillería germana, siempre quedará su valentía a la hora de responder con generosidad al desafío que, como señalaba Josep Cuní, supuso “el mayor desplazamiento de refugiados vivido hasta entonces a los que concedió asilo”.

    Pero aquella buena acogida bien pronto quedó oscurecida por la actitud de los grupos reaccionarios que enarbolaron de forma demagógica en sus mensajes políticos el rechazo a los inmigrantes, lo cual ha propiciado el creciente auge electoral de Alternativa por Alemania (AfD), o mejor sería decir “Alternativa contra Alemania” por su intento de socavar los valores democráticos del Estado germano mediante mensajes de innegable signo neonazi.

     De entrada, digamos que AfD surgió en el año 2013 y fue, a partir de la crisis de los refugiados de 2015 cuando empezó a abrirse brecha electoral en la sociedad alemana. Tal es así que Andreas Lichert, uno de sus dirigentes, con descarado cinismo, llegó a afirmar que “la inmigración no siempre es algo malo, cuando se trata de traernos electores”, máxime cuando, lamentablemente, atentados islamistas como el ocurrido en Solingen, son demagógicamente instrumentalizados por AfD.

    Como señala Géraldine Schwartz en su libro Amnésicos (2019) otro factor ha propiciado el auge de AfD: “la instrumentalización del miedo de los ciudadanos, con pérdida de referencias en un mundo cada vez más globalizado”, razón por la cual AfD ha conseguido “estimular los miedos difusos de los ciudadanos, canalizarlos hacia chivos expiatorios; transmitir una visión maniquea del mundo; producir en el electorado una sensación de pertenencia a una comunidad exclusiva”, consignas éstas habituales en los grupos neofascistas europeos de los cuales AfD es un elemento relevante.

     A su vez, cuando AfD emplea la palabra “libertad” contamina de raíz el significado de la misma pues, como recordaba Melanie Arnann en su ensayo Angustia por Alemania, los seguidores de AfD “cultivan una relación paradójica con la libertad, porque, en realidad, son liberticidas, intolerantes y autoritarios”. Tampoco aceptan la realidad multicultural de nuestras sociedades o los derechos de las minorías y, también los de las mujeres. En este sentido, recuerdan el rechazo de Adolfo Hitler a la emancipación de la mujer, concepto éste que el dirigente nazi consideraba como “una palabra inventada por el intelecto judío”.

     La peligrosa irrupción de todas estas ideas reaccionarias se debe a que el poso del nazismo sociológico ha prevalecido oculto en el seno de la sociedad alemana y ahora emerge con fuerza. Ello en parte es debido a que, tras la derrota del III Reich en 1945, el proceso de desnazificación, en el caso de la antigua República Federal Alemana (RFA), no fue tan intenso como debiera. Al acabar la guerra, el entonces comandante en jefe de las fuerzas aliadas, el general Dwight D. Eisenhower, manifestó que se necesitarían al menos 50 años de “reeducación intensiva para formar a los alemanes en unos principios democráticos”. Pero, pese a esta advertencia para acabar de forma definitiva con el virus hitleriano, la realidad es que la desnazificación acabó prematuramente. El canciller Konrad Adenauer, mediante la Ley de Amnistía de 1949 pretendió “amnistiar a su pueblo por sus crímenes pasados durante el nazismo a condición de que rompiese claramente con el nacional-socialismo y aceptara los principios democráticos” de la RFA pero, la realidad posterior demostró que hubo una impunidad total hacia muchos criminales nazis. Poco después, una nueva ley de 1951 permitió que miles de funcionarios del antiguo III Reich fueran readmitidos en la Administración de la RFA. Finalmente, la Ley de Amnistía de 1954, como recordaba Géraldine Schwartz, “acabó por enterrar la desnazificación al introducir el atenuante de la “obediencia en estado de urgencia” y, de este modo, “la leyenda según la cual era imposible desobedecer una orden criminal sin arriesgar la vida había conseguido un estatuto oficial”. Ante todos estos hechos, la entonces República Democrática Alemana (RDA) criticaba con razón la permanencia de antiguos nazis en puestos de responsabilidad de la RFA y, por ello, en el informe Criminales nazis y de la guerra en la Alemania Occidental de 1965, daba un total de 1.800 nombres de políticos de la RFA con un negro pasado hitleriano.

   Por todo lo dicho, en la década de los años 50 se produjo en la RFA una rehabilitación de buena parte de lo que supuso el nazismo y, no sólo en la política, también en la enseñanza. En este último aspecto, baste recordar que, en los libros de texto la historia se detenía en la República de Weimar obviando así el período hitleriano (1933-1945), o que se dictaron en Alemania 16.000 penas de muerte por Tribunales de Justicia como legitimadores de la violencia nazi, así como que en las enciclopedias fuese imposible encontrar conceptos como “campos de concentración” o “SS”. No fue hasta el año 2005 en que los ministerios e instituciones públicas alemanas pidieron a “historiadores independientes” que investigaran el papel de éstas durante el período nazi y es que, como recordaba G. Schwartz, “sin los trabajos de memoria, se acaba revitalizando el fascismo”.

    Y pese a ello, la amenaza sigue ahí: baste con observar los previsibles buenos resultados que se auguran para la AfD en las elecciones regionales a celebrar el próximo 1 de septiembre en Sajonia y Turingia y que, en este último lander, auguran para Björn Höcke, el líder más radical de AfD, un apoyo electoral del 30% de los votos, un dato más que preocupante para la democracia alemana.

 

     José Ramón Villanueva Herrero

     (publicado en: El Periódico de Aragón, 31 agosto 2024)

 

 

 

UN MANIFIESTO ALEMÁN

 

   Ante las próximas y decisivas elecciones al Parlamento Europeo que van a determinar el futuro de la Unión Europea (UE) y de sus valores, un hecho relevante ha sido la publicación de un Manifiesto titulado En pie por nuestros valores, suscrito por 30 empresas alemanas con objeto de frenar el voto a las candidaturas de la extrema derecha xenófoba y racista. Dicho Manifiesto lo firman, entre otras, empresas tan importantes como Allianz, Deutsche Bank, BMW, Siemens, Thyssen-Krupp, Basf, Mercedes-Benz, Volkswagen, así como la Federación de Industrias Alemanas, la Confederación de Sindicatos o la filial alemana de Telefónica.

     El referido Manifiesto deja patente su rechazo frontal a las formaciones políticas de la ultraderecha y, por ello, defiende los valores de una sociedad “libre de la plaga del odio, la segregación, la exclusión y el racismo”. De este modo, pide a la ciudadanía que se una para proteger los valores propios de una sociedad democrática, aquellos que la amenaza del auge ultraderechista pretende limitar, cuando no suprimir, además de tener un componente económico. Tal es así que, en el mismo, queda patente de “la exclusión, el extremismo y el populismo son amenazas para el atractivo de Alemania y nuestra prosperidad”. De hecho, las empresas que lo suscriben instan a los 1,7 millones de empleados que en ellas trabajan a “hacer hincapié en la importancia de la unidad europea para la prosperidad, el crecimiento y el empleo”. Y es que, como señalaba Christian Bruch, directivo de Siemens Energy, “el aislamiento, el extremismo y la xenofobia son un veneno para las exportaciones alemanas y los empleos” dado que el país germano tiene una escasez importante de mano de obra y, por ello, el empresariado alemán teme que el avance de la extrema derecha, que en el caso de la Alianza por Alemania (AfD), los sondeos le dan un 15% de los votos, convirtiéndose así en el segunda fuerza del país tras los conservadores de la CDU, pudiera tener efectos negativos en Alemania, la primera economía de la UE.

     Por ello, como recientemente señalaba el politólogo Nacho Corredor, la importancia de dicho Manifiesto se debe a que contiene un triple planteamiento: moral, tanto en cuanto se opone a la amenaza xenófoba y neofascista; filosófico, puesto que defiende valores tan esenciales como la igualdad, la tolerancia y el respeto a la diversidad y, también, económico, por las razones prácticas anteriormente indicadas.

   Hay que tener presente, recordando la historia, tal y como señala Géraldine Schwartz en su libro Los amnésicos, que muchas empresas alemanas fueron beneficiarias de los trabajos forzados a los que fueron sometidos 10 millones de personas durante el III Reich y que, por ello tuvieron que asumir su responsabilidad. Al principio, muchas de las víctimas que, al final de la II Guerra Mundial vivían al otro lado del Telón de Acero, no fueron indemnizadas. Pero, bastantes años después, tras la caída del Muro de Berlín en noviembre de 1989, se iniciaron las indemnizaciones y, sobre todo, después de que, en el año 2000, se crease la Fundación Recuerdo, Responsabilidad y Futuro, destinada a indemnizar a los antiguos trabajadores forzados, dotada con más de 10.000 millones de marcos, entregados a partes iguales por el Gobierno federal y por más de 6.000 empresas alemanas. Además, las grandes empresas y los bancos alemanes abrieron sus archivos a los historiadores y a las comisiones independientes encargadas de sacar a la luz sus actividades bajo el III Reich, especialmente en el tema del empleo masivo del trabajo forzado. De este modo, reparaban su infame colaboración con el nazismo. Liberados del virus hitleriano, el empresariado alemán ha dado ahora un firme ejemplo de apoyo a la democracia con la firma del presente manifiesto.

    En contraste con el referido Manifiesto alemán, constatamos con pesar que ello resulta insólito en el caso de España, donde nuestras empresas no se han posicionado en ningún momento como dique de contención contra el avance de las posiciones ultraderechistas y, por cierto, tampoco han reparado a los presos políticos republicanos que fueron explotados durante la dictadura franquista por diversas empresas, algunas de las cuales forman hoy parte del selecto club del Ibex 35.

    Hace unos días, Emmanuel Macron señalaba que Europa se enfrenta a dos desafíos: “la fascinación por el autoritarismo” y la “paradójica facilidad con que las emociones negativas ganan terreno a las positivas”, tal y como repetidamente comprobamos en los mensajes y acciones de una ultraderecha cada vez más envalentonada y amenazante. Por estas razones, Macron nos recordaba que “nunca tuvimos tantos enemigos dentro y fuera de Europa” y, por ello, de no hacerles frente, “Europa puede morir” como proyecto colectivo de libertad y progreso. El ejemplo del Manifiesto alemán, ciertamente debería ser seguido por otros colectivos, también en España, porque, como alguien dijo, “la democracia no puede ser un tigre desdentado” ante la amenaza del creciente auge del neofascismo.

 

    José Ramón Villanueva Herrero

    (publicado en: El Periódico de Aragón, 9 junio 2024)

 

 

 

 

REACTIVAR EL EUROPEÍSMO

   En el año 2018, un colectivo de intelectuales e investigadores firmaron un Manifiesto por la democratización de Europa y que, posteriormente, sería firmado por más de 100.000 ciudadanos europeos, el cual tenía como objetivo la transformación en profundidad de las instituciones y políticas de la Unión Europea (UE). Dicho Manifiesto pretendía ofrecer propuestas concretas, recogidas en el llamado Tratado de Democratización y Presupuestos, las cuales podían aceptar y aplicar los países que así lo deseasen a la vez que impedía que ningún estado de la UE fuera capaz de bloquear a aquellos que quisieran avanzar en el proyecto de construcción europea.

    Las propuestas entonces planteadas resultan hoy más necesarias que nunca para reactivar la UE, máxime tras el desgarro que supuso el Brexit, a lo cual hay que añadir el preocupante panorama político actualmente existente en países como Austria, Bélgica, República Checa, Francia, Hungría, Italia, Países Bajos, Polonia y Eslovaquia en los cuales se está produciendo un preocupante auge de los partidos populistas antieuropeos enfrentados a las políticas y a las instituciones comunitarias de Bruselas.

    Las propuestas del citado Manifiesto, como reconocía Thomas Piketty, pretenden que el UE avance hacia “un modelo original para garantizar el desarrollo social justo y duradero de sus conciudadanos” y se articulaban en aspectos tales como los siguientes:

1.- Establecer la solidaridad entre los ciudadanos de la UE mediante adecuadas políticas fiscales y, para ello, hay que hacer que “aquellos que han sacado partido de la globalización contribuyan a la financiación de los bienes del sector público de los que hoy cruelmente se carece en Europa” y, para ello, hay que hacer que “las grandes empresas contribuyan en mayor medida que las pequeñas y medianas y que los contribuyentes más ricos paguen más impuestos que los más pobres”.

2.- Creación de unos presupuestos comunitarios para la democratización, los cuales se debatirían y votarían por parte de una Asamblea Europea soberana para así, “crear un conjunto de bienes y servicios públicos y sociales en el marco de una economía sostenible y basada en la solidaridad”, para así hacer efectiva la promesa del Tratado de Roma relativa a la “armonización de las condiciones de vida y de trabajo” de todos los ciudadanos de la UE. Estos presupuestos tendrían, como objetivo prioritario, reducir las desigualdades entre los países e invertir en el futuro de todos los europeos, sobre todo, de los más jóvenes.

3.- Creación de una Asamblea Europea, coordinada con las actuales instituciones comunitarias, en especial, con el Eurogrupo, pero que, en caso de desacuerdo, la referida Asamblea tuviera la última palabra. Esta sería la forma de sacar a la UE de lo que Piketty considera como “la eterna inercia de las negociaciones intergubernamentales y evitar que la regla de la unanimidad fiscal en vigor siga bloqueando la adopción de cualquier impuesto europeo”, además de poner fin a la evasión que supone el dumping fiscal. Y es que, como señala el citado economista francés, “si Europa no encarna la justicia fiscal, los nacionalistas acabarán triunfando” y la UE quedaría herida de muerte.

    La composición de la Asamblea Europea estaría formada por un 80% de miembros de los parlamentos nacionales que firmen el Tratado en proporción a su población y a los distintos grupos políticos, mientras que el 20% restante correspondería a miembros electos del Parlamento Europeo en proporción a los respectivos grupos políticos que lo conforman. Así, la propuesta Asamblea Europea, al estar conformada por parlamentarios nacionales y por los procedentes del actual Parlamento Europeo, se crearía hábitos de gobierno conjunto que, actualmente, sólo existen entre los Jefes de Estado y los ministros de Economía de la UE. Además de lo dicho, en opinión de Piketty, se lograría “involucrar a todos los ciudadanos europeos en la dirección de un nuevo pacto social y fiscal y la legitimidad democrática entre los electores nacionales y europeos”. Para la puesta en marcha de esta Asamblea Europea, Piketty estima que sería deseable y preferible, que ésta la iniciasen los 4 países más importantes de la UE, esto es, Alemania, Francia, Italia y España, que juntos, representan el 75% de la población y del PIB de la zona euro, los cuales, deberían de establecer una “unión política y fiscal reforzada” en el seno de la UE, abierta a todos los miembros, por supuesto, pero sin que ninguno pueda bloquearla.

   Para finalizar, el citado Manifiesto hace un llamamiento a todos los hombres y mujeres que sienten el ideal europeo para que “asuman sus responsabilidades y participen en un debate detallado y constructivo sobre el futuro en Europa” pues, como advierte Piketty, ha llegado el momento de que “pongamos las cartas sobre la mesa y avancemos” ya que “nuestra incapacidad colectiva para debatir sobre la Europa que queremos sería la mayor victoria para los populistas y trumpistas de todo pelaje”.

    Por todo ello, retomar las ideas de dicho Manifiesto resultan esenciales dado que, en las próximas elecciones al Parlamento Europeo del 9 de junio, existe un riesgo cierto de que el actual eje rector de las instituciones comunitarias, formado por los partidos conservadores y socialdemócratas, sea reemplazado por la alianza entre algunos partidos conservadores y los de extrema derecha y ello sería, la muerte de los valores que dieron razón de ser a la UE tal y como la conocemos.

 

   José Ramón Villanueva Herrero

   (publicado en: El Periódico de Aragón, 10 mayo 2024)

 

 

 

DELIRIOS HÚNGAROS

 

    No hay nada peor que un país que se siente resentido y humillado para que surja en él un demagogo populista que venda la ensoñación de un pasado que se anhela como glorioso, para lo cual no tendrá escrúpulos en sacrificar la democracia y los derechos humanos. Este fue el caso de Hungría durante los trágicos años de la II Guerra Mundial.

    El resentimiento de Hungría tenía su origen en las pérdidas territoriales sufridas por el país magiar tras el final de la I Guerra Mundial y que se plasmaron en el Tratado de Versalles (1919). En dicho documento, Hungría, país perdedor de la guerra como parte del extinto Imperio Austro-húngaro, convertida ahora en república, veía reducido en 1/3 su territorio, razón por la cual 3 millones de húngaros quedaron fuera de las fronteras y de la autoridad del gobierno de Budapest. Además, ello supuso el que Hungría perdiese las regiones más ricas dado que Transilvania fue cedida a Rumanía, Eslovaquia y Rutenia se anexionaron a Checoslovaquia mientras que Croacia, Eslovaquia y el Banato, fueron incorporadas a Yugoslavia. A fecha de hoy, y, por todo ello, los húngaros siguen abominando de los acuerdos que consideran “humillantes” firmados en Versalles y ello alienta tanto el irredentismo magiar como las actuales reivindicaciones territoriales del primer ministro Víktor Orbán y el cambio de las actuales fronteras en esta zona de la Europa Central.

    Durante la II Guerra Mundial, Hungría, gobernada por el régimen autocrático del almirante Miklós Horthy, que se autocalificaba como “regente”, como aliado de la Alemania nazi que era, pretendió recuperar los territorios perdidos. No obstante, cuando el curso de la guerra empezó a ser adverso para las tropas de Hitler en el frente del Este, Horthy pidió el armisticio con la URSS, ocasión que aprovecho el partido fascista Movimiento de la Cruz Flechada (Nyilas Keresztes Mozgaslom) de Ferenc Szálasi para hacerse con el poder.

    El gobierno de Szalazi, tras la renuncia de Horthy a la regencia, y con el apoyo de la Alemania nazi, que había invadido el país mediante la llamada Operación Margarethe (19 marzo 1944), fija las prioridades del nuevo régimen fascista de las cruces flechadas:  además de comprometerse a resolver de una vez por todas “la cuestión judía”, señala su prioridad por “emprender la creación de la Gran Patria Cárpata Danubiana que, en el marco de la comunidad nacional-socialista, estamos soñando”.

    La concepción racista de Szálasi le hizo concebir el “konnationalizmus”, base del concepto de la citada Gran Patria Cárpata Danubiana pues, de este modo, “el hungarismo” sería, el nexo de unión, “en un mismo destino”, de húngaros, eslovacos, croatas, eslovenos y rutenos. Pensaba Szálasi que Europa, bajo la ideología nazi, se repartiría en tres grandes naciones: Alemania, que dominaría el Norte y Este; Italia, que sería la potencia hegemónica en el Sur y en el Mediterráneo y la Gran Patria Cárpata Danubiana, que se extendería desde el Centro por el Este. Para Szálasi, el mundo giraría en torno a tres ideologías: el cristianismo, el hungarismo y el marxismo y, las dos primeras, derrotarían a esta última.

    Además de lo dicho, Szálasi consideraba que la raza más pura era la “turania-húngara” y no la aria, como defendían sus amigos nazis. Estaba obsesionado por la pureza racial y, por ello estaba convencido que la raza húngara era superior a las demás y necesitaba por tanto ser purificada y preservada. Pero, al igual que le ocurría a Hitler, tampoco era un elemento racial “puro” pues Szálasi sólo llevaba en sus venas un 25% de sangre húngara dado que su padre era armenio y su madre, eslovaca e hija de alemana.

     Pero no quedaban allí los “delirios húngaros” de Szálasi ya que se decía de él que mantenía “conversaciones frecuentes” con la Virgen María y, como señalaba Diego Carcedo, “nunca obviaba en sus violentos discursos la devoción mariana que le guiaba en la vida y el origen celestial de sus ideas políticas”. De hecho, el primer objetivo de Szálasi, tras asumir el poder era acabar el libro que estaba escribiendo titulado El camino y la meta. En él, y según el político fascista, gracias a los consejos recibidos directamente de la Virgen, estarían todas las claves de que el hungarismo se valdría para: ganar la guerra a los bolcheviques que avanzaban imparablemente en territorio húngaro, componer la Gran Patria Cárpata Danubiana y crear el Orden Corporativo de la Nación Trabajadora que proporcionaría, según él, la prosperidad económica y la justicia social. Pero de esta “idílica sociedad húngara”, “racialmente pura y moralmente sana”, estaba excluida la población judía, razón por la cual Szalasi colaboró diligentemente con los nazis en la deportación de miles de judíos húngaros al siniestro campo de exterminio de Auschwitz, momento en el cual resulta obligado recordar la meritoria labor del diplomático aragonés Ángel Sanz Briz que, desde la Embajada española en Budapest, consiguió salvar a varios miles de judíos del fatal destino que les esperaba tal y como recoge Diego Carcedo en su libro Un español frente al Holocausto. Así salvó Ángel Sanz Briz a 5.000 judíos (2005).

    Szálasi, concluida la contienda con la derrota de los países fascistas, fue juzgado y condenado como criminal de guerra y ahorcado el 28 de marzo de 1946. Concluían así los delirios húngaros, los mismos que algunos grupos ultranacionalistas y fascistas pretenden alentar en la actualidad a la sombra de las políticas antieuropeas y contrarias a la inmigración auspiciadas por Víktor Orbán. Alerta.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 18 marzo 2024)

 

 

FEDERALISMO SOCIAL

 

    Los hechos han demostrado que el Brexit británico y los años en los cuales Donald Trump fue presidente de los EE.UU. (2017-2021) han supuesto un cambio en la historia de la globalización. Previamente, las políticas ultraliberales de la llamada “revolución conservadora” llevadas a cabo en Gran Bretaña por Margaret Thatcher durante su mandato (1979-1990) y en Estados Unidos por Ronald Reagan entre los años 1981-1989, ya habían producido un mayor aumento de la desigualdad con negativas consecuencias sociales. En la actualidad, como señala Thomas Piketty, es una evidencia que las clases medias y trabajadoras “no se han beneficiado de la prosperidad prometida por el liberalismo integral” y, con el paso del tiempo, “se han sentido cada vez más perjudicadas por la competencia internacional y el sistema económico mundial”, lo cual deja patente el fracaso del de las medidas económicas aplicadas tanto por el thatcherismo como por el reaganismo.

    Otra consecuencia negativa de esta globalización ha sido que ha producido una “deriva ideológica” conservadora, cuando no abiertamente reaccionaria, al exacerbar discursos nacionalistas espoleados por las derechas autoritarias, que favorecen la “tentación identitaria y xenófoba” que se extiende peligrosamente por todas partes como comprobamos diariamente en numerosos países europeos, como es el caso de Italia, Hungría, Polonia y, también, en Francia, Alemania, Países Bajos e incluso en España, sobre todo, tras la impetuosa irrupción de Vox en el panorama político.

     Ante esta situación Thomas Piketty, en su libro Viva el socialismo (2023), en el cual recopila toda una serie de artículos publicados en el diario Le Monde entre 2016-2020, considera que “urge reorientar la globalización de manera fundamental” para hacer frente a lo que él considera los dos principales desafíos de nuestro tiempo: el aumento de la desigualdad y el calentamiento global. Para ello, para evitar lo que califica como “trampa mortal” que amenaza a nuestras democracias, resulta imprescindible redefinir radicalmente las reglas de la globalización, con un enfoque que este economista francés define como “federalismo social” y, por ello, “el libre comercio debe estar condicionado a la adopción de objetivos sociales vinculantes que permitan a los agentes económicos más ricos y con mayor movilidad social contribuir a un modelo de desarrollo sostenible y equitativo”.

    Dicho esto, propone interesantes iniciativas concretas tales como que los tratados de comercio internacional deben dejar de reducir derechos de aduana y otras barreras comerciales y, en cambio, deben incluir “normas cuantificadas y vinculantes para combatir el dumping fiscal y climático, como tipos mínimos comunes de impuestos sobre los beneficios empresariales y objetivos verificables y sancionables de emisiones de carbono”.  De este modo, considera necesario gravar las importaciones de países y empresas que practican el dumping fiscal, porque “si no se les hace oposición de manera resuelta con una alternativa, el liberalismo nacional arrasará con todo a su paso”. En consecuencia, considera que “ya no es posible negociar tratados de libre comercio a cambio de nada”.

     En nuestro mundo globalizado, mientras los movimientos nacionalistas cuestionan y rechazan el movimiento de personas, sobre todo cuando éstas proceden de países del Tercer Mundo y aluden a términos demagógicos como “invasión” o a la teoría del “Gran reemplazo”, el federalismo social que defiende Piketty debe poner freno el movimiento desregulado de capitales y la impunidad fiscal de los más ricos. En este sentido, tanto Karl Polanyi como Hannah Arendt ya denunciaron, hace décadas, la ingenuidad de los partidos socialdemócratas frente a la regulación de los flujos de capitales y su timidez para acometer medidas en este ámbito, una cuestión, un reto, que sigue vigente hoy en día.

   A modo de conclusión, Piketty nos recuerda, como ya decía en 2016, que “ha llegado el momento de cambiar el discurso político sobre la globalización: el comercio es algo bueno, pero el desarrollo sostenible y justo también requiere servicios públicos, infraestructuras, educación y sistemas de salud, que a su vez exigen impuestos justos. Y, en este punto, resulta fundamental reforzar el Estado del Bienestar, concepto acuñado en su día por la socialdemocracia alemana y que, como señalaba el historiador Alberto Sabio, “tiene por función garantizar y ampliar los márgenes de libertad del individuo, restando espacios a la desigualdad” dado que da “seguridad a los ciudadanos” y permite “avanzar en cohesión social”, ideas que responden a los anhelos de amplios sectores de la clase media y trabajador. De lo contrario, de no conformar una alternativa firme a la revolución conservadora, tan amenazante como insolidaria, como la que supondría el federalismo social propuesto por Piketty, como él mismo nos advierte, “el trumpismo acabará por imponerse”. Y esa amenaza está más candente que nunca si en las próximas elecciones al Parlamento Europeo los partidos nacionalistas y de extrema derecha logran un peligroso avance electoral, unido del riesgo cierto de que, tras las elecciones presidenciales de los Estados Unidos previstas para el próximo 5 de noviembre de este año, Donald Trump volviera a ser el futuro inquilino de la Casa Blanca.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 31 enero 2024)

 

 

 

 

LA AMENAZA XENÓFOBA

 

    El economista Thomas Piketty advertía que estamos asistiendo a una amenaza mortal para la democracia cual es el constatar “cómo crecen en los electorados populares una mezcla de tentación xenófoba y aceptación resignada de las leyes del capitalismo globalizado”. Ello se debe a que muchos ciudadanos, buscan un culpable de esta situación y, dado que “es ilusorio esperar mucho más de la regulación financiera y de las multinacionales, culpamos a los inmigrantes y a los extranjeros”. Y es que muchos votantes de las diversas extremas derechas emergentes tienen, en el fondo, “una simple convicción”: que es más fácil atacar a los inmigrantes que al desalmado capitalismo financiero que los empobrece o imaginar un sistema económico más justo. Como señalaba Carmen González Enríquez, “los inmigrantes parecen haberse convertido en el chivo expiatorio de una población que no ve la luz al final del túnel, ni dentro ni fuera del euro, y que ha perdido la confianza en las instituciones políticas y en los partidos” y, en este panorama, “culpar a los inmigrantes de todos los males es un fácil y gratuito recurso psicológico” porque “los inmigrantes están indefensos ante este ataque”.

    Es en este contexto cuando surge el término “populista” que, como recordaba Piketty, se ha convertido en “el nuevo insulto supremo de la política” y que ya fue utilizado por primera vez en los Estados Unidos contra Bernie Sanders. Pero, el populismo, como señalaba el citado economista, “no es más que una respuesta confusa pero legítima al sentimiento de abandono de las clases trabajadoras de los países desarrollados frente a la globalización y a la creciente desigualdad”. Ello se plasma en el aumento del voto a la extrema derecha que, además de enarbolar demagógicamente el tema de la inmigración, está relacionado con el miedo a la pérdida de un modo de vida que consideran amenazado por la globalización y, por ello, expresan su oposición no sólo a ésta, sino también a los mercados financieros internacionales y la desafección creciente a las instituciones europeas.

    Por ello, ante esta “amenaza mortal”, Piketty considera que la respuesta de la izquierda y del centro es “vacilante” y, por ello, el reto ahora es “revivir la solidaridad dentro de las grandes comunidades políticas”, apoyarse en los ideales más internacionalistas de la izquierda y no en populismos reaccionarios para construir “respuestas precisas” a estos desafíos, o de lo contrario “el repliegue nacionalista y xenófobo acabará por imponerse”. Una de estas “respuestas precisas” es la necesidad de avanzar en el campo de la justicia económica. De hecho, los enfrentamientos existentes en las sociedades occidentales entre la mayoría blanca y las minorías étnicas y religiosas existentes en ellas, sólo se pueden resolver conduciendo el debate al terreno de la justicia económica y la lucha contra la desigualdad y la discriminación. Consecuentemente, es preciso impulsar las políticas que reactiven un Estado social, con una dotación sanitaria y educativa mínima para todos, financiada por los ingresos fiscales de los agentes económicos más prósperos: las grandes empresas y los ciudadanos con rentas y patrimonios más elevados.

    A la hora de plantear el tema del racismo y la discriminación en nuestra historia reciente, en escasas ocasiones se alude a una cuestión crucial, que siempre olvidan los grupos xenófobos y racistas: la de las reparaciones frente a lo que supusieron las negras páginas del pasado colonial y esclavista de muchos de los países “civilizados” de Occidente. En este aspecto, el primer intento de reparación de aquella injusticia lo hallamos en la promesa del presidente Abraham Lincoln de que, una vez acabada la Guerra de Secesión norteamericana, se concedería a todos los esclavos negros emancipados “una mula y 40 acres de tierra”, promesa que, tras el asesinato de Lincoln, nunca se cumplió. En los casos de Reino Unido y Francia, países en los cuales la esclavitud fue abolida, respectivamente, en los años 1833 y 1848, los esclavos liberados nunca recibieron ninguna reparación, al contrario que los propietarios esclavistas que fueron compensados por parte de dichos países en reparación por haber perdido “sus propiedades”, es decir, sus antiguos esclavos.

    Especialmente flagrante es el caso de Haití, donde la emancipación de sus esclavos con respecto a sus antiguos propietarios coloniales franceses obligó al país caribeño a pagar a Francia una inmensa deuda, la cual se hizo efectiva entre 1825 y 1950 y que, en cambio, nunca ha sido devuelta a Haití por su antigua potencia colonial. En el caso de España, donde la esclavitud fue legal en las colonias de Cuba y Puerto Rico hasta que la abolió la I República en 1873, nunca se ha suscitado la cuestión de las reparaciones. Caso bien distinto es el de Alemania, donde el Estado germano llevó a cabo un ingente procedimiento de indemnizaciones y compensaciones a los supervivientes del inmenso crimen que supuso el Holocausto cometido por el régimen nazi contra la población judía en Europa, las cuales han sido gestionadas conjuntamente por el Gobierno alemán y la Jewish Claims Conference.

    A modo de conclusión, y volviendo a la realidad actual, como señalaba Piketty, “más allá del difícil pero necesario debate sobre las reparaciones históricas, debemos sobre todo encarar el futuro. Para resarcir a la sociedad de los daños del racismo y del colonialismo, es necesario cambiar el sistema económico, basándolo en la reducción de la desigualdad y en la igualdad de acceso a la educación, al empleo y a la propiedad (incluida la herencia mínima) para todos”, sea cual sea el origen de cada uno, independientemente de origen, condición, raza o confesión religiosa. Ello es, sin duda, un acto de imprescindible justicia reparadora.

   Tal vez, si los xenófobos y racistas recordaran (y reconocieran) los abusos, injusticias y expolios que supuso el pasado esclavista y colonial de nuestros países, moderarían su lenguaje y sus críticas hacia los inmigrantes y hacia las minorías étnicas y religiosas que habitan en nuestras sociedades, cada vez más multiculturales y multiétnicas. La justicia social y la convivencia cívica lo agradecerían.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 7 de enero de 2024)

 

 

ESTRATEGIA IMPERIAL

 

 

    Hay países que se consideran legitimados para imponer su visión y sus intereses en el ámbito de la geopolítica mundial. Este es el caso de los Estados Unidos (EE.UU.).

   La potencia norteamericana siempre se ha opuesto a la diplomacia multilateral abanderada por la ONU como forma razonable y civilizada de resolver los conflictos entre las naciones. Por ello, Washington ha defendido históricamente lo que ha dado en llamarse “estrategia imperial” en el ámbito de sus relaciones internacionales.

    La estrategia imperial fue la que aplicó Henry Kissinger, su máximo adalid, durante sus años como Secretario de Estado (1973-1977), período que coincidió con los mandatos de los presidentes Richard Nixon y Gerard Ford. La tesis central de Kissinger era que la diplomacia multilateral “sólo produce caos” en las relaciones internacionales, así como que “el respeto a la libre determinación” de los pueblos y la soberanía de los Estados no garantizan la paz”. Por ello, Kissinger defendía, como recordaba Jean Ziegler en su libro Hay que cambiar el mundo (2018), que “sólo una potencia con ámbito mundial [como es el caso de los EE.UU.] dispone de los medios materiales y la capacidad necesarios para intervenir rápidamente en cualquier lugar durante un período de crisis. Sólo ella es capaz de imponer la paz”. De este modo, los EE.UU. se arrogaban el papel de “gendarme” de la política internacional en defensa de sus propios intereses, aunque ello se maquillase, en múltiples ocasiones, como defensor de la democracia y de los derechos humanos.

    Las ideas de Kissinger han sido continuadas (y defendidas) por otros políticos como Hesse Helms, quien fuera presidente de la Comisión de Asuntos Exteriores del Senado norteamericano entre 1995-2001, el cual no tuvo reparo en señalar que, “los Estados Unidos deben dirigir el mundo llevando la llama moral, política y militar del derecho y de la fuerza, y servir de ejemplo a todos los demás pueblos”. En esta misma línea, se expresaba, igualmente, Thomas Friedman, que fue consejero especial de Madeleine Albright, la Secretaria de Estado norteamericana durante el mandato del presidente Bill Clinton, quien afirmaba con vanidosa rotundidad que, “para que la globalización funcione, América no debe tener miedo a actuar como la superpotencia invencible que es realmente […]. Sin un puño visible, la mano invisible del mercado nunca podrá funcionar”.

    La teoría de la estrategia imperial se encuentra profundamente enraizada en la conciencia americana, independientemente del partido (demócrata o republicano) que ocupe la Casa Blanca. De hecho, esta concepción sobre su supuesta supremacía y liderazgo mundial enlaza con la ideología “mesiánica” del llamado Manifest destiny, el “destino manifiesto” de los EE.UU., expresión ésta que apareció por primera vez en 1845 por parte de John O´Sullivan con motivo de la anexión de Texas a la Unión. El concepto de “destino manifiesto” significa que los EE.UU. tendrían “la misión divina de propagar la democracia y la civilización”, ya que Dios habría confiado, “de forma manifiesta” a los estadounidenses la particular misión de garantizar y, de ser necesario, restablecer, la paz y la justicia en la Tierra”. Ello ha hecho que, en cumplimiento de esta supuesta “misión divina”, los EE.UU. han actuado por su cuenta y riesgo, muchas veces de forma arbitraria y en contra de la deseable diplomacia multilateral, antes indicada, que caracteriza y es la seña de identidad de la ONU.

    Bajo ese “destino manifiesto”, la diplomacia imperial, en vez de ser un adalid de la democracia y los derechos humanos, ha impulsado guerras, ha apoyado a multitud de sanguinarias dictaduras, especialmente en América Latina. Estas son las razones por las cuales la teoría imperial de los EE.UU., que todavía rige amplios sectores y actuaciones de su política exterior, ha hecho que Washington se haya opuesto y nunca haya ratificado el Estatuto de Roma para la creación de la Corte Penal Internacional (CPI) porque, de haberlo hecho, tal y como ha señalado un intelectual tan socialmente comprometido como es Noam Chomsky, la mayor parte de los políticos y presidentes norteamericanos deberían haber sido juzgados, en aplicación de la legislación penal internacional, por haber cometidos crímenes contra la humanidad.

   A modo de conclusión, volviendo a citar a Jean Ziegler, que fue relator y vicepresidente del Comité Asesor de Derechos Humanos de la ONU, hay que señalar que “El juego diplomático de las clases dirigentes de EE.UU. es complejo. Pero, con independencia del partido político que esté en el poder en la Casa Blanca y en el Congreso, las élites dirigentes estadounidenses, en su mayor parte, creen profundamente en su Manifest destiny, en su misión providencial, en suma, en la teoría imperial”. Y ello sigue siendo un riesgo para la paz mundial dado que la capacidad de presión que tienen los EE.UU. para instrumentalizar las gestiones de la ONU en cuestiones conflictivas y, no digamos, cuando se comprueba cómo organizaciones internacionales de la importancia de la OTAN se hallan en gran mediad supeditadas a las decisiones e intereses geoestratégicos, que no providenciales, de Washington.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 1 diciembre 2023)