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REPUBLICA FEDERAL ESPAÑOLA, CAPITAL: BARCELONA

Al problema que supone este caballo encabritado que es la crisis económica, se ha unido en España la no menos grave crisis territorial planteada por el proceso secesionista de Cataluña. Si reprochable resulta el inmovilismo numantino de un rancio y trasnochado nacionalismo españolista, produce tristeza constatar el que los nacionalismos periféricos, al margen de sus legítimas aspiraciones de autogobierno, han actuado con excesiva frecuencia con una deslealtad constitucional, tanto en la España democrática surgida tras el final de la dictadura franquista, como en otros períodos anteriores.
Recordando las lecciones de la historia, me viene a la memoria la actitud de los nacionalistas vascos y catalanes durante nuestra guerra civil en la que, éstos, conscientes de la inevitable derrota militar de la República ante el embate fascista, intentaron llegar a un quimérico acuerdo con las fuerzas franquistas. En este contexto, tuvo lugar el enfrentamiento entre Juan Negrín, el presidente del Gobierno republicano, y la actuación del PNV y de ERC, un enfrentamiento con un profundo calado político. De hecho, como señalaba Ángel Viñas, Negrín siempre consideró que, para derrotar al fascismo era imprescindible recuperar y fortalecer la autoridad del Estado republicano ya que, “la alternativa era el caos” y, por ello, había que evitar, en tan difíciles circunstancias, el “taifismo”( bien fuera éste vasco, catalán o anarquista) y la disgregación de la autoridad.
Debemos recordar el llamado Pacto de Santoña del 24 de agosto de 1937, la rendición del Ejército de Euskadi ante las tropas fascistas italianas y que supuso un duro golpe por parte del PNV a la causa republicana y una enorme torpeza al confiar en una impensable “generosidad fascista” para con el pueblo vasco, la cual, obviamente, nunca existió.
Tras este pacto, para muchos, una “traición”, Negrín, que siempre desconfió de los nacionalismos insolidarios, temiendo que también la Generalitat de Cataluña pretendiera buscar una solución unilateral a la guerra, decidió trasladar la sede del Gobierno republicano a Barcelona a finales de octubre de 1937 con el doble objetivo de evitar una posible traición por parte del nacionalismo catalán y, también, para garantizar el control gubernamental de la vital frontera con Francia. Como señaló el dirigente comunista Palmiro Togliatti, se pretendía, así, impedir “que triunfase en Cataluña un movimiento favorable a la paz separada con el fascismo”.
Negrín no estaba equivocado ni sus temores eran infundados pues eran conocidos los intentos de Euskadi y Cataluña de llegar a una paz por separado con Franco y, para ello, como señala Josep Sánchez Cervelló, aunque hubo intentos desde finales de 1936, tras la ruptura del frente de Aragón (marzo 1938), tanto el Gobierno Vasco como la Generalitat catalana realizaron gestiones en Londres y París con objeto de lograr una mediación franco-británica que salvaguardase sus respectivos autogobiernos. De este modo, los nacionalistas vascos y catalanes soñaron con una quimérica negociación por su cuenta para lograr el cese de hostilidades en sus territorios a cambio de unas reivindicaciones específicas cuales eran: la presencia propia de Euskadi y Cataluña en una hipotética conferencia de paz, respeto a sus Estatutos de Autonomía, plebiscito separado en cada uno de estos territorios sobre la naturaleza de su futuro régimen político y la desmilitarización de Euskadi y Cataluña, reivindicaciones éstas, que acertadamente calificó Ángel Viñas de estar llenas de “ombliguismo” y “candidez”. Esta diplomacia secreta, en la que en cierta medida participó el Vaticano, supuso, lógicamente, un empeoramiento de las relaciones de Negrín con respecto al lehendakari Aguirre y el president Companys, si bien es cierto que, a pesar de esta deslealtad política, la inmensa mayoría de la población vasca y catalana se mantuvo fiel a la causa republicana.
Tras la Conferencia de Munich (29-30 octubre 1938), cuando la guerra ya estaba perdida definitivamente para la República, se produjeron nuevas actuaciones del Gobierno de Euskadi ante el Foreign Office en defensa de la autodeterminación vasca. Por su parte, la Generalitat realizó gestiones en París llegando incluso a plantearse un cesión territorial de Cataluña a Francia, lo cual, además de un sinsentido, asestaba, en las contundentes palabras de Ángel Viñas, “una puñalada por la espalda al Gobierno de la República”.Por ello, frente a esta desafección, recuerdo la frase que Manuel Tuñon de Lara dijo a Eloy Fernández Clemente y que éste recoge en sus memorias: “Jamás te avergüences de España: es el único país con Vietnam que resistió tres años un golpe de Estado”.
Vueltos al presente, ante la actual crisis territorial, ante la inacción del Gobierno de Rajoy, incapaz de ofrecer ninguna propuesta ilusionante frente a las derivas insolidarias del secesionismo nacionalista, el concepto de España se halla en una preocupante crisis identitaria de incierto futuro. Las actitudes de unos y otros parecen conducirnos, como decía Iñaki Gabilondo, en un frenético galopar, hacia una embestida fatal. Ante este horizonte, siempre me he manifestado partidario del derecho a decidir del pueblo catalán y de una redefinición del modelo territorial español en torno a una República federal que articule de una manera más armoniosa la innegable plurinacionalidad de lo que, en otros tiempos, se denominaba “las Españas”, nuestra nación de naciones. Ha llegado el momento de tomar decisiones valientes y, además de las apuntadas, no sería descabellado plantear que, en una futura República federal, la capital de España debería de ser trasladada a Barcelona, como en su día hizo el presidente Juan Negrín, lo cual, además de una ruptura con las inercias centralistas, sería un elemento de mayor articulación e integración territorial que, sin duda, limitaría los anhelos, por otra parte legítimos, del secesionismo catalán. Una cuestión ciertamente polémica, pero también imaginativa.
José Ramón Villanueva Herrero
(publicado en: Canarias Noticias, 11 noviembre 2014)
EL PP Y LA HERENCIA DE CÁNOVAS

Resulta innegable que en estos últimos años y, aprovechando la coartada de la crisis, España, de la mano del Gobierno del PP está sufriendo un grave involución en materia de derechos y libertades, unos preocupantes retrocesos y restricciones democráticos. Y no nos debe de extrañar puesto que las raíces ideológicas de la derecha gobernante, no sólo se vinculan con determinados aspectos del legado franquista, sino que se remontan a figuras del más rancio conservadurismo del s. XIX. Este es el caso de Antonio Cánovas del Castillo (1828-1897), cuya larga sombra sigue muy presente (como permiso de Ángela Merkel) en el ideario político del actual PP.
Dicho esto, debemos recordar que, como señala José Antonio Piqueras en su libro Cánovas y la derecha española. Del magnicidio a los necon (2008), el político conservador se convirtió en el principal referente ideológico de la derecha española durante la Transición democrática. Eran los tiempos en los que, como recordaba el historiador Carlos Dardé, la derecha postfranquista intentaba darse un barniz democrático y en el que los dirigentes populares intentaban “pasar por nietos de Cánovas antes que por hijos de Franco”, aunque esta última herencia, especialmente si tenemos presente el permanente obstruccionismo del PP ante las políticas públicas de impulso de la memoria histórica democrática, sigue resultando evidente. No fue casualidad que, en tiempos de Manuel Fraga, se crease la Fundación Cánovas del Castillo la cual se convirtió en el referente ideológico del PP hasta que, durante el Gobierno de José María Aznar, ésta, junto con otras fundaciones afines a los populares, se integraron en el año 2002 en la FAES.
La herencia política de Cánovas no sólo fue patente durante la Transición sino que se extiende hasta el momento presente y su influencia ha sido patente en el rearme ideológico de los conservadores españoles, especialmente en el caso de neocon tan influyentes como Aznar o Esperanza Aguirre.
El momento estelar de la magnificación de la figura de Cánovas tuvo lugar en 1997 con motivo del centenario de su asesinato, cuando era Presidente del Consejo de Ministros, a manos de un militante libertario. El entonces Gobierno de Aznar concedió el carácter de “celebración de Estado” a la conmemoración del magnicidio de Cánovas y dichos actos tuvieron una clara instrumentalización política ya que, tanto el Gobierno Aznar como el PP, aprovecharon para reivindicar los principios y valores de la derecha conservadora, entre ellos, la religión, la familia y la nación española, presentando a Cánovas como uno de los padres del Estado-nación liberal y centralista. Con este motivo, se impulsó una intensa campaña propagandística de la figura de Cánovas mediante la edición de libros, documentales y la celebración de exposiciones, seminarios y conferencias laudatorias sobre el legado de Cánovas, el principal político conservador de la España de la Restauración.
Pero, frente a tanta exaltación canovista, la realidad de su herencia política es bien distinta. Como señalan Sebastián Balfour y Alejandro Quiroga en su libro España reinventada (2007), “convertir a Cánovas en icono nacional resultó un ejercicio lleno de dificultades en la España democrática” por tres razones fundamentales que los dirigentes populares obviaron deliberadamente: su carácter antidemocrático (siempre se opuso frontalmente a establecimiento del sufragio universal en España), por sus medidas represivas contra la clase trabajadora y el movimiento obrero y, también, por haber sido el artífice de un sistema político corrupto basado en el caciquismo y en el consiguiente fraude electoral sistemático. Vistas estas líneas maestras de la política canovista del s. XIX, no es difícil asociarlas con la actuación del actual Gobierno de Rajoy y sus lacerantes recortes de derechos y libertades (incluida su pretensión de reforma del sistema electoral), la merma de derechos laborales y, en cuanto a la corrupción, ¿qué decir de las vinculaciones con el caso Gúrtel y del hecho de que todos los tesoreros del PP están (o han estado) incursos en procesos penales?.
Frente a estas evidencias, la conmemoración del centenario de la muerte de Cánovas en 1997, nos lo presentaba como “un visionario que había traído la estabilidad al país con la restauración de la monarquía tras una serie de revoluciones y guerras civiles iniciadas en 1868” (Balfour-Quiroga). Esta imagen significaba, desde el punto de vista conservador, una exaltación de la monarquía como elemento clave de la estabilidad de España, así como que los cambios políticos del sistema debían ser “moderados” y producirse siempre a partir del consenso previo entre los dos principales partidos de la Restauración (conservadores y liberales) y siempre y cuando no implicasen crítica algún a la Corona. Estas son precisamente las mismas ideas que prevalecen en el PP actual: defensa cerrada de la monarquía (a pesar de su anacronismo y escándalos) y necesidad de preservar el sistema político (a pesar de sus carencias y déficits democráticos) forzando un gran pacto de Estado ente el PP y el PSOE, tanto en materia económica, como electoral y territorial. Esto es canovismo puro, la herencia de una vieja, apolillada y decimonónica política conservadora.
Como señala Millán y Romero, Cánovas creó un sistema antidemocrático “que impidió la consolidación de una sociedad civil participativa y una esfera pública nacional integradora” lo cual fue generando una brecha cada vez mayor entre la identidad nacional popular y el nacionalismo oficial de la monarquía de la Restauración. Exactamente como ocurre en la España actual y que se plasma en la aparición de nuevos movimientos políticos y sociales que cuestionan el sistema surgido de la Transición y que ha generadola profunda crisis identitaria y territorial en la que nos hallamos sumidos.
La sombra de Cánovas, desde el s. XIX hasta la actualidad, además de alargada, como los cipreses de Delibes, es lacerante y con evidentes rasgos antidemocráticos, antisociales y con un uso descarado de la corrupción en beneficio de los intereses partidarios. Esa es la herencia de Antonio Cánovas del Castillo en el actual y descentrado Partido Popular. Y esa herencia es muy preocupante.
José Ramón Villanueva Herrero