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EL PENSAMIENTO DE ROVIRA I VIRGILI

Resulta evidente el auge en estos últimos años del movimiento independentista en Cataluña, una opción política legítima y defendida por cauces democráticos que, no obstante supone un desgarro político y emocional, una desconexión, en lo que ha sido una historia colectiva centenaria con relación al resto de España.
El proceso tiene profundas raíces, variados motivos y razones, pero resulta evidente que ha recibido un impulso añadido como consecuencia de las torpezas y la ausencia de una respuesta alternativa y sugerente por parte de la derecha españolista. Así, durante el último gobierno del Partido Popular, la abúlica pasividad de Rajoy con respecto a la cuestión catalana, no ha hecho sino agudizar la gravedad y magnitud del problema. El desafecto e incomprensión de esta vieja derecha hacia realidad de Cataluña ha sido tan constante como temerario. Desde aquellas oportunistas declaraciones de José María Aznar diciendo que “hablaba catalán en la intimidad”, al recurso de inconstitucionalidad presentado por el PP contra la reforma del Estatuto de Cataluña de 2006, a la falta de diálogo constructivo con la Generalitat o a los improperios vertidos contra alguien tampoco sospechoso de separatista como Albert Rivera el pasado 2 de marzo por hablar en catalán durante el frustrado debate de investidura del candidato Pedro Sánchez, todo ha sido un cúmulo de despropósitos que evidenciaban una nula voluntad por resolver de forma dialogada el embate soberanista.
Así las cosas, bueno sería que nuestra clase política, especialmente el PP y el PSOE, releyeran las ideas que el político y escritor catalán Antoni Rovira i Virgili (1882-1949), formuló sobre este tema. Rovira, desde una perspectiva catalanista con un fuerte componente federalista dada la influencia que recibió del pensamiento de Francesc Pí i Margall, intentó unir ambos ideales en una sola causa como solución política idónea para lograr el armonioso engarce de Cataluña en el conjunto de una regenerada España, republicana y federal, la única forma de evitar el desgarro catalán.
En consecuencia, el federalismo resulta una de las ideas básicas en el ideario de Rovira i Virgili, al cual define como “el régimen de libertad colectiva” y, por ello, resulta “incompatible con las unidades solemnes e intangibles” de los nacionalismos unitarios. Bien al contrario, y en ello la influencia de Pí emerge de nuevo, el federalismo debe basarse en el libre “consentimiento de los pueblos que se unen”, esto es, en la idea del pactismo, en la voluntad libre y voluntaria de los pueblos a la hora de optar por un proyecto político y colectivo común. Por ello, diría Rovira que “Si los pueblos de la península quieren unirse y aceptan las condiciones de la unión, ésta nace libremente […] Un auténtico federal sólo puede querer la unión federativa de Cataluña y España si esa unión tiene el libre consentimiento de la mayoría de los catalanes”. A partir de estas palabras, una conclusión resulta obvia: para saber la voluntad de los catalanes, habrá que tener en cuenta su opinión, habrá que consultarles y ello implica el reconocimiento del derecho a decidir, una cuestión de elemental sentido democrático.
Del pensamiento de Rovira diría Jaume Sobrequés que fue el político catalán que más reiteradamente se refirió al federalismo como la solución óptima para resolver el problema de la plurinacionalidad del Estado Español. Y es cierto puesto que Rovira, que nunca fue independentista, consideraba que el pacto entre los pueblos peninsulares evitaría la radicalización insolidaria que subyace tras todo movimiento secesionista.
No es casualidad que la obra clave de Rovira lleve el título de Nacionalismo y federalismo (1917), escrita hace un siglo y que sin embargo resulta de plena actualidad. En ella nos recuerda que todo movimiento nacionalista tiene dos opciones: la creación de un Estado independiente o la de ser parte de un Estado federal, pero ambos casos implican la reivindicación del reconocimiento de su realidad nacional. En cuanto al tema de la división de competencias o soberanías entre los Estados federados y el Estado central, consideraba que todas la constituciones federalistas señalan las facultades del Estado Central y la que “no son atribuidas a este quedan a cargo de los Estados particulares”, tal y como ocurre en los casos de EE.UU., Suiza o Alemania.
Otra obra esencial de Rovira, muy marcada por el contexto político del momento es Catalunya i la República (1931) en la cual se reafirma en que había llegado la hora del federalismo aunque el pragmatismo político del momento hizo que el nuevo modelo territorial republicano se quedase en un modesto proyecto autonomista. Pese a ello, Rovira defendía un federalismo potestativo, esto es, el que se debía ofrecer a todos los territorios peninsulares, pero que bajo ningún concepto debía ser impuesto dado que era consciente de la distinta intensidad del sentimiento identitario que existía entre las llamadas nacionalidades históricas y el resto de las regiones españolas. A modo de conclusión, también válida en la actualidad, Rovira reafirmaba su convicción de que el federalismo era además de una opción más solidaria y progresista, “la única alternativa válida al separatismo”.
En conclusión, la vigencia del pensamiento de Rovira i Virgili supone una nítida reivindicación del modelo federal para España puesto que además suponía un camino de europeización y modernización de nuestra estructura territorial. Por estas razones, como señalaba Jaume Sobrequés, las ideas de Rovira i Virgili, “constituyen un buen material teórico y de reflexión política”. Un material y unas reflexiones de las que, esperemos, salga algún día una solución para el eterno problema de la articulación justa y pactada por la libre voluntad de las partes, del modelo territorial español, de estas viejas tierras que en otros tiempos se llamaban “las Españas”, de esta realidad plurinacional nuestra que tanto les cuesta a algunos reconocer.
José Ramón Villanueva Herrero
(publicado en: El Periódico de Aragón, 8 mayo 2016)
EL ESPECTRO DE CUELGAMUROS

La reciente sentencia del Juzgado nº 2 del San Lorenzo de El Escorial para exhumar los restos de los hermanos bilbilitanos Manuel y Antonio Lapeña Altabás ha vuelto a poner de actualidad la historia del Valle de los Caídos, del espectro de Cuelgamuros, una exaltación ostentosa del franquismo, una pesada losa que sigue pesando sobre nuestra historia y memoria democrática.
El 1º de abril de 1940, cuando se cumplía un año del final de la guerra civil, el “día de la Victoria” en la terminología de la dictadura, tuvo lugar el acto inaugural de las obras de construcción del más tarde conocido como Valle de los Caídos. Ante los embajadores de la Alemania nazi, la Italia fascista y el Portugal salazarista, el general Franco detonó la primera carga de dinamita para perforar la roca granítica en lo alto del valle de Cuelgamuros, en las estribaciones de la Sierra de Guadarrama.
Desde su origen, este proyecto tuvo un claro significado político, cargado de ideología fascista como se refleja en el Decreto de 1º de abril de 1940 por el que se disponía “se alcen Basílica, Monasterio y Cuartel de Juventudes” con objeto de “perpetuar la memoria de los caídos en nuestra Gloriosa Cruzada”, la cual debía perdurar en el tiempo razón por la cual se pretendía que “las piedras que se levanten tengan la grandeza de los monumentos antiguos, que desafíen al tiempo y al olvido” y, de este modo, convertirse en “un templo grandioso de nuestros muertos en que por los siglos se ruegue por los que cayeron en el camino de Dios y de la Patria”.
El significado político e intemporal quedaba claro en la voluntad del régimen el cual se empeñó con ahínco en su pronta realización. Según Pedro Muguruza, el entonces Director General de Arquitectura y responsable del proyecto, Franco tenía “vehementes deseos” de que las obras de la cripta, se terminasen en el plazo de un año, para inaugurarla el 1º de abril de 1941, estimando que el resto del conjunto monumental se concluiría en el transcurso de otros 5 años. Sin embargo, la magnitud del proyecto hizo que las obras se prolongasen durante 20 años a pesar de que en ellas trabajaron, un total de 20.000 obreros, muchos de ellos presos políticos republicanos, explotados como mano de obra esclava, como recordaba Julián Casanova, por empresas como Banús, Huarte o Agromán. En consecuencia, el conjunto monumental no se inauguraría hasta el 1º de abril de 1959, coincidiendo con el “XX aniversario de la Victoria”.
Por entonces se decidió trasladar a “la gran obra” los restos no sólo de los “héroes y mártires” del bando rebelde, sino también, los de soldados y civiles a los que las autoridades franquistas calificaban como “rojos”. La razón de este cambio, ocurrida a mediados de la década de los años cincuenta, como señalaba Belén Moreno, se debió a un intento propagandístico del régimen de transmitir una falsa imagen de “reconciliación” para ganarse la simpatía de las democracias occidentales y, para ello, Cuelgamuros tenía que convertirse en un lugar que aceptase “caídos” sin distinción del bando en el que habían combatido. Así, en el Decreto-Ley de 23 de agosto de 1957 de creación de la Fundación de la Santa Cruz del Valle de los Caídos se decía cínicamente que ésta pretendía impulsar “una política guiada por el más elevado sentido de unidad y hermandad”, una reconciliación que pretendía simbolizar “la robusta horizontalidad de los brazos de la cruz monumental que ampara por igual a todos los españoles”.
El Archivo General de la Administración de Alcalá de Henares conserva. algunas actas del Consejo de Obras del Monumento a los Caídos, creado en 1941 y que funcionó hasta 1967 en las que se recogen detalles sobre los traslados de los restos a dicho lugar. Así, sabemos que se encomendó a la Guardia Civil realizar listados de los muertos y asesinados en las distintas localidades, así como “un informe referente a los deseos de los familiares” acerca del posible traslado de dichos restos a Cuelgamuros (Acta nº 85, 30 diciembre 1957). Esto último, si bien fue aplicado de forma escrupulosa para el caso de los muertos “nacionales”, (la familia de Calvo Sotelo se negó al traslado), la voluntad de los familiares de las víctimas republicanas nunca fue tenida en cuenta, nunca se pidió su autorización, ni tan siquiera fueron informados, por lo que el hecho de llevar sus restos a Cuelgamuros y enterrados donde en 1975 lo sería el dictador, como señalaba Baltasar Garzón, suponía para ellas “una nueva revictimización.
Por su parte, Camilo Alonso Vega, entonces ministro de la Gobernación, dictó diversas instrucciones de cómo debían de efectuarse los traslados de los restos, entre ellas, hasta las medidas de las cajas donde debían depositarse (60x30x30 cm. para los restos individuales identificados y 120x60x60 cm. para los restos colectivos sin posible identificación), a la vez que ordenaba se realizase un mapa por cada provincia en la que se debían de indicar todas las poblaciones con enterramientos y fosas así como el números de éstas. De este modo, los traslados contabilizados fueron 491, desde finales de 1958 hasta 1983. Según documentación oficial, el número de restos registrados sería de 33.833 personas, de ellos, 21.423 son víctimas identificadas y 12.410 pertenecen a personas desconocidas. Dichos datos, posiblemente incompletos, aluden a los restos procedentes de las provincias aragonesas: Huesca (532), Zaragoza (3.430) y Teruel (4.590). No obstante, a fecha de hoy, la situación de las galerías que los albergan es tan mala que la humedad ha deshecho las cajas que los ordenaban y los huesos se han mezclado haciendo difícil, casi imposible, su identificación, como advertía el antropólogo forense Francisco Etxeberría.
Por todo ello, a fecha de hoy resulta inaplazable contextualizar el auténtico significado de Cuelgamuros, limpiarlo de todo vestigio franquista para convertirlo en un Lugar de la Memoria, lo cual supone, por supuesto, la salida de la basílica de los cuerpos de Franco y José Antonio además de arbitrar las medidas precisas para la exhumación e identificación de las víctimas que así lo deseen. Sólo así se disipará este espectro del pasado, por un elemental sentido de justicia democrática, y por la reparación debida a la memoria de las víctimas del franquismo.
José Ramón Villanueva Herrero
(publicado en: El Periódico de Aragón, 24 mayo 2016)