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LA DECISIÓN DE SOCHI

La ciudad rusa de Sochi, sede de los últimos Juegos Olímpicos de Invierno, tiene una vinculación muy especial con la historia de España y, más concretamente, con nuestra trágica guerra civil. Estamos en septiembre de 1936, hacía 6 semanas que, iniciada la contienda, los sublevados, con el decisivo apoyo de la Alemania nazi y la Italia fascista, pletóricos de moral, avanzaban imparables hacia Madrid y las fuerzas republicanas se batían en retirada.
El 4 de septiembre, a la vez que caía Irún en poder de las tropas de Mola y se cortaban las comunicaciones con Francia, se formaba el Gobierno de Largo Caballero. El veterano dirigente socialista trataba de forjar un gabinete de unidad antifascista, una “alianza de clases” entre el obrerismo reformista y las fuerzas burguesas para salvar a la República. La situación era desesperada no sólo en los frentes de batalla sino también en el campo diplomático como consecuencia del abandono de Francia y Gran Bretaña, las potencias democráticas, para con la acosada República española, unida a la dramática inacción de la Sociedad de Naciones y a la farsa de la No Intervención que estrangulaba las posibilidades de defensa republicanas.
Así las cosas, sólo dos países acudieron en ayuda de la democracia republicana: México y la URSS. Quedaba claro que el tan debatido viraje republicano hacia la URSS no respondió a motivos ideológicos sino a la única opción viable: de no haberlo hecho así, la alternativa, como señaló Osorio y Gallardo, era sólo una, “perecer” y a ello no se estaba dispuesta la República. Por su parte, Julián Zugazagoitia lo explicó con total realismo al señalar que“negados los apoyos que teníamos derecho a esperar de las potencias democráticas, se hacía forzoso, como único recurso, pensar en Rusia. Acudimos a su amistad cuando nos sentimos desahuciados de los que con más intensidad habíamos cultivado. La República española no se había hecho de la noche a la mañana comunista. Mucho más simple: el instinto de conservación le empujaba inexorablemente hacia la URSS. Rusia era nuestro único asidero”.
A muchos miles de kilómetros, Stalin, el dictador soviético se hallaba en su residencia de verano de Sochi, una apacible ciudad situada entre el Cáucaso y el mar Negro. Consciente de la situación desesperada de la República y, respondiendo a los intereses geopolíticos soviéticos, Stalin planificó unas líneas de actuación que marcaron el devenir de nuestra guerra civil y alentaron la resistencia republicana ante el embate del fascismo. De este modo, en Sochi decidió que la URSS debía intervenir para evitar el colapso republicano enviando para ello los primeros pilotos y asesores militares, facilitó el suministro de armamento que resultaba vital y acordó la creación de las Brigadas Internacionales, decidida mes y medio después de que se constatara la intervención de las potencias fascistas a favor de Franco en suelo español. Esto ocurría en septiembre, mientras que desde finales de julio, la Alemania nazi y la Italia fascista estaban apoyando a los rebeldes Por ello, Viñas, en su excelente libro La soledad de la Republica, recuerda que el estudio de los archivos soviéticos “desmonta la tesis franquista de que su giro hacia Berlín y Roma era la respuesta a la [supuesta y falsa] larga mano de Moscú y de los malvados bolcheviques en los asuntos de España después del 18 de julio” dejando así en evidencia la intencionada visión “oficial” del franquismo y las mentiras de la actual historietografía conservadora, como acertadamente la define Reig Tapia.
La decisión de Stalin fue precedida de 5 informes previos sobre la situación política, militar y social de España, los cuales le impulsaron a dar su apoyo activo a la República. De este modo, a partir de septiembre, las decisiones de Sochi hicieron que la República, excepción hecha de la ayuda del México de Lázaro Cárdenas, dejase de estar sola y empezó a recibir una ayuda internacional efectiva. Stalin se decidió a intervenir teniendo en cuenta dos factores: por un lado, el interés soviético en frenar el expansionismo alemán y, por otra parte, el responder a la gran efervescencia de la opinión mundial de izquierdas en apoyo de la República española. En consecuencia, la decisión de Stalin no era un acto de idealismo sino que respondió a las consideraciones geoestratégicas y geopolíticas del dirigente soviético: si España caía en manos del fascismo, también lo podía hacer Francia y, con ello, la Alemania nazi tendría las manos libres para llevar a cabo una política más agresiva contra la URSS. Además, Stalin también tuvo presente su obsesión por frenar la difusión de las ideas trotskistas en España.
Por todo ello, la decisión de intervenir en nuestra guerra civil cumplía, según Viñas, “varias funciones de cierta trascendencia”: era un aviso a los agresores y, en particular al III Reich de Hitler; daba a entender a Francia que la URSS era un socio fiable; mostraba a la izquierda mundial y a la población soviética que la URSS no abandonaba al proletariado español, además de reducir las posibilidades de una victoria del fascismo y evitar la expansión del trotskismo.
A partir de octubre, la llegada y posterior entrada en acción de los tanques y aviones soviéticos así como de los primeros brigadistas elevó la moral de resistencia republicana en Madrid y por vez primera, equilibró el armamento de ambos bandos. La decisión de Sochi fue, en consecuencia, decisiva para que la República, asediada y abandonada por las democracias, que debieron de haber sido sus aliados naturales, hiciese frente por espacio de casi tres años a la devastación fascista.
En Sochi, el dictador soviético, el responsable por aquellas mismas fechas de las sangrientas purgas efectuadas por su régimen, había dado esperanza a la causa republicana ya que, como le escribió a José Díaz, el entonces secretario general del PCE, la República era “la causa común de toda la humanidad avanzada y progresiva”, una causa que, pese a la derrota posterior, se ha convertido un ejemplo heroico y universal de lucha contra el fascismo.
José Ramón Villanueva Herrero
(publicado en: El Periódico de Aragón, 5 octubre 2014)
ALEMANIA FRENTE A EUROPA

Una de las principales causas del actual encallamiento del proyecto europeo es el viraje producido por Alemania en relación a la Unión Europea (UE). Y es que, si durante décadas el país germano había sido el mayor contribuyente a las finanzas comunitarias, modelo de solidaridad y motor de la UE, ha pasado de ser el acelerador de la misma a poner el freno de mano en cuestiones claves para la construcción federal y solidaria de Europa.
Lejos quedó el impulso decisivo del eje franco-alemán, de la voluntad europeísta de los cancilleres germanos Adenauer, Schmidt o Kohl. La Alemania de la solidaridad parece haber quedado atrás y la actual canciller Angela Merkel, apoyada por su creciente hegemonía política en la UE, nos ha impuesto su dieta de estricta austeridad económica.
Todo cambió tras la caída del Muro de Berlín en 1989. Hasta ese momento, la entonces República Federal Alemana (RFA) era consciente de que necesitaba una Europa fuerte frente a la presión soviética. Eran los años de la Guerra Fría, de la política de bloques y el asidero ante la permanente amenaza del Este era, según los políticos germanos, una Europa unida, democrática y próspera. Pero, en 1989 tuvieron lugar unos acontecimientos históricos determinantes: la caída del Muro de Berlín y el consiguiente hundimiento del bloque del Este y, con ello, el de la prosoviética República Democrática Alemana (RDA), lo cual propició al anhelada reunificación de las dos Alemanias. Resurgía así, en la Europa central, una nueva Alemania, convertida ya en una potencia no sólo económica sino, también, política.
A partir de entonces, la Alemania unificada comenzó a ir recuperando gradualmente su “hinterland” tradicional, esto es, su tradicional influencia-hegemonía histórica en la Europa centro-oriental, como en la Edad Media, como durante el Imperio alemán, como ocurrió durante el III Reich. De las dos “almas” que coexisten en la mentalidad alemana, la “renana” (occidental y europeísta) y la “prusiana”, nostálgica del viejo hegemonismo continental germano, parecía haberse impuesto ésta última. Como señalaban Alfons Calderón y Luis Sols, “unificada Alemania y ampliada la UE hacia el Este, los alemanes se han orientado cada vez más hacia un área donde crecen sus intereses económicos y donde les llega el gas imprescindible para su actividad productiva”. Ello explicaría los crecientes intereses de Alemania en Polonia, los Balcanes o su actitud ante la crisis de Ucrania.
A este cambio geoestratégico hay que añadir el creciente rechazo germano a continuar siendo el mayor contribuyente a las arcas de la UE. En este sentido, tanto la conservadora CDU, el partido de Merkel, como el liberal FDP, su habitual socio de gobierno, fieles seguidores ambos de la doctrina neoliberal, se han opuesto con rotundidad a mantener la tradicional solidaridad económica alemana bajo el manido argumento de que ello incrementaba el gasto público y los impuestos. En la opinión pública germana, influida por los grandes grupos mediáticos, ha calado la idea de que la “austera y bien administrada” Alemania estaba financiando “en exceso” a los “derrochadores” países del sur. Ello hizo que Merkel frenase el gasto público en 2009-2010, justo en el momento en que se debía de acudir al rescate de Grecia y se negó igualmente a ofrecer préstamos a bajo interés al país heleno con lo cual dejó de funcionar la solidaridad europea. No nos debe de extrañar que, por ello, Grecia se halle en la actualidad en una situación económica catastrófica, con una grave crisis política y, como consecuencia, con un preocupante auge del partido neonazi Amanecer Dorado. Los alemanes deberían recordar que, en una situación similar, llegó en 1933 Hitler al poder, aupado por la desesperación de millones de personas que confiaron en el delirio hitleriano como solución para salir de la inmensa crisis económica y política que atravesaba la República de Weimar.
Por todo lo dicho, el otrora entusiasmo europeísta alemán se ha ido desinflando en los últimos años de los gobiernos conservadores-liberales de Merkel. La Alemania actual es bien distinta a la que junto a Francia impulsó, desde los duros años de la posguerra mundial, los pasos decisivos hacia la construcción europea. Y es que, tras el fin de los bloques militares, la unificación de las dos Alemanias (RFA-RDA) y el traslado de la capital a Berlín, los ciudadanos alemanes, en su mayoría, ya no se sienten tan solidarios con el resto de los europeos y ven con simpatía que Alemania “vuelva a mandar” en Europa…y eso les va bien.
Algunos autores han estudiado el nuevo hegemonismo germano. Este es el caso del sociólogo Ulrich Beck, autor del libro Una Europa alemana, o el de Ángel Ferrero, el cual señala que, tras la caída del III Reich y el fin de la que él llama “Cuarta Alemania” (1945-1990), ha surgido una “Quinta Alemania”, la de Merkel, decidida a mandar en Europa y a extender su influencia en el centro y este del continente, heredera de la política “prusiana” de Bismarck. Esta es la política que ha aupado a Merkel a un liderazgo sólido no sólo en su país sino que la ha convertido en la política más poderosa de la UE y que tanto ha beneficiado a la economía germana sin importarle los graves perjuicios ocasionados al resto de los países socios de la Unión. De este modo, la locomotora alemana parece ir cada vez más por vías que se alejan del gran sueño de una Europa unida en la diversidad, próspera y solidaria, tal y como soñaron, entre otros, Robert Schuman, Jean Monnet, Konrad Adenauer, Alcide de Gasperi o Paul-Henri Spaak, los considerados como “padres fundadores” de la nueva Europa renacida de las ruinas de la II Guerra Mundial, aquel proyecto de paz, democracia y progreso económico que, pese a la crisis actual, sigue tan vigente e imprescindible como siempre.
José Ramón Villanueva Herrero
(publicado en: El Periódico de Aragón, 26 octubre 2014)