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Kiryat Hadassa: el blog de José Ramón Villanueva Herrero

EL SUEÑO DE LA ONU

 

    Tras la inmensa catástrofe que fue la II Guerra Mundial, la creación de la ONU en 1945 supuso el establecimiento de una institución transnacional y mundial que, afirmando los valores universales, impidiese, como señalaba Jean Ziegler, “el retorno de los monstruos”, de aquellos fascismos que desataron la contienda que ahora concluía.

   La ONU pretendía, también, superar la ineficacia de la Sociedad de Naciones, surgida en 1919, tras el final de la I Guerra Mundial (1914-1918), dado que éste sólo permitía la negociación y el arbitraje entre las naciones en conflicto y carecía de poder coercitivo, esto es, de la posibilidad de recurrir a la fuerza armada cuando fuese necesario. Por estas razones, la Sociedad de Naciones fue incapaz de frenar las anexiones territoriales de la Alemania nazi y de la Italia fascista, tampoco pudo evitar la Guerra de España de 1936-1939, además de contar con el rechazo de la URSS y su debilidad quedó patente por el hecho de que los EE.UU. nunca llegara a formar parte de ella.

    En contraposición con lo sucedido con la fenecida Sociedad de Naciones, la actual ONU, pese a sus limitaciones, sí que contempla la posibilidad del empleo de la fuerza armada, de la “Acción en caso de amenaza contra la paz, de quebrantamiento de la paz y de acto de agresión”, tal y como se recoge en el capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas. En base a ello, la ONU puede actuar en dichos supuestos, contando para ello, además, con el consentimiento de los 5 miembros permanentes del Consejo de Seguridad (EE.UU., Rusia, China, Gran Bretaña y Francia). Así ocurrió en casos tales como las guerras de Corea (1950-1953), Katanga (1960-1964), sur del Líbano (2006), Kuwait (1990) o Irak (2003). Estas intervenciones armadas, avaladas por la ONU, se llevaron a cabo en aras en llamado “Principio de injerencia humanitaria”, aplicable cuando un gobierno viola sistemáticamente los derechos humanos de sus ciudadanos, como una forma de poner la fuerza al servicio del derecho, en aras al principio de “la responsabilidad de proteger”, una obligación que emerge de la Carta de las Naciones Unidas, a pesar de que esta injerencia humanitaria suponga una violación de la soberanía de los Estados en conflicto. De este modo, la ONU ha intentado, con éxito desigual, ser la garante de la paz pues, como dijo Willy Brandt, “la paz no los es todo…pero sin la paz, todo es nada”.

    En la actualidad, la ONU es toda una galaxia en la que cohabitan, junto a su administración central, 23 organizaciones especializadas, altos comisariados, agencias, fondos, programas, etc. La mayor parte de estas instancias son independientes en términos administrativos y cuentan con sus propios presupuestos. Algunas de estas organizaciones han tenido una destacada trayectoria y proyección mundial como, por ejemplo, la Organización Internacional del Trabajo (OIT); la FAO, el Programa Mundial de Alimentos (PMA), el Alto Comisariado para los Refugiados (ACR) o el Alto Comisariado para los Derechos Humanos.

   Jean Ziegler, relator y en su día vicepresidente del Comité Asesor de Derechos Humanos de la ONU, en su libro Hay que cambiar el mundo, reivindica el renacimiento de la ONU y la defensa de la estrategia política de la diplomacia multilateral en contraste con la estrategia imperial impulsada por los EE.UU. o el obstruccionismo que también sufren las Naciones Unidas por otros países como China, Rusia o Israel. En este ámbito, la diplomacia multilateral de la ONU, además de su labor en pro de mantenimiento de la paz en zonas de conflicto, también hay que destacar que ha tenido éxitos importantes en la lucha contra las epidemias a través de la Organización Mundial de la Salud (OMS), como hemos comprobado recientemente durante la crisis causada por la Covid-19. Lo mismo podemos decir del caso de la OIT, fundada en 1919 tras el Tratado de Versalles, momento en el cual sus fundadores estaban convencidos de que la mejora de la suerte de los trabajadores y la justicia social eran condiciones indispensables para lograr una paz universal y durable”.

    Sin embargo, como recordaba Ziegler, en la actualidad la ONU “está anémica” dado que “se ha roto el sueño que la impulsaba, esto es, el deseo de instaurar un orden público mundial”. Pese a ello, hay esperanza porque, como señalaba dicho autor, “el horizonte último de la historia es la organización colectiva del mundo, bajo el imperio del derecho, con la justicia social, la libertad y la paz planetaria como objetivos primordiales”, ideales recogidos en el art. 1º de la Declaración Universal de Derecho Humanos del 10 de diciembre de 1948: “Todos los seres humanos nacen libre e iguales en dignidad y derechos, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”.

    Tal vez por todo ello, Kofi Annan, el que fuera secretario general de la ONU, planteó en 2006 un ambicioso plan para la reforma del Consejo de Seguridad, el cual, lamentablemente, no ha obtenido el apoyo y los resultados deseados. Dicho Plan contemplaba, en primer lugar, que “el derecho a veto” no será admisible con conflictos que impliquen crímenes contra la humanidad. Y, en segundo lugar, Annan planteaba que los asientos permanentes del Consejo de Seguridad deberían de ser rotatorios, de forma que se adaptara en mayor medida a los equilibrios económicos, financieros y políticos actuales, propuesta que, como era de suponer, contó con el rechazo frontal de los 5 miembros permanentes. Por ello, para que la reforma concebida por Kofi Annan se convierta algún día en realidad, dependerá en el futuro de “la intensidad de las presiones que podrá impulsar la sociedad civil internacional”.

    En la coyuntura actual, la situación de la ONU la resume Ziegler como un momento en que “los combates emprendidos son muchos, sus resultados son todavía inciertos. Pero esta sociedad civil internacional, dotada especialmente de las armas de una ONU regenerada, abre el horizonte de un mundo por fin humano”. Un sueño digno de todo esfuerzo para hacerlo realidad.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 11 septiembre 2023)

 

 

SALÓNICA, 1943: EL HOLOCAUSTO SEFARDÍ

 

     El Holocausto, la Shoah (catástrofe, en hebreo), devastó al pueblo judío europeo y, por ello, aniquiló, también, los grandes focos de poblaciones de origen sefardí, de los descendientes de los judíos que fueron expulsados en 1492 de España, de su siempre añorada Sefarad

     Antes de la II Guerra Mundial la comunidad sefardí europea se concentraba en Grecia, Yugoslavia y Bulgaria, siendo sus principales focos las ciudades de Sarajevo, Belgrado, Sofía y Salónica. Iniciada la guerra, la zona de los Balcanes quedó bajo control militar de las fuerzas del Eje, especialmente tras la ocupación por parte de la Alemania nazi de Yugoslavia y Grecia en 1941. A partir de este momento, y con la ayuda de los regímenes fascistas de Bulgaria y de la Croacia de Ante Palevich, se desató una campaña de humillaciones, acoso y persecución de la población judía, y, entre ella, de las comunidades sefardíes las cuales, a pesar de los siglos pasados desde su expulsión de España, seguían conservando un fuerte vínculo emocional con Sefarad, y mantenían vivo, todavía, su lengua, el ladino o judeo-español.

     Fue a partir de 1943 cuando, puesta en marcha la “Solución Final” por parte de la Alemania hitleriana, se intensificó la destrucción y exterminio de las comunidades judías que serían finalmente deportadas a los siniestros campos de exterminio nazis. Especialmente dramático fue el caso de lo ocurrido en la ciudad griega de Salónica, que por aquellas fechas contaba con una población de 250.000 habitantes, de los cuales, en torno a 50.000 eran de ascendencia judía sefardí, la mayor comunidad de hablantes de ladino o judeo-español. Un dato: según Marcos M. Bermejo, hacia 1927 se vendían en Salónica miles de  ejemplares de periódicos escritos en judeo-español, sobre todo, del titulado El Puevlo (sic), que era el más popular. Salónica era una ciudad donde existían sinagogas o congregaciones que mantenían el nombre de su lugar de procedencia de la antigua Sefarad, razón por la cual una de dichas sinagogas y calles de la judería llevaba el nombre de “Aragón”, a la vez que a sus judíos se les denominaba, también, como “saragosanos”, tal y como nos recordaban Adela Rubio y Santiago Blasco en su libro El Cal Aragón: los judíos aragoneses en Salónica. La importancia del legado judío en la ciudad llegó a ser tan importante que en el s. XVI Salónica era conocida como “la Madre de Israel” y, también, como “la Jerusalem de los Balcanes”.Todo cambió cuando los nazis ocuparon Grecia y, de este modo, el delirio asesino nazi puso fin en aquella hermosa ciudad griega a una cultura judía con profundas raíces hispanas que en ella había arraigado durante 450 años, cuya deportación y exterminio fue ordenada personalmente por Adolf Hitler.

     Las deportaciones masivas de los judíos de Salónica tuvieron lugar entre el 15 de marzo y el 7 de agosto del año 1943. La mayoría, en torno a 48.000, fueron enviados en tren al siniestro campo de exterminio de Auchwitz II–Birkenau, donde fueron gaseados de inmediato. Otros grupos llegaron a los campos de Treblinka y Bergen-Belsen. De este modo, se estima que alrededor del 96,5% de la comunidad, la mayoría de ellos descendientes de los judíos expulsados de España en 1492, murieron durante la Shoah.

     Pese a la meritoria labor del diplomático aragonés (de Graus) Sebastián Romero Radigales, por aquel entonces Cónsul general de la Embajada de España en Grecia, que salvó la vida de varios centenares de judíos helenos, la Shoah también supuso la destrucción de otras pequeñas comunidades judías como la de la isla de Rodas. En cambio, mejor suerte tuvieron los judíos de Atenas donde muchos de ellos pudieron salvar la vida con la ayuda de la población cristiano-ortodoxa local. Este hecho contrasta con lo ocurrido en Salónica, donde la actitud de sus vecinos cristianos, como señalaba Marcos H. Bermejo, “osciló entre el colaboracionismo y la indiferencia”. Ello se debió a un intento evidente de “helenizar” la ciudad dado que los cristianos recelaban de la “lealtad” de los judíos para con su nueva nación, para con Grecia: recordemos que Salónica fue incorporada a Grecia tan sólo dos décadas antes, en 1912, después de siglos de haber pertenecido al Imperio Otomano. Como ha estudiado el historiador Leon Satiel, la comunidad cristiana deseaba “reconvertir Salónica en un idílico paraíso bizantino sin apenas judíos ni musulmanes”. De hecho, cuando los nazis arrasaron el cementerio judío de Salónica, lo hicieron a instancias de la comunidad cristiano ortodoxa, que quería levantar allí la Universidad Aristóteles. Solo en fechas recientes se ha reconocido y disculpado el colaboracionismo de la comunidad cristiana griega con los nazis por su responsabilidad en el fatal destino que sufrieron la mayoría de la población judía de Salónica.

    De toda aquella inmensa tragedia, en la actualidad tan sólo quedan unos 1.000 judíos en Salónica, los cuales apenas hablan ya ladino. También existe en la ciudad, a modo de testimonio para las generaciones futuras, un Museo del Holocausto de Salónica, que pretende ser testimonio para las generaciones futuras, como un permanente deber de memoria, de la que fue el hogar de la comunidad judía sefardí de iberodescendientes más grande de Europa,  pues, como dejó escrito Elie Wiesel, “el olvido significaría peligro e insulto”, peligro de que resurja de nuevo “la demencia asesina”, y olvido, porque ello sería “un insulto a la memoria de las víctimas”. Reflexiones muy a tener presentes ahora que se cumplen 80 años de aquellos trágicos sucesos y en estos tiempos de emergentes mensajes y movimientos neofascistas.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 7 agosto 2023)

 

 

UNA QUIEBRA SOCIAL

 

    Estamos asistiendo en multitud de países a lo que Josep Ramoneda define como “formas de avance del autoritarismo post-democrático”, esto es, al preocupante ascenso social y electoral de las derechas autoritarias, de las extremas derechas de distinto signo y cada vez más desacomplejadas y arrogantes. Es por ello que hay que tener muy presente la advertencia de la organización Freedom House que señalaba que, en muchos lugares, “la democracia está asediada y en franco retroceso”.

    Primo Levi, que sobrevivió al infierno de Auschwitz, decía que “cada época tiene su fascismo” y, de hecho, unos meses antes de su suicidio, dio la alerta en la revista New Republic de que un nuevo fascismo, con su cáncer de intolerancia, desprecio y sometimiento, podía nacer bajo otros nombres y era preciso armarse de valor y oponerle resistencia.

   Los neofascismos y movimientos autoritarios actuales ya no asaltan frontal y violentamente las fortalezas de las democracias, sino que las socavan desde su interior, cual nuevos caballos de Troya, y eso es lo realmente peligroso, tal y como expusieron los politólogos Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en su libro Cómo mueren las democracias. En esta misma línea, José Saramago nos advertía con lucidez años atrás de que “los fascismos del futuro no van a tener aquel estereotipo de Hitler o de Mussolini. No van a tener aquel gesto de duro militar. Van a ser hombres hablando de todo aquello que la mayoría quiere oír. Sobre bondad, familia, buenas costumbres, religión y ética. En esa hora va a surgir el nuevo demonio, y pocos van a percibir que la historia se está repitiendo”. Y es que el fascismo no murió con Hitler, Mussolini o Franco, porque las semillas que ellos sembraron han echado raíces en demasiados cerebros fanatizados. Y es que, como en su día dijo el presidente de los EE. UU. Harry Truman, “es más fácil acabar con los tiranos y los campos de concentración que erradicar las ideas que los engendraron”.

    Los neofascismos actuales ya no desfilan por nuestras calles uniformados y con el brazo en alto, sino que visten como cualquiera de nosotros, y lo que es más grave, en los últimos años han tenido la capacidad de “normalizarse” en la sociedad, contando para ello con la inestimable e imprescindible colaboración de las derechas parlamentarias y sus cuestionables pactos, con esas “alianzas fatídicas” que corroen los principios y valores de nuestras democracias. En este sentido, Ian Kershaw decía que “el movimiento fascista, por carismático que sea, sólo puede llegar al poder si las élites tradicionales resultan incapaces de controlar los mecanismos de gobierno y si en último término están dispuestas a ayudar en las maquinaciones para la toma del poder por el fascismo y a colaborar en el gobierno fascista”.

   Toda esta situación, esta involución política reaccionaria a la que asistimos con preocupación, está generando una quiebra social que puede agrandarse en el futuro. Es un tema que hay que tomarse muy en serio pues ignorar esta amenaza, sería tanto como, en palabras de Imanol Zubero, “seguir bailando alegremente sobre la cubierta del Titanic”.

   Un síntoma bien preocupante en este sentido es el auge de las actitudes antiparlamentarias, las cuales surgen, “inevitablemente”, según Franz Neumann, “en cuanto se eligen diputados de un partido progresista de masas que amenazan con transformar el parlamento en instrumento de cambios sociales profundos”: el caso de la situación política de la España actual corrobora plenamente esta afirmación.

    Pero hay más evidencias de estas quiebras sociales, de estos procesos de involución antidemocráticos. En este sentido, para el politólogo Sami Naïr, “las señales de identidad que remiten al pasado” serían: una reacción primaria frente a la gobernanza supranacional, los efectos sociales de la globalización neoliberal, el intento de construir instituciones europeas postnacionales y, el propósito de poner en jaque la actual construcción europea en nombre de la soberanía nacional. Estos malestares concentrados, hábilmente utilizados por los neofascismos, les han permitido lograr crecientes éxitos electorales favorecidos por diversos motivos, tal y como nos recordaba el citado Sami Naïr: el coste humano de la salida de la crisis económica de 2007-2008, la quiebra del pacto social generador del Estado del Bienestar promovido por los democristianos y los socialdemócratas al final de la II Guerra Mundial, así como, también, el aumento de los flujos migratorios, presentados demagógicamente como una supuesta “competencia desleal ante las clases medias urbanas empobrecidas”. Esta es la “política de las emociones”, que no de las “razones”, pero que es suficiente y útil para que la extrema derecha atraiga a una parte de las sociedades defraudadas, lo cual explica, en buena medida, su pesca de votos en los, hasta hace poco, caladeros tradicionales de la izquierda.

   Así las cosas, el historiador Mark Bray, en su libro Antifa: el manual antifascista, propone toda una serie de estrategias para hacer frente al “nuevo fascismo” y, la primera de ellas, es la imperiosa necesidad de tender un “cordón sanitario” por parte de los partidos democráticos frente a las fuerzas y discursos reaccionarios, algo de lo que tendrían que tomar buena nota las derechas parlamentarias y, en el caso de España, el PP, tan proclive y necesitado a pactar con Vox.

   Pero, por encima de todo, resulta fundamental el papel de la ciudadanía consciente, firmemente comprometida en la defensa de los valores democráticos, pues, como decía Jesús Cintora, “un pueblo activo, vivo, reivindicativo, despierto, no resignado, es un activo imprescindible”, no sólo para lograr conquistas y avances sociales, sino, también, para defenderlos de la ola reaccionaria que nos amenaza, de quienes están empeñados en quebrar nuestra convivencia, nuestro Estado de Bienestar y nuestra democracia.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en El Periódico de Aragón, 17 julio 2023)

 

SEBASTIÁN BANZO

 

    Una reciente biografía, de la cual es autor Héctor Vicente Sánchez, titulada Las vidas de un republicano. Sebastián Banzo y su entorno (1883-1956), nos recupera la memoria de una de las principales figuras del republicanismo zaragozano del primer tercio del s. XX. La referida obra recorre la trayectoria política y vital de Sebastián Banzo Urrea desde que en 1906 se vinculó a la Juventud Republicana en el distrito zaragozano de San Pablo, el mismo año de su adhesión al Patronato de Escuelas Laicas, entidad que defendía la coeducación de niños y niñas, y, posteriormente, cuando se unió a la Sociedad de Librepensadores, evidenciando así sus firmes convicciones a favor de impulsar el laicismo en la sociedad zaragozana de su época.

     Años después, afiliado al Partido Republicano Radical (PRR) de Alejandro Lerroux, en las elecciones municipales de 1913, fue elegido concejal del Ayuntamiento de Zaragoza, período durante el cual su actuación política se centró en el fomento de la educación, la defensa de las clases trabajadoras y la defensa del laicismo, oponiéndose así a la presencia del Ayuntamiento en los actos religiosos. En 1922 será de nuevo elegido concejal, planteando numerosas mociones en torno a temas tales como la búsqueda de trabajo para desempleados, la petición de responsabilidades por el desastre de Annual de 1921, o para la creación de escuelas en los barrios rurales zaragozanos.

     Durante la dictadura de Miguel Primo de Rivera (1923-1930), se exilió en Burdeos y se integró en la masonería con el nombre simbólico de Víctor Hugo. Posteriormente, en las elecciones municipales del 12 de abril de 1931, la Conjunción Republicana-Socialista (CR-S) se impuso de forma rotunda en las principales ciudades de España, lo cual propició la proclamación de la II República. En el caso de Zaragoza, la CR-S obtuvo 32 concejales frente a los 15 logrados por el Bloque Monárquico. Sebastián Banzo, el candidato más votado, será elegido alcalde republicano de la ciudad de Zaragoza.

   Un tiempo de esperanza y regeneración política se abría en aquella histórica primavera de 1931 y en ello se centró el alcalde Banzo: impulsó la Beneficencia municipal (El Albergue y El Refugio), fomentó obras de alcantarillado, abastecimiento e infraestructuras en los barrios rurales zaragozanos y gestionó la instalación de la Sociedad Zaragozana de Urbanización y Construcciones con objeto de proceder a la edificación de casas baratas para la clase obrera. Igualmente, propuso todo un programa de secularización municipal tendente a la libertad de cultos, la escuela laica y la separación Iglesia/Estado. En este punto, Banzo apoyó la eliminación del presupuesto estatal para el culto y el clero, la legalización de las ceremonias civiles (bodas y entierros), la secularización de los cementerios, adoptando medidas tales como la retirada de la imagen de la Virgen del Pilar del Salón de Plenos del Ayuntamiento o la supresión de la partida municipal para sufragar las obras de reparación de la Basílica del Pilar. A la ingente tarea municipal se unió el que, en las elecciones parciales del 4 de octubre de 1931, Banzo resultase elegido diputado constituyente por Zaragoza imponiéndose con sus 11.001 votos al candidato derechista que no era otro que Ramón Serrano Suñer que logró 5.717 papeletas.

    No obstante, el 10 de junio de 1932 Sebastián Banzo dimitió como alcalde, siendo sustituido por Manuel Pérez Lizano. A partir de este momento, y, sobre todo, tras la victoria de las derechas en las elecciones generales de noviembre de 1933, favorecida por la desunión de los partidos de izquierdas y por el abstencionismo de los anarquistas (el 20% del electorado zaragozano), se produjo su declive político y ya no ocupó cargos de responsabilidad municipal aunque en 1934 figuraba como Presidente del Comité Político local del PRR, hasta que, en 1935, abandona Zaragoza junto con su familia para establecerse en Barcelona.

     En la ciudad condal le sorprendió el estallido de la guerra, se afilió a la UGT y en ella permaneció hasta que, obligado por el avance de las tropas franquistas, la familia Banzo-Agulló cruzó la frontera francesa el 2 de febrero de 1939 para nunca regresar a España. A partir de este momento, se sucedieron los tiempos difíciles y tristes del exilio: la familia fue dispersada y tuvieron multitud de problemas hasta que lograron reagruparse, estableciéndose finalmente en la ciudad bretona de Rennes. Al poco estalló la II Guerra Mundial y ella también tuvo dramáticas consecuencias para los exiliados aragoneses pues su hijo Fernando Banzo, que se había unido a la Resistencia, fue apresado y desapareció en el campo de concentración nazi de Sachsenhausen: nunca más se supo de él pese a la multitud de gestiones que hizo su padre para saber de su paradero.

     Liberada Francia del yugo nazi, continuaron las penurias económicas y desgracias: el 23 de agosto de 1949 falleció su esposa Asunción Agulló, lo cual, como señala Héctor Vicente Sánchez, afectó profundamente a un Sebastián Banzo, cansado y desilusionado tras haber afrontado “la dolorosísima pérdida de su mujer y de su hijo”. Además, la persecución implacable del aparato judicial franquista hizo que el 8 de junio de 1951, transcurridos 12 años del final de la Guerra de España, el Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y del Comunismo, le abriese un expediente sancionador. Pero el golpe definitivo fue el fallecimiento el 8 de junio de 1955 de su hija Aurora, por lo cual se sumió en una profunda depresión de la cual nunca se recuperó y “el día que se cumplía el primer aniversario de la muerte de Aurora, Banzo decidía poner fin a su vida tirándose a las aguas del canal de Rennes a los 73 años de edad”.

    Hoy, el retrato de Sebastián Banzo Urrea figura en el Salón de Recepciones del Ayuntamiento de Zaragoza donde fue colocado en 1998 a iniciativa de su nieta Aurora Arruego Banzo. Igualmente, desde 2009, una calle zaragozana lleva su nombre. De este modo, a través de esta obra, como señala su autor, se ha logrado “restaurar la memoria de una personalidad de gran calado en la vida política y cultural de Zaragoza de las primeras décadas del s. XX”. Un acto de absoluta justicia reparadora.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 3 julio 2023)

 

LAS 100 SOMBRAS DE HENRY KISSINGER

 

    La figura de Henry Kissinger pasará a la historia como uno de los personajes más influyentes del s. XX, cuyo legado en materia de política internacional está plagado de sombras, las cuales, ahora que acaba de cumplir sus 100 años, bueno es recordar.

    Heinz Alfred Kissinger nació en la ciudad alemana en Fürth el 27 de mayo de 1923 en el seno de una familia judía que, ante el ascenso del nazismo hitleriano, se vio obligada en 1935 a emigrar a los Estados Unidos, donde, años después, desarrollaría una intensa actividad política y diplomática. Vanidoso y arrogante, siempre se sintió atraído por la figura y el legado del canciller austríaco Klemens von Metternich (1773-1859), arquitecto de la “Europa de hierro” implantada en el Viejo Continente tras la caída del Imperio Napoleónico mediante el Congreso de Viena de 1815.

    Kissinger es conocido por su papel como Consejero de Seguridad Nacional (1969-1975) y como Secretario de Estado durante los años 1973-1977 en los mandatos de los presidentes Richard Nixon y Gerard Ford. Fue el tiempo en que Nixon aplicó a que dio en llamarse “estrategia imperial” por parte de los EE.UU., la cual se oponía frontalmente a la política de la diplomacia multilateral defendida por la ONU como forma civilizada de resolver de los grandes conflictos internacionales de aquellos años. En cambio, la tesis central de Kissinger para “legitimar” la “estrategia imperial” de los EE.UU. era que la bienintencionada diplomacia multilateral “sólo produce caos”, y que el respeto a la libre determinación de los pueblos y la soberanía de los Estados no garantizaban la paz. En consecuencia, según recordaba Jean Ziegler en su libro Hay que cambiar el mundo (2018), Kissinger pensaba que sólo una potencia de ámbito mundial, como es el caso de los EE.UU., “dispone de los medios necesarios para intervenir rápidamente en cualquier lugar durante un período de crisis. Sólo ella es capaz de imponer la paz”. Tan arrogante se manifestaba Kissinger a la hora de defender el papel de “gendarme” de los EE.UU. en el ámbito de la política mundial que, tal y como defiende en su libro Armas nucleares y política exterior (1957-1969), considera que EE.UU. es el único país del mundo que está legitimado para utilizar la bomba atómica con completa libertad… y a su antojo.

    El legado de Kissinger se plasmó en temas tales como la gestión diplomática de los años de la Guerra Fría, sobre todo tras la visita del presidente Nixon a Moscú en 1974, la normalización de las relaciones con China desde 1972, y, también con el final de la Guerra de Vietnam (1973) lo cual no ocultó, la mayor derrota militar de la superpotencia norteamericana.

    No obstante, la implacable y fría “realpolitik” desarrollada por Kissinger nos ofreció su peor rostro, sus mayores sombras, en Latinoamérica, considerada despectivamente por los EE.UU. como su “patio trasero”. De este modo, bajo la inspiración de Kissinger, Washington apoyó la represión de todos los movimientos emancipadores y gobiernos progresistas allí existentes, mediante los golpes de Estado habidos durante las décadas de 1960 y 1970, en Chile, Argentina, Uruguay y Bolivia, así como el apoyo al terrorismo de Estado mediante la puesta en marcha de la siniestra Operación Cóndor, auténtica “internacional del terror coordinado” de las dictaduras militares del Cono Sur de América Latina.

    Resulta un amargo sarcasmo que Kissinger recibiese en 1973 el premio Nobel de la Paz con motivo del fin de la guerra de Vietnam, y que ello tuviera lugar el mismo año en que el político norteamericano conspiró y alentó el golpe de Estado del general Pinochet contra el presidente constitucional de Chile Salvador Allende del 11 de septiembre de 1973, tras el cual se asentaría el general genocida en el poder mediante una sangrienta dictadura. Este hecho resulta imperdonable para los EE.UU. y en especial para Kissinger, su principal inductor, que debió olvidar que, siendo de origen judeoalemán, tuvo que abandonar su patria natal para huir de la barbarie nazi y ahora apoyaba sanguinarias dictaduras fascistas fieles a los intereses geoestratégicos de Washington.

    Por todo lo dicho, Kissinguer puede ser considerado, sin ningún género de dudas, como un criminal de guerra según el Derecho Internacional. Y no sólo porque fue el promotor de los citados golpes de Estado habidos en América Latina, sino que también propició las masacres provocadas por el general indonesio Suharto en Timor Oriental en 1975, y, sobre todo, por la guerra a sangre, fuego y naplam, llevada a cabo por EE.UU. en Vietnam, especialmente en crímenes tales como el bombardeo de Hanoi en la Navidad de 1972 o el empleo masivo del “agente naranja” en los bosques de Indochina. Pese a estas evidencias, Kissinger nunca ha sido juzgado por crímenes de guerra y contra la Humanidad. En este sentido, Greg Granderi considera a Kissinger, que sigue teniendo amplia influencia en el ámbito político norteamericano, como “el inspirador, el ideólogo, el padre de todas las guerras provocadas por EE.UU. a finales del s. XX e inicio del XXI”.

    Así era y así sigue siendo, a sus 100 años, Henry Kissinger, definido por José María de Loma en un reciente artículo publicado en El Periódico de Aragón, como “un hombre simpático que podía tomar decisiones terribles”, como “un killer en defensa de los intereses de los Estados Unidos”.

    Estas son las 100 sombras de Henry Kissinger, un político centenario, influyente y en activo.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 19 junio 2023)

 

DOS MODELOS SOCIALES CONFRONTADOS

 

Lo sucedido en las elecciones municipales y autonómicas del pasado 28 de abril, donde un tsunami de las fuerzas de la derecha y la extrema derecha ha barrido de forma inapelable a las diversas y divididas candidaturas progresistas, no es ajeno a un fenómeno que ocurre en diversos países de nuestro entorno. Y es que, el tema de fondo que subyace, es la confrontación política entre dos modelos sociales: el progresista, que defiende el Estado de Bienestar inspirado por las políticas de signo socialdemócrata, y el conservador y ultraliberal que sacraliza la libertad de mercado y la desigualdad social por encima de las políticas redistributivas y de los derechos cívicos.

Son estos malos tiempos para la izquierda en los cuales la implantación del supuesto dogma neoliberal, enarbolado por las derechas de distinto signo, parece imparable, como lo son sus nefastos efectos sociales. De nada ha valido la buena gestión del Gobierno de coalición progresista que ha sido incapaz de rentabilizar electoralmente sus innegables éxitos en políticas sociales y económicas en una difícil coyuntura, agravada, además por la pandemia y la guerra en Ucrania, lo cual no ha impedido esta derrota de dimensiones históricas para las izquierdas, pues, aunque no debía ser así, resulta indudable que, en estos comicios, la ciudadanía ha votado en clave de política nacional: unos, contra el llamado “sanchismo”, otros, a favor de preservar las candidaturas plurales progresistas.

Así las cosas, con el horizonte de unos nuevos comicios previstos para el 23 de julio, como en su día señaló el politólogo Emir Sader, en estos tiempos en que la izquierda europea se debilita al mismo tiempo que se fortalece el amenazante entente entre la derecha y la extrema derecha, el desafío sigue siendo la construcción de nuevas alternativas políticas, de lograr la convergencia de los movimientos sociales y de las fuerzas de izquierda como respuesta (y freno) a las políticas neoliberales y antisociales que pretenden aplicar las derechas triunfantes, máxime si logran, también, la victoria en las inminentes elecciones generales: por ello, Emir Sader reclamaba “convertir la fuerza acumulada en la resistencia en fuerza política”.

La necesidad de una alternativa política y socialmente progresista tiene un nombre: Movimiento Sumar, una alternativa que ponga su énfasis en la defensa a ultranza de las políticas sociales, que recupere el papel del Estado en un mundo globalizado, que respete la diversidad territorial de nuestra España como Estado plurinacional. Además, el Movimiento Sumar tiene que estar siempre vigilante para que el PSOE, su aliado natural, no se escore políticamente hacia el centro, pues, como decía Oskar Lafontaine, cuando se renuncia (o se olvidan) los principios y las políticas clásicos de la socialdemocracia, el centro, siempre está a la derecha. Es por ello que, en estos momentos, es más necesario que nunca revalidar (y reforzar) un nuevo Gobierno de coalición progresista que sirva de dique frente a las políticas ultraliberales y reaccionarias que, enarboladas no sólo por el PP y Vox, sino también por los medios de comunicación que les son afines y les alientan, y que pueden socavar los cimientos de nuestro Estado de Bienestar e, incluso, de nuestra sociedad democrática. Ante estos riesgos, el politólogo Sami Naïr alude a un proceso de “americanización” de la sociedad, caracterizada por la privatización de los servicios públicos y la reducción de los derechos laborales, todo lo cual genera grandes bolsas de pobreza en las sociedades occidentales.

La situación es difícil. El ánimo mermado, pero el reto es inaplazable para garantizar la tolerancia a la diversidad y poner fin a la creciente crispación que está arraigando en nuestra sociedad. Esa es la dura realidad del momento presente pues, como ya dijo Babeuf en 1795, “la verdad debe aparecer siempre clara y desnuda”. Pero para evitar esta involución que nos amenaza, el compromiso cívico de la ciudadanía consciente resulta esencial.

El tristemente desaparecido Tony Judt, uno de los mayores pensadores contemporáneos, historiador y ensayista, nos advertía con total lucidez en su libro Algo va mal (2010), de los riesgos del neoliberalismo, a la vez que rechazaba con firmeza los principales postulados en que éste se sustenta, tales como su admiración acrítica por los mercados no regulados, el desprecio por el sector público y la ilusión en un crecimiento económico infinito. A su vez, Judt, apasionado defensor de los valores colectivos y del compromiso político, elementos esenciales para hacer frente al neoliberalismo insolidario, analizaba el riesgo que, sobre todo en tiempos de crisis, supone para la sociedad civil la desconfianza, el desinterés y la apatía ciudadana, todo lo cual favorecen el furioso avance de los postulados neoliberales que, de no frenarlos, camino llevan de convertirse en el pensamiento dominante. Por ello, Antonio Muñoz Molina destacaba que la obra de Judt supone para los ciudadanos comprometidos “un valeroso manifiesto: una declaración de principios progresistas, una vindicación de la legitimidad de lo público y de lo universal como valores de la izquierda”. Y es verdad.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 5 junio 2023)

 

 

 

DERECHOS HUMANOS

 

     Mientras la II Guerra Mundial devastaba el mundo, el 14 de agosto de 1941, el presidente de Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt y el premier británico Winston Churchill, hicieron pública la que es conocida como Carta del Atlántico, mediante la cual, se sentaron las bases de la política internacional y los derechos humanos para “lograr un porvenir mejor para el mundo”. Dicho documento, se basaba en cuatro pilares esenciales: el derecho de todo pueblo a elegir la forma de gobierno bajo la que desea vivir; la restitución de los derechos soberanos a los que fueron privados de ellos por la fuerza; la prohibición de la guerra entre Estados a través de un mecanismo coercitivo que asegurase la seguridad colectiva y, la garantía universal del disfrute y protección de todos los derechos humanos, así como el logro de la justicia social en todo el mundo. De este modo, la Carta del Atlántico fue el germen, tras la victoria militar de los aliados frente a las potencias fascistas, de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y de la posterior Declaración Universal de los Derechos Humanos.

    Así las cosas, tras la Asamblea fundacional de la ONU, que tuvo lugar en San Francisco en entre abril-junio de 1945, tuvo lugar un intenso debate entre los delegados de los 50 países asistentes, todos aquellos que habían declarado la guerra a las potencias fascistas, a la hora de ponerse de acuerdo en la lista de los derechos que debían incluirse en una anhelada Declaración Universal de los Derechos Humanos. La falta de acuerdo hizo que se encargase a una Comisión, presidida conjuntamente por Francia y Estados Unidos, la elaboración de dicha Declaración en un plazo de 3 años.

     A partir de este momento, se produjo un serio enfrentamiento, con profunda carga ideológica, entre el bloque formado por la URSS y sus países satélites, y el formado por las democracias occidentales. De este modo, mientras el bloque soviético quería priorizar los derechos económicos, sociales y culturales y, sobre todo, el derecho a la alimentación, los países occidentales, defendían los derechos civiles y políticos (libertad de reunión, de expresión, de conciencia, de religión, de movimiento y del derecho a la autodeterminación de los pueblos). Ello generó, en expresión de Jean Ziegler, “un debate furioso”, con la Guerra Fría como telón de fondo, entre Occidente y la URSS y sus países afines hasta el punto de que el embajador británico clamó contra los regímenes estalinistas que “¡No queremos ningún esclavo bien alimentado!” a lo que el representante de la Ucrania, entonces satélite de Moscú, respondió “¡Incluso los hombres libres pueden morir de hambre!”.

    En esta pugna, venció finalmente el bloque occidental y, por ello, cuando finalmente el 10 de diciembre de 1948 se aprobó en París la Declaración Universal de los Derechos Humanos, quedó patente en ella una fuerte influencia de la declaración de independencia de los Estados Unidos de 1776 y, sobre todo, de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano rubricada en la Francia revolucionaria de 1789. De este modo, los derechos económicos, sociales y culturales, quedaron postergados y tan sólo aparecen mencionados en un solo artículo, el 22º,  y en términos bastante vagos.

    Dicha carencia, fue en gran medida subsanada cuando a instancias del entonces secretario general de la ONU, el egipcio Boutros- Ghali, se ratificó la Declaración de Viena del 25 de junio de  1993. En tan importante documento, se logró incluir que, a partir de entonces, todos los derechos humanos (civiles y políticos, pero también los económicos, sociales y culturales), se declarasen no sólo universales, sino también, indivisibles e interdependientes. Ello supuso un gran avance a la hora de considerar de una forma global los derechos que asisten a todo ser humano sin ningún tipo de distinción y que la comunidad internacional, en este caso, la ONU, y los respectivos Estados, tienen el deber de proteger y garantizar. No obstante, como vuelve a advertirnos Jean Ziegler, en su libro Hay que cambiar el mundo (2018), Estados Unidos se abstuvo y, “hasta el día de hoy, se niegan a reconocer los derechos económicos, sociales y culturales y, en particular, el derecho a la alimentación”, sea esto dicho en demérito de la democracia norteamericana.

     En una entrevista reciente, publicada en El Periódico de Aragón a Guillermo Altares en torno a su libro Los silencios de la libertad, nos advertía de que “la libertad, la democracia y los derechos humanos son un privilegio y que tenemos que luchar por mantenerlos”. Por ello, hoy resulta esencial recordar el valor y la vigencia de los derechos humanos ante el preocupante avance de los neofascismos, en sus diversas versiones, en lo que Josep Ramoneda define como “autoritarismos post-democráticos”, y que se han convertido en la principal amenaza de nuestras democracias. Por ello, es tan importante la defensa de todos los derechos humanos, sin excepción, para garantizar, una vez concluida la II Guerra Mundial, ese porvenir mejor para el mundo que, a bordo de un embravecido océano, soñaron Roosevelt y Churchill a bordo del buque USS Augusta, mientras navegaba, “en algún punto del Atlántico”.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 23 mayo 2023)

 

 

BIBLIOCAUSTOS

 

     Es bien conocida la aversión visceral que siempre ha tenido el fascismo hacia la cultura y la libertad de expresión. Ejemplo de ello es la frase atribuida a Joseph Goebbels, ministro de Propaganda del III Reich, que decía: “Cuando oigo la palabra cultura, echo mano a la pistola”. Con este ambiente como telón de fondo propio de cualquier fascismo, tuvieron especial simbolismo, por reaccionario y repugnante a un tiempo, las quemas de libros, los bibliocaustos. De estos “autos de fe” anticulturales, hallamos diversos ejemplos en la Alemania nazi y también, en la España franquista, alentados en los años de la II Guerra Mundial, por la entusiasta Falange germanófila del momento.

    A este tema, dedicó un excelente artículo Cándido Marquesán titulado “El libro sectario, el peor estupefaciente”, publicado en El Periódico de Aragón en el cual detallaba las similitudes en el tema de la quema de libros entre la España franquista, heredera de la vieja y negra mentalidad de la Inquisición, y la Alemania nazi, a la vez que recordaba el papel que, en lo que la historiadora Ana Martínez Rus calificó de “bibliocausto franquista” tuvo Gonzalo Calamita Álvarez, quien clamó con destinar al “fuego purificador” a las que definía como “bibliotecas criminales”, y cuya siniestra memoria todavía sigue viva en una calle zaragozana que lleva su nombre, y en el título de “Rector Honorario” de la Universidad de Zaragoza, que todavía ostenta  y aún no ha sido revocado.

    Hoy quisiera recordar un ejemplo concreto de este delirio anticultural que recoge Diego Carcedo en su libro Un español frente al Holocausto (2005) en el cual honra la digna memoria de Ángel Sanz Briz, el cual salvó la vida de varios miles de judíos de la barbarie exterminadora nazi. En dicha obra, se relata cómo el joven diplomático zaragozano, estando destinado como Encargado de Negocios en la Embajada de España en Budapest, cuyo régimen filonazi de Dóme Sztójay,  hizo gala de un profundo antisemitismo, tuvo la desgracia de presenciar en la capital húngara el 16 de junio de 1944, un acontecimiento que nunca conseguiría olvidar: la quema pública de 447.627 libros con lo cual el fascismo húngaro pretendió “destruir todo testimonio impreso que tuviera algo que ver con los judíos”, un “auto de fe fascista” en el cual se destruyeron las obras de 120 autores húngaros y 130 extranjeros de origen judío. La macabra ceremonia se inició con un repulsivo discurso de Kolozsvary, Secretario de Estado del Gobierno fascista húngaro, rebosante de visceralidad y odio antijudío que Sanz Briz escuchó con el corazón encogido:

    “Los judíos, que tanto daño causaron y causan a nuestros pueblos, siempre se han servido de los libros para, aprovechándose de la ingenuidad de muchas personas, sembrar sus maléficas ideas de destrucción de nuestra raza y nuestra cultura. Vamos a acabar con sus libros, vamos a impedir que sus libros sigan contaminando nuestros hogares. Es la primera destrucción pública de libros judíos, pero reitero, es la primera y sólo la primera. El comienzo de una limpieza que no culminará hasta que todas las publicaciones de esta naturaleza hayan desaparecido de nuestro país y de la faz de la tierra”.

    Iniciado el macabro ritual público, el cual sorprendió de forma fortuita a Sanz Briz en las calles de Budapest, al que asistió compungido, mientras “no salía de su indignada sorpresa”. Observa cómo los asistentes celebraban con especial alegría el que ardiera algún ejemplar de El Capital de Karl Marx, algún libro sagrado judío elegantemente encuadernado en pergamino o El Estado Judío de Theodor Herzl, fundador del movimiento sionista y una de las “bestias negras locales del antisemitismo húngaro”, así como ciertos libros bíblicos, a pesar de que éstos también eran venerados por el cristianismo, o las obras de Sigmund Freud, “quizás el judío más odiado por los nazis después de Marx”. Durante esta quema masiva de libros, quedó a los pies de Sanz Briz la que sin duda era una maravilla bibliográfica, la obra Mishné Torah, de la cual era autor el sabio judío español Moshé Maimónides y, a punto estuvo de recogerlo lo cual, hubiera provocado, sin duda, un grave incidente diplomático por parte de Sanz Briz, en su condición de representante de la legación diplomática española, y el régimen filonazi húngaro. Pensó en agacharse y “recogerlo del suelo con el mimo que el libro merecía, limpiarle el polvo con cuidado, y arriesgarse a guardarlo como una doble reliquia del recuerdo y la intolerancia contra los judíos que siglo tras siglo nunca tuvo fronteras”. Pero, finalmente, el libro también fue quemado y Sanz Briz abandonó el lugar “antes de que sus ojos estallasen en lágrimas de rabia”.

   Recordando estos hechos, ocurridos aquel fatídico 16 de junio de 1944 en Budapest, resulta toda una advertencia ante el actual auge de los totalitarismos neofascistas que, además de manipular la historia, pretenden, de nuevo, acabar con nuestras libertades, la tolerancia y con la riqueza que supone la diversidad cultural, todo cual sólo puede desarrollarse en democracia. Alerta.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 1 mayo 2023)