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Kiryat Hadassa: el blog de José Ramón Villanueva Herrero

Política internacional

EL SUEÑO DE LA ONU

 

    Tras la inmensa catástrofe que fue la II Guerra Mundial, la creación de la ONU en 1945 supuso el establecimiento de una institución transnacional y mundial que, afirmando los valores universales, impidiese, como señalaba Jean Ziegler, “el retorno de los monstruos”, de aquellos fascismos que desataron la contienda que ahora concluía.

   La ONU pretendía, también, superar la ineficacia de la Sociedad de Naciones, surgida en 1919, tras el final de la I Guerra Mundial (1914-1918), dado que éste sólo permitía la negociación y el arbitraje entre las naciones en conflicto y carecía de poder coercitivo, esto es, de la posibilidad de recurrir a la fuerza armada cuando fuese necesario. Por estas razones, la Sociedad de Naciones fue incapaz de frenar las anexiones territoriales de la Alemania nazi y de la Italia fascista, tampoco pudo evitar la Guerra de España de 1936-1939, además de contar con el rechazo de la URSS y su debilidad quedó patente por el hecho de que los EE.UU. nunca llegara a formar parte de ella.

    En contraposición con lo sucedido con la fenecida Sociedad de Naciones, la actual ONU, pese a sus limitaciones, sí que contempla la posibilidad del empleo de la fuerza armada, de la “Acción en caso de amenaza contra la paz, de quebrantamiento de la paz y de acto de agresión”, tal y como se recoge en el capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas. En base a ello, la ONU puede actuar en dichos supuestos, contando para ello, además, con el consentimiento de los 5 miembros permanentes del Consejo de Seguridad (EE.UU., Rusia, China, Gran Bretaña y Francia). Así ocurrió en casos tales como las guerras de Corea (1950-1953), Katanga (1960-1964), sur del Líbano (2006), Kuwait (1990) o Irak (2003). Estas intervenciones armadas, avaladas por la ONU, se llevaron a cabo en aras en llamado “Principio de injerencia humanitaria”, aplicable cuando un gobierno viola sistemáticamente los derechos humanos de sus ciudadanos, como una forma de poner la fuerza al servicio del derecho, en aras al principio de “la responsabilidad de proteger”, una obligación que emerge de la Carta de las Naciones Unidas, a pesar de que esta injerencia humanitaria suponga una violación de la soberanía de los Estados en conflicto. De este modo, la ONU ha intentado, con éxito desigual, ser la garante de la paz pues, como dijo Willy Brandt, “la paz no los es todo…pero sin la paz, todo es nada”.

    En la actualidad, la ONU es toda una galaxia en la que cohabitan, junto a su administración central, 23 organizaciones especializadas, altos comisariados, agencias, fondos, programas, etc. La mayor parte de estas instancias son independientes en términos administrativos y cuentan con sus propios presupuestos. Algunas de estas organizaciones han tenido una destacada trayectoria y proyección mundial como, por ejemplo, la Organización Internacional del Trabajo (OIT); la FAO, el Programa Mundial de Alimentos (PMA), el Alto Comisariado para los Refugiados (ACR) o el Alto Comisariado para los Derechos Humanos.

   Jean Ziegler, relator y en su día vicepresidente del Comité Asesor de Derechos Humanos de la ONU, en su libro Hay que cambiar el mundo, reivindica el renacimiento de la ONU y la defensa de la estrategia política de la diplomacia multilateral en contraste con la estrategia imperial impulsada por los EE.UU. o el obstruccionismo que también sufren las Naciones Unidas por otros países como China, Rusia o Israel. En este ámbito, la diplomacia multilateral de la ONU, además de su labor en pro de mantenimiento de la paz en zonas de conflicto, también hay que destacar que ha tenido éxitos importantes en la lucha contra las epidemias a través de la Organización Mundial de la Salud (OMS), como hemos comprobado recientemente durante la crisis causada por la Covid-19. Lo mismo podemos decir del caso de la OIT, fundada en 1919 tras el Tratado de Versalles, momento en el cual sus fundadores estaban convencidos de que la mejora de la suerte de los trabajadores y la justicia social eran condiciones indispensables para lograr una paz universal y durable”.

    Sin embargo, como recordaba Ziegler, en la actualidad la ONU “está anémica” dado que “se ha roto el sueño que la impulsaba, esto es, el deseo de instaurar un orden público mundial”. Pese a ello, hay esperanza porque, como señalaba dicho autor, “el horizonte último de la historia es la organización colectiva del mundo, bajo el imperio del derecho, con la justicia social, la libertad y la paz planetaria como objetivos primordiales”, ideales recogidos en el art. 1º de la Declaración Universal de Derecho Humanos del 10 de diciembre de 1948: “Todos los seres humanos nacen libre e iguales en dignidad y derechos, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”.

    Tal vez por todo ello, Kofi Annan, el que fuera secretario general de la ONU, planteó en 2006 un ambicioso plan para la reforma del Consejo de Seguridad, el cual, lamentablemente, no ha obtenido el apoyo y los resultados deseados. Dicho Plan contemplaba, en primer lugar, que “el derecho a veto” no será admisible con conflictos que impliquen crímenes contra la humanidad. Y, en segundo lugar, Annan planteaba que los asientos permanentes del Consejo de Seguridad deberían de ser rotatorios, de forma que se adaptara en mayor medida a los equilibrios económicos, financieros y políticos actuales, propuesta que, como era de suponer, contó con el rechazo frontal de los 5 miembros permanentes. Por ello, para que la reforma concebida por Kofi Annan se convierta algún día en realidad, dependerá en el futuro de “la intensidad de las presiones que podrá impulsar la sociedad civil internacional”.

    En la coyuntura actual, la situación de la ONU la resume Ziegler como un momento en que “los combates emprendidos son muchos, sus resultados son todavía inciertos. Pero esta sociedad civil internacional, dotada especialmente de las armas de una ONU regenerada, abre el horizonte de un mundo por fin humano”. Un sueño digno de todo esfuerzo para hacerlo realidad.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 11 septiembre 2023)

 

 

UNA QUIEBRA SOCIAL

 

    Estamos asistiendo en multitud de países a lo que Josep Ramoneda define como “formas de avance del autoritarismo post-democrático”, esto es, al preocupante ascenso social y electoral de las derechas autoritarias, de las extremas derechas de distinto signo y cada vez más desacomplejadas y arrogantes. Es por ello que hay que tener muy presente la advertencia de la organización Freedom House que señalaba que, en muchos lugares, “la democracia está asediada y en franco retroceso”.

    Primo Levi, que sobrevivió al infierno de Auschwitz, decía que “cada época tiene su fascismo” y, de hecho, unos meses antes de su suicidio, dio la alerta en la revista New Republic de que un nuevo fascismo, con su cáncer de intolerancia, desprecio y sometimiento, podía nacer bajo otros nombres y era preciso armarse de valor y oponerle resistencia.

   Los neofascismos y movimientos autoritarios actuales ya no asaltan frontal y violentamente las fortalezas de las democracias, sino que las socavan desde su interior, cual nuevos caballos de Troya, y eso es lo realmente peligroso, tal y como expusieron los politólogos Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en su libro Cómo mueren las democracias. En esta misma línea, José Saramago nos advertía con lucidez años atrás de que “los fascismos del futuro no van a tener aquel estereotipo de Hitler o de Mussolini. No van a tener aquel gesto de duro militar. Van a ser hombres hablando de todo aquello que la mayoría quiere oír. Sobre bondad, familia, buenas costumbres, religión y ética. En esa hora va a surgir el nuevo demonio, y pocos van a percibir que la historia se está repitiendo”. Y es que el fascismo no murió con Hitler, Mussolini o Franco, porque las semillas que ellos sembraron han echado raíces en demasiados cerebros fanatizados. Y es que, como en su día dijo el presidente de los EE. UU. Harry Truman, “es más fácil acabar con los tiranos y los campos de concentración que erradicar las ideas que los engendraron”.

    Los neofascismos actuales ya no desfilan por nuestras calles uniformados y con el brazo en alto, sino que visten como cualquiera de nosotros, y lo que es más grave, en los últimos años han tenido la capacidad de “normalizarse” en la sociedad, contando para ello con la inestimable e imprescindible colaboración de las derechas parlamentarias y sus cuestionables pactos, con esas “alianzas fatídicas” que corroen los principios y valores de nuestras democracias. En este sentido, Ian Kershaw decía que “el movimiento fascista, por carismático que sea, sólo puede llegar al poder si las élites tradicionales resultan incapaces de controlar los mecanismos de gobierno y si en último término están dispuestas a ayudar en las maquinaciones para la toma del poder por el fascismo y a colaborar en el gobierno fascista”.

   Toda esta situación, esta involución política reaccionaria a la que asistimos con preocupación, está generando una quiebra social que puede agrandarse en el futuro. Es un tema que hay que tomarse muy en serio pues ignorar esta amenaza, sería tanto como, en palabras de Imanol Zubero, “seguir bailando alegremente sobre la cubierta del Titanic”.

   Un síntoma bien preocupante en este sentido es el auge de las actitudes antiparlamentarias, las cuales surgen, “inevitablemente”, según Franz Neumann, “en cuanto se eligen diputados de un partido progresista de masas que amenazan con transformar el parlamento en instrumento de cambios sociales profundos”: el caso de la situación política de la España actual corrobora plenamente esta afirmación.

    Pero hay más evidencias de estas quiebras sociales, de estos procesos de involución antidemocráticos. En este sentido, para el politólogo Sami Naïr, “las señales de identidad que remiten al pasado” serían: una reacción primaria frente a la gobernanza supranacional, los efectos sociales de la globalización neoliberal, el intento de construir instituciones europeas postnacionales y, el propósito de poner en jaque la actual construcción europea en nombre de la soberanía nacional. Estos malestares concentrados, hábilmente utilizados por los neofascismos, les han permitido lograr crecientes éxitos electorales favorecidos por diversos motivos, tal y como nos recordaba el citado Sami Naïr: el coste humano de la salida de la crisis económica de 2007-2008, la quiebra del pacto social generador del Estado del Bienestar promovido por los democristianos y los socialdemócratas al final de la II Guerra Mundial, así como, también, el aumento de los flujos migratorios, presentados demagógicamente como una supuesta “competencia desleal ante las clases medias urbanas empobrecidas”. Esta es la “política de las emociones”, que no de las “razones”, pero que es suficiente y útil para que la extrema derecha atraiga a una parte de las sociedades defraudadas, lo cual explica, en buena medida, su pesca de votos en los, hasta hace poco, caladeros tradicionales de la izquierda.

   Así las cosas, el historiador Mark Bray, en su libro Antifa: el manual antifascista, propone toda una serie de estrategias para hacer frente al “nuevo fascismo” y, la primera de ellas, es la imperiosa necesidad de tender un “cordón sanitario” por parte de los partidos democráticos frente a las fuerzas y discursos reaccionarios, algo de lo que tendrían que tomar buena nota las derechas parlamentarias y, en el caso de España, el PP, tan proclive y necesitado a pactar con Vox.

   Pero, por encima de todo, resulta fundamental el papel de la ciudadanía consciente, firmemente comprometida en la defensa de los valores democráticos, pues, como decía Jesús Cintora, “un pueblo activo, vivo, reivindicativo, despierto, no resignado, es un activo imprescindible”, no sólo para lograr conquistas y avances sociales, sino, también, para defenderlos de la ola reaccionaria que nos amenaza, de quienes están empeñados en quebrar nuestra convivencia, nuestro Estado de Bienestar y nuestra democracia.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en El Periódico de Aragón, 17 julio 2023)

 

DERECHOS HUMANOS

 

     Mientras la II Guerra Mundial devastaba el mundo, el 14 de agosto de 1941, el presidente de Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt y el premier británico Winston Churchill, hicieron pública la que es conocida como Carta del Atlántico, mediante la cual, se sentaron las bases de la política internacional y los derechos humanos para “lograr un porvenir mejor para el mundo”. Dicho documento, se basaba en cuatro pilares esenciales: el derecho de todo pueblo a elegir la forma de gobierno bajo la que desea vivir; la restitución de los derechos soberanos a los que fueron privados de ellos por la fuerza; la prohibición de la guerra entre Estados a través de un mecanismo coercitivo que asegurase la seguridad colectiva y, la garantía universal del disfrute y protección de todos los derechos humanos, así como el logro de la justicia social en todo el mundo. De este modo, la Carta del Atlántico fue el germen, tras la victoria militar de los aliados frente a las potencias fascistas, de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y de la posterior Declaración Universal de los Derechos Humanos.

    Así las cosas, tras la Asamblea fundacional de la ONU, que tuvo lugar en San Francisco en entre abril-junio de 1945, tuvo lugar un intenso debate entre los delegados de los 50 países asistentes, todos aquellos que habían declarado la guerra a las potencias fascistas, a la hora de ponerse de acuerdo en la lista de los derechos que debían incluirse en una anhelada Declaración Universal de los Derechos Humanos. La falta de acuerdo hizo que se encargase a una Comisión, presidida conjuntamente por Francia y Estados Unidos, la elaboración de dicha Declaración en un plazo de 3 años.

     A partir de este momento, se produjo un serio enfrentamiento, con profunda carga ideológica, entre el bloque formado por la URSS y sus países satélites, y el formado por las democracias occidentales. De este modo, mientras el bloque soviético quería priorizar los derechos económicos, sociales y culturales y, sobre todo, el derecho a la alimentación, los países occidentales, defendían los derechos civiles y políticos (libertad de reunión, de expresión, de conciencia, de religión, de movimiento y del derecho a la autodeterminación de los pueblos). Ello generó, en expresión de Jean Ziegler, “un debate furioso”, con la Guerra Fría como telón de fondo, entre Occidente y la URSS y sus países afines hasta el punto de que el embajador británico clamó contra los regímenes estalinistas que “¡No queremos ningún esclavo bien alimentado!” a lo que el representante de la Ucrania, entonces satélite de Moscú, respondió “¡Incluso los hombres libres pueden morir de hambre!”.

    En esta pugna, venció finalmente el bloque occidental y, por ello, cuando finalmente el 10 de diciembre de 1948 se aprobó en París la Declaración Universal de los Derechos Humanos, quedó patente en ella una fuerte influencia de la declaración de independencia de los Estados Unidos de 1776 y, sobre todo, de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano rubricada en la Francia revolucionaria de 1789. De este modo, los derechos económicos, sociales y culturales, quedaron postergados y tan sólo aparecen mencionados en un solo artículo, el 22º,  y en términos bastante vagos.

    Dicha carencia, fue en gran medida subsanada cuando a instancias del entonces secretario general de la ONU, el egipcio Boutros- Ghali, se ratificó la Declaración de Viena del 25 de junio de  1993. En tan importante documento, se logró incluir que, a partir de entonces, todos los derechos humanos (civiles y políticos, pero también los económicos, sociales y culturales), se declarasen no sólo universales, sino también, indivisibles e interdependientes. Ello supuso un gran avance a la hora de considerar de una forma global los derechos que asisten a todo ser humano sin ningún tipo de distinción y que la comunidad internacional, en este caso, la ONU, y los respectivos Estados, tienen el deber de proteger y garantizar. No obstante, como vuelve a advertirnos Jean Ziegler, en su libro Hay que cambiar el mundo (2018), Estados Unidos se abstuvo y, “hasta el día de hoy, se niegan a reconocer los derechos económicos, sociales y culturales y, en particular, el derecho a la alimentación”, sea esto dicho en demérito de la democracia norteamericana.

     En una entrevista reciente, publicada en El Periódico de Aragón a Guillermo Altares en torno a su libro Los silencios de la libertad, nos advertía de que “la libertad, la democracia y los derechos humanos son un privilegio y que tenemos que luchar por mantenerlos”. Por ello, hoy resulta esencial recordar el valor y la vigencia de los derechos humanos ante el preocupante avance de los neofascismos, en sus diversas versiones, en lo que Josep Ramoneda define como “autoritarismos post-democráticos”, y que se han convertido en la principal amenaza de nuestras democracias. Por ello, es tan importante la defensa de todos los derechos humanos, sin excepción, para garantizar, una vez concluida la II Guerra Mundial, ese porvenir mejor para el mundo que, a bordo de un embravecido océano, soñaron Roosevelt y Churchill a bordo del buque USS Augusta, mientras navegaba, “en algún punto del Atlántico”.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 23 mayo 2023)

 

 

LOS GUARDARRAÍLES DE LA DEMOCRACIA

  

     Con este título, podemos leer un capítulo del interesante libro escrito por Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, politólogos de la Universidad de Harvard titulado Cómo mueren las democracias (2018). Si partimos del símil de que la democracia es un tren que no debe descarrilar, la idea central de dicho capítulo es que, para evitarlo, la sociedad debe mantener todo un conjunto de sólidas normas democráticas que, aunque no figuren en el texto de una Constitución, sean “ampliamente conocidas y respetadas” para evitar que “la pugna política cotidiana desemboque en un conflicto donde todo vale”. En este sentido, Letitsky y Ziblatt señalan dos normas que resultan básicas pues, ambas, “se apuntalan mutuamente”, cual son la tolerancia mutua y la contención institucional.

     La tolerancia mutua entre adversarios políticos parte del supuesto de que “siempre que nuestros adversarios acaten las reglas constitucionales, aceptamos que tienen el mismo derecho a existir, competir por el poder y gobernar que nosotros”. Por ello, la tolerancia mutua es la disposición colectiva de los políticos a acordar no estar de acuerdo, a considerarse como contrincantes, que no enemigos, algo que hay que evitar de todos los modos posibles, pues “cuando los partidos rivales se convierten en enemigos, la competición política deriva en una guerra y nuestras instituciones se transforman en armas” y, por ello, como señalan dichos autores, el resultado es “un sistema que se halla siempre al borde del precipicio”.

    En cuanto a la otra norma básica, la contención institucional, se basa en la voluntad de “evitar realizar acciones que, si bien respetan la ley escrita, vulneran a todas luces su espíritu” y, por ello, significa una renuncia expresa al empleo de trucos sucios y a tácticas brutales mediante las cuales intentar lograr un determinado rédito político o electoral. En este sentido, se incluiría el rechazo a las tácticas de filibusterismo político como forma de bloquear la aprobación de determinadas leyes. Para ello, se precisa de dosis de cortesía que evite los ataques personales y moderación en el uso del poder personal con el fin de no generar un antagonismo manifiesto en la vida política.

     De no existir estos dos guardarraíles políticos, se entraría en lo que el politólogo Eric Nelson definía como “un ciclo de extremismo constitucional creciente”, como ocurrió en la crispación política vivida en Chile y alentada por la derecha extrema tras la victoria electoral de la Unidad Popular en 1970 y que culminó con el golpe de Estado del general Pinochet el 11 de septiembre de 1973. Y es que la “polarización” puede despedazar las normas democráticas ya que genera una percepción de “amenaza mutua” entre las fuerzas políticas confrontadas, lo cual dinamita la convivencia, tanto institucional como social, y alienta el auge de los grupos antisistema que rechazan las reglas democráticas. Por ello, es importante tener presentes los planteamientos de Martin Van Buren, para sustituir la política de enfrentamiento total por la tolerancia mutua, pues, como decía George Washington, modelo de contención presidencial, “el poder se conseguía mostrando disposición a ceder”.

    Pero no siempre fue así. Tomando el modelo de los Estados Unidos, hay que recordar el período de los negros años del MacCartismo, ejemplo patente de un auténtico asalto a la democracia norteamericana por su visceral campaña anticomunista en los años más intensos de la Guerra Fría. Y es que, “conforme los guardarraíles de la democracia se debilitan, nos volvemos más vulnerables a los líderes antidemocráticos”. Además, cuando se erosionan estas normas de contención, los partidos empiezan a comportarse como partidos políticos antisistema y el síndrome de la polarización política, se extiende incrementando “una honda hostilidad” entre los partidos y se agudizan las diferencias ideológicas. Un ejemplo evidente, y reciente, de este descarrilamiento democrático tuvo lugar en Estados Unidos durante la presidencia de Donald Trump (2016-2020), una amenaza que vuelve a vislumbrarse, de nuevo en el horizonte político norteamericano con sus consecuencias fatales en el conjunto de las relaciones políticas internacionales. Trump vuelve a lanzar de nuevo todo su arsenal antidemocrático para volver a ocupar la Casa Blanca: ataques viscerales a sus adversarios políticos, dudar de la legitimidad e imparcialidad del Poder Judicial, cuestionar los resultados electorales, uso de la mentira de forma sistemática, falta de civismo político y absoluto desprecio por la prensa libre e independiente. Trump ha vuelto, con todo ello, a enfangar el tablero político y no parece preocuparle que la democracia, en Estados Unidos, o en cualquier otro país, descarrille, toda una caja de Pandora que los admiradores del trumpismo, bien sean el bolsonarismo en Brasil o Vox en España, que se ha hartado de calificar de “ilegítimo” al actual Gobierno de coalición progresista, no dudan en poner en práctica siempre que tienen ocasión. Hemos de estar alerta, porque, como nos advierten Levitsky y Ziblatt, y tal y como estos días comprobamos con las protestas cívicas y las masivas movilizaciones ciudadanas contra las medidas reaccionarias y antidemocráticas que intenta implantar el gobierno de Benjamin Netanyahu en Israel, “ningún dirigente político por sí sólo puede poner fin a la democracia, y tampoco ningún líder político puede rescatarla sin la ciudadanía. La democracia es un asunto compartido. Su destino depende de todos nosotros”.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 17 abril 2023)

 

 

DESTRUCCIÓN MUTUAMENTE GARANTIZADA

DESTRUCCIÓN MUTUAMENTE GARANTIZADA

 

    En estos días en que asistimos con preocupacion al desarrollo de la guerra en Ucrania, cuando el temor a un posible desastre nuclear en la central nuclear de Zaporiyia es un riesgo real, se cumplen 60 años de la crisis de los misiles de Cuba de 1962, momento en el cual se estuvo al borde de un enfrentamiento nuclear entre los EE.UU. y la URSS, riesgo al que se calificó como  “Destrucción mutuamente garantizada” (MAD, sus siglas en inglés).

    El origen de la crisis comenzó en abril de 1962 cuando el líder soviético Nikita Jruschov decidió aumentar el apoyo militar de la URSS al gobierno de Fidel Castro en Cuba. Dicho apoyo, según señala el historiador Tony Judt en su libro Sobre el olvidado siglo XX, ascendía, en su fase final,  a unos 50.000 militares soviéticos, los cuales estaban organizados en 5 regimientos con misiles nucleares, 4 regimientos motorizados, 2 batallones de tanques, un escuadrón de cazas MiG-21, 42 bombarderos ligeros IL-28, 2 regimientos provistos de misiles crucero, 12 unidades antiaéreas SA-2  con 144 lanzacohetes y un escaudrón de 11 submarinos, 7 de ellos equipados con misiles nucleares.

    Jruschov decidió rearmar a la Cuba castrista con objeto de proteger a su entontes su único aliado en el continente americano, dar una imagen creíble de la URSS como “adalidad del progreso y de la revolución” y, también, en expresión del líder soviético,  para “arrojar un puerco espín a los pantalones del Tío Sam” .

    Así las cosas, el 29 de agosto un avión de reconocimiento norteamericano U-2 localizó el emplazamiento de los misiles SA-2 y, ante esta noticia, el presidente Kennedy advirtió a la URSS que admitiría misiles defensivos tierra-aire en Cuba pero que no aceptaría la instalación en la isla de misiles ofensivos dirigidos hacia los EE.UU. Por entonces, Kennedy desconocía que ya se habían desplegado en la isla 36 misiles de alcance medio SS-4 y 24 misiles de alcance intermedio SS-5 con cabezas nucleares, los cuales podían alcanzar cualquier objetivo en los EE.UU. Aunque Jruschov negó esta evidencia, el 14 de octubre un avión U-2 localizaba 3 bases de misiles en construcción para el lanzamiento de los SS-4, razón por la cual Kennedy se sintió engañado y éste fue el momento en que estalló la crisis de los misiles dado que la URSS había desoído las advertencias de no instalar misiles ofensivos en Cuba.

     En consecuencia, el 22 de octubre Kennedy anuncia el bloqueo naval de Cuba. Por su parte, en pleno ardor belicista, la Junta de Jefes del Estado Mayor de los EE.UU. se mostró partidaria de dar una respuesta “más extrema”  al desafío soviético cual era lanzar sobre la isla bombardeos en alfombra contra las bases militares como paso previo a la invasión de la isla, ya que dertminados miembros de la cúpula militar americana dudaban de las capacidades del joven presidente Kennedy para hacer frente al desafío de la URSS.

     Los hechos posteriores demostraron que la decisión del bloqueo fue la opción más correcta, dado que daba tiempo a ambas partes para reconsiderar la situación. Además, Kennedy redujo el área de bloqueo de 800 a 500 millas para dar a los soviéticos “más tiempo para reflexionar y hacer volver a sus barcos”. Finalmente, tras dos semanas de tensión y con el riesgo de que cualquier fatal error hubiese desencadenado el conflicto nuclear, Jruschov ordenó regresar a los barcos  que llevaban misiles a Cuba y, como señala Tony Judt fue Jruschov  “quien desactivó y resolvió la crisis cubana y la historia debe reconocérselo”. A cambio, Jruschov pidió a Kennedy que levantase el bloqueo y que Cuba no fuera atacada. Además, el líder soviético manifestó su intención de retirar los misiles ofensivos de Cuba a cambio de que la OTAN retirase de Turquía los que apuntaban a la URSS.

    Pero en Washington había otra crisis: la pugna entre Kennedy y los militares belicistas pues éstos, aún después de que Jruschov aceptase las condiciones del presidente americano, todavía eran partidarios de ataques aéreos, inmediatos, a gran escala y de una invasión, razón por la cual Tony Judt alude a que “el desprecio de los militares por el joven presidente es palpable y las observaciones del general Le May rayan la insolencia”. En cambio, frente a la opción belicista, Kennedy fue muy bien aconsejado por los diplomáticos  profesionales, especialmente por Llewellyn Thomson (ex-embajador en Moscú) y por Robert McNamara (Secretario de Defensa), que también desaconsejó los bombardeos porque estaba convencido de que la crisis debía resolverse por la vía política y nunca por la militar.

    Finalmente, el 20 de noviembre, EE.UU. levantó el bloqueo tras la retirada de los bombarderos IL-28 y, para abril de 1963, la OTAN ya había retirado de Turquía los misiles ofensivos, tal y como había demandado la URSS.

    Esa es la lección que hoy, 60 años después, nos ofrece el recuerdo de la crisis de los misiles de Cuba, cuando se estuvo al borde del desastre nuclear,  y la advertencia permanente de lo peligroso que resulta para la Humanidad el que determinados líderes políticos, como es el caso de Vladimir Putin, tengan la tentación de pulsar el botón nuclear.

 

    José Ramón Villanueva Herrero

   (publicado en : El Periódico de Aragón, 20 octubre 2022)

 

 

 

 

LA GUERRA QUE NOS CAMBIÓ

LA GUERRA QUE NOS CAMBIÓ

 

     Resulta indudable que, tras el estallido de la guerra de Ucrania aquel fatídico día 24 de febrero, como consecuencia de la brutal agresión de Rusia alentada por los delirios expansionistas de Vladimir Putin, ya nada es igual en el panorama político internacional, con consecuencias imprevisibles sobre la economía y la geopolítico mundial, y también en nuestra actitud ciudadana ante el conflicto.

     Emocionalmente, resulta lógica la solidaridad con la parte agredida (Ucrania) y el rechazo hacia la parte agresora (Rusia), así como la solidaridad con el pueblo ucraniano y el rechazo hacia la implacable capacidad destructiva y la brutalidad de las tropas invasoras enviadas por Moscú y que ha quedado patente en actuaciones criminales como las ocurridas en Bucha o en Izium.

    Esta lucha desigual no sólo se libra en los frentes de combate, sino también en la pugna entre la información veraz de las causas y desarrollo de la contienda frente a la desinformación intencionada con fines propagandísticos. En este sentido, Putin, empecinado en negar el derecho de Ucrania a ser un país independiente y democrático, ha trufado sus alegatos de mentiras flagrantes como que las tropas pretenden “desnazificar” la Ucrania de Volodomir Zelenski, el cual, por cierto, es judío, o que su “operación militar especial” era un ataque preventivo ante una supuesta y, absolutamente irreal, agresión que programaba la OTAN contra Rusia.

   Es evidente que los rusos, recordando la fácil anexión de Crimea en 2014, subestimaron la capacidad de resistencia ucraniana, la valentía y el coraje de un pueblo que lucha por su independencia y libertad, la firmeza de su presidente Zelenski y ello demuestra  que, al tomar la decisión de atacar a Ucrania, Putin vivía fuera de la realidad, pues Ucrania no es Afganistán, donde la catastrófica retirada occidental se produjo en gran medida por la ausencia de las autoridades de Kabul y la nula voluntad de lucha del ejército afgano.

    Considero que la UE ha tenido una implicación correcta en un conflicto, en una guerra en la cual el agredido, Ucrania, merece ser apoyado. No sería comprensible ni aceptable repetir lo ocurrido en el caso de la Guerra de España de 1936-1939 en la cual el gobierno legítimo de la Segunda República quedó abandonado por parte de las democracias occidentales con la actuación hipócrita del Comité de No Intervención frente a la brutal agresión de que estaba siendo objeto, no sólo por parte de los rebeldes franquistas, sino también por el decisivo apoyo que le brindaron la Alemania nazi y la Italia fascista.

    Es probable que esta guerra la gane Putin dada la abismal diferencia de medios militares con que cuenta frente a los que, pese al apoyo occidental, dispone Ucrania. No obstante, también parece obvio que el futuro viable para Ucrania debe pasar porque el país tenga un status de nación neutral y, sin duda, esta es la mejor opción para garantizar su existencia frente a las ambiciones anexionistas rusas, pese a las previsibles pérdidas territoriales que el desenlace del conflicto le suponga. Pero, como señalaba el historiador Niall Ferguson, es muy complicado saber cuáles serán estas pérdidas territoriales, pues no se conoce hasta dónde llegarán los rusos con su aplastante superioridad. Lo que sí está claro es que el objetivo de Putin es el de hacerse con todo el territorio ucraniano posible hasta que las sanciones internacionales hagan mella sensible en la economía rusa (y en los bolsillos de los oligarcas que, hoy por hoy, apoyan al régimen autocrático de Putin). Y, en este sentido, resulta difícil dibujar un escenario futuro de paz en la región.

    Dicho esto, hay que olvidar de forma definitiva cualquier propósito de integrar a Ucrania en la OTAN, idea sólo serviría de coartada justificativa por parte de Putin para atacar a Ucrania, incrementando el terremoto geopolítico causado por dicho conflicto en el continente europeo.

   Tras el final de la guerra, según Niall Ferguson, se configurará un Nuevo Orden Mundial ya que estamos en plena Segunda Guerra Fría, tal y como ya lo calificó años atrás el presidente chino Xi Jinping y, desde el punto de vista geopolítico, se conecta con otros escenarios de la anterior Guerra Fría, la que concluyó en 1991, como lo son el Oriente Medio y el Lejano Oriente, convertido este último en el principal foco de confrontación entre EE.UU. y China. De este modo, junto al realineamiento de Suecia y Finlandia en las filas de la OTAN, en esta ocasión habrá que estar muy pendiente de los pasos que lleve a cabo Pekín en el mapa geoestratégico mundial, en el cual es muy probable que el gigante asiático se convierta en su principal actor y Rusia pase a ser su socio menor. Y, así las cosas, el emergente poder de China planteará, más pronto que tarde, el espinoso tema de la anexión de Taiwan. Y, cuando esta situación se produzca, Pekín contará con el respaldo de Rusia, cobrándose de este modo su apoyo tácito a Moscú en la actual guerra de Ucrania. Veremos.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 28 septiembre 2022)

 

 

 

FRACTURAS DEMOCRÁTICAS

FRACTURAS DEMOCRÁTICAS

 

    Los politólogos de la Universidad de Harvad Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, preocupados por la deriva de Estados Unidos tras la llegada al poder de Donald Trump en 2016, han estudiado en profundidad los fallos de los sistemas democráticos, especialmente en dos períodos concretos : “la muy sombría Europa de la década de 1930”, período que coincide con el auge de los fascismos, así como en la represiva Latinoamérica de la década de 1970”. Fruto de este análisis fue el libro Cómo mueren las democracias (2018), esclarecedor análisis de los procesos de involución antidemocrática a los cuales estamos asistiendo en estos  años en diversos países.

     De entrada, dichos autores nos advierten que, frente a aquellas pasadas épocas de golpes de Estado y de dictaduras flagrantes (y sangrantes), en la actualidad existe otra manera de hacer quebrar una democracia, un medio menos dramático pero igual de destructivo. Las democracias pueden fracasar a manos no ya de generales sublevados, sino de líderes electos, de presidentes o primeros ministros, que subvierten el proceso mismo que los condujo al poder [...] las democracias se erosionan lentamente, en pasos apenas apreciables”. Y es cierto, puesto que desde el final de la Guerra Fría,  estas quiebras democráticas no las han provocado militares, sino los propios gobiernos electos, y ponen ejemplos : Venezuela, Georgia, Hungría, Nicaragüa, Perú, Filipinas, Polonia, Rusia, Sri Lanka o Turquía, razón por la cual Levitsky y Ziblatt son contundentes al afirmar que en la actualidad, el retroceso democrático empieza en las urnas”,  tal y como queda patente en lo ocurrido en los países citados.

    Por ello, hay que estar alerta ante determinadas medidas gubernamentales que subvierten la democracia, a pesar de su imagen de  legalidad”  ya que son aprobadas por el poder legislativo y se venden como formas de  mejorar la democracia alegando que, con ello se combate la corrupción o se pretende sanear el proceso electoral. Y esto ocurre en una aparente normalidad democrática” dado que estas medidas se publican en la prensa (aunque ésta se halle sobornada o al servicio del poder) y la ciudadanía sigue teniendo la sensación de que vive en democracia. Por esto último, advierten de que la paradoja trágica de la senda electoral hacia el autoritarismo” es que los asesinos de la democracia, para liqudarla,  lo hacen de una manera gradual y sutil. En ello siguen el ejemplo de Mussolini que, con su habitual bravuconería verbal, decía que, para acumular poder, que es el primer paso para la fascistización de una sociedad, “lo mejor es hacerlo como quien despluma un pollo, pluma por pluma, de manera que cada uno de los graznidos se perciba aislado respecto de los demás y el proceso entero sea tan silencioso como sea posible”.

    Este proceso de involución, en ocasiones imperceptible, tiene fases que pasan desde el intento de controlar los tribunales de justicia, a la compra o descrédito de sus adversarios políticos, hasta llegar a cambiar las reglas del juego político para que los autócratas puedan afianzarse (y perpetuarse) en el poder, para lo cual no dudan en reformar la Constitución o cambiar el sistema electoral tal y como han hecho, entre otros, Vladimir Putin en Rusia o Viktor Orbán en Hungría.

    Así las cosas, una de las grandes ironías de por qué mueren las democracias es que la defensa en sí misma de la democracia suele esgrimirse por los potenciales autócratas como pretexto para subvertirla. Y, para ello, se escudan en contextos de crisis económica, desastres naturales o amenazas a la seguridad, ya que, como señalan dichos autores, la combinación de un autócrata en potencia y una grave crisis puede, por ende, ser letal para la democracia”  dado que una crisis representa  una oportunidad de empezar a desmantelar los mecanismos de control incómodos y, en ocasiones, amenazantes inherentes a la política democrática”.

     Para evitar esta amenaza, existen dos normas básicas no escritas que garantizan el control y el equilibrio de los sistemas democráticos : en primer lugar, la tolerancia mutua, esto es, el acuerdo de los partidos rivales a aceptarse como adversarios legítimos” evitando estériles enfentamientos  sectarios y, en segundo lugar, la contención”, entendiendo por tal la idea de que los políticos deber moderarse a la hora de su labor institucional para que el ensañamiento y el enfrentamiento visceral no socave los cimientos de la democracia de la cual deben ser garantes.

   A modo de conclusión, Levitsky y Ziblatt lanzan una advertencia : Aislar a los extremistas populistas exige valentía. Pero cuando el temor, el oportunismo ó un error de cálculo conducen a los partidos establecidos a incorporar a extremistas en el sistema general, la democracia se pone en peligro”. Una advertencia de la cual deberían tomar buena nota en el Partido Popular cuando lleva a cabo connivencias y ententes políticos con el extremismo reaccionario de Vox como forma de alcanzar el poder, pues ello, ciertamente,  puede fracturar nuestra democracia.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en : El Periódico de Aragón, 6 septiembre 2022)

 

TOTALITARIOS

TOTALITARIOS

 

    Fue la filósofa Hannah Arendt quien estudió en profundidad el problema del mal que, en el ámbito político asociaba al concepto de “totalitarismo”, término bajo el cual unió el análisis del nazismo y del estalinismo soviético, sobre todo en los rasgos psicológicos y morales que a ambos les son comunes tales como el dominio y el terror que ejercen sobre los ciudadanos. Su libro El origen del totalitarismo (1951) es revelador en este sentido.

    Pese al antagonismo ideológico entre el nazismo y el estalinismo, ambos regímenes totalitarios coinciden, como recordaba Mónica Marcela Guatibonza, en pretender la absoluta obediencia y adoctrinamiento de la ciudadanía, y son el resultado de la deshumanización representada por la ausencia de pensamiento crítico y reflexión. Por su parte, el historiador Tony Judt abunda en esta misma idea al señalar que, pese a sus diferencias, tanto Hitler como Stalin “hablaban el mismo lenguaje, el de la violencia”, razón por la cual “despreciaban los ideales jeffersianos del gobierno popular, el debate razonado, la libertad de expresión, el sistema judicial independiente y las elecciones libres” dado que ambos “aplastaban a sus enemigos sin piedad”.

   En este contexto, Hannah Arendt acuñó el concepto de “banalidad del mal”, entendiendo por tal cuando la persona pierde toda capacidad de pensar y reflexionar sobre los actos a los que se enfrenta, cuando los seres humanos aceptan de forma irreflexiva cualquier criterio, por inhumano que éste sea. Ahí está el ejemplo de la obediencia ciega exigida tanto por el nazismo como por el estalinismo y que condujo a las páginas más trágicas de nuestra historia reciente: el Holocausto (en hebreo, “Shoah”) y las purgas y gulags estalinistas.

    Hannah Arendt introdujo también el concepto de “mal radical”, lo cual supone la perversidad en su máxima expresión, un horror indecible que no puede ser perdonado, y que ella personalizaba en la figura de Adolf Eichmann, el criminal nazi que fue uno de los principales organizadores de la Solución Final que supuso el asesinato de 6 millones de judíos durante la II Guerra Mundial y que Arendt definió, obviando a Hitler y a Stalin, como “el criminal más grande del siglo XX”. Pese a ello, no lo veía como un monstruo o un demonio, sino, y es ahí lo preocupante, como un simple burócrata del régimen nazi que cometió actos objetivamente monstruosos sin motivaciones malignas específicas y lo que es peor, sin sentir ningún remordimiento por ello, tal y como quedó patente tras su captura, juicio, condena y ejecución por parte del Estado de Israel, proceso que Arendt recogió en su obra Eichmann en Jerusalem (1963).  La idea central que destaca  Arendt en este libro es la absoluta “incapacidad de Eichmann para acercarse a una conciencia moral reflexiva” por su participación en la Shoah y que llevó a la muerte de millones de hombres, mujeres y niños, su apariencia “normal” durante el juicio, sin ningún tipo de sentimiento de culpa o responsabilidad moral, al igual que ocurrió, por otra parte, con buena parte de la población alemana, que optó por seguir al partido nazi aceptando sus crímenes, ignorando el genocidio que se estaba cometiendo en aras a delirantes e inhumanas teorías que exaltaban la superioridad racial aria.

    El proceso Eichmann, además de su función pedagógica para alertar a las jóvenes generaciones sobre las fatales consecuencias del totalitarismo nazi, sirvió para que Hannah Arendt plantease cuestiones fundamentales sobre la memoria y la justicia en el mundo de la posguerra.

    Ante todo, y así lo refleja Arendt en sus escritos, resulta clave la necesidad de que la ciudadanía tenga, tengamos, una cultura crítica que nos permita desarrollar una acción política responsable como antídoto contra cualquier tipo de totalitarismo. Y en este sentido es fundamental el papel de los sistemas educativos para formar ciudadanos libres, conscientes y con sentido crítico que los inmunice ante el virus del totalitarismo en sus distintas versiones, el mismo que está rebrotando en nuestro civilizado Occidente de la mano de los neofascismos, al igual que ocurre en el mundo musulmán con el fundamentalismo islamista radical o en las dictaduras de distinto signo existentes en diversos países, incluida la de la todopoderosa China.

    A modo de conclusión, Tony Judt nos recordaba que “vivimos en una crisis política cuya magnitud aún no conocemos completamente y debemos actuar (con ideas y con actos) para minimizar el riesgo de repetir las experiencias del pasado”, esto es, las ocurridas, y sufridas durante el pasado y convulso siglo XX como consecuencia de las derivas políticas totalitarias.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 2 agosto 2022)