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SEGURIDAD HUMANA

En un mundo cada vez más globalizado, sometido a tensiones multipolares, a crisis de modelos sociales y políticos, obsesionado por amenazas reales o imaginarias, desde el terrorismo al riesgo de colapso medioambiental, se ha ido abriendo paso una tan importante como creciente preocupación por el concepto de “seguridad humana”. Este nuevo valor a reivindicar apareció como consecuencia de las transformaciones que se produjeron en el ámbito de la llamada “seguridad global” durante la última década del pasado siglo: fue en concreto el economista paquistaní Mahbub Ul Haq uno de los responsables de que el nuevo concepto de “seguridad humana” lograra relevancia internacional como consecuencia de su aparición en el Informe sobre el Desarrollo Humano de 1994 del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). El citado Informe es un rotundo alegato y compromiso a favor del Desarrollo Humano Sostenible ya que, de entrada, afirma que: “ninguna Nación del planeta podrá alcanzar ninguno de sus objetivos principales: ni la paz, ni la convivencia democrática, ni la protección del medio ambiente, ni la vigencia de los derechos humanos, ni la reducción de las tasas de fecundidad, ni la integración social, si no es en un marco de desarrollo humano sostenible que priorice la seguridad de todos los habitantes del planeta”. En consecuencia, todos estos objetivos esenciales quedaban supeditados a la elaboración de un nuevo sistema de organización social mundial que priorice el desarrollo de las personas, esto es, la seguridad humana, pues “el verdadero fundamento del desarrollo humano es el reconocimiento de las reivindicaciones vitales de todos”.
En consecuencia, la idea esencial es pasar de priorizar la seguridad de los Estados, la “seguridad nacional”, a la seguridad de las personas, a la “seguridad humana” y, de este modo, esta aspiración “equipara la seguridad con las personas en lugar de con los territorios, con el desarrollo en lugar de con la potencia militar” y, por ello, la seguridad humana ya no es un concepto defensivo, como le ocurre a la seguridad territorial o militar, sino que es un valor integrador, que reconoce con carácter universal la prioridad de las personas, de sus valores, dignidad y derechos que le son implícitos. Por ello resulta una necesidad ética realizar la transición del viejo concepto de seguridad nacional al más amplio de seguridad humana, el cual según recoge el Informe de Desarrollo Humano de 1994 tiene cuatro características: es una preocupación universal, independientemente del grado de desarrollo de cada país; los componentes que la condicionan son interdependientes, pues superan las fronteras nacionales, como es el caso del tráfico de drogas, el terrorismo, los desastres medioambientales o la inmigración; es más eficaz para la seguridad humana la acción preventiva temprana que la intervención posterior ante un desastre y, por último, la seguridad humana, a diferencia del concepto tradicional de seguridad, se centra en la persona y por eso incluye condiciones de vida y la protección de las oportunidades de la persona para elegir libremente sus condiciones de desarrollo.
Es por todo ello que el PNUD de 1994 citado anteriormente acordó la creación de un Fondo Mundial de Seguridad Humana con el que hacer frente a las variables que afectan a nivel global a la seguridad humana tales como las consecuencias del hambre, las epidemias, los desastres ambientales, la violencia étnica o religiosa, las corrientes de refugiados, el tráfico de drogas, el terrorismo internacional o la proliferación nuclear. Y, por todo ello, la seguridad humana es una parte del desarrollo humano pues, como señalaba Kofi Annan, “no tendremos desarrollo sin seguridad, no tendremos seguridad sin desarrollo y no tendremos ni seguridad ni desarrollo sin no se respetan los derechos humanos”. Es natural, pues, que para el PNUD (1994) resulte fundamental que el concepto de seguridad evolucione de manera urgente en dos sentidos: pasar de la visión exclusiva de la seguridad territorial al de seguridad de la población y, también, pasar de la seguridad mediante armamentos, a la seguridad mediante el desarrollo humano sostenible, entendiendo por tal el derecho humano inalienable en virtud del cual todas las personas y todos los pueblos están facultados para participar en un desarrollo económico, social, cultural y político, en el que puedan realizar plenamente todos los derechos humanos y libertades fundamentales, a contribuir a ese desarrollo y a disfrutar del mismo. Sólo así se podrán garantizar plenamente todos los elementos que conforman la seguridad humanas, cual son: la seguridad económica, demandando la implantación de ingresos básicos; la seguridad alimentaria, para hacer accesible la disponibilidad de alimentos y recursos a los que toda la población pueda acceder; la seguridad en salud, mediante una cobertura adecuada del sistema sanitario; la seguridad medioambiental, garantizando el equilibrio ecológico y el desarrollo sostenible; la seguridad personal, esto es, la ausencia de violencia física o la seguridad política, que respete los derechos fundamentales y las garantías democráticas.
De todos modos, la seguridad humana es, todavía, según Karlos Armiño, un concepto impreciso, dado que todavía está madurando y en evolución por lo que existen distintos enfoques que la delimitan: así, mientras la escuela japonesa tiene un “enfoque amplio de la seguridad”, concebida como libertad respecto a la miseria, la escuela canadiense, que tiene un “enfoque más restringido”, la entiende como libertad para vivir sin miedo. No obstante, en el panorama actual, la seguridad humana no ha conseguido desplazar, aún, a la seguridad del Estado ya que, lamentablemente, los temas relacionados con desarrollo humano no están al mismo nivel ni se consideran tan prioritarios como los que afectan a la clásico concepto de seguridad nacional.
José Ramón Villanueva Herrero
(publicado en: El Periódico de Aragón, 14 febrero 2020)
AQUEL 25 DE FEBRERO

La ciudad de Amsterdam siempre ha sido un ejemplo de libertad y tolerancia. Es por ello que, cuando en 1579 las entonces llamadas Provincias Unidas de los Países Bajos, esto es, la actual Holanda, lograron la independencia del dominio español, frente a la intolerancia religiosa imperante en tantos lugares, al quedar liberados del asfixiante dominio de la Inquisición, la nueva nación neerlandesa declaró que nadie sería allí perseguido por sus creencias religiosas. Es por ello que allí encontraron refugio desde finales del s. XVI numerosos judíos sefardíes procedentes de España y de Portugal, comunidad cuyos fundadores fueron Jacob Israel Belmonte, Samuel Pallache o Jacob Tirado, contando entre sus miembros a prestigiosos médicos como David Nieto o Josef Bueno, así como con filósofos de la talla de Baruc Spinoza. Más tarde, durante la segunda mitad del s. XVII llegaron a Amsterdam grupos de judíos askenazíes huyendo de las persecuciones de que eran objeto en Polonia, Lituania y Ucrania. Tal es así que, como señalaba el historiador Cecil Roth, Amsterdam, la Venecia del Norte, pasó a ser conocida, también como “la Jerusalem holandesa” y, por ello, fue muy importante para la ciudad la aportación económica judía, la cual que favoreció la expansión comercial del imperio holandés, así como su desarrollo cultural. Por todo ello, aludían a Amsterdam como “mokum”, que en lengua yiddish quiere decir “lugar seguro”, una ciudad donde fueron acogidos, se integraron plenamente y prosperaron durante varios siglos.
Pero todo cambió con el auge del totalitarismo nazi. Durante la II Guerra Mundial, el 10 de mayo de 1940 las tropas hitlerianas invadieron Holanda y, tras el brutal bombardeo de Rotterdam, el país capituló ante Alemania, que quedó sometido bajo las fuerzas de ocupación y la autoridad del Reichskommissar Arthur Seyss-Inquiart. Durante esta negra etapa de la historia, Holanda y, por supuesto, dejó de ser mokum, el lugar seguro para los 140.000 judíos residentes en el país. Bien pronto, en junio de 1940, los nazis empezaron a aplicar las primeras medidas antijudías y resulta destacable que, desde el primer momento, la población civil holandesa, se opuso a ellas a la vez que se solidarizaba con sus vecinos y amigos judíos con los que habían convivido desde siempre. Así, en noviembre de 1940, miles de estudiantes de la Universidad de Leiden y del Instituto Politécnico de Delf, protestaron por la destitución de todos los docentes judíos. A partir de finales de 1940 y principios de 1941 se incrementaron las medidas antisemitas de las autoridades nazis y de los colaboracionistas holandeses de Anton Mosset, cuyas milicias provocaban constantes altercados en el barrio judío (Jodenbuurt) destrozando comercios y maltratando a sus habitantes. En una ocasión, el 11 de febrero, los nazis holandeses se enfrentaron a un grupo de jóvenes judíos que salían de un gimnasio, desconociendo que éstos eran boxeadores y, en la pelea murió uno de los atacantes. La reacción de las autoridades hitlerianas no se hizo esperar: al día siguiente, el barrio judío quedó cerrado con alambradas y barreras y unos días después, el 22 y 23 de febrero, 427 jóvenes judíos fueron deportados a Buchenwald y Mauthausen donde morirían.
Esta situación, los constantes ataques sufridos por los judíos en Amsterdam provocaron una gran indignación y el 25 de febrero estalla una huelga general: se produjo una paralización total de todos los transportes públicos y de otros servicios, de los astilleros, estibadores e industrias del acero, de las oficinas y muchos estudiantes de unieron a las movilizaciones dejando de ir a clase, lo que suponía un rechazo masivo a la ocupación nazi y al antisemitismo. La huelga se extendió rápidamente de forma espontánea y solidaria por otras ciudades holandesas como Haarlem o Utrech, teniendo un seguimiento masivo.
Las autoridades alemanas estaban sorprendidas porque nunca se habían tenido que enfrentar a una huelga general como protesta por la aplicación de sus medidas antisemitas. Tras dos días de protestas, la reacción de las fuerzas nazis fue brutal: los huelguistas fueron obligados a volver al trabajo y varios centenares de ellos serían arrestados, condenados a largas penas de prisión y algunos de ellos fusilados.
Es igualmente reseñable que las Iglesias católicas y reformadas holandesas alzaron su voz en protesta por el genocidio judío, lo cual desató la represión de los nazis contra éstas y, en particular, sobre todos los católicos de origen judío como fue el caso de Edith Stein, monja de origen judío convertida al catolicismo con el nombre de Teresa Benedicta de la Cruz, que compartió el fatal destino de su pueblo en las cámaras de gas de Auschwitz.
La huelga del 25 de febrero ha quedado marcada, para siempre, en la conciencia cívica y democrática de los holandeses, pues se ha convertido en una de las acciones de resistencia masiva en la lucha contra el nazismo y el antisemitismo. Cada año se conmemora el 25 de febrero ante el monumento al Dokwerker (el obrero estibador), ejemplo de la resistencia antinazi, como una forma de recordar que es esencial la defensa de la libertad y de los derechos humanos, especialmente en los momentos en que éstos resultan amenazados por la intolerancia y el fascismo.
La huelga del 25 de febrero de 1941 no impidió el genocidio de la comunidad judía holandesa, víctima de las deportaciones masivas producidas a partir de 1942 con destino a los campos de la muerte, dado que las ¾ partes sería exterminada pues más de 104.000 de los mismos murieron durante la ocupación o fueron deportados a Auschwitz y Sobibor de donde nunca volvieron.
Recorriendo Amsterdam, tan llena de vida, tolerancia y diversidad, visitando la sinagoga portuguesa-israelita, lo que fue el Jodenbuurt, o la emotiva visita a la casa de Ana Frank en Prinsengracht, 263, evoco aquel 25 de febrero, todo un ejemplo de dignidad cívica cuya memoria merece ser conocida y recordada.
José Ramón Villanueva Herrero
(publicado en: El Periódico de Aragón, 25 febrero 2020)