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Kiryat Hadassa: el blog de José Ramón Villanueva Herrero

JUSTICIA POLITIZADA

 

    El interesante libro de Jesús Cintora titulado No quieren que lo sepas dedica un capítulo a denunciar la “politización impresentable” de la Justicia en España. Así ocurre con en los casos del Tribunal Constitucional, del Tribunal de Cuentas y de la Fiscalía General ya que, mientras los dos primeros se eligen pactando cuotas entre los partidos políticos, la Fiscalía General es elegida desde el Gobierno de turno. Se trata, sin duda, de una “anomalía de la Justicia española” pues, como nos recordaba Cintora, “si hay magistrados que deben su cargo a un partido político, la tendencia puede ser la de satisfacer ese favor devolviendo la moneda. Es más, si el juez quiere seguir escalando y sabe que depende de una elección impulsada por las formaciones políticas, puede intentar agradarles. Esto es una perversión”. Evidentemente, esta politización del sistema judicial habla, muy a las claras, de la falta de respeto a la separación de poderes y hay que buscar alternativas para que estas prácticas viciadas no se perpetúen en el tiempo.

    Por lo que respecta a la renovación de los órganos judiciales, la ciudadanía percibimos un “cambio de cromos” entre los grupos políticos que, además, la mayor parte de las veces, tienen lugar en medio de “negociaciones muy opacas”. De este modo, se adolece de la necesaria transparencia en la presentación pública de las candidaturas en los procesos de renovación, así como del conocimiento de los méritos que puedan tener cada uno de los aspirantes a dicha renovación.

    A todo ello se suman casos que resultan especialmente escandalosos y que dicen bien poco a favor del Poder Judicial en España. Podemos citar el caso Carlos Dívar, del conservador y presidente de la Audiencia Nacional, elegido presidente del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y del Tribunal Supremo mediante un pacto PSOE-PP y que tuvo que dimitir como consecuencia de los gastos derivados de sus 32 viajes de difícil justificación, los que fueron conocidos como “fines de semana caribeños”. Otro caso, también indignante fue el de Fernando de la Rosa, quien fuera vice-presidente del CGPJ a propuesta del PP, tras haber sido Conseller de la Generalitat Valenciana de Francisco Camps,  y que llegó a calificar la Ley 3/2007, de 22 de marzo,  para la igualdad efectiva de mujeres y hombres impulsada por el Ejecutivo de Rodríguez Zapatero, como “un ejemplo de la extrema locura del Gobierno” y que, en 2015, tras tomar posesión como Presidente de la Audiencia Provincial de Valencia, se encargara, desde su Sección Segunda, ironías del destino, de los asuntos relacionados con la violencia de género. Por lo que se refiere a Carlos Lesmes, que fue Presidente del Tribunal Supremo y posteriormente del CGPJ hasta su dimisión el pasado 9 de octubre de 2022, fue en su día un alto cargo del Gobierno de José María Aznar y profesor de los cursos de la FAES.

    Pero si hay un caso que resulta clamoroso es la falta de renovación del CGPJ, el cual se halla caducado desde el 4 de diciembre de 2018, esto es, desde hace 5 años incumpliendo de este modo lo dispuesto en la Ley Orgánica 4/2013, de 28 de junio, del Consejo General del poder Judicial en la que se indica que el máximo órgano de los jueces “se renovará en su totalidad cada 5 años”. La causa es bien conocida y que señalaba con rotundidad Antonio Papell en un artículo titulado “La intolerable deriva judicial”, publicado el pasado 21 de septiembre de 2022 en El Periódico de Aragón: “la cerrada negativa del PP a prestarse a la debida negociación de un nuevo Consejo, ya que se requieren los 3/5 del Congreso y del Senado, que sólo se logran con los votos del PP y del PSOE”. Y las razones, también son claras: el bloqueo político por parte del PP para la renovación del CGPJ, lo cual vulnera flagrantemente el mandato constitucional, se debe a que, durante estos 5 años, citando de nuevo a Antonio Papell, han sido “un período en el que el PP era examinado en numerosos frentes judiciales por sus corruptelas y corrupciones”, dando lugar a una “deriva moral” que culminó con la moción de censura que desalojó del Gobierno de Mariano Rajoy en junio de 2018. Este bloqueo, a la hora de renovar el CGPJ, sin duda, va a obligar a intervenir a Didier Reynders, Comisario de Justicia de la UE para que sea efectiva.

    Por todo lo dicho, ha llegado el momento de acabar con esta insana e intolerable relación entre la política y la justicia. Y, para ponerle freno, además de la urgente renovación, permanentemente bloqueada por los intereses políticos y judiciales del PP, se plantea la espinosa cuestión de cuál sería la forma más idónea para la elección de los jueces. En este sentido, en otros países de nuestro entorno europeo se ha optado por un sistema mixto, esto es, que la mitad de los jueces sean elegidos por los partidos políticos y la otra mitad por los jueces directamente. No obstante, en este tema, la propuesta de Cintora es más efectiva y despolitizada pues insiste en señalar que “debería regularse de manera objetiva mediante un claro baremo para realizar los nombramientos”. De este modo, dicha objetividad debería tener en cuenta exclusivamente la cualificación profesional de los aspirantes, valorando aspectos tan obvios como el expediente académico, su experiencia en la judicatura y en la docencia o su puntuación por presencia en determinados tribunales. Una propuesta, ésta, que harían bien en considerar nuestros políticos como forma de dignificar nuestra Justicia, el tercer poder del Estado y, con ello, consolidar la división de poderes al margen de cualquier interferencia que la distorsione, y así mejorar la calidad de nuestras instituciones democráticas.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 18 diciembre 2023)

 

ESTRATEGIA IMPERIAL

 

 

    Hay países que se consideran legitimados para imponer su visión y sus intereses en el ámbito de la geopolítica mundial. Este es el caso de los Estados Unidos (EE.UU.).

   La potencia norteamericana siempre se ha opuesto a la diplomacia multilateral abanderada por la ONU como forma razonable y civilizada de resolver los conflictos entre las naciones. Por ello, Washington ha defendido históricamente lo que ha dado en llamarse “estrategia imperial” en el ámbito de sus relaciones internacionales.

    La estrategia imperial fue la que aplicó Henry Kissinger, su máximo adalid, durante sus años como Secretario de Estado (1973-1977), período que coincidió con los mandatos de los presidentes Richard Nixon y Gerard Ford. La tesis central de Kissinger era que la diplomacia multilateral “sólo produce caos” en las relaciones internacionales, así como que “el respeto a la libre determinación” de los pueblos y la soberanía de los Estados no garantizan la paz”. Por ello, Kissinger defendía, como recordaba Jean Ziegler en su libro Hay que cambiar el mundo (2018), que “sólo una potencia con ámbito mundial [como es el caso de los EE.UU.] dispone de los medios materiales y la capacidad necesarios para intervenir rápidamente en cualquier lugar durante un período de crisis. Sólo ella es capaz de imponer la paz”. De este modo, los EE.UU. se arrogaban el papel de “gendarme” de la política internacional en defensa de sus propios intereses, aunque ello se maquillase, en múltiples ocasiones, como defensor de la democracia y de los derechos humanos.

    Las ideas de Kissinger han sido continuadas (y defendidas) por otros políticos como Hesse Helms, quien fuera presidente de la Comisión de Asuntos Exteriores del Senado norteamericano entre 1995-2001, el cual no tuvo reparo en señalar que, “los Estados Unidos deben dirigir el mundo llevando la llama moral, política y militar del derecho y de la fuerza, y servir de ejemplo a todos los demás pueblos”. En esta misma línea, se expresaba, igualmente, Thomas Friedman, que fue consejero especial de Madeleine Albright, la Secretaria de Estado norteamericana durante el mandato del presidente Bill Clinton, quien afirmaba con vanidosa rotundidad que, “para que la globalización funcione, América no debe tener miedo a actuar como la superpotencia invencible que es realmente […]. Sin un puño visible, la mano invisible del mercado nunca podrá funcionar”.

    La teoría de la estrategia imperial se encuentra profundamente enraizada en la conciencia americana, independientemente del partido (demócrata o republicano) que ocupe la Casa Blanca. De hecho, esta concepción sobre su supuesta supremacía y liderazgo mundial enlaza con la ideología “mesiánica” del llamado Manifest destiny, el “destino manifiesto” de los EE.UU., expresión ésta que apareció por primera vez en 1845 por parte de John O´Sullivan con motivo de la anexión de Texas a la Unión. El concepto de “destino manifiesto” significa que los EE.UU. tendrían “la misión divina de propagar la democracia y la civilización”, ya que Dios habría confiado, “de forma manifiesta” a los estadounidenses la particular misión de garantizar y, de ser necesario, restablecer, la paz y la justicia en la Tierra”. Ello ha hecho que, en cumplimiento de esta supuesta “misión divina”, los EE.UU. han actuado por su cuenta y riesgo, muchas veces de forma arbitraria y en contra de la deseable diplomacia multilateral, antes indicada, que caracteriza y es la seña de identidad de la ONU.

    Bajo ese “destino manifiesto”, la diplomacia imperial, en vez de ser un adalid de la democracia y los derechos humanos, ha impulsado guerras, ha apoyado a multitud de sanguinarias dictaduras, especialmente en América Latina. Estas son las razones por las cuales la teoría imperial de los EE.UU., que todavía rige amplios sectores y actuaciones de su política exterior, ha hecho que Washington se haya opuesto y nunca haya ratificado el Estatuto de Roma para la creación de la Corte Penal Internacional (CPI) porque, de haberlo hecho, tal y como ha señalado un intelectual tan socialmente comprometido como es Noam Chomsky, la mayor parte de los políticos y presidentes norteamericanos deberían haber sido juzgados, en aplicación de la legislación penal internacional, por haber cometidos crímenes contra la humanidad.

   A modo de conclusión, volviendo a citar a Jean Ziegler, que fue relator y vicepresidente del Comité Asesor de Derechos Humanos de la ONU, hay que señalar que “El juego diplomático de las clases dirigentes de EE.UU. es complejo. Pero, con independencia del partido político que esté en el poder en la Casa Blanca y en el Congreso, las élites dirigentes estadounidenses, en su mayor parte, creen profundamente en su Manifest destiny, en su misión providencial, en suma, en la teoría imperial”. Y ello sigue siendo un riesgo para la paz mundial dado que la capacidad de presión que tienen los EE.UU. para instrumentalizar las gestiones de la ONU en cuestiones conflictivas y, no digamos, cuando se comprueba cómo organizaciones internacionales de la importancia de la OTAN se hallan en gran mediad supeditadas a las decisiones e intereses geoestratégicos, que no providenciales, de Washington.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 1 diciembre 2023)

 

 

 

EL VOTO FEMENINO EN ESPAÑA

 

    El artículo 36 de la Constitución de la República Española, aprobada el 9 de diciembre de 1931, reconocía, por vez primera, el derecho al voto para la mujer. De este modo, las primeras elecciones generales en las cuales las españolas pudieron ejercer el derecho al sufragio fueron las del 19 de noviembre de 1933, fecha de la cual ahora se cumple el 90º aniversario. Pero para para lograrlo, el camino había sido largo y difícil.

 

Antecedentes históricos

 

La lucha por la emancipación de la mujer se remonta a los Estados Unidos, al llamado Manifiesto de Séneca Falls de 1848, documento considerado como el texto fundacional del feminismo como movimiento social y en el que se reclama, por vez primera, el derecho al voto femenino:

“La historia de la humanidad es la historia de las repetidas vejaciones y usurpaciones por parte del hombre con respecto a la mujer, y cuyo objeto directo es el establecimiento de una tiranía absoluta sobre ella […] El hombre nunca le ha permitido que ellas disfruten del derecho inalienable del voto. La ha obligado a unas leyes en cuya elaboración no tienen voz”.

El citado manifiesto, tuvo una influencia considerable en los nacientes movimientos feministas de la Europa occidental. De este modo, el entonces llamado “movimiento sufragista” arraigó en el Reino Unido y allí surgió la Sociedad Nacional para el Sufragio de las Mujeres (NUWSS) en 1897. Años después, el impulso cívico de las sufragistas británicas logró la aprobación de la Ley de Representación de los Pueblos (1918), la cual otorgaba el voto a las mujeres mayores de 30 años siempre y cuando tuviesen bienes en propiedad y, años después, la Ley de Representación de la Gente (1928), la cual extendía el derecho de voto a las mujeres mayores de 21 años.

En el ámbito del movimiento obrero, la exigencia del voto femenino será asumida por la Internacional Socialista de Mujeres en 1907 y, desde entonces, el tema del sufragio femenino pasará al primer plano de la agenda de los partidos políticos obreros y progresistas.

En el caso de España hay que señalar que, en 1874, durante la efímera existencia del Cantón republicano de Cartagena, se concedió el derecho al voto de la mujer y, durante la Dictadura de Primo de Rivera, el Estatuto Municipal de 8 de marzo de 1924, otorgó el derecho a voto a las mujeres de 25 años siempre y cuando fueran cabezas de familia.

Tras las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 y la posterior proclamación de la II República, se aprobó el Decreto de 8 de mayo de 1931 que concedía a las mujeres la capacidad de ser elegibles como diputadas, aunque todavía no tenían derecho al voto, esto es, el llamado “sufragio pasivo”. De este modo, en las elecciones constituyentes del 28 de junio de 1931, tan sólo tres mujeres salieron elegidas: Margarita Nelken por el PSOE, Victoria Kent, por el Partido Republicano Radical-Socialista (PRRS) y Clara Campoamor, por el Partido Republicano Radical (PRR). Estas dos últimas tuvieron un importante protagonismo en los debates parlamentarios en los que se aprobó el sufragio activo para la mujer.

 

Los debates

 

El 1 de octubre de 1931, bajo la presidencia de Julián Besteiro, la Comisión Constitucional inició la discusión lo artículo 36. La prensa de la época se hizo eco de cómo el tema suscitó “apasionados debates en la Comisión y en los pasillos” del Congreso de los Diputados. Además, como señalaba Julián Mora Olivera, en su trabajo El voto femenino en la Segunda República, el debate parlamentario “estuvo plagado de controversias entre los diferentes grupos políticos”, pero si alguien tuvo un protagonismo especial en los mismos fue Clara Campoamor, abogada y diputada por el lerrouxista PRR, la cual “destacó como estandarte de la lucha por el reconocimiento de voto a las mujeres”, ideal por el cual libró “una denodada lucha parlamentaria”.

Clara Campoamor defendía el principio teórico de la igualdad, enfrentándose por ello a su propio partido, el PRR, y de gran parte de los demás grupos republicanos, recelosos de conceder el voto a la mujer por la supuesta influencia que sobre ella tenían tanto la Iglesia como los grupos políticos de derechas. En cambio, Campoamor insistió con tenacidad en sus argumentos: “los sexos son iguales, lo son por naturaleza, por derecho y por intelecto”. El derecho al voto femenino era para ella un derecho natural y no una “concesión” del derecho positivo.

Clara Campoamor contó con el apoyo del PSOE el cual, por medio de su diputado Manuel Cordero, lanzó un firme alegato a favor de la dignidad y la capacidad política de la mujer española señalando que “nosotros [los socialistas] decimos: a trabajo igual, salario igual, a deberes iguales, derechos iguales”. De este modo, Cordero, defendía el sufragio femenino desde una perspectiva iusnaturalista, al igual que Campoamor, como un derecho y no como una concesión graciosamente otorgada.

Otros diputados se manifestaron a favor, incluso rompiendo la disciplina de su partido, como Roberto Castrovido, de Acción Republicana (AR), que reprochó a su partido y al PRR “su falta de radicalismo en esta materia” a la vez que señalaba que la mujer “no saldrá de la Iglesia hasta que vaya al Parlamento”, al igual que Álvaro de Albornoz (PRRS), para quien la concesión del voto femenino era necesaria por tratarse de “un buen principio democrático”.

También se expresaron a favor del voto femenino los nacionalistas catalanes: Lluìs Companys, entonces diputado por Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), señaló que “el voto de la mujer no perjudicará, sino que será un extraordinario refuerzo para la República Española”. Lo mismo hizo Manuel Carrasco Formiguera, futuro dirigente de Unió Democrática de Catalunya (UDC) o el excomandante y diputado Ramón Franco, hermano del futuro dictador, entonces integrado en el grupo parlamentario de ERC, que consideraba este tema “una obra de justicia” dado que la mujer “coadyuvó al advenimiento de la República”, señalando, además, su convencimiento de que “el sentimiento pacifista en el mundo llegará a ser una realidad cuando en todas las naciones tengan voto las mujeres”. En la misma línea se pronunció también Laureano Gómez Paratcha, de la Federación Republicana Gallega. Por último, entre el grupo de diputados integrantes de la Agrupación al Servicio de la República (ASR) también mostraron su apoyo figuras tan relevantes como José Ortega y Gasset.

Durante estos debates se posicionaron en contra del voto femenino buena parte de los diputados de los partidos republicanos y varios grupos de derechas. Todos defendieron sus posturas con un mismo y negativo argumento: que la mujer votaría a la República, según los grupos de derechas, y que votaría a la derecha católica influenciada por la Iglesia, según los partidos republicanos.

Por lo que se refiere a la posición de los grupos republicanos (PRR, PRRS, AR), todos ellos consideraron que, de conceder el voto a la mujer, la República estaba en riesgo de sufrir una grave involución derechista. Estos recelos los exponían el diputado Álvarez Buylla (PRR) al señalar que “el voto de las mujeres es un elemento peligrosísimo para la República” dado que ellas “no se han separado de la influencia de la sacristía y el confesionario”. Apoya su argumentación en el hecho de que, en pleno debate parlamentario, se entregaron en el Congreso de los Diputados más de un millón de firmas de mujeres solicitando proteger a las instituciones religiosas. Es por ello que el diputado José Antonio Balbotín (PRRS) solicitó el aplazamiento del ejercicio del sufragio alegando que “las mujeres españolas están sometidas al clero, a la influencia clerical” y que, de poder votar, “sobrevenga una reacción de tipo clerical, monárquico o reaccionaria”. Por su parte, Santiago Alba (PRR) califica el sufragio femenino como “una concesión peligrosa” que podría “atentar contra la estabilidad de la República” dado que consideraba que las mujeres, “en su gran mayoría”, son de derechas, a la vez que recuerda que, en Inglaterra, éstas han dado sus votos al Partido Conservador y “han terminado con el histórico partido liberal”, mientras que, Francia, “a pesar de su democracia, no se atreve a dar el voto a las mujeres”.

Pero si alguien generó polémica por su rechazo al voto femenino, fue la diputada Victoria Kent (PRRS). Según ella, debía aplazarse su concesión alegando que, “la mujer necesita encariñarse con un ideal, convivir unos años con la República, para conocer los beneficios que reporta”. Además, advertía de que “no se puede juzgar a las mujeres por unas cuantas muchachas universitarias y por las mujeres obreras”, en las que había arraigado el ideal feminista, mientras que, en contraste, el conjunto de las mujeres “no tienen fervor por la República y es peligroso concederles en voto”. En consecuencia, Victoria Kent pensaba que este tema, no era una cuestión de “capacidad”, sino de “oportunidad” y, entre poner determinados requisitos que condicionaran el derecho al voto a las mujeres y aplazarlo para más adelante, optaba por el aplazamiento.

Acto seguido, se produjo un encendido debate entre Victoria Kent y Clara Campoamor, ampliamente reflejado en la prensa de la época, que se hizo eco del “cuerpo a cuerpo entre las señoritas parlamentarias”. De este modo, Clara Campoamor rebatió las argumentaciones de Victoria Kent alegando que era un grave error “negar el voto a más de la mitad de la humanidad”, a la vez que afirmó que “las mujeres esperan de la República su salvación y que concederles el voto es ayudar a la consolidación de la República”. En cuanto a la supuesta falta de cultura de las mujeres, Campoamor, basándose en el estudio del pedagogo Lorenzo Luzuriaga acerca del analfabetismo en España, demostró que el nivel cultural de la mujer era superior a lo que suponían los partidarios de no concederle el derecho al voto.

También surgieron en los debates propuestas intermedias como la del diputado Peñalver quien, al igual que Victoria Kent, plantea que el derecho de sufragio femenino fuera efectivo más adelante, en las primeras elecciones municipales que se celebraran durante el período republicano, pero no en las generales. Otra propuesta restrictiva fue la del diputado federal Barriobero el cual sugiere que solamente se concediera el derecho al voto a las mujeres solteras, viudas o divorciadas.

Otro de los temas polémicos fue el de fijar la edad mínima para ejercer el derecho de sufragio. Aunque Juan Simeón Vidarte, en nombre del PSOE pretendía rebajarla a los 21 años, al igual que ocurría en países como Irlanda, Polonia, Cuba, Chile o los Estados Unidos, finalmente la Comisión aprobó que fuera a los 23 años, dado que como señalaba el diputado Ricardo Samper (PRR), la edad de los 20 a los 23 años era “peligrosa” y, según él, necesitaba “tutela paternal”.

 

La votación

 

El artículo 36 se votó en las Cortes el día 1 de octubre de 1931. Ese mismo día, y previo a la votación, “una numerosa comisión de señoras y señoritas”, pertenecientes a la Asociación Nacional de Mujeres, acudió al Congreso de los Diputados y se reunió con Julián Besteiro, su presidente. Posteriormente, recorrieron los pasillos del Parlamento repartiendo a diputados y periodistas unas cuartillas con el siguiente texto:

“Señores diputados:

No manchen ustedes la Constitución estableciendo en ella privilegio. Queremos igualdad en los derechos electorales.

¡Viva la República!”.

A la hora de la votación, el sufragio femenino se aprobó con 161 votos a favor, 121 en contra y 188 abstenciones, resultado que fue aplaudido desde la tribuna por algunas mujeres. Los votos que apoyaron el artículo 34 de la Constitución de la República Española fueron los de los diputados del PSOE (excepción hecha de Indalecio Prieto y sus partidarios), diversos republicanos disidentes del PRRS, del PRR (entre ellos, Clara Campoamor), los nacionalistas vascos del PNV y los catalanes de ERC, así como otros diputados federalistas, progresistas, galleguistas, parte de la minoría de la derecha, como José María Gil Robles, y diputados de la Comunión Tradicionalista como el canónigo Gómez Rojí. En contra se pronunciaron los partidos republicanos por las razones anteriormente expuestas (AR, PRR y PRRS), así como el ya indicado sector prietista del PSOE.

A modo de conclusión, y al margen de análisis fatalistas o interesados en torno al logro de tan importante conquista de derechos políticos, la aprobación del voto femenino en los debates de las Cortes Constituyentes de 1931, como señalaba Julián Mora Olivera, se debió, en gran medida, al trabajo y al esfuerzo de Clara Campoamor, el cual “fue sin lugar a dudas imprescindible y crucial para alcanzar dicho objetivo” y, por ello, merece su memoria un reconocimiento de gratitud permanente.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 19 noviembre 2023)

 

 

LOS NIÑOS ROBADOS DURANTE EL FRANQUISMO

 

    La Ley 20/2022, de 19 de octubre, de Memoria Democrática, en su artículo 7º, declara el día 31 de octubre como “Día de recuerdo y homenaje a todas las víctimas del golpe militar, la Guerra y la Dictadura” y, entre ellas, se incluyen también, a los niños robados durante el franquismo. Y es que, del nefasto período que supuso la dictadura franquista, además de todos los tipos de represión sufrida por los vencidos, un capítulo especialmente sangrante, todavía a fecha de hoy, es el tema de los niños robados y entregados a otras familias de forma totalmente arbitraria.

    Este tema, el de los niños robados, se contempla de forma detallada en varios puntos de la Declaración de condena de la dictadura franquista de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa del 17 de marzo de 2006, en concreto, los siguientes:

     Punto 72: “los niños perdidos son también parte de las víctimas del franquismo: se trata de hijos de presos cuyos apellidos fueron modificados para permitir su adopción por familias adictas al régimen”.

    Punto 73: “Varios miles de hijos de obreros fueron también enviados a instituciones del Estado porque el régimen consideraba su familia republicana como “inadecuada” para su formación”.

    Punto 74: “Niños refugiados fueron también secuestrados en Francia por el servicio exterior de “repatriación” del régimen y situados posteriormente en instituciones franquistas del Estado”.

    Punto 75: “El régimen franquista invocaba la “protección de menores” pero la idea que aplicaba de esta protección no se distinguía de un régimen punitivo. Los niños debían expiar activamente “los pecados de su padre” y se les repetía que ellos también eran irrecuperables. Frecuentemente eran separados de las demás categorías de niños internados en las instituciones del Estado y sometidos a malos tratos físicos y psicológicos”.

    Para este tema, resulta muy interesante la lectura detallada del Sumario 53/2008 E, de 18 de noviembre de 2008, incoado por el entonces juez Baltasar Garzón que, al frente del Juzgado Central de Instrucción nº 5 de la Audiencia Nacional, detalla en profundidad los crímenes del franquismo.

     El referido Sumario es contundente al señalar que se trata de una peculiar forma española de desaparición “legal” de personas durante la guerra y la posguerra, “un andamiaje pseudojurídico que, presuntamente, dio cobertura a la sustracción sistemática de niños, hijos de presas republicanas por razones políticas y de republicanos exiliados que fueron a parar a campos de concentración nazis e hijos que legalmente, con amparo de la Cruz Roja y mediante métodos legales y humanitarios habían sido trasladados de España a otros países para evitar los rigores de la guerra y, que, posteriormente fueron repatriados sin que, en múltiples casos, los hijos quedaran bajo la tutela o custodia de sus padres o familias originarias sino en instituciones públicas y en adopción, sin que el Estado y sus autoridades, en esa época, hicieran algo diferente a ofrecer cobertura legal para que esta segregación-separación y pérdida de identidad se consumara”.

     Por todo lo dicho, el Sumario del juez Garzón considera que ello supuso un “plan sistemático e ideológico para la formación de nuevo Estado aplicado a quienes se consideraban contaminados o no aptos para asumir el cuidado y educación de los hijos, por sus ideas políticas, inspirado en la filosofía de pureza ideológica que a través de la doctrina pseudocientífica”, la cual había sido implantada por la Orden del Jefe del Estado a partir de 1938 (telegrama nº 1565) y que tendría su máximo exponente en la Ley de 4 de diciembre de 1941 por la que se regulan las inscripciones en el Registro Civil de los niños repatriados y abandonados. Previa a dicha ley, hay que señalar la Orden del ministro de Justicia (Esteban Bilbao) de 30 de marzo de 1940 mediante la cual se establecían las normas sobre la permanencia en las prisiones de los hijos de las reclusas, y que, como se señala en su artículo 1º, éstas sólo podían tener a los hijos en su compañía hasta que cumpliesen los 3 años de edad.

     Especialmente significativo era el caso de la llamada Prisión de Madres Lactantes, creada en enero de 1940 por el Ministerio de Justicia en la Carrera de San Isidro, nº 5, de Madrid. Según el citado Sumario, “este Centro obedecía al desarrollo de las ideas ya expuestas en 1938 y 1939 por el responsable del Gabinete de Investigaciones Psicológicas”, a cuyo frente se hallaba el psiquiatra filonazi Antonio Vallejo-Nájera, y especialmente en relación con mujeres presas, tenían como intención última, “lograr la regeneración física y moral para devolverla a la sociedad sana de cuerpo y espíritu, y pueda llevar su sagrado cometido: la maternidad”. Pero la realidad de la Prisión de Madres Lactantes, según diversos testimonios, era terrible tanto para las madres como para los hijos, que no estaban más de una hora al día con sus madres, permaneciendo el resto del tiempo separados y en condiciones muy precarias. Además, muchos de aquellos hijos les fueron retirados a las madres y nunca fueron devueltos a sus familiares de origen, ni tampoco se intentó hacerlo. Cuando los niños cumplían los 3 años, las Juntas provinciales de Protección de la Infancia se hacían cargo de ellos si los familiares de los mismos no tuvieran medios suficientes para alimentarlos y educarlos (Orden de 30 de marzo de 1940).

    En otras ocasiones, los niños de las presas “desaparecían” sin el menor trámite “legal”. Así ocurrió en la Prisión de Mujeres de Saturrarán (Vizcaya) en 1944, donde funcionarios y religiosas ordenaron a las presas que entregaran a sus hijos y, tras forcejeos y resistencias, fueron introducidos en número indeterminado en un tren con destino desconocido, y nunca más se supo de ellos, tal y como señalaba Ricard Vinyes en su libro Irredentas. Las presas políticas y sus hijos en las cárceles franquistas (2002). Otro caso de niños robados era el que afectaba a los niños repatriados y que, con arreglo a la citada Ley de 4 de diciembre de 1941, contemplaba el procedimiento para inscribirlos en el Registro Civil para, como señalaba dicha normativa “reintegrar física y espiritualmente dichos niños a la patria”, esto es, al Nuevo Estado franquista. Dicha ley afectaba a “los niños que los rojos obligaron a salir de España y que han sido o sean repatriados” y a aquellos “niños cuyos padres y demás familiares murieron o desaparecieron durante el Glorioso Movimiento Nacional”. Pero, las autoridades nunca investigaron la identidad para recuperar los vínculos paterno-filiales de dichos niños. Al contrario, “se propició la desconexión y así se ha mantenido hasta la actualidad en múltiples casos”.

    También estaba legislado el tema de las adopciones, muchas de ellas llevadas a cabo de forma arbitraria. Este era el caso del Decreto de 23 de noviembre de 1940 (BOE, de 1 de diciembre) del Ministerio de la Gobernación sobre Huérfanos, protección a los de la Revolución y la Guerra. En dicho Decreto, se indica que, “la guardia y custodia de los huérfanos será cumplida, luego de la madre o parientes, confiándoles en iguales circunstancias, a personas de reconocida moralidad, adornadas de garantías que aseguren la educación de los huérfanos en ambiente familiar irreprochable desde el triple punto de vista, religioso, ético y nacional” (art. 3.b). Quedaba patente que existía todo “un sistema de tutelas o adopciones encubiertas cuya procedencia quedaba en manos de las autoridades del régimen, lo cual unido a las percepciones o posicionamiento respecto a las mujeres presas republicanas podía dar como resultado inevitable la pérdida del menor”.

    Hay que señalar que, para esta “pérdida del menor”, o mejor decir, para el “robo” del mismo, existía toda una trama burocrática de organizaciones del régimen franquista en la cual estaban implicadas, además del Auxilio Social, diversas entidades benéficas y las delegaciones locales del Patronato de Nuestra Señora de la Merced, siendo éstas las que determinaban la adopción de los “casos urgentes de miseria moral, producida por la vida irregular de la madre, conducta inmoral o ideas perniciosas de las familias en que viven los niños” (art. 18.c del Reglamento de las Delegaciones Locales del Patronato de Nuestra Señora de la Merced para la Redención de Penas por el Trabajo).

   A la hora de hablar de cifras, según el citado Patronato, en la década del 1944-1954, existían 30.960 niños y niñas que se hallaban bajo la tutela del Estado, la mayoría, huérfanos de guerra, con padres muertos, presos, exiliados, clandestinos o desaparecidos.

    En este contexto, la Ley de 4 de diciembre de 1941 “introdujo un sistema arbitrario de asignación de identidades, filiación e inscripción de miles de niños que, presuntamente, transformó en un hecho consumado la desaparición de los afectados en relación con sus familiares de origen”. Y es que, se llegaron a alterar los datos de nacimiento para impedir que los padres, tras lograr la libertad, pudieran recuperar a sus hijos, favoreciendo, así, “las adopciones consumadas”.

    Especialmente dramático era el caso de la apropiación de los niños y niñas en el momento del parto, tal y como ocurrió con diversas presas republicanas condenadas a muerte a las cuales se mantenían con vida hasta el parto para, posteriormente, ser ejecutadas, tal y como recoge el testimonio de fray Gumersindo de Estella, en el caso de los dramáticos fusilamientos que tenían lugar en las tapias del Cementerio zaragozano de Torrero.

    Otro caso de robo de niños era el que, desde 1937, llevó a cabo el Servicio Exterior de Falange para capturar niños de familias republicanas existentes fuera de España.  Ello respondía a un plan sistemático de “recuperación” de los niños evacuados durante la guerra, obviamente, sin petición ni autorización de sus padres legítimos.  Fue por ello, que la mayor parte de las veces, los niños capturados en el extranjero no se reintegraron a sus familias originarias y se hizo cargo de ellos la Junta de Protección de Menores.

   Por todo lo dicho, según todos los datos aportados y los estudios realizados, el Sumario incoado por el juez Garzón concluye que, en la España franquista se llevó a cabo “un sistema de desaparición de menores, hijos de madres republicanas (muertas, presas, ejecutadas, exiliadas o simplemente desaparecidas) a lo largo de varios años, entre 1937 y 1950, desarrollado bajo la cobertura de una aparente legalidad”. Estos métodos de desaparición “legalizada”, se institucionalizaron gracias a “un sistema de impunidad impuesto por quienes lo diseñaron y el miedo desarrollado en las víctimas, conscientes de la práctica inutilidad de su acción”. Como reconoce el Sumario, es algo que “puede resultar casi inverosímil”, pero que ocurrió y, es que, “tuvo un claro carácter sistemático, preconcebido y desarrollado con verdadera voluntad criminal para que las familias de aquellos niños a los que no se les consideraba idóneos para tenerlos porque no encajaban en el nuevo régimen, no pudieran volver a tener contacto con ellos”

     A modo de conclusión, el juez Garzón recordaba que corresponde al Poder Judicial la obligación de investigar el carácter delictivo de estos hechos, dado su carácter permanente y que están contextualizados como crímenes contra la humanidad. Por ello, en aplicación de la justicia, resulta esencial no sólo investigar estos hechos, sino también, sancionar a los culpables, reparar a las víctimas y recuperar la verdadera identidad de todos aquellos niños y niñas que fueron robados durante la larga noche de la dictadura franquista. A fecha de hoy, sigue siendo una deuda de nuestra democracia que se debe subsanar y por ello, son tan importantes las políticas públicas de memoria democrática, aquellas que los partidos de extrema derecha, como es el caso de Vox, pretenden eliminar impidiendo, de este modo, lograr la necesaria justicia reparadora para con las víctimas de esta negra página de nuestra historia reciente.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 29 de octubre de 2023)

 

 

 

UN HITO DE LA JUSTICIA UNIVERSAL

 

    El 16 de octubre de 1998, a instancias del juez Baltasar Garzón, era detenido en Londres el general Augusto Pinochet, hecho que supuso todo un hitoen la aplicación del principio de justicia universal a la hora de luchar contra los delitos de genocidio, como el cometido por el dictador chileno.

    La detención Pinochet exaltó a la extrema derecha de su país, la cual arremetió contra Garzón en los más duros términos, incluso haciendo uso de su indisimulado antisemitismo, aludiendo al origen judío del apellido Garzón. También en España la actitud valiente de nuestro juez chocó con rechazos y críticas. Así, Eduardo Fungairiño, el entonces fiscal de la Audiencia Nacional, llegó a negar la competencia de Garzón para instruir este caso, opinión que también compartía Felipe González, la cual pretendió avalar con el sorprendente argumento de que “Nosotros [España] no somos quienes para juzgar: la época colonial acabó en el s. XIX”.

   Frente a estas actitudes, los abogados Joan Garcés y Enrique de Santiago se manifestaron, desde el primer momento, favorables al procesamiento de Pinochet.  A ello hay que añadir que, días después varios países pidieron también la extradición del dictador, como fue el caso de Suiza, Francia, Suecia, Noruega, Canadá, Italia, Bélgica, Luxemburgo, Alemania, Estados Unidos e incluso Chile.

    Ante esta situación, la actitud del Gobierno del PP de José María Aznar fue muy tibia y reticente. De hecho, Aznar llegó a decirle al Premier británico Tony Blair que el tema, “es una desagradable patata caliente”. Además, Aznar, olvidando deliberadamente el artículo 23.4 de la Ley Orgánica 6/1985 del Poder Judicial que declaraba que “será competente la jurisdicción española para conocer de los hechos cometidos por españoles o extranjeros fuera del territorio nacional” susceptibles de tipificarse como delitos, entre otros, el de genocidio, le comentó al presidente italiano Massimo D’Alema, “No quiero que España se convierta en un Tribunal Penal Internacional”, con lo cual dejaba patente su escaso compromiso por impulsar la persecución de los crímenes de genocidio por medio de la aplicación de la justicia universal y, por ello lo cercenó más tarde mediante la Ley Orgánica 1/2014 que modificaba en sentido restrictivo la anteriormente citada Ley Orgánica 6/1985.

    Finalmente, el juicio se inició el día 9 de noviembre y el Gobierno británico autorizó, inicialmente la extradición, a pesar de que el Gobierno chileno, por medio de José Miguel Insulza, ministro del Partido Socialista (¡Qué pensaría el presidente Allende si hubiera podido verlo!) presionó al Gobierno de Tony Blair para evitar la extradición de Pinochet a España. Durante el juicio, diversas alegaciones de los abogados defensores, tanto desde el punto de vista jurídico como recurriendo a motivos humanitarios (la edad y el estado de salud del general genocida) lograron la repetición del juicio, el cual se inició, de nuevo, el 17 de enero de 1999.

    Más tarde, el 14 de abril de 1999, Jack Straw, el ministro de Asuntos Exteriores británico, autorizó por segunda vez la extradición de Pinochet por 38 casos de tortura. Y, así las cosas, la oposición al procesamiento judicial de Pinochet llegó al esperpento cuando el fiscal Fungairiño intervino en defensa del general, incluso antes de que lo hicieran los propios abogados defensores del dictador chileno.

    Durante el proceso judicial volvió a haber interferencias y presiones políticas en varias direcciones. Así, el presidente de Chile, Eduardo Frei (DC) pidió directamente a Aznar “desatascar el carro del general Pinochet, sacándolo del atolladero judicial: una solución amistosa de arbitraje político de Estado a Estado” y, por ello, el presidente Aznar pensó en pedir “un Dictamen al Consejo de Estado que se sustancie por el parlamento”, una propuesta que el PSOE rechazó. Otras presiones fueron las realizadas por Henry Kissinger, exsecretario de Estado norteamericano, instigador del golpe del 11 de septiembre de 1973 contra el presidente Allende, que reclamó la liberación de Pinochet y su inmediata vuelta a Chile. La actitud d Kissinger fue duramente recriminada por el escritor Elie Wiesel, superviviente del Holocausto y premio Nobel de la Paz en 1986 diciendo que “resulta increíble que Kissinger, un emigrante alemán que ha padecido en su familia y en sí mismo la persecución genocida de Hitler, pida la libertad de un dictador responsable de miles de crímenes de lesa humanidad” a la vez que señalaba que “Hay que agradecer iniciativas como la del Juez Garzón que abren las puertas a la justicia universal y a que nuestro mundo sea más justo”.

    Durante el juicio, Margaret Thatcher defendió a Pinochet por la ayuda que brindó a Gran Bretaña durante la guerra de Las Malvinas de 1982 contra Argentina, aprovechando la ocasión para rechazar lo que la Dama de Hierro calificaba como un “juicio show”, a la vez que atacaba al juez Garzón.

    Pero, en esta fase del proceso judicial, cuando todas las acusaciones incriminaban a Pinochet, se recurrió al reducto legal de la “compasión” para que el general eludiera la previsible extradición y condena, una compasión que la frialdad criminal del general, ahora senador, nunca tuvo con sus víctimas. Y así fue…el Gobierno de Chile pidió su libertad “por razones humanitarias” y el ministro Straw, alegando motivos médicos, tomó la decisión política de liberar a Pinochet, lo que, según Garzón, fue una flagrante burla antijurídica. Fue así como el general genocida eludió la extradición y, después de 503 días de detención en Londres, retornó a Chile el 2 de marzo de 2000, en una silla de ruedas, coartada por su supuesto precario estado de salud, una silla de ruedas que dejó de lado cuando llegó al aeropuerto de Santiago de Chile para, acto seguido, pasar revista, con paso marcial, a la compañía militar de honores que lo recibió.

    Meses más tarde, el presidente de Estados Unidos Bill Clinton ordenó desclasificar 16.000 documentos secretos en los que quedaba patente la implicación de la CIA en el golpe de Estado contra el presidente Salvador Allende, una desclasificación que respondió a una solicitud del juez Garzón. Una iniciativa que, al igual que la detención y el procesamiento de Pinochet en Londres, conmocionó positivamente los planteamientos de la justicia internacional.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 16 octubre 2023)

 

 

 

TRUMPISMO FISCAL

 

    Desde siempre, los planteamientos económicos de la derecha liberal se han opuesto a las políticas de progresividad fiscal, a aquellas que, en los Estados socialmente avanzados, han pretendido vertebrar la sociedad reduciendo las desigualdades y la excesiva concentración de la riqueza y, de este modo, que cada ciudadano tributemos con arreglo a nuestros bienes y riqueza real.

    La fiscalidad progresiva comenzó a implantarse en algunos países durante la década de 1910-1920 y, en este sentido, fue un hito el que en 1913 los Estados Unidos (EE.UU.), a instancias del Partido Demócrata, introdujese, por primera vez, un impuesto federal sobre la renta y la fortuna. A partir de este momento, la aplicación de la progresividad fiscal en los EE.UU. siguió dos vías: el impuesto sobre la renta, cuyo tipo impositivo, como señala Thomas Piketty, alcanzó un promedio del 82% entre 1930-1980 y el impuesto sobre las sucesiones, que llegó a ser del 70% en el caso de las mayores transmisiones patrimoniales.

    Todo cambió con la llegada a la presidencia de los EE.UU. de Ronald Reagan en 1981 y la implantación de un programa económico ultraliberal que pretendía la demolición de la fiscalidad progresiva. De este modo, la reforma fiscal de Reagan de 1986 redujo el tipo máximo del impuesto sobre la renta al 28% y abandonó las políticas sociales del New Deal implantadas en su día por el presidente Roosevelt a las que acusó de “haber debilitado” a EE.UU.

     La siguiente vuelta de tuerca, más tarde seguida en diversos países, se debió a la reforma fiscal de Donald Trump cuando llegó a la Casa Blanca en el año 2016. Fue entonces cuando este empresario, convertido en presidente de los EE.UU., redujo el tipo impositivo federal sobre los beneficios empresariales del 35% al 15% y el impuesto a los propietarios de empresas, como era su caso, del 40% al 25%, además de eliminar totalmente el impuesto de sucesiones y abolir la reforma sanitaria del presidente Barack Obama, el llamado “Obamacare”. Y no sólo eso: Trump aprovechó de forma demagógica sus recortes y la supresión de las políticas sociales estatales estigmatizando a la población negra a la cual acusaba de “beneficiarse demasiado” de dichas ayudas sociales, lo mismo que en la actualidad hacen las derechas xenófobas y racistas, también en España. Ante esta situación, los hechos han demostrado que resulta un grave error moral, histórico y económico, conceder regalos fiscales a los grupos sociales más ricos, a la vez que pone de manifiesto una profunda incomprensión ante los retos desigualitarios que plantea la actual globalización económica.

     El proceso de desmantelamiento de la progresividad fiscal, iniciado en la década de 1980 en EE.UU. y Reino Unido por parte de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, fue seguido en diversos países de Europa a partir de 1990 y principios de la década de 2000. En el caso de Italia, a partir del año 2018 se inició el desmantelamiento de la fiscalidad progresiva, proceso que ha continuado el actual gobierno de la ultraderechista Giorgia Meloni. Algo similar ocurre en la Rusia del autócrata Vladimir Putin, donde tras el hundimiento de la URSS no existe la más mínima política fiscal redistributiva. De hecho, desde el año 2001, el impuesto de la renta ha quedado fijado en el 13%, tanto para los ingresos de 1.000 rublos como para los de más de 100.000 y tampoco existe un impuesto de sucesiones, razón por la cual la Rusia de Putin se caracteriza, en palabras de Piketty, por “una deriva cleptocrática sin límites”.

   Todo este “trumpismo fiscal”, con su evidente carga de injusticia social y demagogia, que crispa la convivencia al enfrentar a las clases trabajadoras a las que dice defender frente a supuestos enemigos, siempre más pobres y generalmente inmigrantes o pertenecientes a minorías étnicas, culturales o religiosas, está arraigando de forma preocupante en Europa, con evidentes éxitos electorales puesto que, como advertía Piketty, las clases trabajadoras, perjudicadas como consecuencia de la globalización ultraliberal, lamentablemente, “parecen confiar más en las fuerzas antiinmigración que en los partidos que dicen ser progresistas”.

     En el caso de Aragón, también el Presidente Jorge Azcón parece seguir los dictados del “trumpismo fiscal” pues recientemente, en su discurso de investidura, ha anunciado su intención de bajar los impuestos a las rentas más altas y de transferir dinero público a empresas privadas, con lo cual queda patente su voluntad de favorecer desde las instituciones a los intereses de las élites, a la vez que limita que los poderes públicos tengan los recursos económicos necesarios procedentes de una política fiscal progresiva para que éstos cumplan plenamente su función de redistribuidores de la riqueza y de que puedan prestar servicios públicos de calidad al conjunto de la ciudadanía.

    Ante esta situación, resulta esencial reactivar las políticas que defiendan la fiscalidad progresiva de signo socialdemócrata, pues ésta ha sido el cimiento sobre el cual se construyó el Estado social de bienestar, el mismo en que se empeñan en socavar las derechas políticas y económicas, que sólo miran, de forma insolidaria, por beneficiar a intereses privados y no por el bien del conjunto de los ciudadanos, de todos los ciudadanos. Igualmente, cada vez resulta más urgente establecer impuestos nuevos que frenen las alarmantes y graves consecuencias del innegable cambio climático que amenaza nuestro futuro. En este sentido, se plantea de forma insistente el establecer impuestos sobre las emisiones contaminantes, que sean socialmente aceptables y que afecten a los mayores emisores de CO2 y cuya recaudación íntegra se destine a financiar la transición ecológica, a lo que ha dado en llamarse “Green New Deal”, tan urgente como necesaria, basada en medidas firmes de justicia social y fiscal.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 4 octubre 2023)

 

LA GLOBALIZACIÓN Y EL AUMENTO DE LA DESIGUALDAD

 

     Toda sociedad necesita, como señala Thomas Piketty, una narrativa para justificar las desigualdades. En las sociedades contemporáneas, se han justificado aludiendo a la “meritocracia”: la desigualdad moderna se consideraba “justa” porque se le suponía el resultado de un proceso libremente elegido en el que todas las personas tienen las mismas oportunidades para progresar en la vida. Pero esto no es así como la realidad histórica demuestra, pues las desigualdades sociales se han debido a que no todas las personas han tenido las mismas oportunidades en la vida para demostrar sus capacidades y valía debido a insalvables condicionantes económicos.

    La cuestión de la desigualdad fue el tema central de los estudios del economista Anthony B. Atkinson y, de este modo, analiza en profundidad temas tan esenciales como la distribución de la riqueza, la desigualdad y la pobreza, a la vez que, para hacerles frente, apuntaba propuestas sobre una “fiscalidad óptima”. Los estudios de Atkinson y también de Simon Kuznets, han dado lugar a una nueva disciplina dentro de las ciencias sociales y la economía política: el estudio de la dinámica histórica de la distribución de la renta y la riqueza, estudios que están recogidos en la World Inequality Database (WID.world), de la cual Atkinson fue cofundador y director.

   Fue un motivo de optimismo el hecho de que las desigualdades sociales se redujeron considerablemente gracias a las políticas sociales y fiscales puestas en marcha en diversos países a lo largo del pasado siglo XX. Fue obra del Estado social, del Estado de bienestar, que se caracterizó, fundamentalmente, por el desarrollo de la inversión en materia de educación y salud pública, en la creación de un sistema de público de pensiones y de seguros sociales. En consecuencia, como señalaba el citado Piketty, la consolidación del Estado social, “ha sido un factor poderoso para lograr tanto una mayor igualdad como una mayor prosperidad económica durante el último siglo”. De este modo, las políticas progresistas lograron reducir la desigualdad al impulsar una ambiciosa agenda de reformas tanto políticas como fiscales y sociales.

     Aquel fue un período en el cual la concentración de la propiedad y, por lo tanto, del poder económico, disminuyó de manera significativa con el ascenso social de la clase media y trabajadora a unos bienes que, hasta entonces, les resultaban inalcanzables, bien fueran éstos la vivienda o los estudios superiores para las familias de escasos recursos económicos. No obstante, como consecuencia de la globalización ultraliberal, se empezó a producir un estancamiento en temas tan vitales como la inversión en educación pública lo cual, como señalaba Piketty, “ha contribuido tanto al aumento de la desigualdad como a la desaceleración del crecimiento de la renta per cápita”, temas tratados por el citado economista francés en su libro El capital del siglo XXI, en el cual ha estudiado los mecanismos de desigualdad social.

   La realidad nos demuestra que la desigualdad social ha aumentado tras la globalización ultraliberal: mientras aumentaban las grandes fortunas, las clases media y trabajadora, veían reducidos sus niveles de renta. Y no sólo en el ámbito de los países occidentales y en los del Tercer Mundo, donde cada vez son más lacerantes las desigualdades sociales entre las oligarquías locales y la inmensa parte de la población pobre de aquellos países. Este mismo proceso ha ocurrido en China entre 1995-2015, donde el llamado “plutocomunismo” ha supuesto una fuerte concentración de la propiedad como consecuencia de un proceso de privatización parcial de empresas estatales a grupos minoritarios y en condiciones de opacidad. Lo mismo podemos decir de la Rusia post-soviética, donde la proliferación de nuevos magnates y multimillonarios ha sido una consecuencia evidente de la privatización de las empresas del sector estatal de la antigua URSS.

    Dicho todo esto, resulta muy interesante la lectura del documento elaborado por OXFAM Intermon titulado “Justo el país que queremos”, en el cual plantea como prioridad la lucha contra la desigualdad ya que, como señalaba Ernesto García López, técnico de la citada ONG, los efectos de la desigualdad social “generan sociedades muy polarizadas, que pueden dar lugar a graves conflictos internos y situaciones de aumento de la conflictividad social”. Para evitar estas indeseadas situaciones plantea el referido documento propuestas concretas agrupadas en 5 ejes: las orientadas a los cuidados, que incluirían la aprobación de una Ley General de Cuidados que los garantice de forma universal; la justicia global, basada en la cooperación internacional con el cumplimiento por todos los países de dedicar a este fin el 0,7% de la renta nacional bruta a ayuda al desarrollo; la justicia socioeconómica basada en la fiscalidad progresiva, las políticas de protección social y la inserción laboral de los jóvenes; la justicia climática, para reducir las emisiones contaminantes y aumentar la financiación climática y, por último, un tema tan importante como es el “derecho a la movilidad humana”, entendiendo por tal que la migración no es un problema, sino “un bien público global”, esto es, un derecho universal. 

    Por todo lo dicho, y a modo de conclusión digamos que, desde la crisis de 2008 y, especialmente a partir de la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca en 2016, así como del desgarro que supuso en Europa el Brexit, unido a la explosión del voto xenófobo en múltiples países, los peligros que plantea el aumento de la desigualdad social y el sentimiento de “abandono” de las clases trabajadoras, víctimas de los negativos efectos de la globalización ultraliberal, se ha hecho más que evidente la necesidad de una nueva regulación social del capitalismo. Este será el futuro reto para las políticas que deberán impulsar los partidos progresistas. El tiempo dirá si este reto se desarrolla con éxito, para consolidar una sociedad más justa, capaz de hacer frente a los actuales enemigos que acosan al Estado de bienestar. Veremos.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 22 septiembre 2023)

 

EL SUEÑO DE LA ONU

 

    Tras la inmensa catástrofe que fue la II Guerra Mundial, la creación de la ONU en 1945 supuso el establecimiento de una institución transnacional y mundial que, afirmando los valores universales, impidiese, como señalaba Jean Ziegler, “el retorno de los monstruos”, de aquellos fascismos que desataron la contienda que ahora concluía.

   La ONU pretendía, también, superar la ineficacia de la Sociedad de Naciones, surgida en 1919, tras el final de la I Guerra Mundial (1914-1918), dado que éste sólo permitía la negociación y el arbitraje entre las naciones en conflicto y carecía de poder coercitivo, esto es, de la posibilidad de recurrir a la fuerza armada cuando fuese necesario. Por estas razones, la Sociedad de Naciones fue incapaz de frenar las anexiones territoriales de la Alemania nazi y de la Italia fascista, tampoco pudo evitar la Guerra de España de 1936-1939, además de contar con el rechazo de la URSS y su debilidad quedó patente por el hecho de que los EE.UU. nunca llegara a formar parte de ella.

    En contraposición con lo sucedido con la fenecida Sociedad de Naciones, la actual ONU, pese a sus limitaciones, sí que contempla la posibilidad del empleo de la fuerza armada, de la “Acción en caso de amenaza contra la paz, de quebrantamiento de la paz y de acto de agresión”, tal y como se recoge en el capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas. En base a ello, la ONU puede actuar en dichos supuestos, contando para ello, además, con el consentimiento de los 5 miembros permanentes del Consejo de Seguridad (EE.UU., Rusia, China, Gran Bretaña y Francia). Así ocurrió en casos tales como las guerras de Corea (1950-1953), Katanga (1960-1964), sur del Líbano (2006), Kuwait (1990) o Irak (2003). Estas intervenciones armadas, avaladas por la ONU, se llevaron a cabo en aras en llamado “Principio de injerencia humanitaria”, aplicable cuando un gobierno viola sistemáticamente los derechos humanos de sus ciudadanos, como una forma de poner la fuerza al servicio del derecho, en aras al principio de “la responsabilidad de proteger”, una obligación que emerge de la Carta de las Naciones Unidas, a pesar de que esta injerencia humanitaria suponga una violación de la soberanía de los Estados en conflicto. De este modo, la ONU ha intentado, con éxito desigual, ser la garante de la paz pues, como dijo Willy Brandt, “la paz no los es todo…pero sin la paz, todo es nada”.

    En la actualidad, la ONU es toda una galaxia en la que cohabitan, junto a su administración central, 23 organizaciones especializadas, altos comisariados, agencias, fondos, programas, etc. La mayor parte de estas instancias son independientes en términos administrativos y cuentan con sus propios presupuestos. Algunas de estas organizaciones han tenido una destacada trayectoria y proyección mundial como, por ejemplo, la Organización Internacional del Trabajo (OIT); la FAO, el Programa Mundial de Alimentos (PMA), el Alto Comisariado para los Refugiados (ACR) o el Alto Comisariado para los Derechos Humanos.

   Jean Ziegler, relator y en su día vicepresidente del Comité Asesor de Derechos Humanos de la ONU, en su libro Hay que cambiar el mundo, reivindica el renacimiento de la ONU y la defensa de la estrategia política de la diplomacia multilateral en contraste con la estrategia imperial impulsada por los EE.UU. o el obstruccionismo que también sufren las Naciones Unidas por otros países como China, Rusia o Israel. En este ámbito, la diplomacia multilateral de la ONU, además de su labor en pro de mantenimiento de la paz en zonas de conflicto, también hay que destacar que ha tenido éxitos importantes en la lucha contra las epidemias a través de la Organización Mundial de la Salud (OMS), como hemos comprobado recientemente durante la crisis causada por la Covid-19. Lo mismo podemos decir del caso de la OIT, fundada en 1919 tras el Tratado de Versalles, momento en el cual sus fundadores estaban convencidos de que la mejora de la suerte de los trabajadores y la justicia social eran condiciones indispensables para lograr una paz universal y durable”.

    Sin embargo, como recordaba Ziegler, en la actualidad la ONU “está anémica” dado que “se ha roto el sueño que la impulsaba, esto es, el deseo de instaurar un orden público mundial”. Pese a ello, hay esperanza porque, como señalaba dicho autor, “el horizonte último de la historia es la organización colectiva del mundo, bajo el imperio del derecho, con la justicia social, la libertad y la paz planetaria como objetivos primordiales”, ideales recogidos en el art. 1º de la Declaración Universal de Derecho Humanos del 10 de diciembre de 1948: “Todos los seres humanos nacen libre e iguales en dignidad y derechos, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”.

    Tal vez por todo ello, Kofi Annan, el que fuera secretario general de la ONU, planteó en 2006 un ambicioso plan para la reforma del Consejo de Seguridad, el cual, lamentablemente, no ha obtenido el apoyo y los resultados deseados. Dicho Plan contemplaba, en primer lugar, que “el derecho a veto” no será admisible con conflictos que impliquen crímenes contra la humanidad. Y, en segundo lugar, Annan planteaba que los asientos permanentes del Consejo de Seguridad deberían de ser rotatorios, de forma que se adaptara en mayor medida a los equilibrios económicos, financieros y políticos actuales, propuesta que, como era de suponer, contó con el rechazo frontal de los 5 miembros permanentes. Por ello, para que la reforma concebida por Kofi Annan se convierta algún día en realidad, dependerá en el futuro de “la intensidad de las presiones que podrá impulsar la sociedad civil internacional”.

    En la coyuntura actual, la situación de la ONU la resume Ziegler como un momento en que “los combates emprendidos son muchos, sus resultados son todavía inciertos. Pero esta sociedad civil internacional, dotada especialmente de las armas de una ONU regenerada, abre el horizonte de un mundo por fin humano”. Un sueño digno de todo esfuerzo para hacerlo realidad.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 11 septiembre 2023)