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VLADIMIR PUTIN, ZAR DE TODAS LAS RUSIAS

Tras tres victorias electorales consecutivas, el poder político en Rusia tiene nombre y apellidos: Vladimir Putin. Aupado de la mano del partido Rusia Unida, que en las últimas elecciones de septiembre de 2016, obtuvo la mayoría absoluta en la Duma o parlamento (343 escaños sobre 450), parece consolidarse en la Federación Rusa lo que Mira Milosevich-Juaristi define como “régimen autocrático de Putin” regida por la férrea mano del político ruso.
Este proceso ha sido favorecido por varias circunstancias, entre ellas, una propagandística potenciación de la imagen del líder ruso cual si de un superhombre se tratara (recordemos que el Kremlin controla la mayor parte de los medios de comunicación), así como a la incapacidad de los partidos de la oposición de capitalizar el descontento popular y enarbolar las banderas democráticas, a lo cual habría que añadir la apatía política de la mayoría de los ciudadanos (en las pasadas elecciones de 2016 sólo ejerció el derecho al voto el 47,81% del censo).
Para situarnos debemos tener presente que el sistema pluripartidista ruso se articula en torno a la existencia de tres grupos de partidos: el oficialista Rusia Unida; la oposición “oficial” creada por el Kremlin para fingir una pluralidad política (por ejemplo, el partido Rusia Justa) y, finalmente, la oposición “no oficial” en la que figuran los grupos democráticos y liberales (Parnas, Yábloko o Rusia Abierta) así como el Partido Comunista de la Federación Rusa.
Tras el colapso de la URSS (1991) y el fracaso de la transición a la democracia, el ascenso político de Putin se vio favorecido por la evocación del pasado imperial de Rusia, así como por la creencia, vigente desde la época de la zarina Catalina II “La Grande”, ejemplo de “déspota ilustrada” del S. XVIII, de que sólo un fuerte poder central puede gobernar con éxito Rusia. Y así ha sido. Si la Constitución de 1993 otorgaba excesivos poderes al Presidente de la nueva Federación Rusa, en años posteriores se ha producido un mayor endurecimiento del control del sistema político. A modo de ejemplo, la Ley Electoral de 2002 ha sido modificada más de 900 veces, siempre en sentido restrictivo, o el hecho de que, tras las manifestaciones masivas contra el fraude electoral ocurrido en las legislativas de diciembre de 2011, el Kremlin impulsó varias leyes con objeto de legalizar la represión política, por ejemplo, la Ley de Manifestaciones, que permite multar a cualquier ciudadano por el simple hecho de manifestarse con 9.300 euros, así como otras medidas tendentes a impedir que la oposición pueda competir en condiciones de igualdad con el todopoderoso y oficialista partido Rusia Unida.
A lo dicho hay que añadir que toda autocracia que se precie se preocupa muy mucho en airear su obsesión enfermiza por la existencia de un enemigo interior o exterior. En este sentido, Putin ha utilizado con habilidad este recurso para neutralizar a los enemigos interiores de su “régimen”, esto es, los sectores democráticos rusos y, sobre todo, contra los enemigos exteriores que, para Putin son Estados Unidos, Europa y el islamismo yihadista. De este modo ha logrado movilizar a las fuerzas conservadoras, a los partidarios de la “dominación estatal completa”, algo que suena a tintes dictatoriales, tanto de herencia zarista como del estalinismo. Para ello no ha dudado en enarbolar con fervoroso entusiasmo la bandera del nacionalismo étnico ruso para lo cual, además del apoyo de amplios sectores de la población, ha contado con la inestimable ayuda de la Iglesia Ortodoxa, fiel aliada de la política de Putin. De este modo, el político ruso se ha rodeado de una aureola de “fervor patriótico” dado que su popularidad ha ido en aumento al recurrir a la vieja táctica del expansionismo territorial que, como en tiempos de los zares, ha servido para exaltar el nacionalismo ruso: así ha quedado patente con la anexión de Crimea (2014), el apoyo a los rebeldes pro-rusos de Ucrania y Moldavia, o con la intervención militar en Siria en apoyo del dictador Al-Assad. En consecuencia, la figura de Putin, como señalaba el citado Mira Milosevich, “sigue siendo un símbolo de perfecta unión entre la política exterior (encarnación de la nostalgia imperial de Rusia y la aspiración de recuperar el estatus de gran potencia) e interior (garante de la estabilidad económica y política)”.
En contraste con el creciente poder de Putin se encuentra la existencia de una oposición, que el Kremlin califica despectivamente como “los ciudadanos enfadados”, débil e incapaz de capitalizar las protestas por el fraude electoral de 2011 y la difícil situación económica interna de Rusia. En este sentido, tampoco debemos olvidad que esa debilidad interna de la oposición democrática ha sido consecuencia del asesinato, de algunos de sus principales líderes como Boris Nemtsov o periodistas críticos como Anna Politkóvskaya.
A modo de conclusión, en la Rusia actual, el fortalecimiento del régimen autocrático de Putin, el nuevo Zar de todas las Rusias, se ha visto favorecido por el fracaso de la transición a la democracia en los años 90, lo cual generó en la Rusia post-soviética un auténtico caos económico y político. En consecuencia, muchos ciudadanos han antepuesto el orden y la seguridad que les ofrece Putin a la libertad individual y a la consolidación de un sistema político plenamente democrático. Por ello, la Rusia de Putin parece haber optado por una especie de “Estado Modernitario” definido por Josef Joffe como “el régimen autoritario que intenta introducir la modernización en el sistema económico y que se basa en el monopolio de la redistribución de los beneficios sociales y económicos”. Por ello, pese a la corrupción generalizada y la aguda crisis económica interna, la autocracia neozarista de Putin parece firmemente asentada en detrimento de la democracia y los derechos humanos.
José Ramón Villanueva Herrero
(publicado en: El Periódico de Aragón, 5 junio 2017)
UN ASCENSOR (SOCIAL) AVERIADO

La crisis global ha causado un preocupante aumento de la desigualdad social, situación que ha supuesto un deterioro de la cohesión interna en las sociedades que han sufrido el vendaval de los ajustes y recortes de todos conocidos. Esta situación resulta especialmente grave en España, uno de los países con mayores índices de desigualdad de la Unión Europea (UE). Así, según datos de Eurostat referidos a 2015, España en el 6º país con mayor desigualdad de los 28 de la UE, sólo por delante de Grecia, Letonia, Bulgaria, Rumanía y Lituania. Por su parte, la Encuesta de Condiciones de vida del Instituto Nacional de Estadística (INE) para el período 2010-2015 señala que la pérdida media de renta en España ha sido de un 21% entre las personas más pobres, lo cual es ejemplo patente del incremento de la pobreza relativa, esto es, de quienes (mal)viven con menos del 60% del ingreso de renta medio.
Por otra parte, como denunciaba el Informe de Save the Children titulado Desheradados. Desigualdad infantil, igualdad de oportunidades y políticas pública en España (2017), asistimos a una alarmante tendencia hacia el fin de lo que se conocía como la “movilidad social ascendente”, esto es, la aspiración personal por lograr una clase social y unos ingresos mayores que los que tuvieron nuestros padres, lo cual supone el final del sueño de que íbamos a vivir mejor que la generación precedente, mejor que nuestros padres y de que nuestros hijos vivirían mejor que nosotros.
La movilidad social ascendente aumentó significativamente en España en el período histórico de la industrialización, coincidiendo con el proceso del éxodo del campo a la ciudad de importantes contingentes de población en busca de una vida mejor. Unido a ello, durante las últimas décadas, la educación en igualdad de oportunidades se había convertido en el principal ascensor social para las jóvenes generaciones, dado que permitió reducir otros muchos condicionantes que hasta entonces, especialmente en el caso de los hijos de la clase obrera, dificultaban la movilidad social ascendente.
Pese a lo dicho, en la actualidad resulta obvio que las consecuencias de la crisis global han dañado seriamente este proceso y, por ello, se ha empezado a hablar de “movilidad descendente”, lo cual significa que los hijos tienen menos ingresos y un futuro más incierto que el de sus padres. Prueba de ello es que al contrario que tiempo atrás, la Universidad ya no es un ascensor social puesto que los estudios universitarios ya no garantizan un mejor nivel de vida, de renta y de estatus social. Las razones que han averiado este ascensor social que serían varias:
- en primer lugar, la tasa de sobrecualificación, esto es, el porcentaje de trabajadores en empleos que requieren menos cualificación de la adquirida, tasa que en España es de las mayores de Europa, como lo prueba la multitud de titulados universitarios que, ante la escasa oferta de empleos idóneos a sus titulaciones, en caso de encontrar trabajo, éste se caracteriza por su escasa cualificación, sus precarias condiciones laborales (trabajos temporales y a tiempo parcial) y, por ello, con bajos salarios.
- en segundo lugar, hay que considerar la actual estructura del mercado laboral, en la cual la demanda se centra, sobre todo, en empleos no cualificados. Por ello, el citado Informe de Save the Children critica duramente las políticas de empleo que priorizan sectores económicos como el turismo o la construcción, y no por la economía del conocimiento o la tecnología, lo cual limita las expectativas de futuro de los niños y jóvenes, especialmente de los procedentes de los sectores sociales más desfavorecidos. A ello hay que añadir el elevado desempleo juvenil que hace de España el 2º país de la UE con mayor tasa, sólo por detrás de Grecia, ya que uno de cada dos jóvenes está desempleado y tiene, por ello, su futuro hipotecado.
- en tercer lugar, el recorte de fondos que ha sufrido el sistema educativo español (-12% entre 2010-2015), mucho mayor que el -3% aplicado por otros países de la UE. En este sentido, especialmente grave ha sido la reducción en la inversión en becas de estudios del -29% en el citado período, las cuales han sufrido, por ello, un recorte desproporcionado.
Todo lo dicho parece presagiar, como advertía Save the Children, “el fin de un determinado período histórico de España”, aquel que estuvo caracterizado por una amplia movilidad social ascendente, y se abre así un negro horizonte hacia un mundo en el cual “los sueños de la infancia más empobrecida no se cumplen nunca” y ello supone que, “sin expectativas realistas de poder vivir mejor, el esfuerzo individual no tiene sentido y la cohesión social se resiente significativamente”.
Para reconducir la situación y, frente a los alegatos triunfalistas en materia de generación de empleo por parte del Gobierno de Rajoy, para reactivar la movilidad ascendente resulta esencial, como señala I. Marqués Perales, impulsar políticas públicas que promuevan un mayor peso de la economía del conocimiento y de la tecnología avanzada y, de este modo, “se limitaría la apuesta por sectores económicos que no necesitan que nuestros hijos estudien ni se desarrollen tanto, como pueden ser la construcción y el turismo”. Es necesario reivindicar, de nuevo, la educación como ascensor social y, para ello, frente a los despiadados recortes sufridos, el futuro debe orientarse hacia el aumento progresivo del gasto en educación hasta situarlo en la media de la OCDE y, además, proteger por ley este gasto, o mejor sería decir inversión educativa, de futuros recortes presupuestarios. Y en este sentido, la equidad del sistema educativo pasa por una adecuada política de becas, que tan duramente sufrieron el hachazo de los recortes aplicados por las políticas conservadoras en estos últimos años. Sólo así volverá a funcionar de nuevo ese ascensor social ascendente que el neoliberalismo desearía ver siempre averiado como forma de perpetuar la desigualdad y el dominio de los poderosos.
José Ramón Villanueva Herrero
(publicado en: El Periódico de Aragón, 18 junio 2017)