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LA EDUCACIÓN PÚBLICA, SIEMPRE

El valor de la educación ha sido siempre una constante en todo intento de transformar y mejorar la sociedad, desde las utopías clásicas, hasta nuestros días. Recordemos La República de Platón, aquella ciudad ideal gobernada por sabios, en la cual la educación se ofrecía a todos por igual y, cada uno según sus cualidades y capacidad de esfuerzo alcanzaba grados educativos más o menos altos. De igual modo, Tomás Campanella, nos hablaba en su obra La ciudad del sol (1623) de una sociedad utópica, pacífica y educada, en las que las murallas de la ciudad eran convertidas en grandes murales pintados en los que los niños aprendían sobre la historia y la naturaleza. Lo mismo podemos decir de otros utopistas clásicos como Rousseau, que tanta importancia daba a la educación crítica, o Étienne Cabet, que demandaba una educación universal para todos los niños entre los 5 y los 17 años, o Robert Owen, que en los tiempos del incipiente socialismo utópico, fue un firme partidario de la escuela obligatoria y gratuita.
A lo largo del S. XIX, el liberalismo burgués fue impulsando un tipo de escuela pública cuyas raíces venían de la Ilustración y, por ello, la creencia en que la libertad de cátedra y la racionalidad científica eran la clave del progreso económico, del bienestar, liberando a de la conciencia individual de supersticiones y dogmatismos. Por su parte, el naciente movimiento obrero siempre consideró la escuela pública como un elemento de transformación social: si el Manifiesto Comunista (1848) reclamaba una educación pública y gratuita, el Congreso Obrero de Ginebra (1866) y los sucesivos, reclamaron constantemente un sistema de instrucción pública estatal y de carácter laico. De este modo, el movimiento obrero vio en la escuela un instrumento de emancipación individual y social para liberarse no sólo de la explotación económica, de la miseria, sino también de la ignorancia y la alienación burguesa. Por ello, la educación pública laica, mixta y gratuita, fue una demanda básica del movimiento obrero, entendida, además, como palanca de reequilibrio social.
Herederos del ideal de escuela pública y laica, el movimiento obrero exigió su extensión y mejora y defensa frente a las políticas conservadoras, clericales y elitistas de entonces ( y de ahora) y, en esta lucha por extender la escuela a todos los sectores sociales, contó con el apoyo de los sectores más progresistas de la burguesía. Ejemplo de ello fueron las reformas educativas de la II República Española impulsadas por las ideas de Lorenzo Luzuriaga, autor de La Nueva Escuela Pública (1931), obra de gran influencia en la renovación educativa republicana. De este modo, se fomentó el bilingüismo, se suprimió la obligatoriedad de la enseñanza religiosa, se crearon las Misiones Pedagógicas y, sobre todo, se fomentaron las escuelas primarias mediante un Plan Quinquenal que tenía como objetivo la construcción de 27.000 escuelas y, aunque hubo de problemas de financiación consecuencias de la recesión económica que entonces, como ahora, se sufría y no se construyeron todas las escuelas proyectadas, quedó como un hito del mayor impulso dado en nuestra historia a favor de la educación y la escuela pública. Sin duda, la escuela pública republicana fue un proyecto educativa profundamente progresista, aunque efímero y que ha sido calificado como el modelo educativo más valiente y transformador hasta nuestros días, todo un ejemplo de lo que puede la voluntad política, aún en tiempos de adversidad, cuando de verdad se apuesta por una escuela pública al servicio del conjunto de la ciudadanía, apoyada en una pedagogía moderna, libre y liberadora.
Luego vino la larga noche franquista, que articuló una educación pública confesional y adoctrinante articulada en torno a la Ley de Instrucción Primaria (1939), la Ley de Ordenación de la Ordenación de la Enseñanza Media (1953) y la Ley General de Educación (1970). Tras la recuperación democrática, diversas reformas educativas impulsaron la educación pública abierta, tolerante y progresista, un modelo de escuela pública cuyos valores y pretenden ahora ser socavados por las políticas conservadoras bajo la coartada de los ajustes exigidos para hacer frente a la grave crisis económica que padecemos. Y pese a ello, en la actualidad, adquiere todo su sentido la demanda de “Escuela y despensa” de Joaquín Costa porque, como decía el ilustre aragonés en 1899, “no hay otras llaves capaces de abrir el camino a la regeneración española”.
En la historia, nada se consigue sin esfuerzo. Por ello, en estos tiempos de involución y recortes, la educación pública, cimiento de la sociedad civil, democrática y pluralista, es un valor fundamental que debe ser defendido con firmeza. Frente a toda adversidad, recordamos a Tomás Moro quien en su obra Utopía (1516), decía que, “aunque os veáis impotentes para desterrar las perversas opiniones y enmendar las faltas acostumbradas, no por ello debéis de eximiros del Estado y dejar la nave en medio de la tempestad, porque os es imposible dominar los vientos” ya que, “si no podéis realizar todo el bien, procurad por lo menos disminuir el mal”: ese es el reto que, día a día, asume con coraje la Marea Verde para hacer frente a la tempestad que acosa a la Escuela Pública.
José Ramón Villanueva Herrero
(publicado en El Periódico de Aragón, 2 julio 2012)
LOS DÉFICITS DEL BANCO CENTRAL EUROPEO

En medio del actual marasmo económico, son frecuentes las noticias sobre el Banco Central Europeo (BCE). Son muchas las opiniones que cuestionan la actuación de esta institución presidida por Mario Draghi, expresidente por cierto de la agencia Goldman Sachs para Europa, y cuyo objetivo principal es el de mantener la estabilidad de precios mediante el control de la inflación en el conjunto de los 17 países que han adoptado como moneda oficial el euro. Ello ha llevado al BCE a convertirse en un férreo rector que ha impuesto una rígida política monetarista que, no sólo está ralentizando la ansiada salida de la crisis y la reactivación económica, sino que ha ocasionado unos elevados (y negativos) efectos sociales, especialmente en lo referente a la destrucción de empleo y en el deterioro de las condiciones laborales.
Somos muchos los que pensamos que el BCE, tan obsesionado con controlar el déficit público de los Estados, tiene en su funcionamiento y actuación otro tipo de déficits, en este caso democráticos, de los que no se habla tanto en la prensa. Durante el referéndum de la frustrada Constitución Europea celebrado en 2005, ya denunciamos estos déficits democráticos del BCE dado que éste carece de los necesarios mecanismos de control y supervisión, especialmente ante el Parlamento Europeo, unos déficits que le concedían un poder prácticamente ilimitado por encima de los poderes e instituciones políticas de la Unión Europea (UE), razón por la cual el economista Santiago Niño alude a la existencia de un “sistema parcialmente no democrático” en la relaciones entre el BCE y las instituciones comunitarias.
Pocos han sido los políticos que han denunciado los déficits democráticos del BCE, cuyos dirigentes, que no han sido elegidos por la ciudadanía, no han dudado en adoptar medidas que condicionan muy negativamente la vida y el futuro de esos mismos ciudadanos. Uno de estos políticos es Oskar Lafontaine, destacado dirigente durante décadas del SPD alemán, partido que abandonó en 2005 ante la deriva del Gobierno de Gerhard Schroeder el cual aprobó reformas regresivas en materia de jornada laboral, del seguro de desempleo, así como recortes en la sanidad y en los derechos de los trabajadores, medidas que suponían una renuncia a los valores e ideario de la socialdemocracia clásica.
Lafontaine, que por todas estas razones fundó en 2007 un nuevo partido, La Izquierda (Die Linke), es también autor del libro El corazón late a la izquierda (2000), el cual, pese a estar escrito siete años antes de que estallase la crisis global, resulta de candente actualidad en muchas de sus ideas y propuestas. En el mismo, se nos ofrece un análisis de los desmanes del neoliberalismo, así como una crítica de la deriva social-liberal en que habían caído algunos partidos socialdemócratas como la Tercera Vía de Schroeder o el Nuevo Laborismo de Tony Blair. Consecuentemente, Lafontaine lanzaba una serie de propuestas para recuperar y reactivar a la izquierda socialdemócrata, cuya tarea inaplazable es la de hacer frente al neoliberalismo, a la ideología monetarista, y así luchar de forma constante para lograr una regulación de los mercados financieros internacionales y priorizando, sobre todo, la lucha contra el desempleo. No obstante, reconocía con amargura que, en su época de Ministro de Finanzas en el Gobierno de coalición SPD-Verdes de Schroeder, fracasó en su tentativa de aumentar la fiscalidad de las empresas y en la de “ganar al BCE para la lucha contra el desempleo”, lo cual motivó su dimisión y posterior abandono del SPD.
En cuanto al BCE, considera Lafontaine que éste, además de “garantizar la estabilidad de los precios”, uno de sus fines primordiales tal y como se señala en el art. 105 del Tratado de Maastricht, debe, también, contribuir a los objetivos de la Unión Europea fijados en el art. 2º de dicho Tratado, olvidados permanentemente por la actuación exclusivamente “monetarista” del BCE y que son: “potenciar un alto nivel de ocupación y un elevado índice de protección social, la igualdad entre hombres y mujeres, un crecimiento constante y no inflacionario, un elevado grado de competitividad y convergencia de las economías, un elevado grado de protección del medio ambiente y la mejora de su calidad, el aumento de la calidad de vida y la cohesión económica y social entre los Estados miembros”. Todos estos son, en la actualidad, otros déficits en la labor del BCE ya que, como señalaba Lafontaine, resulta un grave error que el BCE se limite sus funciones a lograr la estabilidad monetaria, olvidando todos los demás objetivos antes indicados. Por ello, ya entonces, planteaba una posición política alternativa que, en sus tres líneas esenciales, resulta de total actualidad en el momento presente: en primer lugar, la prioridad del BCE debería de ser el “declarar la guerra al paro” bajando los tipos de interés todo lo que fuera necesario; en segundo lugar, el BCE debería de tener un mayor control democrático por parte de las instituciones de la UE, especialmente por el Parlamento Europeo y, finalmente, debería de rendir cuentas de su actuación públicamente, todo ello con la idea central de rechazar el dogma de fe del neoliberalismo rampante según el cual sólo con el “monetarismo”, se arreglarían todos los problemas económicos que nos acucian.
Ahora que ya apenas se habla de la Europa Social, ahora que el Estado de Bienestar está siendo acosado y sometido a una voladura controlada de sus logros históricos, resulta más imprescindible que nunca acabar con los déficits del BCE antes indicados, pues es vital recuperar el ideal de una Europa Social, eje y valor en torno al cual articular una Unión Europea justa, solidaria y al servicio de los ciudadanos, evitando de éste modo que los mercados y la banca nos sigan condicionando y limitando nuestra democracia. Y para lograrlo, el BCE debe de tener una orientación más social y un funcionamiento más democrático.
José Ramón Villanueva Herrero
(publicado en El Periódico de Aragón, 17 julio 2012)