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Kiryat Hadassa: el blog de José Ramón Villanueva Herrero

Economía global

HERENCIA UNIVERSAL Y SALARIO JUSTO

 

    El tema de la “herencia universal”, planteado durante la pasada campaña de las elecciones generales del 23 de julio de 2023 por Yolanda Díaz, candidata de la Plataforma Sumar, mediante el cual se concedería una ayuda pública de 20.000 euros a todos los jóvenes al cumplir los 25 años, remota una idea defendida por el economista Thomas Piketty la cual también aparece en el Plan España 2050 del año 2021, elaborado por la Oficina Nacional de Prospectiva y Estratégica en cuyo apartado 8º, titulado “Reducir la pobreza y la desigualdad y reactivar el ascensor social” se alude a la “herencia pública universal” como medio para lograr dichos objetivos.

    La aplicación de la herencia universal supondría, para la Hacienda española, según señala Pablo Sempere, un gasto anual de en torno a 10.000 millones de euros, el 0,8% del PIB, qu sería financiado por los impuestos a los grandes patrimonios, las rentas más elevadas y los que gravasen las emisiones contaminantes de las empresas y particulares. De este modo, la herencia universal, que también puede denominarse “dotación de capital universal”, como señala Piketty, representaría, para evitar alarmismos de sus potenciales detractores, “una pequeña parte del gasto público total”.

    La mayoría de los expertos consideran que, al plantear el tema de la herencia universal en el debate político, como señala Pablo Sempere, “se acierta de lleno al poner el foco en la desigualdad por motivos de nacimiento y por cuestiones de edad”. Y es que, como afirma Jorge Galindo, la herencia universal cumple con dos objetivos: intenta romper el círculo de la “desigualdad generacional que se da a través del capital” y permite incrementar los grados de libertad de las nuevas generaciones, algo que se obtiene, cuando “uno dispone de más capital de partida” y, de este modo, corrige en parte el balance intergeneracional, equilibrando las transferencias de fondos públicos a pensiones para personas mayores, con los destinados a los jóvenes, que son el futuro de cualquier sociedad. Evidentemente, el punto más polémico es si debe ser “universal”, independientemente de los niveles de renta de las familias. Y ante ello, se plantean otras alternativas: Lidia Brun prefiere dedicar dichos recursos a fortalecer los servicios públicos o levantar un parque de vivienda pues, considera que, “reducir las dificultades en el acceso a la vivienda de calidad es crucial para mejorar las tasas de natalidad, favorecer la capacidad de consumo y ahorro de los hogares, y evitar, por esta vía, un incremento de la desigualdad, tanto en renta como en riqueza, que en España está muy condicionada por la propiedad de la vivienda”. Por su parte, Marcel Jansen prefiere una ayuda finalista destinada a las familias jóvenes con hijos o a fomentar la emancipación de los jóvenes con rentas bajas. En cambio, Piketty defiende su “universalidad” pues considera que una sociedad justa “se basa sobre todo en el acceso universal a un conjunto de bienes fundamentales” (educación, salud, pensiones, vivienda, medio ambiente, etc.) que permiten a las personas participar plenamente en la vida social y económica, y no puede reducirse a una dotación de capital monetario. Por ello, una vez que se garantiza el acceso a estos bienes fundamentales (incluido, por supuesto, el acceso al sistema de renta básica), la herencia universal representa un importante componente adicional de una sociedad justa.

   La cuestión de la renta básica no sólo se ha planteado en diversos países occidentales, sino que también ha surgido en el debate político de la India, la democracia más superpoblada del mundo y donde las diferencias sociales resultan lacerantes. De este modo, en el año 2019, el Partido del Congreso propuso introducir un sistema de renta básica, el NYAY, siglas en hindú de “renta mínima garantizada”, por una cuantía de 6.000 rupias mensuales por hogar (unos 250 euros), de la cual podría beneficiarse el 20% de la población más pobre del país.

   En este contexto, surge el debate entre temas esenciales tales como la “renta básica” y el “salario justo” y, por ello, Piketty nos recuerda que, “si queremos vivir en una sociedad justa, debemos plantear objetivos más ambiciosos, relativos a la distribución de la renta y de la riqueza y, por lo tanto, de la distribución del poder y de las oportunidades”. Esta “ambición” a la que se refiere el economista francés es la que debe impulsarnos a construir una sociedad basada en la remuneración justa del trabajo, en un salario justo, y no sólo en la renta básica, lo cual requiere, en su opinión, replantearse el papel de un conjunto de instituciones y políticas concretas que resultan complementarias entre sí, entre las que cita las siguientes:

   1.- el sistema educativo, para que no siga reproduciendo las desigualdades sociales, sobre todo en el ámbito del acceso a la educación superior.

  2.-la  revalorización del papel de los sindicatos y, para ello, resulta esencial que, junto a su labor diaria para la mejora de las condiciones salariales y laborales, los representantes de los trabajadores deben tener presencia activa  en los Consejos de Administración de las grandes empresas, impulsando la democracia económica, tal y como ocurre en Alemania y Suecia, lo cual implica, además tres ventajas evidentes: el logro de escalas salariales más justas, una mayor implicación de los trabajadores en la estrategia de la empresa y, también, una mayor eficiencia productiva.

   3.- una profunda reforma del sistema tributario para, como señala Piketty, “limitar el poder del capital y su perpetuación”, desarrollando una potente fiscalidad progresiva tanto sobre el patrimonio como sobre la renta, fuentes de financiación de un sólido Estado de bienestar, capaz de ofrecer bienes y servicios públicos a todos sus ciudadanos, evitando, de este modo, que las políticas ultraliberales y las demagógicas reducciones de impuestos que éstas políticas plantean, lo descapitalicen, lo dejen carente de recursos para cumplir su función social  de cimentar una sociedad justa.

    En consecuencia, como señala Piketty, si en una fase transitoria resulta importante apostar por la renta básica para hacer frente a las desigualdades y a la falta de oportunidades que padecen diversos sectores sociales, especialmente los jóvenes, el objetivo final siempre debe ser el logro de salarios justos para todos los trabajadores, de avanzar hacia una democracia económica, como base esencial de una sociedad cohesionada y progresista.

 

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 4 marzo 2024)

 

 

TRUMPISMO FISCAL

 

    Desde siempre, los planteamientos económicos de la derecha liberal se han opuesto a las políticas de progresividad fiscal, a aquellas que, en los Estados socialmente avanzados, han pretendido vertebrar la sociedad reduciendo las desigualdades y la excesiva concentración de la riqueza y, de este modo, que cada ciudadano tributemos con arreglo a nuestros bienes y riqueza real.

    La fiscalidad progresiva comenzó a implantarse en algunos países durante la década de 1910-1920 y, en este sentido, fue un hito el que en 1913 los Estados Unidos (EE.UU.), a instancias del Partido Demócrata, introdujese, por primera vez, un impuesto federal sobre la renta y la fortuna. A partir de este momento, la aplicación de la progresividad fiscal en los EE.UU. siguió dos vías: el impuesto sobre la renta, cuyo tipo impositivo, como señala Thomas Piketty, alcanzó un promedio del 82% entre 1930-1980 y el impuesto sobre las sucesiones, que llegó a ser del 70% en el caso de las mayores transmisiones patrimoniales.

    Todo cambió con la llegada a la presidencia de los EE.UU. de Ronald Reagan en 1981 y la implantación de un programa económico ultraliberal que pretendía la demolición de la fiscalidad progresiva. De este modo, la reforma fiscal de Reagan de 1986 redujo el tipo máximo del impuesto sobre la renta al 28% y abandonó las políticas sociales del New Deal implantadas en su día por el presidente Roosevelt a las que acusó de “haber debilitado” a EE.UU.

     La siguiente vuelta de tuerca, más tarde seguida en diversos países, se debió a la reforma fiscal de Donald Trump cuando llegó a la Casa Blanca en el año 2016. Fue entonces cuando este empresario, convertido en presidente de los EE.UU., redujo el tipo impositivo federal sobre los beneficios empresariales del 35% al 15% y el impuesto a los propietarios de empresas, como era su caso, del 40% al 25%, además de eliminar totalmente el impuesto de sucesiones y abolir la reforma sanitaria del presidente Barack Obama, el llamado “Obamacare”. Y no sólo eso: Trump aprovechó de forma demagógica sus recortes y la supresión de las políticas sociales estatales estigmatizando a la población negra a la cual acusaba de “beneficiarse demasiado” de dichas ayudas sociales, lo mismo que en la actualidad hacen las derechas xenófobas y racistas, también en España. Ante esta situación, los hechos han demostrado que resulta un grave error moral, histórico y económico, conceder regalos fiscales a los grupos sociales más ricos, a la vez que pone de manifiesto una profunda incomprensión ante los retos desigualitarios que plantea la actual globalización económica.

     El proceso de desmantelamiento de la progresividad fiscal, iniciado en la década de 1980 en EE.UU. y Reino Unido por parte de Ronald Reagan y Margaret Thatcher, fue seguido en diversos países de Europa a partir de 1990 y principios de la década de 2000. En el caso de Italia, a partir del año 2018 se inició el desmantelamiento de la fiscalidad progresiva, proceso que ha continuado el actual gobierno de la ultraderechista Giorgia Meloni. Algo similar ocurre en la Rusia del autócrata Vladimir Putin, donde tras el hundimiento de la URSS no existe la más mínima política fiscal redistributiva. De hecho, desde el año 2001, el impuesto de la renta ha quedado fijado en el 13%, tanto para los ingresos de 1.000 rublos como para los de más de 100.000 y tampoco existe un impuesto de sucesiones, razón por la cual la Rusia de Putin se caracteriza, en palabras de Piketty, por “una deriva cleptocrática sin límites”.

   Todo este “trumpismo fiscal”, con su evidente carga de injusticia social y demagogia, que crispa la convivencia al enfrentar a las clases trabajadoras a las que dice defender frente a supuestos enemigos, siempre más pobres y generalmente inmigrantes o pertenecientes a minorías étnicas, culturales o religiosas, está arraigando de forma preocupante en Europa, con evidentes éxitos electorales puesto que, como advertía Piketty, las clases trabajadoras, perjudicadas como consecuencia de la globalización ultraliberal, lamentablemente, “parecen confiar más en las fuerzas antiinmigración que en los partidos que dicen ser progresistas”.

     En el caso de Aragón, también el Presidente Jorge Azcón parece seguir los dictados del “trumpismo fiscal” pues recientemente, en su discurso de investidura, ha anunciado su intención de bajar los impuestos a las rentas más altas y de transferir dinero público a empresas privadas, con lo cual queda patente su voluntad de favorecer desde las instituciones a los intereses de las élites, a la vez que limita que los poderes públicos tengan los recursos económicos necesarios procedentes de una política fiscal progresiva para que éstos cumplan plenamente su función de redistribuidores de la riqueza y de que puedan prestar servicios públicos de calidad al conjunto de la ciudadanía.

    Ante esta situación, resulta esencial reactivar las políticas que defiendan la fiscalidad progresiva de signo socialdemócrata, pues ésta ha sido el cimiento sobre el cual se construyó el Estado social de bienestar, el mismo en que se empeñan en socavar las derechas políticas y económicas, que sólo miran, de forma insolidaria, por beneficiar a intereses privados y no por el bien del conjunto de los ciudadanos, de todos los ciudadanos. Igualmente, cada vez resulta más urgente establecer impuestos nuevos que frenen las alarmantes y graves consecuencias del innegable cambio climático que amenaza nuestro futuro. En este sentido, se plantea de forma insistente el establecer impuestos sobre las emisiones contaminantes, que sean socialmente aceptables y que afecten a los mayores emisores de CO2 y cuya recaudación íntegra se destine a financiar la transición ecológica, a lo que ha dado en llamarse “Green New Deal”, tan urgente como necesaria, basada en medidas firmes de justicia social y fiscal.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 4 octubre 2023)

 

LA GLOBALIZACIÓN Y EL AUMENTO DE LA DESIGUALDAD

 

     Toda sociedad necesita, como señala Thomas Piketty, una narrativa para justificar las desigualdades. En las sociedades contemporáneas, se han justificado aludiendo a la “meritocracia”: la desigualdad moderna se consideraba “justa” porque se le suponía el resultado de un proceso libremente elegido en el que todas las personas tienen las mismas oportunidades para progresar en la vida. Pero esto no es así como la realidad histórica demuestra, pues las desigualdades sociales se han debido a que no todas las personas han tenido las mismas oportunidades en la vida para demostrar sus capacidades y valía debido a insalvables condicionantes económicos.

    La cuestión de la desigualdad fue el tema central de los estudios del economista Anthony B. Atkinson y, de este modo, analiza en profundidad temas tan esenciales como la distribución de la riqueza, la desigualdad y la pobreza, a la vez que, para hacerles frente, apuntaba propuestas sobre una “fiscalidad óptima”. Los estudios de Atkinson y también de Simon Kuznets, han dado lugar a una nueva disciplina dentro de las ciencias sociales y la economía política: el estudio de la dinámica histórica de la distribución de la renta y la riqueza, estudios que están recogidos en la World Inequality Database (WID.world), de la cual Atkinson fue cofundador y director.

   Fue un motivo de optimismo el hecho de que las desigualdades sociales se redujeron considerablemente gracias a las políticas sociales y fiscales puestas en marcha en diversos países a lo largo del pasado siglo XX. Fue obra del Estado social, del Estado de bienestar, que se caracterizó, fundamentalmente, por el desarrollo de la inversión en materia de educación y salud pública, en la creación de un sistema de público de pensiones y de seguros sociales. En consecuencia, como señalaba el citado Piketty, la consolidación del Estado social, “ha sido un factor poderoso para lograr tanto una mayor igualdad como una mayor prosperidad económica durante el último siglo”. De este modo, las políticas progresistas lograron reducir la desigualdad al impulsar una ambiciosa agenda de reformas tanto políticas como fiscales y sociales.

     Aquel fue un período en el cual la concentración de la propiedad y, por lo tanto, del poder económico, disminuyó de manera significativa con el ascenso social de la clase media y trabajadora a unos bienes que, hasta entonces, les resultaban inalcanzables, bien fueran éstos la vivienda o los estudios superiores para las familias de escasos recursos económicos. No obstante, como consecuencia de la globalización ultraliberal, se empezó a producir un estancamiento en temas tan vitales como la inversión en educación pública lo cual, como señalaba Piketty, “ha contribuido tanto al aumento de la desigualdad como a la desaceleración del crecimiento de la renta per cápita”, temas tratados por el citado economista francés en su libro El capital del siglo XXI, en el cual ha estudiado los mecanismos de desigualdad social.

   La realidad nos demuestra que la desigualdad social ha aumentado tras la globalización ultraliberal: mientras aumentaban las grandes fortunas, las clases media y trabajadora, veían reducidos sus niveles de renta. Y no sólo en el ámbito de los países occidentales y en los del Tercer Mundo, donde cada vez son más lacerantes las desigualdades sociales entre las oligarquías locales y la inmensa parte de la población pobre de aquellos países. Este mismo proceso ha ocurrido en China entre 1995-2015, donde el llamado “plutocomunismo” ha supuesto una fuerte concentración de la propiedad como consecuencia de un proceso de privatización parcial de empresas estatales a grupos minoritarios y en condiciones de opacidad. Lo mismo podemos decir de la Rusia post-soviética, donde la proliferación de nuevos magnates y multimillonarios ha sido una consecuencia evidente de la privatización de las empresas del sector estatal de la antigua URSS.

    Dicho todo esto, resulta muy interesante la lectura del documento elaborado por OXFAM Intermon titulado “Justo el país que queremos”, en el cual plantea como prioridad la lucha contra la desigualdad ya que, como señalaba Ernesto García López, técnico de la citada ONG, los efectos de la desigualdad social “generan sociedades muy polarizadas, que pueden dar lugar a graves conflictos internos y situaciones de aumento de la conflictividad social”. Para evitar estas indeseadas situaciones plantea el referido documento propuestas concretas agrupadas en 5 ejes: las orientadas a los cuidados, que incluirían la aprobación de una Ley General de Cuidados que los garantice de forma universal; la justicia global, basada en la cooperación internacional con el cumplimiento por todos los países de dedicar a este fin el 0,7% de la renta nacional bruta a ayuda al desarrollo; la justicia socioeconómica basada en la fiscalidad progresiva, las políticas de protección social y la inserción laboral de los jóvenes; la justicia climática, para reducir las emisiones contaminantes y aumentar la financiación climática y, por último, un tema tan importante como es el “derecho a la movilidad humana”, entendiendo por tal que la migración no es un problema, sino “un bien público global”, esto es, un derecho universal. 

    Por todo lo dicho, y a modo de conclusión digamos que, desde la crisis de 2008 y, especialmente a partir de la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca en 2016, así como del desgarro que supuso en Europa el Brexit, unido a la explosión del voto xenófobo en múltiples países, los peligros que plantea el aumento de la desigualdad social y el sentimiento de “abandono” de las clases trabajadoras, víctimas de los negativos efectos de la globalización ultraliberal, se ha hecho más que evidente la necesidad de una nueva regulación social del capitalismo. Este será el futuro reto para las políticas que deberán impulsar los partidos progresistas. El tiempo dirá si este reto se desarrolla con éxito, para consolidar una sociedad más justa, capaz de hacer frente a los actuales enemigos que acosan al Estado de bienestar. Veremos.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 22 septiembre 2023)

 

EL DERECHO A LA ALIMENTACIÓN

EL DERECHO A LA ALIMENTACIÓN

 

    En las pasadas fechas de Navidad y Año Nuevo, las celebraciones festivas tienen lugar, habitualmente, en torno a una mesa, abundantemente surtida, muchas veces en exceso, como forma de sociabilidad y de reencuentros familiares.

   Con esta imagen como telón de fondo, en no pocas ocasiones se produce un despilfarro alimentario que, tal y como señalaba Paolo De Castro en su obra Comida. El desafío global (2015), que, ya entonces, estimaba en más de 1.000 millones de toneladas de alimentos los se pierden o se tiran a la basura cada año en el mundo. Esta situación resulta especialmente lamentable habida cuenta de que, ahora que la población mundial ha llegado a los 8.000 millones de habitantes, el hambre en el mundo es una lacra que está lejos de erradicarse. Como señala De Castro, a diferencia de lo que ocurre en nuestro opulento Occidente, en los países en vías de desarrollo, “no hablamos de nutrientes, no hablamos de obesidad, de calorías o proteínas, hablamos simplemente de sobrevivir”.

     En este contexto, hay que situar el concepto de “seguridad alimentaria”, esto es, el “acceso físico, social y económico a alimentos suficientes, seguros y nutritivos” para toda la población mundial, del cual deriva, lógicamente, el derecho a una alimentación sana, segura y en cantidad adecuada, tal y como señala en su artículo 25 la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada por la ONU en 1948. De hecho, el “derecho a la alimentación”, tal y como señalaba De Castro, es “un componente de la ciudadanía global” y, por ello, “ha dejado de ser visto como un tema que concierne no sólo a los pobres y desheredados del mundo, para definirse cada vez más como un derecho que engloba a la condición humana en su conjunto”. Hay que tener presente que, en la actualidad, la combinación de tres factores (económicos, ecológicos y políticos) hace que el derecho a la alimentación se convierta en un “meta desafío” de nuestros tiempos. Así se contempla en el Informe final del Relator Especial para el Derecho a la Alimentación, Oliver de Schutter, aprobado en la Asamblea General de la ONU del 7 de agosto de 2013. Por su parte, algunos países, como es el caso de Sudáfrica y Kenia, han incorporado el derecho a la alimentación en su Constitución y en sus leyes.

    En este sentido, a la hora de introducir en la agenda política internacional la importancia del derecho a la alimentación, han tenido un papel destacado los países del llamado BRIC (Brasil, Rusia, India y China) los que, como potencias emergentes que disputan la supremacía mundial a los EE.UU. y Europa, se marcaron como objetivo el  liberar definitivamente a sus ciudadanos de la pesadilla del hambre.

Fue a partir de 2008, coincidiendo con la crisis de los precios agrarios, cuando los conceptos de “derecho a la alimentación” y “seguridad alimentaria” fueron objeto de atención en las agendas de las cumbres internacionales. Así ocurrió en la Declaración sobre seguridad alimentaria de Hokkaido (2008) y en las cumbres del G-8 de Aquila (2009) y de Camp David (2012). En esta última, a iniciativa de Barack Obama, entonces presidente de los EE.UU., se planteó la Alianza sobre Seguridad Alimentaria, la cual proponía políticas de desarrollo, no sólo por iniciativas estatales, sino que también pretendía implicar, con tal fin, a las grandes empresas además de apoyar la meritoria labor llevada a cabo por diversas ONGs. Por su parte, el Plan de Acción sobre la volatilidad de los precios y la agricultura (2011), impulsado por el G-20, ha supuesto el esfuerzo más concreto que hasta ahora se ha realizado a nivel global para dar respuesta política a los nuevos desafíos de la seguridad alimentaria y del derecho a la alimentación.  Dicho Plan, abrió el debate sobre temas tales como el de limitar el derecho de los Estados a bloquear las exportaciones de alimentos en casos de crisis de precios, aspecto éste que, por motivos políticos, también debería de ser aplicable en la actualidad para frenar el obstruccionismo de Rusia a la libre salida de las exportaciones de cereal desde Ucrania.

   Los objetivos para lograr la seguridad alimentaria global y el derecho a la alimentación son ambiciosos dado que pretendían borrar de la faz de la tierra la pobreza extrema y el hambre para el año 2030 y la malnutrición infantil para 2025, para lo cual se requiere una firme voluntad política de los países desarrollados y una activa movilización de la opinión pública. No obstante, las consecuencias de la pandemia del Covid-19, la actual Guerra en Ucrania y los efectos de la misma en el caso del suministro y encarecimiento de los cereales a nivel mundial, situaciones éstas que golpean con especial intensidad a los países del Tercer Mundo, sin duda van a dificultar y retardar el logro de tan encomiables objetivos tendentes al logro del derecho a la alimentación global.

    A modo de conclusión, la crisis de los precios de los alimentos de 2008-2012, la especulación bursátil de los mismos y, más recientemente, las consecuencias económicas derivadas de la pandemia  del Covid-19 y de un posible desabastecimiento de cereales por causa de la guerra en Ucrania, deben de contribuir a aumentar la conciencia sobre el “meta desafío” que supone lograr la seguridad alimentaria y el derecho a la alimentación, objetivos ambos que deben ser garantizados a nivel global, pues ambos son derechos humanos fundamentales.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 4 enero 2023)

 

ELECTRIZADOS

ELECTRIZADOS

      Somos muchos los ciudadanos que nos lamentamos de que España no cuente con una empresa pública energética como en su día lo fue Endesa y que hoy nos hallemos a merced del oligopolio de las empresas que controlan el mercado del sector. Por ello es bueno recordar cómo se produjo la privatización de Endesa que, tal y como señala Jesús Cintora en su libro No quieren que lo sepas (2022), tiene sus fases y sus responsables.

     Hay que remontarse a los años del Gobierno de Felipe González en el cual se inició el proceso de apertura de Endesa al capital privado, cuando el entonces ministro de Economía socialista Carlos Solchaga sacó a Bolsa el 18% de Endesa, con lo cual ésta pasó a ser una empresa semipública.

     Posteriormente, cuando el Partido Popular llegó al Gobierno en 1996, el 67% del capital de Endesa era todavía público pero poco después José María Aznar nombró presidente de Endesa a Rodolfo Martín Villa con el objeto de completar su privatización, lo cual se llevó a cabo mediante la Ley 54/1997, de 27 de noviembre, del Sector Eléctrico, lo cual suponía, como se lamenta con razón Cintora, que el Gobierno del PP “renunciaba abiertamente a la noción de servicio público” por lo que al sector energético se refiere. Pese a esta evidencia, en entonces ministro de Industria, Josep Piqué, aseguró, sin ningún fundamento, que la privatización redundaría en una bajada de precios para los consumidores al haber mayor competencia, afirmación que los hechos posteriores han desmentido.

    Durante la etapa de Manuel Pizarro como nuevo presidente de Endesa, éste se opuso a la OPA lanzada contra la compañía por Gas Natural y, finalmente, ya durante el Gobierno de Rodríguez Zapatero, Endesa pasó, tras competir con la alemana E.ON,  a ser adquirida por la compañía italiana ENEL, que se hizo con el 92% de su capital.

    Durante el proceso de privatización de Endesa, y también después, las puertas giratorias entre la política y la empresa no dejaron de girar pues a Endesa, al igual que ha ocurrido con otras empresas energéticas, les interesa, y mucho, el tener contactos e influencias políticas. De este modo, han percibido elevados sueldos por diversos conceptos de Endesa políticos del PP tan destacados como José María Aznar, Luis de Guindos o Rodrigo Rato: de este último, sumido en diversos casos de corrupción, señala Jesús Cintora, que “había informes verbales por los que se pagaban 40.000 euros”. Pero también ficharon por Endesa políticos socialistas como Pedro Solbes, quien fuera ministro de Economía en el Gobierno de Zapatero, que se incorporó al Consejo de Administración de ENEL, puesto que sin duda se interpretó como un premio por su labor en la fase final de la privatización en beneficio de la compañía italiana. También fichó como consejera de Endesa la socialista Elena Salgado, la que sustituyó a Solbes en el Ministerio de Economía, apenas 3 meses después de dejar su puesto en el Gobierno. Y, en el listado de fichajes políticos por parte de Endesa, también hay que citar el caso de Miquel Roca i Junyent, el cual, a su dilatada trayectoria política, hay que sumar sus amplias conexiones con el mundo empresarial.

    Así las cosas, supone un escándalo la práctica de las puertas giratorias entre la política y las altas esferas del mundo empresarial, de lo cual lo ocurrido en Endesa es un claro ejemplo. Pero hay muchos más: Gas Natural  fichó en el año 2010 a Felipe González o Abengoa, “un curioso paradero de expolíticos” como la define Cintora, compañía en la que han recalado antiguos ministros del PP como Fátima Báñez, Ángel Acebes o Isabel García Tejerina, además de políticos socialistas como Manuel Marín, Antonio Miguel Carmona o Juan Pedro Hernández Moltó y también nacionalistas vascos como Juan Mari Atutxa, una situación que, a los ciudadanos de a pie, nos deja electrizados de indignación. Por ello, no nos debe de extrañar que el GRECO (Grupo de Estados contra la Corrupción) dependiente de Consejo de Europa, haya instado a España a actuar contra la práctica de las puertas giratorias, regulando de forma estricta las incompatibilidades que impidan estas prácticas viciadas, tal y como ocurre en Francia, donde estas situaciones de evidente trato de influencias e información privilegiada, están castigadas por el Código Penal.

    A modo de conclusión, y volviendo al caso de las compañías eléctricas, que se enriquecen de forma desmesurada e inmoral en estos tiempos en los que sobre una buena parte de la población se eleva la amenaza de la llamada “pobreza energética”, parece evidente que resulta necesario, además de aplicarles una fiscalidad acorde a sus beneficios, retomar la idea de la necesidad de una empresa energética pública potente, a ejemplo de ENEL y EDF, empresas controladas, respectivamente, por los estados italiano y francés, como forma de evitar los desmanes de las insaciables compañías eléctricas privadas que vivimos (y sufrimos) en la actualidad.

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 5 diciembre 2022)

 

RIESGOS A LA IGUALDAD EN LA ERA DIGITAL

RIESGOS A LA IGUALDAD EN LA ERA DIGITAL

 

     El anhelado ideal de la igualdad, emblema de la Revolución Francesa de 1789 y demanda de todos los movimientos políticos y sociales progresistas que por él lucharon a lo largo de los pasados siglos XIX y XX, parece hallarse hoy en día en retroceso, derrotado ante el imparable proceso de globalización que ha transformado radicalmente nuestras sociedades y nuestras vidas.

     El ideal de la igualdad parece cada vez más difuso en las nuevas sociedades tecnológicas. Se habla con frecuencia de la existencia de una “brecha digital” en relación al mayor o menor conocimiento y acceso a las nuevas tecnologías, pero todavía es más grave, la brecha social que estas han generado. En este sentido, Yuval Noah Harari, en su libro 21 lecciones para el siglo XXI (2018), analiza esta cuestión y afirma que “la globalización no ha traído la igualdad” ya que, frente a lo que ocurrió  en el siglo XX, tiempo que “se centró en gran medida en la reducción de la desigualdad entre clases, razas y géneros”, tarea en la cual las políticas socialdemócratas y el Estado del Bienestar desempeñaron un papel relevante, en el siglo XXI, “podrían surgir las sociedades más desiguales de la historia”, lo cual “amenaza con agrandar la brecha entre clases”.

     Hararí, de forma premonitoria, nos advierte de los riesgos que, contra la igualdad está generando la biotecnología, ya que ésta en un futuro no muy lejano podría crear lo que él llama “castas biológicas” y, de este modo, las personas con mayores recursos, los ricos, podrían conseguir mediante el uso de la biotecnología, estar mejor dotados físicamente, ser más creativos y más inteligentes que las personas de escasos medios económicos. Y, sin que estas afirmaciones parezcan ciencia-ficción, la denuncia de Harari apunta a los poderosos, a aquellos que con su dinero, podrían comprarse “un cuerpo y un cerebro mejorado” y, por ello, dividir a la humanidad entre “una pequeña clase de superhumanos y una subclase enorme de Homo Sapiens inútiles”.

     Pero si esto es un riesgo en un futuro impreciso, peor sería que, una perversa utilización de la biotecnología produjera un riesgo mayor:  que el Estado perdiera algunos de sus incentivos para invertir en salud, educación o en favor de los sectores más desfavorecidos de la sociedad, algo que sería tanto como tener la tentación de desmantelar completamente el Estado del Bienestar por considerar “improductivas” y no rentables las inversiones en recursos sociales en estos colectivos, degradados a una calificación de subclase inútil e irrelevante.

     Como una forma posible de detener este proceso amenazante, la propuesta de Harari es evitar a toda costa “la concentración de toda la riqueza y el poder en manos de una pequeña élite” y, por ello, recalca que “la clave es regular la propiedad de los datos”. Y es cierto, pues en la actualidad los poderes hegemónicos se articulan cada vez más en torno a los que poseen y controlan los medios de comunicación y las redes digitales, en una trepidante carrera por poseer los datos, nuestros datos, todos los datos, como evidencia cada día Google o Facebook.

     Así las cosas, la propuesta que lanza Harari es valiente, arriesgada y no exenta de riesgos ya que afirma que “si los gobiernos nacionalizan los datos, se frenará el poder de las grandes empresas”, pero también podrá desembocar en lo que no duda en calificar como “espeluznantes dictaduras digitales”, ya que podría revivirse el espectro del “Gran Hermano” que todo lo ve y todo lo controla, tal y como expuso George Orwell en su obra 1984.  Y esto es un riesgo cierto pues estas amenazantes dictaduras digitales que pudieran surgir en un futuro, no sólo acabarían de facto con las libertades democráticas, sino también con la igualdad al concentrar todo el poder en una pequeña élite al mismo tiempo que terminarían reduciendo a la mayoría de la población, no ya a la explotación y a la alienación, que también, sino a la “irrelavancia” social e histórica.

     Por todo lo dicho, la conclusión final que plantea Harari es obvia: resulta vital para garantizar la democracia y la igualdad en nuestra sociedad presente y futura, el regular la propiedad de los datos, algo que considera “la pregunta más importante de nuestra era”,  un reto que todavía no somos capaces de calibrar en toda su magnitud, Y es que, como él mismo señala, en un mundo inundado de información irrelevante, la claridad es poder.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 8 febrero 2022)

TIEMPOS POS-PANDÉMICOS

TIEMPOS POS-PANDÉMICOS

 

    En un reciente artículo publicado por Antón Costas en este mismo periódico, titulado “Año 1 después del covid-19”. nos recordaba que la salida de la actual crisis generada por la pandemia universal sería un error plantearla solamente en términos económicos, dado que “no podemos olvidar que además de una recesión económica, estamos sufriendo una recesión social y una recesión democrática que viene del aumento del populismo autoritario”.  Así las cosas, Costas consideraba con acierto que había que dar prioridad a la recuperación social y, para ello, defendía la necesidad de impulsar la mejora de las políticas sociales, elemento esencial del Estado de bienestar tan acosado en la actualidad por las políticas neoliberales. A su vez, apuntaba la idea de que, para lograr la recuperación social se necesitaban políticas e instituciones nuevas que afronten la pobreza infantil y de los jóvenes tales como la universalización de la gratuidad de la enseñanza preescolar de o a 3 años, favorecer el acceso a la vivienda asequible, que se  experimenten nuevas políticas de empleo para que la digitalización y la automatización puedan crear más y mejores empleos de los que destruyen, así como que se actué de forma decidida en la regulación tecnológica y la fiscalidad de los robots y los algoritmos de las plataformas digitales.

    En esta misma línea, Rosa Duarte recordaba que la pandemia actual obligará a revisar el modelo económico y ello pasa, necesariamente, por tomar conciencia de la importancia del sector público (sistemas sanitarios, educativos, asistenciales y tecnológicos) y ello será imprescindible para que la recuperación sea plenamente inclusiva, para que nadie se quede atrás.

   En ese futuro post-pandémico que nos espera, Antón Costas aludía a que el principal reto que tenemos como sociedad es la falta de buenos empleos, por lo cual éste debería de ser el principal objetivo de la recuperación, tanto desde una perspectiva económica y social. Pero el tema del empleo va a ser tan incierto como cambiante y es por ello que Yuval Noah Harari en su célebre libro 21 lecciones para el siglo XXI (2020), afirma de forma rotunda que “No tenemos idea alguna de cómo será el mercado laboral en 2050”, debido a efectos de la automatización y de la inteligencia artificial (IA) sobre el empleo. Pero sí que nos advierte, de forma premonitoria, de que “ningún empleo humano quedará jamás a salvo de la automatización futura, porque el aprendizaje automático y la robotización continuarán mejorando”. Además, augura que, al igual que la industrialización creó la clase obrera, la IA hará emerger una “clase inútil”, laboralmente hablando, en un contexto en el que el beneficio del capital dependa cada vez menos del trabajo asalariado y más de la especulación financiera. Igualmente, ello podría generar una inestabilidad laboral ya que el auge de la automatización y de la IA, hará más difícil organizar sindicatos o conseguir mejoras laborales dado que los nuevos empleos en las economías avanzadas implicarán “trabajo temporal no protegido, trabajadores autónomos y trabajo ocasional, todo lo cual es muy difícil de sindicalizar”.

    Toda esta auténtica revolución del mercado laboral futuro consecuencia del proceso, por otra parte, imparable, de la robotización y de la IA, para reducir su impacto sobre el empleo, debe obligar a los gobiernos a realizar reajustes de sus modelos económicos y sociales. Es por ello que Harari asume el lema de los gobiernos nórdicos de “proteger a los obreros, no los empleos” con objeto de garantizar las necesidades básicas de la población, su nivel social y autoestima. Así, las cosas, si Antón Costas aludía a la implantación de un “Ingreso Mínimo Vital”, Harari propone la necesidad de una “Renta Básica Universal” (RBU) la cual se financiaría grabando a las grandes fortunas y a las empresas que controlan los algoritmos y los robots para utilizar ese dinero para pagar “a cada persona un salario generoso que cubra sus necesidades básicas”. En este sentido, la RBU debe responder a sus dos adjetivos: “básica”, tanto en cuanto debería satisfacer las necesidades humanas básicas, las condiciones objetivas de toda persona (alimentación, educación, sanidad e incluso el acceso a Internet en un mundo globalizado), como “universal”, ya que los impuestos de las grandes compañías, por ejemplo, Amazon o Google, deberían destinarse a personas desempleadas en cualquier lugar del mundo, de ahí el sentido global de la RBU.

     En el futuro post-pandémico, marcado por unos previsibles cambios radicales en lo que al mercado del empleo se refiere, Harari considera que lo deseable sería conseguir combinar “una red de seguridad económica universal con comunidades fuertes y una vida plena”, lo cual enlazaría con la prioridad que apuntaba Antón Costas a la hora de una recuperación social como objetivo prioritario. Y ello, aún contemplado en una perspectiva que no obvia ni minimiza el impacto indudable que va a tener, cada vez más, la automatización robótica y la IA en el mercado laboral tal y como ahora lo conocemos. Pese a este cambio radical, Harari, de forma premonitoria nos advierte de que, “a pesar del desempleo masivo, aquello que debería preocuparnos mucho más es el paso de la autoridad de los humanos a la de los algoritmos, lo que podría acabar con la poca fe que queda en el relato liberal y abrir el camino a la aparición de dictaduras digitales”. Toda una advertencia para los tiempos post-pandémicos que nos esperan en el futuro.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 8 de julio de 2021)

 

LA UTOPÍA HUMANISTA

LA UTOPÍA HUMANISTA

 

     Asistimos a un tiempo sembrado de incertidumbres y pesimismo propiciado por una crisis sanitaria de magnitud planetaria, por un virus que ha parado el mundo y de consecuencias dramáticas tanto en el ámbito personal, como social y, desde luego, económico.

     Releyendo estos días a Erich Fromm, psicólogo social que sintetizó con lucidez el método psicoanalista de Freud y el análisis marxista, resultan de candente actualidad sus opiniones plasmadas en su libro “¿Tener o ser?” (1976), el que reivindica el valor del “ser” persona por encima del mero afán de “tener” a que nos aboca la sociedad de consumo y que nos aleja de la auténtica felicidad ya que, como señalaba Fromm, “tener mucho no produce bienestar”.

    No es casual que Fromm inicie su libro analizando lo que él denomina “el fin de una ilusión”, esto es, de “la Gran Promesa de un Progreso Ilimitado” que, convertida en la “nueva religión” de nuestro tiempo, se basaba en ideas tales como el dominio de la naturaleza y la explotación ilimitada de sus recursos, la abundancia material, la felicidad social y la libertad personal sin límites ni amenazas. Pero, esta “ilusión”, surgida tras la revolución industrial, ha fracasado y Fromm nos apunta las causas: el consumismo no produce felicidad; no somos plenamente libres, sino que nos hemos convertido en meros engranajes de una superestructura social que nos manipula; el progreso económico se ha limitado a las naciones ricas generándose un abismo creciente en relación a los países pobres y, finalmente, el progreso técnico ha generado innegables peligros ecológicos y riesgos nucleares.

     En consecuencia, ante una sociedad que ha sacralizado el “tener” en vez de los valores del “ser” personal y de la ética tanto personal como colectiva, dado que el capitalismo “separó la conducta económica de los valores humanos de la ética”, Fromm considera que resulta imprescindible reaccionar. Partidario de lo que él denomina “un socialismo humanista y democrático”, nos insta a retomar los valores que el materialismo ha ido arrumbando en nuestras conciencias para construir una sociedad nueva más justa e igualitaria. Fromm, convertido en abanderado de la que él llama “protesta humanista” que, como ocurrió con el cristianismo primitivo, la Ilustración y el pensamiento marxista, intentó liberar al ser humano del egoísmo y la codicia, considera que sólo un cambio profundo de nuestra actitud vital puede salvarnos de lo que él define como “catástrofe psicológica y económica”.

     Es por ello que en su obra nos ofrece un planteamiento de gran interés sobre cuales deberían de ser las características de la “Sociedad nueva” con la que sueña. El primer paso, y ello está en nuestra mano, debería de ser el orientar la producción en beneficio de un “consumo sano” contrapuesto al consumismo que él califica de “patológico”. Muy interesante resulta su defensa de las “huelgas de consumidores” las cuales considera como una poderosa palanca para introducir cambios en los sistemas productivos, llegando incluso a proponer una huelga de automovilistas en los EE.UU. para hacer frente a la subida de los carburantes y al poder económico de las multinacionales petroleras. En el fondo, lo que Fromm pretende es combatir el consumismo mediante formas de “democracia genuina” (como lo es la organización de los consumidores) para hacer frente a lo que él denomina “fascismo tecnológico”.

     La defensa de una sociedad plenamente democrática y participativa le lleva también a reivindicar un ideal de la izquierda sindical un tanto olvidado últimamente cual es el de la “democracia industrial”, esto es, la participación de los trabajadores en la toma efectiva de decisiones en sus respectivas empresas. No podía olvidar, en esta misma línea, la necesidad de avanzar por el camino de una democracia política participativa basada en dos requisitos esenciales en la que los ciudadanos, para formarse una opinión fundada y libre, cual son el contar con una información adecuada, esto es, libre de toda manipulación interesada y, a la vez, percibir que sus decisiones cuentan, tienen efecto en la sociedad en la que les ha tocado vivir. Defiende igualmente una “descentralización máxima” que fomente la participación activa en la vida política, así como la prohibición de todos los métodos de lavado de cerebro en la publicidad tanto industrial como política.

     La Nueva Sociedad basada en los valores del humanismo no puede lograrse, nos recuerda Fromm, si no se elimina el creciente abismo entre naciones ricas y pobres, si no se introduce “un ingreso anual garantizado” que, convertido en derecho universal apoye a los sectores más desfavorecidos de la sociedad, así como que se logre la plena liberación de la mujer o, también, su muy novedosa propuesta de establecer un llamado Supremo Consejo Cultural encargado de aconsejar a gobiernos, políticos y ciudadanos “en todas las materias en que sea necesario el conocimiento”, idea tras la cual parece subyacer el ideal del papel reservado a los sabios en la República platónica.

    Finalmente, la Nueva Sociedad debe fomentar el desarme nuclear y una investigación científica desvinculada, como nos recuerda Fromm, “de los intereses de la industria y de los militares”.

     La Nueva Sociedad, como ideal utópico, como alternativa humanista frente al consumismo y la pérdida de valores, debe abrirse paso aún siendo conscientes de las muchas dificultades que se encontrará por delante: ahí están los intereses económicos de las empresas, la apatía e impotencia de amplios sectores de la población, los dirigentes políticos “inadecuados” y las latentes amenazas nucleares, ecológicas y climáticas. De hecho, Fromm ya apuntaba, con años de antelación, sobre los riesgos que la sobreexplotación de los recursos y el cambio climático suponen para el futuro de la Humanidad. Y es que, resulta imprescindible “una nueva ética, una nueva actitud ante la naturaleza, la solidaridad y la cooperación humanas” como base de una sociedad humanista.

    Por todo ello, el mensaje final de Fromm, en estos tiempos de incertidumbre, desencanto y pesimismo, resulta más actual que nunca: “La creación de una nueva sociedad y de un nuevo Hombre sólo es posible si los antiguos estímulos de lucro, el poder y el intelecto son reemplazados por otros nuevos: ser, compartir, comprender; si el carácter mercantil es reemplazado por un nuevo espíritu radical y humanista”. Todo un reto, toda una utopía…necesaria.

 

José Ramón Villanueva Herrero

(publicado en: El Periódico de Aragón, 1 marzo 2021)

 

 

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