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Kiryat Hadassa: el blog de José Ramón Villanueva Herrero

SEBASTIÁN BANZO

 

    Una reciente biografía, de la cual es autor Héctor Vicente Sánchez, titulada Las vidas de un republicano. Sebastián Banzo y su entorno (1883-1956), nos recupera la memoria de una de las principales figuras del republicanismo zaragozano del primer tercio del s. XX. La referida obra recorre la trayectoria política y vital de Sebastián Banzo Urrea desde que en 1906 se vinculó a la Juventud Republicana en el distrito zaragozano de San Pablo, el mismo año de su adhesión al Patronato de Escuelas Laicas, entidad que defendía la coeducación de niños y niñas, y, posteriormente, cuando se unió a la Sociedad de Librepensadores, evidenciando así sus firmes convicciones a favor de impulsar el laicismo en la sociedad zaragozana de su época.

     Años después, afiliado al Partido Republicano Radical (PRR) de Alejandro Lerroux, en las elecciones municipales de 1913, fue elegido concejal del Ayuntamiento de Zaragoza, período durante el cual su actuación política se centró en el fomento de la educación, la defensa de las clases trabajadoras y la defensa del laicismo, oponiéndose así a la presencia del Ayuntamiento en los actos religiosos. En 1922 será de nuevo elegido concejal, planteando numerosas mociones en torno a temas tales como la búsqueda de trabajo para desempleados, la petición de responsabilidades por el desastre de Annual de 1921, o para la creación de escuelas en los barrios rurales zaragozanos.

     Durante la dictadura de Miguel Primo de Rivera (1923-1930), se exilió en Burdeos y se integró en la masonería con el nombre simbólico de Víctor Hugo. Posteriormente, en las elecciones municipales del 12 de abril de 1931, la Conjunción Republicana-Socialista (CR-S) se impuso de forma rotunda en las principales ciudades de España, lo cual propició la proclamación de la II República. En el caso de Zaragoza, la CR-S obtuvo 32 concejales frente a los 15 logrados por el Bloque Monárquico. Sebastián Banzo, el candidato más votado, será elegido alcalde republicano de la ciudad de Zaragoza.

   Un tiempo de esperanza y regeneración política se abría en aquella histórica primavera de 1931 y en ello se centró el alcalde Banzo: impulsó la Beneficencia municipal (El Albergue y El Refugio), fomentó obras de alcantarillado, abastecimiento e infraestructuras en los barrios rurales zaragozanos y gestionó la instalación de la Sociedad Zaragozana de Urbanización y Construcciones con objeto de proceder a la edificación de casas baratas para la clase obrera. Igualmente, propuso todo un programa de secularización municipal tendente a la libertad de cultos, la escuela laica y la separación Iglesia/Estado. En este punto, Banzo apoyó la eliminación del presupuesto estatal para el culto y el clero, la legalización de las ceremonias civiles (bodas y entierros), la secularización de los cementerios, adoptando medidas tales como la retirada de la imagen de la Virgen del Pilar del Salón de Plenos del Ayuntamiento o la supresión de la partida municipal para sufragar las obras de reparación de la Basílica del Pilar. A la ingente tarea municipal se unió el que, en las elecciones parciales del 4 de octubre de 1931, Banzo resultase elegido diputado constituyente por Zaragoza imponiéndose con sus 11.001 votos al candidato derechista que no era otro que Ramón Serrano Suñer que logró 5.717 papeletas.

    No obstante, el 10 de junio de 1932 Sebastián Banzo dimitió como alcalde, siendo sustituido por Manuel Pérez Lizano. A partir de este momento, y, sobre todo, tras la victoria de las derechas en las elecciones generales de noviembre de 1933, favorecida por la desunión de los partidos de izquierdas y por el abstencionismo de los anarquistas (el 20% del electorado zaragozano), se produjo su declive político y ya no ocupó cargos de responsabilidad municipal aunque en 1934 figuraba como Presidente del Comité Político local del PRR, hasta que, en 1935, abandona Zaragoza junto con su familia para establecerse en Barcelona.

     En la ciudad condal le sorprendió el estallido de la guerra, se afilió a la UGT y en ella permaneció hasta que, obligado por el avance de las tropas franquistas, la familia Banzo-Agulló cruzó la frontera francesa el 2 de febrero de 1939 para nunca regresar a España. A partir de este momento, se sucedieron los tiempos difíciles y tristes del exilio: la familia fue dispersada y tuvieron multitud de problemas hasta que lograron reagruparse, estableciéndose finalmente en la ciudad bretona de Rennes. Al poco estalló la II Guerra Mundial y ella también tuvo dramáticas consecuencias para los exiliados aragoneses pues su hijo Fernando Banzo, que se había unido a la Resistencia, fue apresado y desapareció en el campo de concentración nazi de Sachsenhausen: nunca más se supo de él pese a la multitud de gestiones que hizo su padre para saber de su paradero.

     Liberada Francia del yugo nazi, continuaron las penurias económicas y desgracias: el 23 de agosto de 1949 falleció su esposa Asunción Agulló, lo cual, como señala Héctor Vicente Sánchez, afectó profundamente a un Sebastián Banzo, cansado y desilusionado tras haber afrontado “la dolorosísima pérdida de su mujer y de su hijo”. Además, la persecución implacable del aparato judicial franquista hizo que el 8 de junio de 1951, transcurridos 12 años del final de la Guerra de España, el Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y del Comunismo, le abriese un expediente sancionador. Pero el golpe definitivo fue el fallecimiento el 8 de junio de 1955 de su hija Aurora, por lo cual se sumió en una profunda depresión de la cual nunca se recuperó y “el día que se cumplía el primer aniversario de la muerte de Aurora, Banzo decidía poner fin a su vida tirándose a las aguas del canal de Rennes a los 73 años de edad”.

    Hoy, el retrato de Sebastián Banzo Urrea figura en el Salón de Recepciones del Ayuntamiento de Zaragoza donde fue colocado en 1998 a iniciativa de su nieta Aurora Arruego Banzo. Igualmente, desde 2009, una calle zaragozana lleva su nombre. De este modo, a través de esta obra, como señala su autor, se ha logrado “restaurar la memoria de una personalidad de gran calado en la vida política y cultural de Zaragoza de las primeras décadas del s. XX”. Un acto de absoluta justicia reparadora.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 3 julio 2023)

 

LAS 100 SOMBRAS DE HENRY KISSINGER

 

    La figura de Henry Kissinger pasará a la historia como uno de los personajes más influyentes del s. XX, cuyo legado en materia de política internacional está plagado de sombras, las cuales, ahora que acaba de cumplir sus 100 años, bueno es recordar.

    Heinz Alfred Kissinger nació en la ciudad alemana en Fürth el 27 de mayo de 1923 en el seno de una familia judía que, ante el ascenso del nazismo hitleriano, se vio obligada en 1935 a emigrar a los Estados Unidos, donde, años después, desarrollaría una intensa actividad política y diplomática. Vanidoso y arrogante, siempre se sintió atraído por la figura y el legado del canciller austríaco Klemens von Metternich (1773-1859), arquitecto de la “Europa de hierro” implantada en el Viejo Continente tras la caída del Imperio Napoleónico mediante el Congreso de Viena de 1815.

    Kissinger es conocido por su papel como Consejero de Seguridad Nacional (1969-1975) y como Secretario de Estado durante los años 1973-1977 en los mandatos de los presidentes Richard Nixon y Gerard Ford. Fue el tiempo en que Nixon aplicó a que dio en llamarse “estrategia imperial” por parte de los EE.UU., la cual se oponía frontalmente a la política de la diplomacia multilateral defendida por la ONU como forma civilizada de resolver de los grandes conflictos internacionales de aquellos años. En cambio, la tesis central de Kissinger para “legitimar” la “estrategia imperial” de los EE.UU. era que la bienintencionada diplomacia multilateral “sólo produce caos”, y que el respeto a la libre determinación de los pueblos y la soberanía de los Estados no garantizaban la paz. En consecuencia, según recordaba Jean Ziegler en su libro Hay que cambiar el mundo (2018), Kissinger pensaba que sólo una potencia de ámbito mundial, como es el caso de los EE.UU., “dispone de los medios necesarios para intervenir rápidamente en cualquier lugar durante un período de crisis. Sólo ella es capaz de imponer la paz”. Tan arrogante se manifestaba Kissinger a la hora de defender el papel de “gendarme” de los EE.UU. en el ámbito de la política mundial que, tal y como defiende en su libro Armas nucleares y política exterior (1957-1969), considera que EE.UU. es el único país del mundo que está legitimado para utilizar la bomba atómica con completa libertad… y a su antojo.

    El legado de Kissinger se plasmó en temas tales como la gestión diplomática de los años de la Guerra Fría, sobre todo tras la visita del presidente Nixon a Moscú en 1974, la normalización de las relaciones con China desde 1972, y, también con el final de la Guerra de Vietnam (1973) lo cual no ocultó, la mayor derrota militar de la superpotencia norteamericana.

    No obstante, la implacable y fría “realpolitik” desarrollada por Kissinger nos ofreció su peor rostro, sus mayores sombras, en Latinoamérica, considerada despectivamente por los EE.UU. como su “patio trasero”. De este modo, bajo la inspiración de Kissinger, Washington apoyó la represión de todos los movimientos emancipadores y gobiernos progresistas allí existentes, mediante los golpes de Estado habidos durante las décadas de 1960 y 1970, en Chile, Argentina, Uruguay y Bolivia, así como el apoyo al terrorismo de Estado mediante la puesta en marcha de la siniestra Operación Cóndor, auténtica “internacional del terror coordinado” de las dictaduras militares del Cono Sur de América Latina.

    Resulta un amargo sarcasmo que Kissinger recibiese en 1973 el premio Nobel de la Paz con motivo del fin de la guerra de Vietnam, y que ello tuviera lugar el mismo año en que el político norteamericano conspiró y alentó el golpe de Estado del general Pinochet contra el presidente constitucional de Chile Salvador Allende del 11 de septiembre de 1973, tras el cual se asentaría el general genocida en el poder mediante una sangrienta dictadura. Este hecho resulta imperdonable para los EE.UU. y en especial para Kissinger, su principal inductor, que debió olvidar que, siendo de origen judeoalemán, tuvo que abandonar su patria natal para huir de la barbarie nazi y ahora apoyaba sanguinarias dictaduras fascistas fieles a los intereses geoestratégicos de Washington.

    Por todo lo dicho, Kissinguer puede ser considerado, sin ningún género de dudas, como un criminal de guerra según el Derecho Internacional. Y no sólo porque fue el promotor de los citados golpes de Estado habidos en América Latina, sino que también propició las masacres provocadas por el general indonesio Suharto en Timor Oriental en 1975, y, sobre todo, por la guerra a sangre, fuego y naplam, llevada a cabo por EE.UU. en Vietnam, especialmente en crímenes tales como el bombardeo de Hanoi en la Navidad de 1972 o el empleo masivo del “agente naranja” en los bosques de Indochina. Pese a estas evidencias, Kissinger nunca ha sido juzgado por crímenes de guerra y contra la Humanidad. En este sentido, Greg Granderi considera a Kissinger, que sigue teniendo amplia influencia en el ámbito político norteamericano, como “el inspirador, el ideólogo, el padre de todas las guerras provocadas por EE.UU. a finales del s. XX e inicio del XXI”.

    Así era y así sigue siendo, a sus 100 años, Henry Kissinger, definido por José María de Loma en un reciente artículo publicado en El Periódico de Aragón, como “un hombre simpático que podía tomar decisiones terribles”, como “un killer en defensa de los intereses de los Estados Unidos”.

    Estas son las 100 sombras de Henry Kissinger, un político centenario, influyente y en activo.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 19 junio 2023)

 

DOS MODELOS SOCIALES CONFRONTADOS

 

Lo sucedido en las elecciones municipales y autonómicas del pasado 28 de abril, donde un tsunami de las fuerzas de la derecha y la extrema derecha ha barrido de forma inapelable a las diversas y divididas candidaturas progresistas, no es ajeno a un fenómeno que ocurre en diversos países de nuestro entorno. Y es que, el tema de fondo que subyace, es la confrontación política entre dos modelos sociales: el progresista, que defiende el Estado de Bienestar inspirado por las políticas de signo socialdemócrata, y el conservador y ultraliberal que sacraliza la libertad de mercado y la desigualdad social por encima de las políticas redistributivas y de los derechos cívicos.

Son estos malos tiempos para la izquierda en los cuales la implantación del supuesto dogma neoliberal, enarbolado por las derechas de distinto signo, parece imparable, como lo son sus nefastos efectos sociales. De nada ha valido la buena gestión del Gobierno de coalición progresista que ha sido incapaz de rentabilizar electoralmente sus innegables éxitos en políticas sociales y económicas en una difícil coyuntura, agravada, además por la pandemia y la guerra en Ucrania, lo cual no ha impedido esta derrota de dimensiones históricas para las izquierdas, pues, aunque no debía ser así, resulta indudable que, en estos comicios, la ciudadanía ha votado en clave de política nacional: unos, contra el llamado “sanchismo”, otros, a favor de preservar las candidaturas plurales progresistas.

Así las cosas, con el horizonte de unos nuevos comicios previstos para el 23 de julio, como en su día señaló el politólogo Emir Sader, en estos tiempos en que la izquierda europea se debilita al mismo tiempo que se fortalece el amenazante entente entre la derecha y la extrema derecha, el desafío sigue siendo la construcción de nuevas alternativas políticas, de lograr la convergencia de los movimientos sociales y de las fuerzas de izquierda como respuesta (y freno) a las políticas neoliberales y antisociales que pretenden aplicar las derechas triunfantes, máxime si logran, también, la victoria en las inminentes elecciones generales: por ello, Emir Sader reclamaba “convertir la fuerza acumulada en la resistencia en fuerza política”.

La necesidad de una alternativa política y socialmente progresista tiene un nombre: Movimiento Sumar, una alternativa que ponga su énfasis en la defensa a ultranza de las políticas sociales, que recupere el papel del Estado en un mundo globalizado, que respete la diversidad territorial de nuestra España como Estado plurinacional. Además, el Movimiento Sumar tiene que estar siempre vigilante para que el PSOE, su aliado natural, no se escore políticamente hacia el centro, pues, como decía Oskar Lafontaine, cuando se renuncia (o se olvidan) los principios y las políticas clásicos de la socialdemocracia, el centro, siempre está a la derecha. Es por ello que, en estos momentos, es más necesario que nunca revalidar (y reforzar) un nuevo Gobierno de coalición progresista que sirva de dique frente a las políticas ultraliberales y reaccionarias que, enarboladas no sólo por el PP y Vox, sino también por los medios de comunicación que les son afines y les alientan, y que pueden socavar los cimientos de nuestro Estado de Bienestar e, incluso, de nuestra sociedad democrática. Ante estos riesgos, el politólogo Sami Naïr alude a un proceso de “americanización” de la sociedad, caracterizada por la privatización de los servicios públicos y la reducción de los derechos laborales, todo lo cual genera grandes bolsas de pobreza en las sociedades occidentales.

La situación es difícil. El ánimo mermado, pero el reto es inaplazable para garantizar la tolerancia a la diversidad y poner fin a la creciente crispación que está arraigando en nuestra sociedad. Esa es la dura realidad del momento presente pues, como ya dijo Babeuf en 1795, “la verdad debe aparecer siempre clara y desnuda”. Pero para evitar esta involución que nos amenaza, el compromiso cívico de la ciudadanía consciente resulta esencial.

El tristemente desaparecido Tony Judt, uno de los mayores pensadores contemporáneos, historiador y ensayista, nos advertía con total lucidez en su libro Algo va mal (2010), de los riesgos del neoliberalismo, a la vez que rechazaba con firmeza los principales postulados en que éste se sustenta, tales como su admiración acrítica por los mercados no regulados, el desprecio por el sector público y la ilusión en un crecimiento económico infinito. A su vez, Judt, apasionado defensor de los valores colectivos y del compromiso político, elementos esenciales para hacer frente al neoliberalismo insolidario, analizaba el riesgo que, sobre todo en tiempos de crisis, supone para la sociedad civil la desconfianza, el desinterés y la apatía ciudadana, todo lo cual favorecen el furioso avance de los postulados neoliberales que, de no frenarlos, camino llevan de convertirse en el pensamiento dominante. Por ello, Antonio Muñoz Molina destacaba que la obra de Judt supone para los ciudadanos comprometidos “un valeroso manifiesto: una declaración de principios progresistas, una vindicación de la legitimidad de lo público y de lo universal como valores de la izquierda”. Y es verdad.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 5 junio 2023)

 

 

 

DERECHOS HUMANOS

 

     Mientras la II Guerra Mundial devastaba el mundo, el 14 de agosto de 1941, el presidente de Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt y el premier británico Winston Churchill, hicieron pública la que es conocida como Carta del Atlántico, mediante la cual, se sentaron las bases de la política internacional y los derechos humanos para “lograr un porvenir mejor para el mundo”. Dicho documento, se basaba en cuatro pilares esenciales: el derecho de todo pueblo a elegir la forma de gobierno bajo la que desea vivir; la restitución de los derechos soberanos a los que fueron privados de ellos por la fuerza; la prohibición de la guerra entre Estados a través de un mecanismo coercitivo que asegurase la seguridad colectiva y, la garantía universal del disfrute y protección de todos los derechos humanos, así como el logro de la justicia social en todo el mundo. De este modo, la Carta del Atlántico fue el germen, tras la victoria militar de los aliados frente a las potencias fascistas, de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) y de la posterior Declaración Universal de los Derechos Humanos.

    Así las cosas, tras la Asamblea fundacional de la ONU, que tuvo lugar en San Francisco en entre abril-junio de 1945, tuvo lugar un intenso debate entre los delegados de los 50 países asistentes, todos aquellos que habían declarado la guerra a las potencias fascistas, a la hora de ponerse de acuerdo en la lista de los derechos que debían incluirse en una anhelada Declaración Universal de los Derechos Humanos. La falta de acuerdo hizo que se encargase a una Comisión, presidida conjuntamente por Francia y Estados Unidos, la elaboración de dicha Declaración en un plazo de 3 años.

     A partir de este momento, se produjo un serio enfrentamiento, con profunda carga ideológica, entre el bloque formado por la URSS y sus países satélites, y el formado por las democracias occidentales. De este modo, mientras el bloque soviético quería priorizar los derechos económicos, sociales y culturales y, sobre todo, el derecho a la alimentación, los países occidentales, defendían los derechos civiles y políticos (libertad de reunión, de expresión, de conciencia, de religión, de movimiento y del derecho a la autodeterminación de los pueblos). Ello generó, en expresión de Jean Ziegler, “un debate furioso”, con la Guerra Fría como telón de fondo, entre Occidente y la URSS y sus países afines hasta el punto de que el embajador británico clamó contra los regímenes estalinistas que “¡No queremos ningún esclavo bien alimentado!” a lo que el representante de la Ucrania, entonces satélite de Moscú, respondió “¡Incluso los hombres libres pueden morir de hambre!”.

    En esta pugna, venció finalmente el bloque occidental y, por ello, cuando finalmente el 10 de diciembre de 1948 se aprobó en París la Declaración Universal de los Derechos Humanos, quedó patente en ella una fuerte influencia de la declaración de independencia de los Estados Unidos de 1776 y, sobre todo, de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano rubricada en la Francia revolucionaria de 1789. De este modo, los derechos económicos, sociales y culturales, quedaron postergados y tan sólo aparecen mencionados en un solo artículo, el 22º,  y en términos bastante vagos.

    Dicha carencia, fue en gran medida subsanada cuando a instancias del entonces secretario general de la ONU, el egipcio Boutros- Ghali, se ratificó la Declaración de Viena del 25 de junio de  1993. En tan importante documento, se logró incluir que, a partir de entonces, todos los derechos humanos (civiles y políticos, pero también los económicos, sociales y culturales), se declarasen no sólo universales, sino también, indivisibles e interdependientes. Ello supuso un gran avance a la hora de considerar de una forma global los derechos que asisten a todo ser humano sin ningún tipo de distinción y que la comunidad internacional, en este caso, la ONU, y los respectivos Estados, tienen el deber de proteger y garantizar. No obstante, como vuelve a advertirnos Jean Ziegler, en su libro Hay que cambiar el mundo (2018), Estados Unidos se abstuvo y, “hasta el día de hoy, se niegan a reconocer los derechos económicos, sociales y culturales y, en particular, el derecho a la alimentación”, sea esto dicho en demérito de la democracia norteamericana.

     En una entrevista reciente, publicada en El Periódico de Aragón a Guillermo Altares en torno a su libro Los silencios de la libertad, nos advertía de que “la libertad, la democracia y los derechos humanos son un privilegio y que tenemos que luchar por mantenerlos”. Por ello, hoy resulta esencial recordar el valor y la vigencia de los derechos humanos ante el preocupante avance de los neofascismos, en sus diversas versiones, en lo que Josep Ramoneda define como “autoritarismos post-democráticos”, y que se han convertido en la principal amenaza de nuestras democracias. Por ello, es tan importante la defensa de todos los derechos humanos, sin excepción, para garantizar, una vez concluida la II Guerra Mundial, ese porvenir mejor para el mundo que, a bordo de un embravecido océano, soñaron Roosevelt y Churchill a bordo del buque USS Augusta, mientras navegaba, “en algún punto del Atlántico”.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 23 mayo 2023)

 

 

BIBLIOCAUSTOS

 

     Es bien conocida la aversión visceral que siempre ha tenido el fascismo hacia la cultura y la libertad de expresión. Ejemplo de ello es la frase atribuida a Joseph Goebbels, ministro de Propaganda del III Reich, que decía: “Cuando oigo la palabra cultura, echo mano a la pistola”. Con este ambiente como telón de fondo propio de cualquier fascismo, tuvieron especial simbolismo, por reaccionario y repugnante a un tiempo, las quemas de libros, los bibliocaustos. De estos “autos de fe” anticulturales, hallamos diversos ejemplos en la Alemania nazi y también, en la España franquista, alentados en los años de la II Guerra Mundial, por la entusiasta Falange germanófila del momento.

    A este tema, dedicó un excelente artículo Cándido Marquesán titulado “El libro sectario, el peor estupefaciente”, publicado en El Periódico de Aragón en el cual detallaba las similitudes en el tema de la quema de libros entre la España franquista, heredera de la vieja y negra mentalidad de la Inquisición, y la Alemania nazi, a la vez que recordaba el papel que, en lo que la historiadora Ana Martínez Rus calificó de “bibliocausto franquista” tuvo Gonzalo Calamita Álvarez, quien clamó con destinar al “fuego purificador” a las que definía como “bibliotecas criminales”, y cuya siniestra memoria todavía sigue viva en una calle zaragozana que lleva su nombre, y en el título de “Rector Honorario” de la Universidad de Zaragoza, que todavía ostenta  y aún no ha sido revocado.

    Hoy quisiera recordar un ejemplo concreto de este delirio anticultural que recoge Diego Carcedo en su libro Un español frente al Holocausto (2005) en el cual honra la digna memoria de Ángel Sanz Briz, el cual salvó la vida de varios miles de judíos de la barbarie exterminadora nazi. En dicha obra, se relata cómo el joven diplomático zaragozano, estando destinado como Encargado de Negocios en la Embajada de España en Budapest, cuyo régimen filonazi de Dóme Sztójay,  hizo gala de un profundo antisemitismo, tuvo la desgracia de presenciar en la capital húngara el 16 de junio de 1944, un acontecimiento que nunca conseguiría olvidar: la quema pública de 447.627 libros con lo cual el fascismo húngaro pretendió “destruir todo testimonio impreso que tuviera algo que ver con los judíos”, un “auto de fe fascista” en el cual se destruyeron las obras de 120 autores húngaros y 130 extranjeros de origen judío. La macabra ceremonia se inició con un repulsivo discurso de Kolozsvary, Secretario de Estado del Gobierno fascista húngaro, rebosante de visceralidad y odio antijudío que Sanz Briz escuchó con el corazón encogido:

    “Los judíos, que tanto daño causaron y causan a nuestros pueblos, siempre se han servido de los libros para, aprovechándose de la ingenuidad de muchas personas, sembrar sus maléficas ideas de destrucción de nuestra raza y nuestra cultura. Vamos a acabar con sus libros, vamos a impedir que sus libros sigan contaminando nuestros hogares. Es la primera destrucción pública de libros judíos, pero reitero, es la primera y sólo la primera. El comienzo de una limpieza que no culminará hasta que todas las publicaciones de esta naturaleza hayan desaparecido de nuestro país y de la faz de la tierra”.

    Iniciado el macabro ritual público, el cual sorprendió de forma fortuita a Sanz Briz en las calles de Budapest, al que asistió compungido, mientras “no salía de su indignada sorpresa”. Observa cómo los asistentes celebraban con especial alegría el que ardiera algún ejemplar de El Capital de Karl Marx, algún libro sagrado judío elegantemente encuadernado en pergamino o El Estado Judío de Theodor Herzl, fundador del movimiento sionista y una de las “bestias negras locales del antisemitismo húngaro”, así como ciertos libros bíblicos, a pesar de que éstos también eran venerados por el cristianismo, o las obras de Sigmund Freud, “quizás el judío más odiado por los nazis después de Marx”. Durante esta quema masiva de libros, quedó a los pies de Sanz Briz la que sin duda era una maravilla bibliográfica, la obra Mishné Torah, de la cual era autor el sabio judío español Moshé Maimónides y, a punto estuvo de recogerlo lo cual, hubiera provocado, sin duda, un grave incidente diplomático por parte de Sanz Briz, en su condición de representante de la legación diplomática española, y el régimen filonazi húngaro. Pensó en agacharse y “recogerlo del suelo con el mimo que el libro merecía, limpiarle el polvo con cuidado, y arriesgarse a guardarlo como una doble reliquia del recuerdo y la intolerancia contra los judíos que siglo tras siglo nunca tuvo fronteras”. Pero, finalmente, el libro también fue quemado y Sanz Briz abandonó el lugar “antes de que sus ojos estallasen en lágrimas de rabia”.

   Recordando estos hechos, ocurridos aquel fatídico 16 de junio de 1944 en Budapest, resulta toda una advertencia ante el actual auge de los totalitarismos neofascistas que, además de manipular la historia, pretenden, de nuevo, acabar con nuestras libertades, la tolerancia y con la riqueza que supone la diversidad cultural, todo cual sólo puede desarrollarse en democracia. Alerta.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 1 mayo 2023)

 

 

LOS GUARDARRAÍLES DE LA DEMOCRACIA

  

     Con este título, podemos leer un capítulo del interesante libro escrito por Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, politólogos de la Universidad de Harvard titulado Cómo mueren las democracias (2018). Si partimos del símil de que la democracia es un tren que no debe descarrilar, la idea central de dicho capítulo es que, para evitarlo, la sociedad debe mantener todo un conjunto de sólidas normas democráticas que, aunque no figuren en el texto de una Constitución, sean “ampliamente conocidas y respetadas” para evitar que “la pugna política cotidiana desemboque en un conflicto donde todo vale”. En este sentido, Letitsky y Ziblatt señalan dos normas que resultan básicas pues, ambas, “se apuntalan mutuamente”, cual son la tolerancia mutua y la contención institucional.

     La tolerancia mutua entre adversarios políticos parte del supuesto de que “siempre que nuestros adversarios acaten las reglas constitucionales, aceptamos que tienen el mismo derecho a existir, competir por el poder y gobernar que nosotros”. Por ello, la tolerancia mutua es la disposición colectiva de los políticos a acordar no estar de acuerdo, a considerarse como contrincantes, que no enemigos, algo que hay que evitar de todos los modos posibles, pues “cuando los partidos rivales se convierten en enemigos, la competición política deriva en una guerra y nuestras instituciones se transforman en armas” y, por ello, como señalan dichos autores, el resultado es “un sistema que se halla siempre al borde del precipicio”.

    En cuanto a la otra norma básica, la contención institucional, se basa en la voluntad de “evitar realizar acciones que, si bien respetan la ley escrita, vulneran a todas luces su espíritu” y, por ello, significa una renuncia expresa al empleo de trucos sucios y a tácticas brutales mediante las cuales intentar lograr un determinado rédito político o electoral. En este sentido, se incluiría el rechazo a las tácticas de filibusterismo político como forma de bloquear la aprobación de determinadas leyes. Para ello, se precisa de dosis de cortesía que evite los ataques personales y moderación en el uso del poder personal con el fin de no generar un antagonismo manifiesto en la vida política.

     De no existir estos dos guardarraíles políticos, se entraría en lo que el politólogo Eric Nelson definía como “un ciclo de extremismo constitucional creciente”, como ocurrió en la crispación política vivida en Chile y alentada por la derecha extrema tras la victoria electoral de la Unidad Popular en 1970 y que culminó con el golpe de Estado del general Pinochet el 11 de septiembre de 1973. Y es que la “polarización” puede despedazar las normas democráticas ya que genera una percepción de “amenaza mutua” entre las fuerzas políticas confrontadas, lo cual dinamita la convivencia, tanto institucional como social, y alienta el auge de los grupos antisistema que rechazan las reglas democráticas. Por ello, es importante tener presentes los planteamientos de Martin Van Buren, para sustituir la política de enfrentamiento total por la tolerancia mutua, pues, como decía George Washington, modelo de contención presidencial, “el poder se conseguía mostrando disposición a ceder”.

    Pero no siempre fue así. Tomando el modelo de los Estados Unidos, hay que recordar el período de los negros años del MacCartismo, ejemplo patente de un auténtico asalto a la democracia norteamericana por su visceral campaña anticomunista en los años más intensos de la Guerra Fría. Y es que, “conforme los guardarraíles de la democracia se debilitan, nos volvemos más vulnerables a los líderes antidemocráticos”. Además, cuando se erosionan estas normas de contención, los partidos empiezan a comportarse como partidos políticos antisistema y el síndrome de la polarización política, se extiende incrementando “una honda hostilidad” entre los partidos y se agudizan las diferencias ideológicas. Un ejemplo evidente, y reciente, de este descarrilamiento democrático tuvo lugar en Estados Unidos durante la presidencia de Donald Trump (2016-2020), una amenaza que vuelve a vislumbrarse, de nuevo en el horizonte político norteamericano con sus consecuencias fatales en el conjunto de las relaciones políticas internacionales. Trump vuelve a lanzar de nuevo todo su arsenal antidemocrático para volver a ocupar la Casa Blanca: ataques viscerales a sus adversarios políticos, dudar de la legitimidad e imparcialidad del Poder Judicial, cuestionar los resultados electorales, uso de la mentira de forma sistemática, falta de civismo político y absoluto desprecio por la prensa libre e independiente. Trump ha vuelto, con todo ello, a enfangar el tablero político y no parece preocuparle que la democracia, en Estados Unidos, o en cualquier otro país, descarrille, toda una caja de Pandora que los admiradores del trumpismo, bien sean el bolsonarismo en Brasil o Vox en España, que se ha hartado de calificar de “ilegítimo” al actual Gobierno de coalición progresista, no dudan en poner en práctica siempre que tienen ocasión. Hemos de estar alerta, porque, como nos advierten Levitsky y Ziblatt, y tal y como estos días comprobamos con las protestas cívicas y las masivas movilizaciones ciudadanas contra las medidas reaccionarias y antidemocráticas que intenta implantar el gobierno de Benjamin Netanyahu en Israel, “ningún dirigente político por sí sólo puede poner fin a la democracia, y tampoco ningún líder político puede rescatarla sin la ciudadanía. La democracia es un asunto compartido. Su destino depende de todos nosotros”.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 17 abril 2023)

 

 

EL ORIGEN DEL MOVIMIENTO FEMINISTA

EL ORIGEN DEL MOVIMIENTO FEMINISTA

 

     En la historia del movimiento feminista español figura, de manera destacada, la escritora Concepción Gimeno Gil (1850-1919), natural de Alcañiz, que en 1901 escribió un importante libro titulado La mujer intelectual, en el cual reivindicaba todo un ideario tendente a la emancipación de la mujer mediante el acceso a la educación y la cultura.

     De entrada, la autora contrapone la imagen de la “Eva moderna” libre y consciente de su misión, frente a la “Eva antigua”, aquella a la que se aludía en su época con términos peyorativos tales como “frágil”, “impura”, “germen del pecado” o “espíritu del mal”. Gimeno, dispuesta como estaba a romper con tan arcaica imagen, arremetió contra las mentes reaccionarias defensoras de mantener la sumisión absoluta de la mujer, calificando a los que así pensaban como “ciegos de espíritu”.

   Acto seguido, Gimeno desmota los argumentos de quienes se oponían a la emancipación de la mujer alegando que con ello perderían parte de su feminidad. Bien al contrario, el feminismo defendido por la alcañizana debía ser interpretado como una prueba evidente de progreso social y, por ello, demandaba la participación de la mujer en todo tipo de colectivos sociales, especialmente en el caso del naciente movimiento pacifista en el cual, como señalaba, éstas estaban desempeñando un activo papel por medio de la Liga de Mujeres para el Desarme Internacional.

    Por otra parte, Gimeno confiaba en que esta “Eva moderna”, junto a su compromiso pacifista, debía de irrumpir con fuerza en el nuevo siglo que entonces se iniciaba por medio del acceso sin trabas a la educación y la cultura. Se observa en sus ideas una influencia del Regeneracionismo como lo prueba su confianza en la educación como elemento de modernidad y de europeización, tan necesarios en la anacrónica España que despertaba al siglo XX. En este sentido, la postura de Gimeno resulta rotunda: “si lo que se gasta en cañones se invirtiera en instrucción pública, los pueblos serían más felices porque el vicio y la corrupción nacen de la ignorancia y la miseria”.

     Estas manifestaciones de energía y compromiso público serían para Gimeno rasgos distintivos de la “Eva moderna” por la que ella aboga. Prueba de ello sería también el acceso de la mujer a un número cada vez mayor de profesiones, las cuales enumera llena de entusiasmo: “La mujer de otros tiempos no debía ver, oír ni hablar; la de nuestros días discute en Ateneos, preside Congresos, forma parte de tribunales, asóciase a la vida espiritual del hombre, a la vida del progreso”. No obstante, reconocía, mal que le pese, que estos avances son mucho más evidentes en el mundo anglosajón pues la situación resultaba bien distinta en la Europa latina y, por ello, también en España, razón por la cual dedica un capítulo completo a destacar la libertad de que entonces disfrutaba la mujer norteamericana: educación mixta desde la infancia, y divorcio legal, disposiciones éstas impensables en la España de 1901. Acto seguido y, tras enumerar a diversas mujeres norteamericanas destacadas tanto en el mundo de las ciencias como en el de las letras, incidirá Gimeno de un modo especial en las feministas yanquis, las cuales formaban por aquel entonces la vanguardia del movimiento emancipador “que repercutió en todo el mundo” como era el caso d Leila J. Robinson, Virginia L. Minor, Lucrecia Mott, Elisabeth Cady S. Tanton, Marguerite Fuller, Hannah Lee, Mercy Otis Warren o Abigail Adams. La simpatía de Gimeno hacia la mujer norteamericana resulta evidente puesto que, a una sociedad más libre que la española, habría que añadir las mayores posibilidades de desarrollo cultural, lo cual hace que ésta se muestre “ampliamente abierta a todos los modernismos”. Con ello, la mujer, en palabras de Gimeno, ha dado “un impulso intelectual que la ha hecho entrar de lleno en la vía del progreso”.

    Tampoco olvida en su libro a las escritoras progresistas portuguesas. Tras destacar el gran desconocimiento que en España se tenía de la actividad cultural existente en el país hermano, especialmente en el caso de las literatas lusas,  Gimeno citará a Alicia Pestana, fundadora de la Liga Portuguesa por la Paz y autora de importantes estudios sociológicos y de pedagogía entre ellos, uno relativo a los centros femeninos de Segunda Enseñanza por lo que Gimeno la define como “apasionada adepta de la moderna evolución feminista”, a Angelina Vidal, “alma del socialismo portugués”, Alice Moderno, políglota y miembro de la International Women Union y a Olivia Telles de Menezes, amiga personal de Gimeno, de la cual nos dice que “publicó artículos muy notables sobre la emancipación de la mujer”.

    El libro concluye con un apasionado alegato de Gimeno para que las españolas sigan el ejemplo de las norteamericanas y portuguesas. Para ello, además de la toma de conciencia previa, no había más camino que el acceso de éstas a la cultura, la adquisición de una sólida formación intelectual que equipare a la mujer de entonces con el hombre pese a los, a veces, poco indisimulados recelos que ello pudiera despertar entre los varones:

 “¡Hombres, no desalentéis a la mujer que quiera ilustrarse; facilitadle los medios indispensables! Rebajar a vuestra compañera es rebajaros; al despreciarla os envilecéis.

    Si algunos insensatos se oponen todavía a que la mujer se instruya y la declaran inepta para adquirir ilustración, otros varones discretos creen que educar un hombre es formar un individuo, mientras que educar a una mujer es formar futuras generaciones…”

    Con esta aproximación a una de las obras más significativas del Concepción Gimeno Gil, he pretendido recordar su memoria, la misma que ha honrado Alcañiz, su ciudad natal, al dar su nombre a un colegio público, donde se cimenta la educación en valores e igualdad de las nuevas generaciones. Una decisión que honra a la comunidad educativa alcañizana.

 

 José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 27 marzo 2023)

 

EL "GEN ROJO"

EL "GEN ROJO"

 

     Conocidas son las teorías racistas nazis, pero menos lo es el eco que éstas tuvieron en la España franquista, empeñada en identificar “el gen rojo”, encarnación de todos los males que la Nueva España asociaba con el marxismo. Fue por ello que el Consejo de Europa, en su declaración de 17 de marzo de 2006 de condena de la dictadura franquista (Recomendación 1736), titula su apartado 65, “Psiquiatras militares que efectuaron experimentos sobre presos para identificar los “genes rojos”.

     La historia sobre este siniestro proyecto se remonta al telegrama nº 1565, de 23 de agosto de 1938, mediante el cual el general Franco autorizó al Jefe de los Servicios Psiquiátricos Militares, el doctor Antonio Vallejo-Nájera Lobón, la creación del Gabinete de Investigaciones Psicológicas, “cuya finalidad primordial será investigar las raíces psicofísicas del marxismo”, siguiendo el modelo del Instituto para la Investigación y Estudios de la Herencia creado en la Alemania nazi por Heinrich Himmler. Fue por ello que, en ese mismo año de 1938, algunos presos de las Brigadas Internacionales que se hallaban en la Prisión Habilitada de San Pedro de Cardeña (Burgos), así como las mujeres republicanas encarceladas en la Prisión de Málaga, fueron sometidos a extraños test físicos y psicológicos. Se trataba de las primeras tentativas sistemáticas de poner a la psiquiatría al servicio de la ideología franquista. Este proyecto fue ideado por Vallejo-Nájera con objeto de identificar lo que él definía como el “biopsiquismo del fanatismo marxista”. Algunas de las conclusiones relativas a la existencia de un supuesto “gen rojo” quedaron plasmadas por parte de Vallejo-Nájera, profundamente imbuido del ideario y las teorías racistas nazis, en su libro La locura de la guerra. Psicopatología de la guerra española, obra en la cual se pueden leer afirmaciones tan delirantes como que, “La idea de las íntimas relaciones entre marxismo e inferioridad mental ya las habíamos expuesto anteriormente en otros trabajos […] La comprobación de nuestras hipótesis tiene enorme transcendencia político-social, pues si militan en el marxismo de preferencia psicópatas antisociales, como es nuestra idea, la segregación total de estos sujetos desde la infancia podría liberar a la sociedad de plaga tan terrible”.

     En las elucubraciones pseudo-psicológicas de Vallejo-Nájera, también tuvo cabida su obsesión por combatir “el virus democrático”. Así, en su libro Niños y jóvenes anormales, publicado en 1941, alertaba sobre el “daño” que, según él, causaba el “ambiente democrático” en los niños y niñas que habían sido educados en ambientes republicanos y, por ello, consideraba que deberían ser segregados, separados de sus padres  y llevados a centros adecuados en los que se promoviese “una exaltación de las cualidades biopsíquicas raciales y la eliminación de los factores ambientales que en el curso de las generaciones conducen a la degeneración del biotipo”: como vemos, la influencia de las teorías racistas es obvia.

     Estas teorías, tan reaccionarias como aberrantes, tuvieron una aplicación práctica por parte de la dictadura franquista en la inmediata posguerra, especialmente en el caso de los hijos de las presas republicanas, tal y como señalaba el citado Gabinete de Investigaciones Psicológicas en un artículo titulado “Psiquismo del fanatismo marxista”, publicado el 8 de octubre de 1938 en la revista Semana Médica Española:

  “La enorme cantidad de prisioneros de guerra en manos de fuerzas nacionales salvadoras de España, permite efectuar estudios en masa en favorabilísimas circunstancias, que quizás no vuelvan a darse en la historia del mundo. Con el estímulo y beneplácito del Excmo. Sr. Inspector de los Campos de Concentración, iniciamos investigaciones seriadas de individuos marxistas, al objeto de hallar las relaciones que pueden existir entre las cualidades biopsíquicas del sujeto y el fanatismo político democrático-comunista”.

    La enfermiza obsesión de Vallejo-Nájera por identificar el “gen rojo” hizo que tuviese una especial saña para con las mujeres republicanas, a las que imputaba una “crueldad femenina” congénita. Así, en un artículo suyo, publicado en la Revista Española de Medicina y Cirugía de Guerra, fechado en mayo de 1939, podemos leer: “Recuérdese para comprender la activísima participación del sexo femenino en la revolución marxista su característica labilidad psíquica, la debilidad del equilibrio mental, la menor resistencia a las influencias ambientales, la inseguridad del control sobre la personalidad…”. Y sigue Vallejo-Nájera con su demencial argumentación: “Cuando desaparecen los frenos que contiene socialmente a la mujer y se liberan las inhibiciones frenatrices de las impulsiones instintivas, entonces despiértanse en el sexo femenino el instinto de crueldad y rebasa todas las posibilidades imaginables precisamente por faltarle las inhibiciones inteligentes y lógicas […] El hecho es tanto más digno de atención cuanto que la mujer suele desentenderse de la política, aunque su fanatismo o ideas religiosas le hayan impulsado en los últimos años a mezclarse enteramente en ella, aparte de que en las revueltas políticas tengan ocasión de satisfacer sus apetencias sexuales latentes”. Sin comentarios.

    Como consecuencia de estos “estudios” se entiende cómo, durante la dictadura franquista, los más elementales derechos de la mujer fueron anulados y su papel quedó limitado al ámbito doméstico y sometida completamente a la voluntad del varón.  Igualmente, las teorías de Vallejo-Nájera sirvieron para “legitimar” y dar aires de falsa legalidad a la sustracción o eliminación de la custodia sobre aquellos niños y niñas que tenían el estigma por parte del régimen de ser “hijos de familias rojas”. Ello propició la pérdida de identidad de miles de niños, hijos de los vencidos, sobre todo en la década de los años 40. El dramático hecho de los “niños robados”, se prolongaría durante los años sucesivos, algo que, no lo olvidemos, tiene la consideración de “crimen contra la humanidad” y cuya reparación, en gran medida, todavía está pendiente por parte de la democracia española.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 13 marzo 2023)