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OBAMA OLVIDÓ GUANTÁNAMO

El presidente Obama sigue despertando simpatía a pesar de que su gestión ha producido importantes decepciones: ahí está, por ejemplo, su incapacidad para impulsar el agónico proceso de paz en Oriente Medio. Junto a esto, otros reproches que puede hacérsele al presidente americano es su forma de afrontar el terrorismo internacional, la cual ha supuesto un creciente uso de los drones (aviones no tripulados) para abatir supuestos dirigentes yihadistas sin importar las víctimas civiles que ello comporta y, también, el mantenimiento de la prisión de Guantánamo, estos días nuevamente convertida en noticia por la huelga de hambre que están llevando a cabo los islamistas allí retenidos.
La permanencia de la prisión de Guantánamo contraviene lo prometido por Obama en el programa electoral con el que llegó por vez primera en el 2008 a la presidencia de los EE.UU. y olvidando así la Orden Ejecutiva, la primera que firmó tras su llegada a la Casa Blanca, en la que se comprometía a cerrar Guantánamo en el plazo de un año. Ciertamente, la base de detenciones (y torturas) de Guantánamo es una “herencia envenenada” que legó el expresidente George Bush y a la que Obama ha sido incapaz de dar una justa solución, pues su existencia resulta inaceptable para cualquier país democrático y más para los EE.UU. que se vanaglorian de ser los adalides de la libertad y los derechos humanos en el mundo.
Recordar la historia de Guantánamo, una base naval americana situada en la isla de Cuba, representa, tanto en su origen como en su utilización actual, una de las páginas más negras del imperialismo de los EE.UU. Hay que remontarse a 1898 cuando los patriotas cubanos, con el apoyo del ejército americano, pusieron fin al dominio colonial de España. Entonces, Cuba, en vez de lograr su plena soberanía, se convirtió en un “protectorado” de los EE.UU., en una pieza más de sus afanes expansionistas en el Caribe. Así, mediante el artículo 7º de la llamada Enmienda Platt de 1901, Cuba se vio obligada a ceder parte de su territorio a la potencia ocupante para que ésta estableciese bases navales y por ello, en febrero de 1903, hace ahora 110 años, la US Navy recibió como “concesión perpetua”, 116 km² en la bahía de Guantánamo. A cambio, EE.UU. debía de abonar un alquiler de 2.000 $ anuales, cantidad que pagó al gobierno cubano hasta que, llegado Fidel castro al poder en 1959, éste se negó a recibir para denunciar así la ocupación ilegítima que dicha base suponía para la soberanía de Cuba.
En la actualidad, y desde 2002, Guantánamo se ha convertido en un siniestro campo de detención para prisioneros islamistas talibanes y de Al-Qeda. A estos presos, que EE.UU. define como “combatientes enemigos ilegales”, no se les aplica la IV Convención de Ginebra sobre el trato a prisioneros de guerra. Para ello, la Administración norteamericana se apoya en una argucia legal: como nominalmente Guantánamo sigue siendo tierra cubana, EE.UU. alega que los allí detenidos se encuentran fuera del territorio federal y, por ello, carecen de los derechos que tendrían se hallasen detenidos en los EE.UU. De este modo, se incumplen sistemáticamente numerosos artículos de dicha Convención, entre otros los relativos a la prohibición de palizas, torturas y maltratos psicológicos (art. 13), las humillaciones sexuales (art. 14), el encarcelamiento en celdas de reducido tamaño (art. 21) o el deber de ser restituidos a sus países de origen una vez finalizadas las hostilidades, así como la prohibición de aplicarles detenciones por tiempo indefinido (art. 118) a estos prisioneros que, recordémoslo, algunos de ellos llevan casi 12 años en Guantánamo sin haber sido juzgados.
Ante semejante aberración jurídica y tan flagrantes violaciones de los derechos humanos, se han producido numerosas denuncias por parte de Amnistía Internacional, Human Rights Watch (HRW) y del Comité Internacional de la Cruz Roja. Por su parte, ya en 2006 la ONU hizo público un demoledor informe en el que se instaba a que los EE.UU. cerrase Guantánamo “sin tardanza”. Nada de todo esto hizo mella en un presidente tan belicista como Bush, ni tampoco parece hacerlo en Obama, para el cual esta cuestión parece que ha dejado de ser una prioridad presidencial. Sin embargo, el presidente demócrata, que tantas simpatías sigue despertando, todavía, en amplios sectores de la opinión pública internacional, no puede mirar para otro lado dado que el cierre inmediato de Guantánamo debería de ser un imperativo político y moral para Obama, un presidente que, recordémoslo, obtuvo, sin duda prematuramente, en 2009, el Premio Nobel de la Paz.
Por todo ello, además del cierre de Guantánamo, la Administración americana debe resolver la situación de todos los presos, permitiendo la repatriación de los que fueron detenidos de forma arbitraria y sobre los que no pesa ningún delito. En cuanto a aquellos islamistas considerados como “muy peligrosos”, se les debería de entregar a la Corte Penal Internacional para ser sometidos a un juicio justo con plenas garantías jurídicas, tal y como ocurrió con los responsables de los crímenes cometidos en la antigua Yugoslavia, en Ruanda , Liberia o el Congo. Sólo así el principio de justicia universal prevalecerá sobre la habitual (y peligrosa) utilización de la guerra sucia para combatir la amenaza del terrorismo islamista radical, una guerra sucia que sólo sirve, en definitiva, para aumentar el odio contra los EE.UU. y, por extensión, contra Occidente y sus valores. Y eso es una bomba de relojería que podría volvernos a estallar en las manos en cualquier momento. Algo que Obama no debe de olvidar.
José Ramón Villanueva Herrero
(publicado en: El Periódico de Aragón, 7 abril 2013)
UNA CONFERENCIA DE JUAN NEGRÍN

El domingo 1 de diciembre de 1929 la Casa del Pueblo de Madrid se hallaba abarrotada para escuchar la conferencia que, con el título de “La ciencia y el socialismo”, iba a pronunciar Juan Negrín López, un prestigioso médico e investigador científico que poco antes se había afiliado al PSOE. Releyendo su texto y el eco que tuvo en la prensa de la época, ahora que el PSOE se halla en una encrucijada histórica, se nos ofrece algunas reflexiones de interés, significativos paralelismos y contrastes con la situación presente.
En primer lugar, la figura del conferenciante, de Negrín, el cual, tras décadas de oprobios e infundios, ha ido recuperando la talla histórica que merece como estadista y como una de las figuras más relevantes del socialismo español. Negrín,, tras realizar brillantes estudios de medicina en Alemania, Harvard y Nueva York, era catedrático de Fisiología en la Universidad Central de Madrid en donde formó a futuros investigadores como Grande Covián o Severo Ochoa y, pese a su gran prestigio, abandonó sus actividades investigadoras para dar el paso a la política. Ello, en estas fechas en que lamentamos la pérdida de José Luis Sampedro, nos recuerda la importancia que siempre ha tenido, y sigue teniendo, el compromiso de los intelectuales con la realidad política y social, de su intento por transformarla desde los valores de la ética y la justicia. Por ello, el PSOE, un partido de extracción obrera, recibía con entusiasmo la adhesión a sus filas de intelectuales de prestigio, esos intelectuales que, como señalaba Negrín, sienten el deber de “decir algo interesante y transmitirlo”.
En segundo lugar, el momento en que tuvo lugar, esto es, en la fase terminal de la dictadura del general Primo de Rivera, con un enorme descrédito de la monarquía de Alfonso XIII, proceso que traería poco después el esperanzador alborear de la II República el 14 de abril de 1931. Entonces, como ahora, los errores, torpezas y anacronismos de la monarquía, abrían el camino a la democracia republicana y por ello el PSOE, por encima de accidentalismos, debía de actuar como lo que es en esencia, como un partido “exclusivamente republicano”, ideal que, en la España actual, está recuperando afortunadamente el partido fundado por Pablo Iglesias.
La conferencia de Negrín se inicia exponiendo las razones que le indujeron a ser socialista a partir de sus convicciones profundamente republicanas pero, como señalaba seguidamente, “ser solamente republicano en nuestro país es no ser nada. Libertad política sin fundamento económico no sirve de nada”. Consecuentemente, dio el paso hacia el socialismo pues, al margen de la democracia formal, lo esencial, ayer como hoy, es el logro de derechos sociales y económicos para los sectores más desfavorecidos, algo que hoy en día tiene un especial significado ahora que nuestra sociedad está azotada por el drama del desempleo, los desahucios y la pérdida de derechos laborales y sociales.
Otro de los puntos interesantes de la conferencia hacía referencia a los ideales internacionalistas del socialismo. En estos tiempos de globalización neoliberal, es cuando más necesario resulta reafirmar la utopía internacionalista tanto en cuanto significa la universalización de los valores de la libertad, la justicia social y la solidaridad, una globalización imprescindible en esta época convulsa en que vivimos. Como señalaba Negrín, el ser internacionalista, no era sinónimo de ser “antipatriota”, pero ello no le exime de criticar con dureza todo tipo de nacionalismo excluyente, pues el socialismo no puede “compartir ni siquiera de lejos, el patriotismo agresivo, burdo, intolerante que cultivan los nacionalistas” y se pregunta en voz alta: “Cómo no hemos de poner el interés general de la Humanidad por encima del interés particular de la nación?”. Estas afirmaciones, desde la perspectiva actual, suponen un rechazo tanto al nacionalismo rancio y centralizador de la derecha españolista, ahora alentado de nuevo por las políticas del Partido Popular, como también, una firme oposición al espíritu insolidario y excluyente que anima a los nacionalismos periféricos. Por ello, Negrín no comprendería la excesiva deriva nacionalista de partidos nominalmente socialistas y en este sentido, un ejemplo serían las dos almas que pugnan dentro del PSC para marcar su rumbo futuro.
Para cambiar las cosas, Negrín recordaba que hay que implicarse, que no debemos desentendernos como ciudadanos de la política. Por esta razón, rechazaba el apoliticismo, la actitud de quienes se inhiben de la realidad y de los problemas de su tiempo (bien fuera la crisis de la monarquía en 1929, o de la crisis global, ahora), puesto que los apolíticos eran, a fin de cuentas, “conformistas” que, como apuntaba Negrín, en momentos históricos cruciales, “es lo peor que se puede ser”. Y, poniendo el ejemplo español, donde la política había sido tradicionalmente patrimonio de los caciques, de las oligarquías políticas y económicas que monopolizaban el poder, como ahora lo hace una clase política demasiado alejada del sentir y de los sufrimientos de la ciudadanía, la participación política era una herramienta de cambio tanto en cuanto debe servir para canalizar la indignación y la rebeldía social. Y ya para terminar, ahora que tanto se habla de la crisis de confianza política, Negrín afirmaba de manera premonitoria que, “en estos momentos en que tanto se detesta la política, achacándole todos los males que aquejan al país”, España había “enfermado” y, como buen médico, nos ofrecía su particular diagnóstico: “no es a causa del exceso de actuación política de sus habitantes sino por todo lo contrario. La mala política fue posible porque el pueblo vivió alejado de la lucha, porque no se le consintió intervenir en la actividad política”. Por ello, el compromiso cívico y el impulso de la democracia participativa son los instrumentos de un cambio social que, como nos recordaba Juan Negrín, era tan imprescindible en 1929 como lo es, también, ahora.
José Ramón Villanueva Herrero
(publicado en: El Periódico de Aragón, 28 abril 2013)